sábado, 25 de agosto de 2018

Algo en común



Nunca llegué a estrenar mi propia casa. Decidí meterme la llave en el bolsillo y viajar por el país. Sentía por dentro de las tripas un pellizco que no se iba nunca. En mi cabeza, una y otra vez, la familia Martínez no paraba de aparecer. Pero cuando llegué a la ciudad y vi al hombre cabizbajo todo cambió de repente. Como una aparición, destacando entre todos los demás transeúntes, el hombre cabizbajo salió por la puerta de un enorme edificio acristalado. Desde mi coche pude verlo cruzar por el paso de cebra. En ese momento, al verlo allí, caminando con dificultad, abrasado por el calor del asfalto, ladeando todo el cuerpo por su cojera, deseé que el semáforo nunca más cambiara de color.

No. Entre aquel hombre y los Martínez entonces no existía ninguna similitud. Ninguna. Excepto, si lo pienso ahora, por una estúpida coincidencia sin importancia; los colores de su ropa. El hombre cabizbajo vestía los mismos tonos de las baldosas hidráulicas que los Martínez instalaron en el suelo de mi casa. Por lo demás, aquel hombre nada tenía que ver con ellos. Ellos eran elegantes. Traían esas baldosas desde la India, donde tenían la fábrica. El padre era un hombre atractivo, distinguido, sus dos hijas, bellas y educadas. A la esposa no la conocía. Pensé que, quizás, sólo sería una mujer amargada, corroída por los celos ante un marido tan apuesto y refinado, una mujer excluida, un ser insignificante a la sombra de la estrecha relación que mantenían sus dos hijas con el padre. Pero no era así. Ella también era guapa, muy guapa, y siempre sonreía.

El hombre cabizbajo era diferente. Era tonificante verlo andar por el asfalto caliente, arrastrando un poco su pie derecho como si, en cualquier momento, irremediablemente, fuera a morirse allí mismo. Mientras lo miraba la familia Martínez dejó de acudir a mi cabeza. Ya no recordaba su amabilidad cuando, ante cualquier duda, a cualquier hora del día, ellos levantaban el teléfono y trataban de apaciguarme, amablemente, como si yo mismo fuera uno más de su familia. No recordaba que, cuando me impacientaba por la tardanza del pedido, ellos, dotados de una gentileza extraordinaria, descolgaban el auricular, las veces que fueran necesarias, sin perder nunca la calma, en un tono tan pausado y sereno que casi conseguía tranquilizarme.

El padre se ilusionó desde el principio con mi casa. Incluso daba su opinión cuando, de repente, alguna combinación de colores para las cortinas o las puertas en la que yo había pensado le parecía inadecuada. A veces, en el entusiasmo que mostraban, el padre y las hijas se interrumpían al hablar. Un día, una de ellas, la pequeña, en mitad de la conversación, excitada por el proyecto, casi llegó a rozarme.

Mientras miraba al hombre cabizbajo nada de eso venía ya a mi cabeza. Ni siquiera para disfrutar con la idea de que, a los Martínez, sin duda, ya nunca jamás volvería a verlos. Había olvidado por completo sus delicadas y elegantes baldosas hidráulicas. No. No se trata de cualquier tipo de pavimento, aseguraba el padre, nada industrial, decía, nada hecho en serie. Fabricadas a mano, una a una, de manera artesanal, con la misma técnica centenaria que había servido para decorar las estancias de las mejores casas del mundo, aseguraba la hija mayor, las baldosas hidráulicas eran algo simplemente extraordinario. Si. Tan exclusivo y extraordinario como la propia familia que las vendía. Una familia que poseía esa manera única de comportarse, distinguida pero natural, propia de las personas refinadas y felices.

Al principio, lo confieso, conservé la esperanza en que todo aquello cambiaría. Pensé que, tal vez, con el paso del tiempo, aquella facilidad que mostraban los Martínez para ilusionarse y sonreír, de manera espontánea y sincera, por el más insignificante motivo, no duraría para siempre. Pensé que, a lo mejor, en algún momento, algún suceso, algo inesperado y dramático solucionaría la situación. Mientras tanto, al final de cada día, ellos regresaban juntos a su casa para reunirse alrededor de la chimenea. Todas las noches, desde una esquina de la calle, los veía bailar y reír tras las enormes vidrieras de su salón.

