lunes, 30 de diciembre de 2013

El hombre de la luna


   Ilargi o Ilazki, la Luna, es, según se lee en el «Diccionario ilustrado de mitología vasca» de J. M. de Barandiaran, de género femenino, al igual que el Sol.
    En fórmulas y plegarias se le llama “Ilargiko-amandre”, madre Luna, y cuando aparece 
encima de los montes orientales, le dicen: “Ilargi amandrea, zeruan ze berri?” (madre Luna, ¿qué noticias hay en el cielo?).
    Antiguamente, un día a la semana (el viernes) estaba dedicado a la Luna. El viernes es  
también el día en el que se reúnen los brujos. El mismo día, a la luz de la Luna y en las encrucijadas de los caminos, deben quemarse los objetos mágicos que hayan pertenecido a personas embrujadas.
    La Luna es la protagonista de las dos siguientes narraciones.



 Hace mucho tiempo, vivía un ladrón en Antzuola. No era un ladrón importante, robaba cosas pequeñas: una gallina por aquí, un par de conejos por allá, tomates, lechugas...

    Una noche de invierno de ésas en las que hace mucho frío y el cielo está tan claro que 
pueden contarse las estrellas una a una, el ladrón decidió robar unas leñas recién cortadas 
que un vecino del pueblo tenía apiladas al lado de su puerta. El ladrón, aprovechando la oscuridad de la noche y que todo el mundo dormía, robó la pila de leña y se marchó 
presuroso a su casa. Iba muy contento porque nadie le había visto y su hazaña le había 
costado muy poco esfuerzo. En eso, se dio cuenta de que la Luna brillaba en el cielo y que, 
además, parecía seguirle. Enfadado con ella, le gritó:

—No necesito de ti, ¿me oyes? ¡Lárgate!

    Como la Luna seguía detrás de él sin hacerle caso, el hombre volvió a gritarle:

—¡Que te largues! ¿Me oyes? ¡Vete!

    El ladrón dejó la leña en el suelo y, cogiendo unas piedras, empezó a tirárselas a la Luna. De pronto, la Luna empezó a bajar y a bajar y, cuando se encontró cerca del hombre, lo agarró con su cuerno por la cintura y lo levantó. Después volvió a su lugar en el cielo.
    
    Desde entonces, el ladrón está allí y, en días de luna llena, puede verse perfectamente 
su cara si miramos con atención.



domingo, 29 de diciembre de 2013

Un Cuento de Navidad



Érase un niño enfermizo. Su madre, opulentísima señora, andaba loca con el afán de darle salud, y el médico, fijándose en la índole del padecimiento del niño, decía que, principalmente, dimanaba de una especie de atonía o insensibilidad, efecto de que su sistema nervioso se encontraba como amodorrado o dormido, y no comunicaba al organismo las reacciones vitales y al espíritu la fuerza necesaria. Es decir, que Fernandito, que así le llamaba vivía a medias, como vegetando, lo cual es sobrado para una planta, pero insuficiente para un hombre.

Trataba la madre de despertar por todos los medios la sensibilidad, la imaginación y la vida psíquica de su hijo, sin lograrlo. Le paseaba, le adivinaba los gustos, le traía juguetes y golosinas, y el chico tomaba los juguetes un momento y luego los dejaba caer, con indiferencia, a los pies del sillón en que permanecía lánguidamente sentado meses y meses. Las golosinas, las probaba apenas; con alguna, sin embargo, se encaprichaba, y era un arma de doble filo, porque le alteraba el estómago, y como el ejercicio y el movimiento no contrastaban los efectos de la glotonería infantil, las indigestiones ponían su vida en peligro.

El desfile de doctores consultados trajo el desfile de sistemas: el pobre Fernandito fue campo de experimentación de los más diversos. Desde el agua fría con sus chorros glaciales, hasta la electricidad, con sus picaduritas de aguja, mordicantes y finas, todo lo hubo de sufrir el cuerpo de Fernando, sometido, por el amor, a torturas que no inventa el odio. Se le paseó de balneario en balneario; se le arrastró de sanatorio en sanatorio, de playa en playa, de altitud en altitud; se le sometió a rigores espartanos, y, como quiera que la ciencia afirmaba que a veces el dolor despierta y fortifica, se llegó al extremo de azotarle con unas varitas delgadas, iguales a las que sirven para batir la crema, mientras la madre, que no quería presenciar la crueldad, se refugiaba en un cuarto interior, tapándose con algodón los oídos...

Fuera no acabar nunca referir cuanto se ensayó y practicó con el desgraciado atónico. El catálogo demostraría hasta qué punto la ciencia contemporánea posee recursos y es rica en ideas y combinaciones. Todos los reinos de la naturaleza; todas las fuerzas mal definidas y estudiadas que al través de ella circulan, concurrieron a la obra de la intentada curación. El novísimo radium, substancia maravillosa, también salió a relucir, y nada. Fernandito, no cabe duda, mejoraba físicamente; su cuerpo, adolescente ya, se fortalecía; pero continuaba dando el mismo lastimoso espectáculo de un pensamiento ausente, de una voluntad muerta, de una conciencia entumecida, de un espíritu yerto. Los músculos obedecían al conjunto de la sabiduría humana; los nervios resistían. Y, para decirlo en estilo vulgar, Fernandito seguía tan tontaina como antes.

