lunes, 30 de diciembre de 2013

El hombre de la luna


   Ilargi o Ilazki, la Luna, es, según se lee en el «Diccionario ilustrado de mitología vasca» de J. M. de Barandiaran, de género femenino, al igual que el Sol.
    En fórmulas y plegarias se le llama “Ilargiko-amandre”, madre Luna, y cuando aparece 
encima de los montes orientales, le dicen: “Ilargi amandrea, zeruan ze berri?” (madre Luna, ¿qué noticias hay en el cielo?).
    Antiguamente, un día a la semana (el viernes) estaba dedicado a la Luna. El viernes es  
también el día en el que se reúnen los brujos. El mismo día, a la luz de la Luna y en las encrucijadas de los caminos, deben quemarse los objetos mágicos que hayan pertenecido a personas embrujadas.
    La Luna es la protagonista de las dos siguientes narraciones.



 Hace mucho tiempo, vivía un ladrón en Antzuola. No era un ladrón importante, robaba cosas pequeñas: una gallina por aquí, un par de conejos por allá, tomates, lechugas...

    Una noche de invierno de ésas en las que hace mucho frío y el cielo está tan claro que 
pueden contarse las estrellas una a una, el ladrón decidió robar unas leñas recién cortadas 
que un vecino del pueblo tenía apiladas al lado de su puerta. El ladrón, aprovechando la oscuridad de la noche y que todo el mundo dormía, robó la pila de leña y se marchó 
presuroso a su casa. Iba muy contento porque nadie le había visto y su hazaña le había 
costado muy poco esfuerzo. En eso, se dio cuenta de que la Luna brillaba en el cielo y que, 
además, parecía seguirle. Enfadado con ella, le gritó:

—No necesito de ti, ¿me oyes? ¡Lárgate!

    Como la Luna seguía detrás de él sin hacerle caso, el hombre volvió a gritarle:

—¡Que te largues! ¿Me oyes? ¡Vete!

    El ladrón dejó la leña en el suelo y, cogiendo unas piedras, empezó a tirárselas a la Luna. De pronto, la Luna empezó a bajar y a bajar y, cuando se encontró cerca del hombre, lo agarró con su cuerno por la cintura y lo levantó. Después volvió a su lugar en el cielo.
    
    Desde entonces, el ladrón está allí y, en días de luna llena, puede verse perfectamente 
su cara si miramos con atención.



domingo, 29 de diciembre de 2013

Un Cuento de Navidad



Érase un niño enfermizo. Su madre, opulentísima señora, andaba loca con el afán de darle salud, y el médico, fijándose en la índole del padecimiento del niño, decía que, principalmente, dimanaba de una especie de atonía o insensibilidad, efecto de que su sistema nervioso se encontraba como amodorrado o dormido, y no comunicaba al organismo las reacciones vitales y al espíritu la fuerza necesaria. Es decir, que Fernandito, que así le llamaba vivía a medias, como vegetando, lo cual es sobrado para una planta, pero insuficiente para un hombre.

Trataba la madre de despertar por todos los medios la sensibilidad, la imaginación y la vida psíquica de su hijo, sin lograrlo. Le paseaba, le adivinaba los gustos, le traía juguetes y golosinas, y el chico tomaba los juguetes un momento y luego los dejaba caer, con indiferencia, a los pies del sillón en que permanecía lánguidamente sentado meses y meses. Las golosinas, las probaba apenas; con alguna, sin embargo, se encaprichaba, y era un arma de doble filo, porque le alteraba el estómago, y como el ejercicio y el movimiento no contrastaban los efectos de la glotonería infantil, las indigestiones ponían su vida en peligro.