Pensé que el hombre cabizbajo me ayudaría a olvidarlos para siempre. Desde mi hotel, cada tarde, esperaba impaciente que dieran las ocho, que se apagaran las luces en la planta donde él trabajaba. Entonces, diez minutos después, el hombre cabizbajo salía puntual del edificio. Caminaba siempre al mismo ritmo, entre los cientos de personas que se cruzaban por la calle sin mirarle, con un paso torpe y resignado. Un hombre que sale tarde del trabajo, un hombre vulgar, sometido a la rutina , soportando un día tras otro la misma vida, pensé. Incluso me parecía percibir su cansancio al verlo caminar, siempre con la misma ropa, con el mismo paso lento y ladeado, como si fuera a morirse en cualquier momento.

Durante las primeras semanas sólo lo seguí hasta la esquina del mercado. Allí, lentamente, metía su mano en el bolsillo y contaba las monedas, una a una, para pagarse un paquete barato de cigarros. Podía haberme conformado con eso. Podía haber regresado a mi hotel, relajado y satisfecho, como otras veces, pero una tarde aquello no ocurrió. Quería más. Ya no era suficiente verlo caminar sólo hasta el quiosco, arrastrando los pies por las aceras, como si le costase respirar, como si todo el peso de los edificios de la cuidad descansara sobre sus hombros. Aquella tarde el hombre cabizbajo guardó el paquete de tabaco en el bolsillo y echó a andar calle abajo. Al doblar la esquina paró un instante y apoyó su mano en una farola, cabizbajo, como si necesitara recobrarse de un pequeño infarto. Luego, después de un rato, reanudó la marcha, lentamente, hasta llegar a un portal viejo y oscuro. No podía apartar ni un instante mi vista de él. Necesitaba respirar cada centímetro cubico de aire, casi con codicia, mientras contemplaba a aquel hombre sacando las llaves del bolsillo, con torpeza, como si le costase moverse. En esos momentos los Martínez no venían a mi memoria. Era reconfortante. Aquel hombre trataba de acertar con la cerradura, como si no viese bien. Desde la calle, casi con ansiedad, vi cómo empujaba la puerta con todo su cuerpo, como si tratase de derribar una montaña. A través de los cristales del portal podía ver su rostro, nitidamente, enrojecido por el esfuerzo. Luego, derrotado, revisó el manojo de llaves de nuevo. Por un momento creí que se le caerían todas al suelo, pero entonces la puerta se abrió de repente, desde dentro, y una hermosa mujer con un chico en los brazos se acercó al hombre cabizbajo, apartó los cabellos de su rostro y lo besó delicadamente en los labios.

El hombre cabizbajo sonrió. Lo vi sonreír. Reflejado en los cristales su sonrisa era clara y sincera. A menos de tres metros, mientras la mujer acariciaba su nuca con el dorso de la mano derecha, las pupilas del niño, ya en brazos del hombre cabizbajo, me miraban con un brillo extraño. En el reflejo del cristal, la sonrisa del hombre cabizbajo se había ensanchado hasta salirse de los cercos que enmarcaban todos los vidrios de la puerta. A su alrededor, alocadamente, un chucho peludo y pequeño no paraba de correr en círculos. Movía la cola en cualquier dirección, como si se le hubiera desencajado de la columna.

Los Martínez también tenían perro. Me pareció que eso era lo único en común que había entre ellos. Dos familias separadas por cientos de kilómetros de distancia. Dos familias completamente diferentes; distinta edad, distintas costumbres y distinta clase social. Nada en común, me dije, nada que pudiera relacionarlos.

Mientras caminaba por el pasillo del apartamento del hombre cabizbajo pensé en la casa de los Martínez. Nada que ver. Apenas cincuenta metros cuadrados frente a los más de cuatrocientos que tenía aquel chalet de altas vidrieras, con su enorme escalera colonial y hermosas baldosas que se juntaban arriba, en las habitaciones, formando rombos azules, rojos y violetas. Nada que ver, me dije. En aquel piso enano y húmedo sólo había un pequeño recibidor, un espejo barato, un salón con poca luz y dos sofás de tela.