Pero el amor -que era la madre- no se cansaba, no se daba por vencido. Cuando, por último, los médicos, fatigados, declararon que, por su parte, estando conseguido lo posible, lo principal, lo demás era, cuestión que había que confiar a la naturaleza misma, la cual se reserva, en sus santuarios, mucho que no ha entregado aún a la investigación humana, aunque es de suponer que un día no tendrá más remedio que entregarlo, la madre, oída la sentencia, irguiose encendida, arrebolada de inspiración... Y juntando las manos, mirando al cielo, imploró como si exigiese:

-Tú, Señor, que me has permitido dar a mi hijo la carne, permite también que le dé el alma.

Desde el punto mismo, dedicose la madre a un trabajo muy activo, muy reservado, que se verificaba en habitaciones completamente independientes de aquéllas en que ella y su hijo vivían. Toda clase de operarios entraban y salían sin cesar, y mujeres jóvenes, envueltas en pieles baratas, arrebujadas en largos abrigos de paño, se reunían allí al anochecer; de las tiendas venían géneros: una instalación complicadísima se realizaba, en una sala que solía estar cerrada siempre, y a las altas horas; el vecindario creía escuchar cantos, músicas, que contrastaban con el silencio habitual de una morada que las tristezas de la enfermedad de Fernandito habían asombrado y entenebrecido siempre. Ocurría esto en los últimos meses del año, cuando iba aproximándose la Navidad.

Y la tarde del día 24, el niño, más amodorrado que nunca, se quejaba mansamente de frío, a pesar de la gran chimenea, en que ardía alta hoguera de leña seca, cuyas llamas regocijaban y derramaban suave calor. Su madre extendió por los hombros de la criatura un mullido abrigo de pieles, y sonriéndole, hablándole mimosa, le advirtió:

-¿No sabes? El Niño Dios ha venido a verte.

Pero estas palabras no despertaban en Fernandito idea alguna. No las entendía. Las repetía lentamente, como en sueños:

-Niño Dios, Niño Dios...

-Y la Virgen -insistía la madre-. Y los angelitos.

-Tengo frío -insistía el muchacho, temblando ligeramente.

Por un instante, sintió la madre que sus esperanzas se fundían, a semejanza de la nieve ligera que acababa de caer y que, suspensa del alero, iba a convertirse en agua y en lodo. ¡Su hijo no tendría alma jamás! ¡Cuanto se intentase, inútil! Y pensaba en lo que sería de ella aquella noche, después de fracasada la tentativa suprema... Porque fracasada la creía, y habría que renunciar a la lucha. Fundaría un convento de caritativas monjas, se retiraría a él y allí viviría con su enfermo sin alma, lejos del mundo, que se ríe de los pobres niños atontados...

Era la hora de acostar a Fernandito, y resignada y desesperada a la vez, fue ella misma, como siempre, a desnudarle y a someterle las sábanas. Quedose luego en vela al lado de la cama. Al acercarse la medianoche, envolviendo rápidamente al niño en pieles tibias, descalzo y todo, lo arrebató como una presa, mientras le repetía al oído:

-¡Ven, que ha nacido Dios y te está llamando!

Cruzando un largo pasillo, abierta una puerta grande, entraron en un salón inmenso, todo obscuro, y al pronto, una luz sola, intensísima, ardió en el espacio, y sus fulgores astrales alumbraron un paisaje sorprendente. Montañas, valles, oasis de palmeras, y, a lo lejos, las torres de una ciudad magnífica, las cúpulas de sus templos, las extremidades de sus minaretes. No era el Nacimiento de cartón, con figuras de barro: por los riachuelos corría agua, los árboles susurraban agitados por el viento, y verdadero césped, salpicado de flores, crecía en los praditos y orillaba las sendas. De pronto, empezó a poblarse el desierto panorama. En el fondo de sombría gruta aparecieron una hermosísima mujer y un hombre de plateada barba, que llevaba en la mano una vara de azucenas. La mujer sostenía en sus brazos un Niño, que acostó en el establo. Al punto mismo, una música divina resonó. Eran cadencias de gozo, la risa fresca del villancico, que huele a tomillo de monte, entremezclada con un alboroto de gorjeos de pájaros, y los pastores empezaron a bajar de la montaña, cantando su tonadilla, llevando corderos, cestillos de frutas, tocando zampoñas, empujándose para llegar más presto. Con ellos, la estrella, majestuosa, caminaba.

Y, parados ante la gruta, se postraron, estirando las jetas, con curiosidad simple y santa, con las manos alzadas, enclavijados los dedos callosos, y la madre de Fernandito, que no apartaba la vista de su hijo, creyó morir, de la impresión que recibía. El muchacho se había incorporado, lentamente, y también en su mirada, como en la de los rústicos cabreros, brillaba la chispa de la curiosidad, llena de ingenua bobería, pero ¡tan humana!, ¡tan humana!

Entre el silencio repentino de la adoración, se alzó un canto celeste, sostenido por los registros más delicados del magnífico órgano eléctrico, oculto en la sala contigua. Eran muchas voces, afinadísimas, unidas en masa coral, elevando el himno, triunfal, glorioso: «¡Aleluya, aleluya! ¡Nos ha nacido un niño! ¡Aleluya!».

Cogió la madre a su hijo, va con alma, y apretándolo contra un corazón que saltaba de miedo y de ilusión ardorosa, entró con él por los senderos del paisaje. Corría, como si en tal momento no se pudiese perder minuto. Corría, porque Fernando, al oír el cántico, había murmurado bajito:

-¡Qué precioso, mamá! ¡Qué precioso!

Y, ya al pie de la gruta, haciendo apartarse a los pastores con una seña, la madre se arrodilló, y señalando al Niño dormido sobre la paja, murmuró anhelosa, en súplica ardiente:

-¡Bésalo, Fernando!