El desfile de doctores consultados trajo el desfile de sistemas: el pobre Fernandito fue campo de experimentación de los más diversos. Desde el agua fría con sus chorros glaciales, hasta la electricidad, con sus picaduritas de aguja, mordicantes y finas, todo lo hubo de sufrir el cuerpo de Fernando, sometido, por el amor, a torturas que no inventa el odio. Se le paseó de balneario en balneario; se le arrastró de sanatorio en sanatorio, de playa en playa, de altitud en altitud; se le sometió a rigores espartanos, y, como quiera que la ciencia afirmaba que a veces el dolor despierta y fortifica, se llegó al extremo de azotarle con unas varitas delgadas, iguales a las que sirven para batir la crema, mientras la madre, que no quería presenciar la crueldad, se refugiaba en un cuarto interior, tapándose con algodón los oídos...

Fuera no acabar nunca referir cuanto se ensayó y practicó con el desgraciado atónico. El catálogo demostraría hasta qué punto la ciencia contemporánea posee recursos y es rica en ideas y combinaciones. Todos los reinos de la naturaleza; todas las fuerzas mal definidas y estudiadas que al través de ella circulan, concurrieron a la obra de la intentada curación. El novísimo radium, substancia maravillosa, también salió a relucir, y nada. Fernandito, no cabe duda, mejoraba físicamente; su cuerpo, adolescente ya, se fortalecía; pero continuaba dando el mismo lastimoso espectáculo de un pensamiento ausente, de una voluntad muerta, de una conciencia entumecida, de un espíritu yerto. Los músculos obedecían al conjunto de la sabiduría humana; los nervios resistían. Y, para decirlo en estilo vulgar, Fernandito seguía tan tontaina como antes.

Pero el amor -que era la madre- no se cansaba, no se daba por vencido. Cuando, por último, los médicos, fatigados, declararon que, por su parte, estando conseguido lo posible, lo principal, lo demás era, cuestión que había que confiar a la naturaleza misma, la cual se reserva, en sus santuarios, mucho que no ha entregado aún a la investigación humana, aunque es de suponer que un día no tendrá más remedio que entregarlo, la madre, oída la sentencia, irguiose encendida, arrebolada de inspiración... Y juntando las manos, mirando al cielo, imploró como si exigiese:

-Tú, Señor, que me has permitido dar a mi hijo la carne, permite también que le dé el alma.

Desde el punto mismo, dedicose la madre a un trabajo muy activo, muy reservado, que se verificaba en habitaciones completamente independientes de aquéllas en que ella y su hijo vivían. Toda clase de operarios entraban y salían sin cesar, y mujeres jóvenes, envueltas en pieles baratas, arrebujadas en largos abrigos de paño, se reunían allí al anochecer; de las tiendas venían géneros: una instalación complicadísima se realizaba, en una sala que solía estar cerrada siempre, y a las altas horas; el vecindario creía escuchar cantos, músicas, que contrastaban con el silencio habitual de una morada que las tristezas de la enfermedad de Fernandito habían asombrado y entenebrecido siempre. Ocurría esto en los últimos meses del año, cuando iba aproximándose la Navidad.

Y la tarde del día 24, el niño, más amodorrado que nunca, se quejaba mansamente de frío, a pesar de la gran chimenea, en que ardía alta hoguera de leña seca, cuyas llamas regocijaban y derramaban suave calor. Su madre extendió por los hombros de la criatura un mullido abrigo de pieles, y sonriéndole, hablándole mimosa, le advirtió:

-¿No sabes? El Niño Dios ha venido a verte.

Pero estas palabras no despertaban en Fernandito idea alguna. No las entendía. Las repetía lentamente, como en sueños:

-Niño Dios, Niño Dios...

-Y la Virgen -insistía la madre-. Y los angelitos.

-Tengo frío -insistía el muchacho, temblando ligeramente.

Por un instante, sintió la madre que sus esperanzas se fundían, a semejanza de la nieve ligera que acababa de caer y que, suspensa del alero, iba a convertirse en agua y en lodo. ¡Su hijo no tendría alma jamás! ¡Cuanto se intentase, inútil! Y pensaba en lo que sería de ella aquella noche, después de fracasada la tentativa suprema... Porque fracasada la creía, y habría que renunciar a la lucha. Fundaría un convento de caritativas monjas, se retiraría a él y allí viviría con su enfermo sin alma, lejos del mundo, que se ríe de los pobres niños atontados...