Quería salir de allí. Quería regresar a mi casa cuanto antes. Estrenarla. Sentarme en el salón, cerrar los ojos y vaciar mi cabeza por completo. Necesitaba lavarme las manos. Tenía que escapar, cuanto antes, de aquel apartamento oscuro y vulgar.

Caminé por el pasillo y empujé una puerta lateral. Durante un instante me pareció escuchar de nuevo el gemido del perro. Tal vez sólo fuera en mi imaginación, pero aquello me reconfortó un poco.

Cuando la puerta dejó de chirriar sobre las bisagras sentí un escalofrío en la columna. No era posible. Aquella estancia era distinta. No casaba. No pertenecía a aquella casa. Ante mis ojos un enorme cuarto de baño, decorado con el más exquisito gusto, recordaba los distinguidos espacios de un verdadero palacio. Bajo mis pies, majestuosamente, se extendían por el suelo, casi hasta el infinito, las mismas malditas baldosas hidráulicas que pavimentaban toda mi casa.

Caminé de nuevo hasta el salón, casi por instinto, sin saber por qué, con la extraña sensación de haber olvidado algo allí. Abrí los cajones, abrí un armario, incluso miré debajo de la alfombra, sin saber ni siquiera qué mierda estaba buscando. Entonces la vi, allí, saliendo del bolsillo del pantalón del hombre cabizbajo, como una carta marcada, como una burla, entre otros pequeños papeles, algunas monedas y dos tarjetas de crédito; la tarjeta de visita de los Martínez.


                                         F.S. Estaire

viernes, 24 de agosto de 2018

Historias cortas de militares



Todos los días eran lo mismo con Julián. Eran demasiadas semanas viviendo la misma representación, demasiados meses, demasiados años. Aquella tarde, como todas, regresó a casa a la misma hora, dejó sobre la mesilla de la entrada su llavero de cuero desgastado y entró en el salón vestido de uniforme.

La misma postura, la misma gorra de tres estrellas reluciendo sobre su cabeza, todo igual. Miré a mi alrededor, repasando cada detalle de la casa; nuestros dos sillones de tela frente al televisor, los recuerdos de boda y la fotografía del pobre Pablito. Todo estaba recogido, en perfecto orden, y eso me tranquilizó. No quería que Julián notase nada diferente que le hiciera sospechar, porque aquella tarde, antes de que él llegara, yo había cometido un acto horrible.

Como de costumbre Julián se acercó y besó mi mejilla derecha. Por primera vez, aquel ritual me apreció agradable, tal vez sólo tranquilizador. Necesitaba que todo siguiera igual que siempre, que él se comportara igual que siempre, pero entonces, en el fondo de sus ojos me pareció descubrir algo distinto, una chispa, una inquietud, un pequeño incendio al mirarme.

-Ha estado aquí el Teniente Sánchez, ¿verdad?, dijo

Guardé la compostura, tratando de disimular los oleajes que acudían a mi pecho y el cambio de color en la pigmentación de mi piel , pero, no pude sostener su mirada. No tenía ni idea de cómo había podido saber que el Teniente Sánchez, esa misma tarde, había estado allí. De lo único que estaba segura era de que, si respondía afirmativamente a su pregunta, le entregaría la pala con la que cavar nuestra tumba.

-Sí- Reconocí por fin

Julián no dijo nada. Solo caminó hacia el pasillo, pasando a través de mi cuerpo. Sin aire en los pulmones lo seguí hasta nuestro dormitorio. No me lo pude creer; la cama estaba hecha, como yo la había dejado, después de ventilar bien y repasarlo todo cien veces; La foto de Julian, triunfante, con el pecho condecorado, que durante toda la tarde descansó en el fondo de los cajones, junto a sus calcetines y sus calzoncillos, también estaba en su sitio. No podía ser. Había repasado todo muchas veces. Estaba completamente segura de habérsela visto poner al rededor del cuello, ajustar el nudo, mientras sonreía como un niño travieso, antes de marcharse. Pero estaba allí, colgando del mismísimo cabecero de la cama; la corbata roja del Teniente Sánchez.