El muchacho dudó un segundo, como si no entendiese. Al cabo, entre un temblor de vida, con un llanto salvador, con un grito, en que su espíritu nacía, exclamó:

-¡Qué bonito! ¡Qué bonito es el Nene!

Y aplicó los labios a la faz de rosa que despierta, le sonreía...

EMILIA PARDO BAZÁN

jueves, 26 de diciembre de 2013

KIXMI




Cuentan en la región de Ataun que, cierto día, los gentiles se divertían en el collado de Argaintxabaleta. En eso, un joven gentil observó que una nube luminosa se acercaba rápidamente hacia donde ellos estaban. Sorprendido y asustado ante semejante fenómeno, fue a avisar a los demás.

—¡Mirad! ¡Mirad!—gritó.

Todos dejaron de bailar, y durante largo rato contemplaron la nube misteriosa, sin saber qué hacer ni qué decir. Finalmente, decidieron ir a pedir consejo al más viejo y sabio de los gentiles.

El anciano nunca salía de la cueva en la que vivía, nadie sabía cuántos años tenía y algunos ni siquiera lo conocían. Condujeron al sabio hasta el borde del collado y le mostraron la nube, pero el viejo gentil estaba ciego y no podía ver.

—¡Abridme los ojos con dos palancas! —ordenó.

Inmediatamente, dos gentiles cogieron sendas palancas y, valiéndose de ellas, le abrieron los ojos. El anciano observó la nube durante mucho tiempo, mientras los demás, nerviosos, esperaban.

—Ha nacido Kixmi —dijo finalmente—, y ha llegado el fin de nuestra raza. ¡Echadme al precipicio!

Y los suyos lo echaron peñas abajo. Después, emprendieron una carrera veloz seguidos por la nube y, al llegar al valle de Araztaran, se metieron debajo de una gran piedra que desde entonces es conocida por el nombre de “Jentilarri” (“Piedra de los gentiles”), y desaparecieron para siempre.

En el lenguaje de los gentiles, Kixmi significaba “mono”, palabra que éstos utilizaban para designar a Cristo. Así explicaban nuestros antepasados el fin del paganismo y la llegada del cristianismo a Euskal Herria.




miércoles, 25 de diciembre de 2013

La sobrecama de oro





Vivía en Ataun un matrimonio que había entablado amistad con unos gentiles que vivían arriba de San Martín. Todos los atardeceres, los gentiles bajaban al pueblo y se reunían en casa del matrimonio para charlar y jugar a las cartas, pasando muy buenas horas juntos hasta que cantaba el gallo de la medianoche.

Un día, la señora de la casa enfermó, pero, no obstante, los gentiles continuaron bajando para pasar un rato con ellos, llevando con ellos una sobrecama bordada con hilos de oro, que extendían sobre el lecho. A las 12 de la noche cantaba el gallo, los gentiles recogían la colcha y se marchaban.

—¿Te has fijado en la sobrecama que traen? —preguntó la mujer al cabo de unos días y su marido afirmó con un gesto de cabeza—. Es de oro —continuó la mujer—, podríamos obtener unos buenos reales por ella.

Y los dos se miraron sin decir nada.

A la noche siguientes, los gentiles aparecieron como de costumbre, puntuales y con la valiosa colcha, que extendieron sobre el lecho. La velada transcurrió amablemente, pero la avaricia había hecho mella en los dos caseros. En un momento de descuido de los gigantes, el marido clavó la sobrecama con unos clavos a la madera de la cama.

Cantó el gallo a su hora y los gigantes intentaron recoger la colcha, pero no pudieron, pues estaba clavada. Tiraron con fuerza y la rompieron. Enfadados, se marcharon, pero no sin antes lanzar una maldición sobre los dueños de la casa.

—¡Mientras esta casa exista —gritaron cuando cogían el camino hacia San Martín—, no faltará un tuerto, un manco o un cojo en ella!

Y cuentan las gentes de Ataun que así ocurrió durante mucho tiempo.


Leyendas de Euskal Herria


jueves, 21 de noviembre de 2013

La torre de Alos




Esta leyenda está basada en unos versos que se cantaban en la zona de Deba y que datan de principios del siglo XV. Los versos, recogidos por Araquistain en 1865, cuentan la historia de la torre de Alos.



La torre de Alos era una importante casa solariega de Deba. Su dueño, Beltrán Pérez de Alos, se casó dos veces. De su primera mujer tuvo a una hija, hermosa y buena, a quien llamaron Uxue.

Al quedar viudo, el señor de Alos volvió a casarse y, tal como a veces sucede en los cuentos de hadas, la nueva señora no quería a Uxue, pero nada dejaba traslucir en presencia de su marido. El padre adoraba a su hija, y era correspondido por ésta.

Un día, Beltrán de Alos tuvo que partir a la guerra, y estuvo siete largos años lejos de su casa. A punto de regresar a sus tierras, recibió una carta de su mujer diciéndole que Uxue, la dulce paloma, había tenido un hijo ilegítimo, un hijo sin padre, y había llevado la deshonra a la torre de Alos.

Con el corazón triste, Beltrán regresó a su hogar. Ya se divisaba la torre a lo lejos cuando el señor de Alos decidió hacer un alto en una posada. Estando allí, entraron dos hombres comentando las últimas noticias.

—Parece que el señor de la torre vuelve de la guerra... —dijo uno.

—Sí, ¡y buena sorpresa va a llevarse! —añadió el otro—. Dejó a dos y ahora hay tres en la casa.

Beltrán no quiso oír más y se dispuso a salir de la posada, cuando escuchó de nuevo a los dos hombres.