Era la hora de acostar a Fernandito, y resignada y desesperada a la vez, fue ella misma, como siempre, a desnudarle y a someterle las sábanas. Quedose luego en vela al lado de la cama. Al acercarse la medianoche, envolviendo rápidamente al niño en pieles tibias, descalzo y todo, lo arrebató como una presa, mientras le repetía al oído:

-¡Ven, que ha nacido Dios y te está llamando!

Cruzando un largo pasillo, abierta una puerta grande, entraron en un salón inmenso, todo obscuro, y al pronto, una luz sola, intensísima, ardió en el espacio, y sus fulgores astrales alumbraron un paisaje sorprendente. Montañas, valles, oasis de palmeras, y, a lo lejos, las torres de una ciudad magnífica, las cúpulas de sus templos, las extremidades de sus minaretes. No era el Nacimiento de cartón, con figuras de barro: por los riachuelos corría agua, los árboles susurraban agitados por el viento, y verdadero césped, salpicado de flores, crecía en los praditos y orillaba las sendas. De pronto, empezó a poblarse el desierto panorama. En el fondo de sombría gruta aparecieron una hermosísima mujer y un hombre de plateada barba, que llevaba en la mano una vara de azucenas. La mujer sostenía en sus brazos un Niño, que acostó en el establo. Al punto mismo, una música divina resonó. Eran cadencias de gozo, la risa fresca del villancico, que huele a tomillo de monte, entremezclada con un alboroto de gorjeos de pájaros, y los pastores empezaron a bajar de la montaña, cantando su tonadilla, llevando corderos, cestillos de frutas, tocando zampoñas, empujándose para llegar más presto. Con ellos, la estrella, majestuosa, caminaba.

Y, parados ante la gruta, se postraron, estirando las jetas, con curiosidad simple y santa, con las manos alzadas, enclavijados los dedos callosos, y la madre de Fernandito, que no apartaba la vista de su hijo, creyó morir, de la impresión que recibía. El muchacho se había incorporado, lentamente, y también en su mirada, como en la de los rústicos cabreros, brillaba la chispa de la curiosidad, llena de ingenua bobería, pero ¡tan humana!, ¡tan humana!

Entre el silencio repentino de la adoración, se alzó un canto celeste, sostenido por los registros más delicados del magnífico órgano eléctrico, oculto en la sala contigua. Eran muchas voces, afinadísimas, unidas en masa coral, elevando el himno, triunfal, glorioso: «¡Aleluya, aleluya! ¡Nos ha nacido un niño! ¡Aleluya!».

Cogió la madre a su hijo, va con alma, y apretándolo contra un corazón que saltaba de miedo y de ilusión ardorosa, entró con él por los senderos del paisaje. Corría, como si en tal momento no se pudiese perder minuto. Corría, porque Fernando, al oír el cántico, había murmurado bajito:

-¡Qué precioso, mamá! ¡Qué precioso!

Y, ya al pie de la gruta, haciendo apartarse a los pastores con una seña, la madre se arrodilló, y señalando al Niño dormido sobre la paja, murmuró anhelosa, en súplica ardiente:

-¡Bésalo, Fernando!

El muchacho dudó un segundo, como si no entendiese. Al cabo, entre un temblor de vida, con un llanto salvador, con un grito, en que su espíritu nacía, exclamó:

-¡Qué bonito! ¡Qué bonito es el Nene!

Y aplicó los labios a la faz de rosa que despierta, le sonreía...