Cuando Julián se giró con aquella prenda entre sus manos toda la sangre se me congeló dentro de las venas. Se acercó lentamente, con la corbata entre sus manos, como si sujetase un niño muerto. El poco aire que conseguí respirar apenas me llegaba para mantener la consciencia. Había llegado al límite de mi capacidad para resistir. Quería confesar todo, contarlo todo. Tenía la absurda necesidad de que Julián me abrazase, muy fuerte, de liberarme de un peso que incendiaba mi cabeza.

Necesitaba hacerlo, quería hacerlo, mientras contemplaba aquella corbata entre sus manos, que sostenía con el mismo cuidado que un criminólogo sostiene una valiosa prueba. Pero entonces, inesperadamente, en su rostro comenzó a dibujarse una extraña sonrisa.

No podía creerlo. Parecía satisfecho, como un detective que acaba de encontrar la pieza final para resolver un crimen. Miraba aquella prenda y sonreía, con sus tres estrellas brillando sobre la cabeza. No entendí nada. Pensé que todo era una treta, una estrategia perversa para desencadenar mi locura, un cruel castigo para desestabilizarme aún más de lo que yo ya estaba.

Dejó la corbata sobre la cama. Luego, muy despacio, se desabrochó el cinturón y deslizó la cartuchera con cuidado entre sus dedos. Sin desenfundar, sostuvo el arma durante un rato, como si desease cerciorarse de su peso, con ambas manos, como dos balanza de la justicia que sopesan una decisión importante. Pero de pronto cambió el gesto.

Tomó asiento en un esquina de la cama y dejó caer su cabeza sobre el pecho. Parecía cansado. En su frente, poco a poco, las arrugas comenzaron a acumularse. Estaba mayor. Su aspecto nada tenía que ver con el de aquella foto sobre la mesilla, posando orgulloso con todas sus condecoraciones. Parecía un árbol viejo, a punto de derrumbarse. No, pensé, eso si que no. Prefiero que me cruce la cara de un revés. Incluso que me descerraje un tiro a bocajarro.

Entonces, sin saber por qué, me senté a su lado

-Tenemos que hablar, dije

-Sí, dijo, puede que sí

-Tenemos que hablar

-Claro, hablar, sí, tal vez en otro momento

-Tenemos que hablar ahora

-Bueno, de acuerdo, pero dime, ¿A qué hora vino el Teniente Sánchez?

-Y eso ya qué importa, dije

-Es cierto, era sólo curiosidad

-¿Curiosidad?, pregunté

-Si- contestó

-Y dime, ¿Cómo supiste que él había estado hoy en casa?

Entonces Julián mostró esa expresión, entre triste y cansada, que siempre ponía cuando no deseaba hablar de las cosas, y sonrió un poco

– No sé, ayer le presté la corbata al teniente Sánchez, y dijo que hoy mismo me la devolvería.

                          F.S. Estaire


miércoles, 15 de agosto de 2018

Relato de Familia

Relato de Familia: Me hice escritor a los diez años, porque no me quedó más remedio. Nunca entendí gran cosa de los seres humanos, de hecho, hasta esa edad, creí firmemente que era de Huelva.

Cuando nací, lo hice porque mi madre lo quiso y desde entonces no hice otra cosa que seguir sus instrucciones. Hasta los cinco años, que decidí hacer todo lo contrario. Entonces mi madre comenzó a mandarme lo que deseaba que yo desobedeciese.

Pero de esto me enteré más tarde, cuando mi primo José Luís tuvo sus primeras zapatillas a cuadros. Yo le miré extrañado, porque me di cuenta de que tenía una pierna algo más larga que la otra. Cuando lo dije en voz alta, toda mi familia miró al techo. Aun así, yo me empeñe en insistir sobre aquello, hasta que me mandaron a mi cuarto. Sólo muchos meses después, mi propio primo me confesó que era cierto y que, aquella desproporción, se debía a haber pasado la polio.