—Dicen que el niño es hijo de Uxue.

—Eso dicen, pero el niño se parece más a la señora.

Preocupado por lo que acababa de escuchar, Beltrán decidió averiguar la verdad y, simulándose muerto, hizo que sus hombres lo llevaran a la torre. Pronto se extendió la noticia, y el lugar se llenó de parientes y amigos que lloraban la pérdida de tan noble señor.

En aquel entonces, era costumbre velar el cadáver durante la Gau-illa, la vela mortuoria, y los presentes, uno por uno, se acercaban al ataúd y decían lo que pensaban sobre el difunto en voz alta.

Uxue se acercó cuando le llegó el turno y besó la frente de su padre, luego entonó unos versos en los que ponía en evidencia que el niño nacido en Alos era hijo de la mujer de su padre y de un primo de éste, apodado “Cuervo Negro”.

Ya iba a abalanzarse el culpable contra Uxue para matarla y evitar así que continuase hablando cuando Beltrán de Alos, levantándose del ataúd, ante el estupor de todos, atravesó a “Cuervo Negro” con su espada y lo mató.



martes, 22 de octubre de 2013

Leyenda del perro negro



Esta leyenda se cuenta en Bérriz (Vizcaya) y dice así: 
Un muchacho joven iba a contraer matrimonio próximamente y llegando la hora de preparar su boda, estába repartiendo las invitaciones a sus familiares y amigos, cuando al pasar por el cementerio del pueblo se encuentra con una calavera que se le había caído del carro al enterrador. El muchacho le dió un puntapié a la calavera mientras decía "Tu tambié quedas invitada si puedes venir a mi boda mañana". Diciendo esto, prosiguió su camino para casa, pero cuándo se hallaba cerca de su casa vio aparecer a un gran perro todo color de negro, que se le quedaba rezagado. Pero en la mirada del perro había algo que era sobrecogedor e inquietante, que asustaba al muchacho. 
Este contó a su madre lo que había pasado en el cementerio y lo que había hecho con la calavera humana, y como después se le apareció ese inquietante perro negro que lo seguía.
Su madre, alarmada le dijo: 
- Vete, hijo, donde el cura.
La madre se asomó para ver si estaba el perro, y lo vio allí donde lo había dejado su hijo. 
- ¡Vete, hijo, rápido y pide consejo al cura y cuando te confieses esta noche con el, cuéntale todo lo que te ha pasado, y que te diga lo que tienes que hacer con el perro. 
Así lo hizo el muchacho.Fue a confesarse donde el cura y de paso le pidió consejo; este cura, que era un buen hombre y respetado por todo el pueblo, le dijo:
- ¡Mira hijo!, has hecho mucho mal, pues no tenías que haber pegado el puntapié a la calavera, pero creo que tiene solución: Cuándo comience el banquete coges al perro y lo pones debajo de la mesa al lado tuyo y toda la comida que se vaya a comer,primero se la servirás a él antes que a los demás comensales, y si eso haces, no temas, que Dios te habrá perdonado. 
Se celebró la boda y cuando fueron al banquete el novio cogió al perro y lo colocó debajo de la mesa al lado de el, y según salían los primeros platos, él le iba dando primero al perro su ración, y viéndolo uno de sus hermanos, le dijo:
- Andas dándole al perro lo mejor de cada manjar.
Así le empezaron a preguntar los demás comensales pero el muchacho replicó: 
- Yo se lo que hago, y no me preguntéis porqué lo hago. 
Una vez terminado el gran banquete,el muchacho miró al perro y éste le dijo: 
- Bien hiciste en cumplir lo que te ordenó el cura, pues si no lo hubieses hecho, hubieras sufrido un gran castigo, pues yo soy el guardián de mi amo. El me mandó venir a que tu hicieses desagravio por la falta que cometiste. 
Dicho esto, el gran perro negro desapareció de la vista de todos y así, siempre se dijo en el Pueblo Vasco que los perros siguen a sus amos aun después de muertos éstos, pues ellos son los guardianes de sus huesos.



miércoles, 16 de octubre de 2013

La Bruja y los jorobados.





En Iparralde existía una gran creencia en la brujería, las brujas y los hechiceros. En el siglo XVII, el inquisidor Pierre de Lancre persiguió incansablemente a los sospechosos de brujería, y fueron muchos los que murieron en prisiones y en hogueras. Según cuenta J. M. de Barandiaran, en Sara, las brujas se reúnen de noche fuera del pueblo y bailan al son del ttunttun o tamboril, sin txistu ni txirula, (flauta) mientras gritan: “Etxean zahar, kanpoan gazte” (En casa, viejo; en la calle, joven).

Los habitantes del barrio de Alkerdi, en Urdax, eran tenidos por brujos, y también los de Arrankoitz, así como los habitantes de Eihalarre, en el valle de Carazi, a los que se llamaba akelartarrak, según cuenta R. Mª de Azkue. Lugares famosos de aquelarres en Iparralde son: Artegaña en Alzai, Arlegiko Kurutzi y el prado de Sohuta, cerca de Maule.

 

En tiempos pasados, vivía en Urdax de Lapurdi una vieja bruja que asistía, como era su obligación, a los aquelarres los viernes por la noche.

Esta bruja tenía como vecinos a dos hermanos, solterones y además jorobados, que sospechaban de ella y la vigilaban con mucha atención. Un día, uno de los dos hermanos llamó a la puerta de la vieja y le dijo:

—Me gustaría acompañarte un día a la reunión.

La vieja se hizo la sorprendida.

—¿A la reunión? ¿A qué reunión? ¡No sé de qué me hablas!