EMILIA PARDO BAZÁN

sábado, 28 de diciembre de 2013

EL CANDELABRO DE SALBATORE


   Los protagonistas de esta leyenda son Basajaun y Basandere. A ambos se les conoce como “los señores del bosque” o “los señores salvajes”. Son genios que habitan en lo más profundo de los bosques. Son tan altos como los árboles, tienen el cuerpo cubierto de pelos y el cabello les llega hasta el suelo. Basajaun es el protector de los rebaños. Cuando está cerca, las ovejas hacen sonar sus cencerros y los pastores pueden descansar tranquilos, pues él cuidará de que nada malo le ocurra al rebaño. Según el tipo de relato, unas veces son seres diabólicos con una fuerza extraordinaria, y otras veces Basajaun representa al primer agricultor, herrero o molinero de quien aprendieron los hombres.
    La leyenda «El candelabro de Salbatore» ha sido recogida por Azkue, Barandiaran, Iraburu, Cerquand, Barbier y otros.


    Hace mil años, en Mendibe, Behenafarroa, sólo había dos casas, Lohibarria y Garseaberroa. Un día, el pastor de Lohibarria se fue con el rebaño a la zona de Galharbeko-potxa, cerca de Irati, y, al acercarse a una de las cuevas, vio a la Basandere, que se estaba peinando el cabello. A su lado brillaba como el sol un candelabro que ella misma acababa de limpiar. El joven se quedó admirando de tal modo el candelabro que no acertaba a decir palabra.

—¿Qué haces ahí parado como un muerto? —le preguntó la Basandere—. Te gusta mi hermoso candelabro, ¿eh?
—¡Nunca había visto nada igual! —replicó el pastor—. Por favor, ¡dámelo!
—¡Tú estás loco, humano! Este candelabro me lo ha regalado mi compañero, el Basajaun —dijo la señora salvaje.

    Pero el pastor insistió e insistió, le dijo cosas bonitas que la Basandere nunca antes había oído, le cantó antiguas canciones de amor de Behenafarroa, le recitó versos..., hasta que, finalmente, consiguió que le regalase el candelabro. En cuanto el pastor tuvo el candelabro en sus manos pensó que era demasiado valioso para él y que lo mejor sería llevarlo a la ermita de San Salbatore, y hacia allí se dirigió. Al darse cuenta de las intenciones del joven, Basandere comenzó a perseguirle y a gritar que se lo devolviese, pero el pastor corría ya cuesta arriba hacia la ermita.
    Basajaun, que estaba en lo alto del monte, oyó gritar a su mujer y, al ver lo que ocurría, en dos saltos se lanzó sobre el joven, que estaba a punto de llegar a Salbatore.

—¡Ay! —dijo el pastor—. San Salbatore, lo tenía para ti, te lo ruego, ten piedad de mí. En ese mismo instante, la campana de la ermita se puso a tocar sola, y los dos señores del bosque se detuvieron.
—¡Te has valido de esa maldita campana! —le gritó Basajaun—.Pero, ¡ten cuidado!, porque me las pagarás el primer día que te encuentre en ayunas.

    Los dos gigantes desaparecieron en el bosque y el pastor pudo entrar en la ermita con el candelabro y dejarlo encima del pequeño altar.
    Unos días después el joven ya había olvidado su aventura, y salió al monte en ayunas, es decir, sin haber comido ni bebido nada antes. De pronto, le salió al paso el Basajaun, que se le quedó mirando con una sonrisa que más parecía una mueca feroz.
    
    —¡Vaya! ¡Vaya! —dijo con su terrible voz—. Mira a quién tenemos aquí...