Ahí fue cuando decidí empezar a creer firmemente en mí mismo, por encima de la opinión de los demás. Entonces me quedé completamente solo. Aun así, seguí diciendo todo lo que veía, como que el abuelo tenía un problema con las botellas de vino, o que tía Petri salía por las noches de la casa, cuando todos dormían.

Aún no había cumplido siete años y ya había conseguido que ninguna persona de mi familia me dirigiera la palabra.

Durante meses camine por la casa como un fantasma, y casi no tengo recuerdos. Sólo sé que, un día, encontré en la calle una jaula de pájaros. Metí dentro una zapatilla de José Luís, y la colgué de la lámpara. Por la noche, mi madre por fin me habló. Descolgó la jaula, se sentó en la cama, y dijo que estaba pensando en comprase una lavadora.

Si algo me ayudó en la infancia fue conocer a Molosku. Sucedió una tarde al salir del colegio. Molosku era el capitán de un ejército imaginario, de soldados azules, que me siguió a todas partes desde los siete a los nueve años. Recuerdo que aquellos tiempos fueron estables, hasta que mi abuela, sin darse cuenta, lo echó todo a perder.

Sucedió una mañana. Mi abuela no paraba de recorrer el pasillo, primero con unas sábanas, luego con unas mantas, entonces le pregunte, con una sonrisa cómplice, si ella se estaba imaginando que era la directora de una pensión importante. Mi abuela se paró en seco. Me miró, como se mira a un tipo de Huelva, y dijo: “No tengo tiempo de imaginar nada. Son las doce y aún están las camas sin hacer” Aquello fue un duro golpe. Descubrí, de repente, el primer gran misterio de los seres humanos; todos parecían vivir en una extraña realidad.

De repente, pude entenderlo todo. Tomé una decisión. Uno a uno, me fui despidiendo para siempre de todos los soldados de mi ejército imaginario. Fue un gran error. Desde aquel día, tuve que acudir solo al colegio. Por las noches no podía dormir. Cerraba los ojos con fuerza, como hacen los de Huelva, y le pedía a Dios, porque mi abuela me dijo que él sí formaba parte del mundo real, que, al menos, mi vecina Tere , que también formaba parte del mundo real, se fijase en mi.

Pero la Tere, que me sacaba seis años, nunca me miró. Cada tarde, yo acudía a los pequeños conciertos del barrio y le miraba los pies. Me quedaba embobado. La Tere podía pasar horas y horas cantando descalza sobre un escenario.

Yo sabía que aquella obsesión por los pies me venía de lejos, cuando, de pequeño, jugaba al corro de las patatas con mi prima Azucena, que también tenía pies, y que solo hacía caso a mi hermano Alberto.

Desde entonces siempre me han gustado las mujeres con pies. Imagino que de tanto jugar al corro de las patatas se me quedó ese trauma. Si veía una mujer con pies ahí iba. Me acercaba muy serio, ponía cara de ser de Huelva, y le decía: “No voy a hacerte daño. Solo quiero que hablemos”

En realidad la frase no era mía. Debí de escucharla en alguna película de entonces, pero con aquellas palabras las chicas quedaban bastante impresionadas. Sobre todo al principio. Un día, se las dije a la Tere. Ella miró al cielo, sin inmutarse, luego, se tocó la coleta y se fue a comer pipas a un banco.

A los diez años por fin conocí Huelva. Sucedió en una excursión del colegio. Yo caminaba por aquella ciudad, junto a un chico que no paraba de quejarse, porque decía que en todas las películas el bueno siempre ganaba y se quedaba con la chica.

Huelva me pareció una ciudad muy bonita, pero no recordaba nada de sus calles. Me costó mucho aceptar aquello. Durante semanas apenas pude dormir. Una tarde, decidí que todo había terminado, y me puse a escribir una carta de despedida.

La dejé sobre la mesa de la cocina. Al día siguiente, la carta ya no estaba, y en casa sólo se hablaba del resfriado de mi hermano Juan. Durante semanas escribí más y más cartas. Las iba dejando por todas partes, y siempre desaparecían. Una noche, mi madre entró en el cuarto, se sentó en el borde de la cama, me arropó, y dejó sobre la mesilla un cuaderno verde con las hojas en blanco.