Pero el hombre tanto insistió que, finalmente, la bruja le confesó que, en efecto, ella era lo que ellos sospechaban y que asistía todos los viernes al aquelarre. Decidieron, pues, ir juntos al próximo, pero, antes, la bruja le hizo una recomendación.

—¡Fíjate bien! —le dijo—. El presidente de la reunión nos hará a cada uno decir los días de la semana, y hay que decirlos de la siguiente manera: lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado. Nunca menciones el domingo, ¿de acuerdo?

El vecino jorobado estuvo de acuerdo, y el viernes siguiente acompañó a la bruja al aquelarre.

Había allí cientos de brujas y brujos y, en medio de todos ellos, se encontraba el presidente de la reunión con un gran libro debajo del brazo, a quien rápidamente le llevaron un sillón de color rojo para que se sentara. Todos los presentes iban pasando y, después de besar el libro, decían los días de la semana.

Al llegarle el turno al jorobado, éste besó el libro y recitó los días de la semana de carrerilla.

—Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo.

El presidente de la reunión se levantó de su asiento muy enojado.

—¿Quién ha hablado de domingo? —preguntó.

—Señor, ha sido este jorobado —dijeron los demás.

—Pues que le quiten la joroba de la espalda.

Y así se hizo. El hombre volvió a su casa, encantado de no tener ya joroba. Su hermano, que lo estaba esperando, le preguntó sorprendido:

—¡Oye! ¿Cómo lo has hecho?

El otro le contó lo que había ocurrido y le animó a que él también probara suerte.

Así pues, el segundo hermano fue a casa de su vecina, la bruja, y le pidió que también lo llevara al aquelarre.

—Lo haré, pero prométeme que no mencionarás el domingo —le dijo—. Tu hermano también lo prometió, pero no cumplió su promesa.

—Puedes confiar en mí —respondió él—, yo sí que la cumpliré.

Llegado el viernes, fueron los dos al aquelarre. El hombre pudo comprobar que todo ocurría como se lo había contado su hermano y, cuando le llegó a él el turno de recitar los días de la semana, dijo:

—Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo.

El presidente de la reunión se levantó de su silla, más enfadado que nunca.

—¿Quién ha hablado de domingo?

—Señor, ha sido este jorobado —respondieron los demás.

—Una vez, vale —continuó el presidente—; pero dos son demasiadas. ¡Que le pongan a éste la joroba del otro!

Y el pobre hombre regresó a su casa con dos jorobas que ya no se pudo quitar, porque su vecina, la bruja, desapareció y no pudo llevarle de nuevo al aquelarre.

lunes, 14 de octubre de 2013

El Puente de Ligi



Hace mucho, mucho tiempo, el señor de Ligi, en Zuberoa, ordenó construir un puente sobre un pequeño río que atraviesa la localidad. Los canteros vascos tenían fama en el mundo entero por lo bien que trabajaban la piedra, pero esta vez la construcción no fue ninguna maravilla y, antes incluso de estar concluido, el puente se había derrumbado.

De nuevo el señor lo ordenó construir, y una vez más se cayó.

No sabiendo cómo solucionar el problema, el señor de Ligi llamó a los lamiñaku de Lesarantzu y les pidió que construyeran el puente. Los lamiñaku aceptaron encantados, pues era trabajo de su agrado, pero pusieron una condición.

—Construiremos un puente que nunca se caerá, y lo haremos esta misma noche, antes de que cante el gallo al amanecer, pero queremos tu alma como salario por nuestra labor.

—El puente lo necesito urgentemente, y el alma... —pensó el señor de Ligi—. ¡Algo se me ocurrirá antes de que acaben!

Aceptó el trato, y los lamiñaku comenzaron el trabajo. Eran cientos y cientos: unos tallaban las piedras, otros se las pasaban de mano en mano, mientras decían:

—¡Toma, Gilen! ¡Cógela, Gilen! ¡Dámela, Gilen! ¡Aquí estamos once mil Gilenes!

Y otros iban colocando las piedras y formando el arco. No lo hacían desde los pilares hacia el centro, como lo hacen los constructores de puentes, sino de un pilar al otro, como lo hacen los lamiñaku.

Desde la torre de su castillo, el señor de Ligi, un tanto preocu­pado, contemplaba el avance del trabajo, pues iba más rápido de lo que él pensaba.

Los lamiñaku pasaron toda la noche construyendo el puente. Siempre al mismo ritmo, siempre repitiendo las mismas palabras:

—¡Toma, Gilen! ¡Cógela, Gilen! ¡Dámela, Gilen! ¡Aquí estamos once mil Gilenes!

Finalmente, sólo quedaba una piedra para colocar y acabar la obra.

—¡Toma, Gilen! ¡Cógela, Gilen! ¡Es la última, Gilen!

Y en el mismo momento en que iban a colocar la última piedra del puente, el señor de Ligi prendió fuego a un montón de paja, y una gran llamarada alumbró el gallinero. Un gallo joven, creyendo que el día lo había pillado dormido, se despertó sobresaltado, y cantó batiendo las alas.

Al oír el canto del gallo, los lamiñaku dejaron caer la piedra en el río y, dando un gran grito, desaparecieron en la oscuridad mientras decían:

—¡Maldito gallo! ¡Maldito gallo de marzo!

Desde entonces falta una piedra en el puente de Ligi y, cuando el agua está tranquila y transparente, puede verse un agujero en uno de los pilares y una gran piedra roja en el fondo del río. Muchas veces han intentado sacarla de allí y colocarla en su sitio, pero nadie, que se sepa, lo ha conseguido hasta ahora.