    Entonces el pastor se acordó de la amenaza, comenzó a temblar y se llevó las manos a la cabeza, desesperado. Pero la víspera había estado trillando y le quedaban unos granos de trigo entre los cabellos. Se comió rápidamente los granos y rompió el ayuno. Basajaun desapareció y nunca más volvió a encontrarse con él, aunque, después de semejante susto, tampoco el pastor volvió a ir al monte en ayunas. 
    El candelabro continúa en la ermita de San Salbatore, pero ya no es tan hermoso como antes. Los españoles quemaron la capilla dos veces y el candelabro se volvió negro, y negro continúa. Los habitantes de Mendibe han intentado bajarlo al pueblo, pero nunca han podido ir más allá del collado de Harizkurutxeta, por lo que el candelabro sigue y seguirá estando en Salbatore para siempre.



jueves, 26 de diciembre de 2013

KIXMI




Cuentan en la región de Ataun que, cierto día, los gentiles se divertían en el collado de Argaintxabaleta. En eso, un joven gentil observó que una nube luminosa se acercaba rápidamente hacia donde ellos estaban. Sorprendido y asustado ante semejante fenómeno, fue a avisar a los demás.

—¡Mirad! ¡Mirad!—gritó.

Todos dejaron de bailar, y durante largo rato contemplaron la nube misteriosa, sin saber qué hacer ni qué decir. Finalmente, decidieron ir a pedir consejo al más viejo y sabio de los gentiles.

El anciano nunca salía de la cueva en la que vivía, nadie sabía cuántos años tenía y algunos ni siquiera lo conocían. Condujeron al sabio hasta el borde del collado y le mostraron la nube, pero el viejo gentil estaba ciego y no podía ver.

—¡Abridme los ojos con dos palancas! —ordenó.

Inmediatamente, dos gentiles cogieron sendas palancas y, valiéndose de ellas, le abrieron los ojos. El anciano observó la nube durante mucho tiempo, mientras los demás, nerviosos, esperaban.

—Ha nacido Kixmi —dijo finalmente—, y ha llegado el fin de nuestra raza. ¡Echadme al precipicio!

Y los suyos lo echaron peñas abajo. Después, emprendieron una carrera veloz seguidos por la nube y, al llegar al valle de Araztaran, se metieron debajo de una gran piedra que desde entonces es conocida por el nombre de “Jentilarri” (“Piedra de los gentiles”), y desaparecieron para siempre.

En el lenguaje de los gentiles, Kixmi significaba “mono”, palabra que éstos utilizaban para designar a Cristo. Así explicaban nuestros antepasados el fin del paganismo y la llegada del cristianismo a Euskal Herria.




miércoles, 25 de diciembre de 2013

La sobrecama de oro





Vivía en Ataun un matrimonio que había entablado amistad con unos gentiles que vivían arriba de San Martín. Todos los atardeceres, los gentiles bajaban al pueblo y se reunían en casa del matrimonio para charlar y jugar a las cartas, pasando muy buenas horas juntos hasta que cantaba el gallo de la medianoche.

Un día, la señora de la casa enfermó, pero, no obstante, los gentiles continuaron bajando para pasar un rato con ellos, llevando con ellos una sobrecama bordada con hilos de oro, que extendían sobre el lecho. A las 12 de la noche cantaba el gallo, los gentiles recogían la colcha y se marchaban.

—¿Te has fijado en la sobrecama que traen? —preguntó la mujer al cabo de unos días y su marido afirmó con un gesto de cabeza—. Es de oro —continuó la mujer—, podríamos obtener unos buenos reales por ella.

Y los dos se miraron sin decir nada.

A la noche siguientes, los gentiles aparecieron como de costumbre, puntuales y con la valiosa colcha, que extendieron sobre el lecho. La velada transcurrió amablemente, pero la avaricia había hecho mella en los dos caseros. En un momento de descuido de los gigantes, el marido clavó la sobrecama con unos clavos a la madera de la cama.

Cantó el gallo a su hora y los gigantes intentaron recoger la colcha, pero no pudieron, pues estaba clavada. Tiraron con fuerza y la rompieron. Enfadados, se marcharon, pero no sin antes lanzar una maldición sobre los dueños de la casa.

—¡Mientras esta casa exista —gritaron cuando cogían el camino hacia San Martín—, no faltará un tuerto, un manco o un cojo en ella!

Y cuentan las gentes de Ataun que así ocurrió durante mucho tiempo.


Leyendas de Euskal Herria