Sus protagonistas los lamiñaku, seres asexuados, pequeños y feos.




miércoles, 9 de octubre de 2013

La Lamia enamorada




Una vez, un joven pastor de Orozko, en Bizkaia, llamado Antxon, andaba por el monte con su rebaño cuando oyó un canto maravilloso, y quedó tan asombrado que se olvidó de las ovejas y se dirigió hacia el lugar de donde procedía la voz.

AI separar unos matorrales vio algo que lo dejó boquiabierto. Sobre una roca enclavada en medio de un río estaba sentada la joven más hermosa que él jamás había visto. Tenía el cabello largo y rubio y se peinaba con un peine de oro mientras cantaba una extraña melodía. Antxon no podía apartar sus ojos de ella.

En eso, la joven dejó de cantar y dirigió su mirada hacia los matorrales. Al ver a Antxon se zambulló en el río. Al poco, sacó la cabeza del agua, por detrás de la roca, se escondió, se asomó..., mientras el muchacho contemplaba, atónito, el juego. Finalmente, no volvió a esconderse y, abriendo sus grandes ojos transparentes, preguntó:

—¿Quién eres?

El pastor permaneció mudo.

—¿Quién eres? —insistió la desconocida.

—Antxon, soy Antxon —respondió al fin—. ¿Y tú?

La joven se echó a reír y no respondió, zambulléndose de nuevo. El pastor esperó y esperó, pero, al ver que no salía, regresó al pueblo. Durante unos cuantos días no salió de casa, y no podía dejar de pensar en la muchacha del río. Por fin se decidió y otra vez cogió el camino del monte. A medida que se acercaba al lugar, de nuevo escuchó el canto maravilloso, y se sintió feliz.

La hermosa joven, al igual que la vez anterior, peinaba sus cabellos rubios sentada encima de la roca. Al ver a Antxon, dejó de cantar y le sonrió.

—Buenos días, Antxon —dijo—. Te estaba esperando.

—¿A mí? —preguntó el pastor, emocionado.

—Sí, a ti. Acércate, acércate.

Antxon se aproximó a la orilla, y allí se sentó. Pasaron las horas y ninguno de los dos hablaba, sólo se miraban.

—¿Te casarás conmigo? —preguntó la joven cuando el sol comenzaba a ocultarse.

—Sí —respondió Antxon.

En señal de compromiso, la joven le entregó un anillo, que él se puso en el dedo anular.

—Ama, voy a casarme —le dijo Antxon a su madre cuando volvió a casa.

—Pero, hijo..., ¿con quién? —preguntó la madre, asombrada, pues no sabía que su hijo tuviese novia.

—Con la mujer más hermosa del mundo. Vive arriba del monte, junto al río.

—Pero..., ¿quién es? —insistió la madre.

—La mujer más hermosa que he visto en mi vida.

—¿Cómo se llama? ¿Quiénes son sus padres?

—Es la más hermosa... La más hermosa...

La madre llegó a la conclusión de que su hijo estaba embrujado. Salió presurosa a la calle, habló con sus vecinos, con la abuela, con el tío, con el cura... Todos la aconsejaron de forma distinta: si es bruja, esto; si es lamia, lo otro; si es extranjera, aquello... Finalmente, el hombre más viejo de Orozko dio también su opinión.

—Si es lamia, tendrá los pies de pato —sentenció.

La madre regresó a casa e hizo prometer a su hijo que miraría los pies a su novia. Después de mucho insistir, Antxon prometió que así lo haría, que le miraría los pies a su novia, a su hermosísima novia. De pronto, se apoderó de él un gran deseo de verla de nuevo, y echó a correr hacia el monte.

Su enamorada se estaba bañando y jugueteaba con los peces, entraba y salía del agua como un delfín y su risa era como el sonido de mil cascabeles. Se acercó silenciosamente, queriendo darle una sorpresa, pero..., ¡ay! ¡Los pies de su amada no eran como los de todo el mundo!

—¿Estaré soñando? —se preguntó, incrédulo.

Los pies de la muchacha parecían patas de pato... ¡Definitivamente eran patas de pato! Antxon se quedó paralizado por el estupor, y después regresó al pueblo con el corazón destrozado.

Al entrar en casa, la madre, que lo estaba esperando, notó que algo extraño le sucedía.

—¿Y qué, hijo? ¿Qué ha pasado? ¿Has visto sus pies? —le preguntó con insistencia.

—Son como los pies de los patos —murmuró el joven.

—¡Es una lamia! ¡No puedes casarte con ella! ¿Lo oyes? Los humanos no se casan con las lamias.

Antxon, presa de una gran tristeza, se metió en la cama y enfermó. La fiebre le hacía delirar, veía el rostro de su amada y oía su voz llamándole: “zatoz, maitea, zatoz” (“ven, querido, ven”).

Pero él nunca volvió, porque murió de pena.

El día del entierro la lamia acudió a la casa de Antxon, se acercó al lecho, lo cubrió con una sábana de oro y besó sus labios fríos. Siguió al cortejo hasta la iglesia, pero, como todo el mundo sabe, las lamias no pueden entrar en las iglesias, y entonces regresó al monte, llorando por su amor perdido.

Tanto y tanto lloró que, en el lugar donde cayeron sus lágrimas brotó un manantial que recuerda para siempre el amor imposible entre la lamia y el pastor.


miércoles, 2 de octubre de 2013

Guiomar y el Unicornio


Son muchos los países en los que el unicornio es protagonista de leyendas, pero en toda la Península Ibérica sólo se conoce un unicornio, el que vagaba por el bosque de Betelu, en Nafarroa.

El unicornio es un animal mitológico que tiene forma de caballo, es blanco, símbolo de la pureza, y sus ojos son azules. De su frente sale un cuerno largo y afilado que posee un valor incalculable y que puede contrarrestar todo tipo de venenos.

Sólo se puede cazar un unicornio mediante una virgen, porque es la única persona que el animal permite que se le acerque. De todos modos, el mágico animal muere si se le arranca el cuerno, aunque no esté herido de muerte.



Gobernaba en Nafarroa el rey Sancho el Magnánimo, quien había conseguido llevar la paz a sus tierras, tras muchos años de peleas con los musulmanes que amenazaban las fronteras del reino.

El rey Sancho y su esposa doña Aldonza tenían dos hijas Violante y Guiomar. Las dos eran hermosas, virtuosas y discretas siendo la primera morena y la segunda, rubia. Todos los que las conocían las querían y respetaban, y ellas llenaban de alegría la vejez de sus padres.

Una tarde, llegó al castillo un caballero que se dirigía a tierras lejanas. Nada más verse, el caballero y Guiomar se enamoraron perdidamente el uno del otro. Al día siguiente, temprano por le mañana, el joven prosiguió su camino y nunca más regresó, pues murió en la guerra. Guiomar se entristecía cada vez que pensaba en él, aunque nada dejaba traslucir para no preocupar a los suyos, que la creían totalmente feliz.


Pasaron los años y doña Aldonza murió. El luto se apoderó del castillo y, sobre todo, se introdujo en el corazón del rey Sancho de tal forma que empezó a morir de dolor. Ni la atención de sus hijas ni los cuidados de sus servidores servían para nada. Aquel hombre fuerte y corpulento se debilitaba día a día; únicamente esperaba la muerte para ir a reunirse con su querida esposa.

Muchos médicos y curanderos visitaron al rey, pero ninguno supo encontrar el remedio para curar su enfermedad.

Un día llegó al palacio un ermitaño que pidió ver al enfermo.

—Don Sancho sanará —afirmó tras examinarlo con atención—. Sólo necesita beber un brebaje que yo prepararé.

La esperanza asomó a los rostros, y las princesas sonrieron, confiadas.

—Ahora bien —prosiguió el ermitaño—; para que la medicina sea eficaz deberá de tomar el brebaje en el cuerno de un unicornio.

Todos se miraron consternados. ¡No había ningún cuerno de unicornio en el castillo! El ermitaño, al comprobar el desconcierto que sus palabras habían causado, habló de nuevo.

—¡No está todo perdido! En el bosque de Betelu vive un unicornio. Es un animal peligroso, y tan hermoso como difícil de capturar, pero se rinde ante una doncella pura que nunca haya tenido penas de amor.

Todos los ojos se volvieron hacia Violante y Guiomar. La hermana mayor se ofreció al punto. ¡Ella iría en busca del animal!

Y, en efecto, Violante se internó en el bosque de Betelu, decidida y con paso firme. A los pocos minutos, escuchó a lo lejos el relincho del unicornio, y fue tal el miedo que se apoderó de ella que salió corriendo y no paró de correr y de llorar hasta llegar al castillo.

Don Sancho seguía empeorando y estaba cada vez más débil. Guiomar tomó entonces la decisión de ir ella misma en busca del mítico animal. Eligió a los mejores ballesteros de su padre y fue al bosque. Todavía sufría penas de amor por aquel caballero que un día conoció, y sabía que corría un grave peligro.

—Manteneos atentos —dijo a los ballesteros— Disparad las saetas si veis que el unicornio me ataca.

La joven se internó en el bosque, seguida a distancia por los ballesteros, y se aproximó al caballo, que se hallaba en un claro. El bello animal estaba comiendo las hojas de los árboles, porque los unicornios no comen hierba, ya que saben que los humanos desean arrancarles el cuerno, y nunca bajan la cabeza. Cuando Guiomar alargó la mano para acariciarlo, el unicornio la acometió con furia, atravesándole el cuerpo con el cuerno. Los ballesteros dispararon, pero ya era tarde. Guiomar había muerto y los soldados llevaron su cadáver al castillo, y también el cuerno del unicornio.

El rey Sancho el Magnánimo sanó, pero no vivió mucho, pues la muerte de su hija le partió el corazón y ya no hubo medicinas para curarlo.





martes, 1 de octubre de 2013

El regalo de las Lamias


Las lamias solían pedir, de vez en cuando, algunos favores a los seres humanos, y éstos eran recompensados con generosidad por ellas.

Una vez, cerca del pueblecito de Yabar, en la zona de Ultzama, en Nafarroa, una lamia se encontraba a punto de dar a luz, y sus compañeras fueron en busca de la comadrona de la localidad para que la ayudara en el parto. La comadrona se trasladó a la morada de las lamias e hizo su trabajo limpiamente y a satisfacción de las mismas.

Felices con el resultado, una preciosa pequeña lamia, las lamias la invitaron a comer unos manjares exquisitos a los que la buena mujer no estaba acostumbrada. Todo parecía mejor, más sabroso, incluso el pan era más blanco. No pudiendo resistirse, la comadrona cogió un trozo de pan y se lo guardó en un bolsillo para que su familia también pudiera probarlo.

Acabada la comida, las lamias le entregaron una rueca y un huso de oro.

—Acepta estos regalos —le dijeron— como agradecimiento por la ayuda que has prestado a nuestra compañera. Con ellos obtendrás un hilo tan fino y a la vez tan fuerte que no tendrá parecido, y podrás crear los tejidos más maravillosos del mundo. Pero también queremos advertirte algo: una vez que hayas salido de esta casa no debes volver la vista atrás ni una sola vez. ¿Has entendido?

La comadrona les aseguró que así lo haría e intentó levantarse de la silla para regresar a su casa, pero no pudo. Por mucho que se esforzó, parecía estar pegada al asiento.

—¿Has tomado algo de nuestra casa que no te pertenezca? —le preguntaron las lamias.

Ella iba negarlo cuando se acordó del pan blanco que tenía en el bolsillo y lo sacó.

—Nadie puede salir de aquí llevándose algo que nosotras no le hayamos dado —le informaron las lamias.

La comadrona pidió disculpas y se fue presurosa con la rueca y el huso de oro debajo del brazo. Iba a cruzar el puente que separa Laminetxea, la casa de las lamias, del pueblo cuando, olvidándose de las recomendaciones, se le ocurrió mirar hacia atrás y, al instante, desapareció el huso de oro.

Agarrando la rueca con fuerza, echó a correr hacia el pueblo. Al llegar, su curiosidad pudo más que su deseo y, cuando ya tenía un pie dentro y otro fuera de la casa, miró de nuevo atrás, y la rueca de oro también desapareció.

Las lamias nunca más volvieron a reclamar sus servicios y, por lo tanto, no tuvo otra oportunidad para recuperar los valiosos regalos.



martes, 17 de septiembre de 2013

El Basilisco del pozo


 En Mendoza de Araba existe un barrio llamado Urrialdo que hace muchos años estaba muy poblado, tenía numerosas casas y era un lugar próspero y rico. Un día, sin embargo, ocurrió algo que angustió y acabó con la alegría de los habitantes de Urrialdo. Una serpiente robó un huevo de gallina y lo empolló. Llegado el momento, el huevo se rompió, y de él salió un basilisco. Tenía el tamaño de un gato, su cabeza parecía la de un gallo con dientes, su cuerpo era de serpiente, tenía unas alas llenas de espinas y su cola era larga y puntiaguda como una lanza.

El basilisco es el animal más terrible que existe, y sus armas son sus ojos y sus dientes. La mirada del basilisco es mortal, hace que las plantas se marchiten, que los árboles se sequen y que los pájaros caigan en pleno vuelo. La única planta capaz de resistir su mirada es la “hierba de gracia” (boskoitza), que cura las heridas causadas por los dientes del basilisco. Y sólo hay dos animales capaces de vencerlo: el gallo y la comadreja. El horrible animal muere al oír el canto de un gallo o cuando la comadreja le da un mordisco. Pero los habitantes de Urrialdo no lo sabían.

El basilisco apareció un buen día en el pozo, sentado encima de un tronco que flotaba en el agua. Las primeras en verlo fueron dos mujeres que se acercaron a lavar la ropa.

—¿Qué es eso que hay en medio del agua? —preguntó una.

—Pues..., no sé... Yo diría que es un gallo... —respondió la otra.

—¿Un gallo en medio del agua? ¿Dónde se ha visto algo igual?

En eso, el basilisco clavó su mirada en ellas, y dos segundos más tarde estaban muertas. El monstruo desapareció.

Nadie podía explicar aquellas muertes, y el temor empezó a apoderarse de los habitantes de Urrialdo cuando, al día siguiente, apareció un hombre muerto, y luego otro, y otro...

Todas las muertes tenían lugar cerca del pozo, pero nadie había visto nada raro, así que decidieron mandar a un mozo para que vigilase. Aún no había amanecido y el joven se subió a un árbol y esperó, oculto entre las ramas.

Cerca del mediodía, vio un carruaje que se acercaba por el camino del pozo. Los viajeros contemplaban el paisaje y hacían comentarios sobre las casas. En eso, se fijaron en el lago y al instante, emergiendo entre las aguas, apareció el basilisco. Su mirada se clavó en el carruaje y, antes de que el mozo que estaba en el árbol pudiera darse cuenta de lo que ocurría, el vehículo y sus ocupantes desaparecieron. Martín se quedó con la boca abierta del asombro, se frotó los ojos creyendo que estaba soñando, miró de nuevo al lago..., pero el basilisco había desaparecido.

Al enterarse de lo ocurrido, todos los habitantes de Urrialdo comenzaron a temblar de miedo. No sabían cómo luchar contra un ser tan poderoso y decidieron marcharse del pueblo, porque lo más importante era seguir vivos. Sólo unos pocos se atrevieron a quedarse allí.

Pero el tiempo pasaba, las casas abandonadas iban cayéndose de viejas y los que habían decidido quedarse eran cada día más pobres, porque tenían miedo a salir y encontrarse con el basilisco, y tampoco se atrevían a utilizar el agua del pozo. Los animales andaban sueltos, tratando de encontrar comida porque sus dueños ya no se ocupaban de ellos. Cuando se acercaban al pozo para beber, aparecía el basilisco y los mataba con la mirada.

Un día, un viejo gallo al que casi ya no le quedaban plumas, se acercó al pozo. El basilisco apareció y se lo quedó mirando, pero su mirada nada podía contra el viejo gallo, que también lo miró, y así estuvieron durante un buen rato. Creyendo el gallo que aquel otro había ido a quitarle el puesto de jefe en el gallinero, cogió aire, hinchó el pecho y cantó tan fuerte como cuando era joven.

El basilisco se convirtió en estatua de piedra, se rompió en varios cachos y se hundió en el agua.

Nunca más se ha visto un basilisco en la región, pero los habitantes que se habían marchado no regresaron, y el pueblo de Urrialdo no volvió a conocer la prosperidad que una vez tuvo.