miércoles, 17 de mayo de 2017

La dieta real de Sancho I de Leon “el gordo”



Sancho I de Leon (935 – 966) fue hijo del segundo matrimonio del rey Ramiro II de León (898 – 951) considerado uno de los mejores guerreros de la Alta Edad Media. El primer heredero de Ramiro II fue su primogénito Ordoño III (925 – 956) —hermanastro de Sancho— también fue un destacado guerrero. Lo cierto es que Ramiro y Ordoño debieron de enfrentarse a la levantisca nobleza liderada por Fernán González —primer conde de Castilla— que en el año 940 se sublevó contra Ramiro; pero se impuso la superioridad militar de padre e hijo, que capturaron y encerraron a Fernán en León.

Ese vacío de poder en tan importante territorio ofreció al rey Ramiro II la oportunidad de enviar a su hijo Sancho a gobernar simbólicamente Castilla. Ante el rechazo que provocaba el gobierno de un niño y la continua exigencia de que se liberase al muy querido conde, el rey Ramiro decidió liberar a Fernán con 3 condiciones: el conde debería renunciar a todos sus bienes, tendría que jurar a Ramiro II lealtad en público y aceptaría entregarle a su hija Urraca para casarla con su hijo y heredero Ordoño. Fernán aceptó, convirtiéndose en suegro de Ordoño.

Sancho era un chico gordo y de escasa voluntad. Desde niño había vivido la mayor parte del tiempo en la ciudad de Burgos con su tía Sancha de Pamplona —que era hermana de su madre y también la esposa del rebelde Fernán González y era la regente de verdad de su condado—; por lo tanto, vivió alejado de sus padres. La educación del joven era supervisada desde la distancia por su abuela Toda —la reina viuda y regente de Navarra— que se ocupaba directamente de los intereses de su hijo menor —y tío carnal de Sancho— el rey García Sánchez I de Pamplona.

En el año 953, dos años después de que Ordoño III accediera al trono de León, las ansias de independencia de Fernán González superaron la lealtad familiar hacia su yerno Ordoño; sublevándose de nuevo con la ayuda de las tropas navarras de su cuñado García Sánchez. Fernán González utilizó como excusa la defensa de los derechos al trono leonés del joven Sancho (al que controlaba por tenerlo en su castillo de Burgos). En la conspiración debió de influir la reina Toda de Navarra, quien claramente prefería que reinara su nieto Sancho en lugar de su hermanastro Ordoño III (hijo de la primera esposa de Ramiro de León). Ni a Fernán González ni a Toda les había parecido un impedimento que Urraca (hija de Fernán y nieta de Toda) fuera la nueva reina de León. Menudo lío de familia… pudiera ser que Urraca se llevara ya mal con Ordoño. Lo cierto es que cuando el rey de León se enteró de la sublevación de su suegro, se separó de Urraca y se casó con otra mujer. El ataque contra León de Fernán González y de los navarros no tuvo consecuencias, por lo que Sancho permaneció en Burgos.

Entre tanto, Sancho había desarrollado una obesidad mórbida. Comía constantemente y su gordura le había transformado en un auténtico inválido, pues no podía montar a caballo ni empuñar armas. En agosto del 955, tras fallecer el rey Ordoño por causas naturales, Sancho fue coronado Rey de León.

Una de las primeras cosas que hizo “el gordo” fue deshacer su relación de dependencia con su tío Fernán González y tratar de afirmar su autoridad como rey. Pero el conde de Castilla alegó que Sancho I no era un verdadero rey, pues ni siquiera era capaz de valerse por sí mismo, pues necesitaba ayuda para incorporarse de la cama y poder andar. Tampoco podía asegurar su descendencia, pues su gordura le impedía demostrar públicamente que había consumado el matrimonio. Astutamente, Fernán González ya había casado (por segunda vez al quedar viuda del anterior rey) a su hija Urraca con otro Ordoño —un hijo de Alfonso IV de León—. Este Ordoño era primo carnal de Sancho pues su padre había sido el hermano mayor de Ramiro II; y además tenía derecho a la corona, ya que el padre de Sancho la había obtenido por la abdicación de su hermano mayor Alfonso IV. El hecho de que el padre de Sancho “el gordo” hubiera dejado ciego y encerrado hasta la muerte al padre de Ordoño no propiciaba que éste le tuviera simpatía a su primo Sancho I.

En el año 957 fue depuesto como rey Sancho I por las tropas de Fernán González, nombrando a su reciente yerno rey Ordoño IV. El depuesto Sancho se trasladó a Pamplona para que lo protegiera su abuela Toda, que era la reina regente. Sancho reclamó a su abuela y a su tío ayuda para recuperar el trono; pero dado que Sancho apenas podía ponerse en pié, sus familiares navarros pensaron que las posibilidades militares de Sancho contra Ordoño IV y Fernán González eran muy escasas. Sin embargo, no le abandonaron; concibiendo otro plan.

La reina Toda pidió ayuda al califa de Córdoba Abderramán III (el 1º califa omeya), que le envió a su médico personal, el judío Hasday Ibn Shaprut; éste, asombrado por la gordura del paciente, le aconsejó viajar a Córdoba para tratarse allí. Toda la familia decidió ir junta en ese largo viaje: Toda, su hijo -el rey de Pamplona- y Sancho se trasladaron a Córdoba donde Abderramán III les ofreció una fastuosa recepción en su nuevo palacio de Medina Azahara. Los navarros acordaron una alianza con el califa que incluyó el compromiso de que su médico Hasday Ibn Shaprut se ocupara de aplicarle a Sancho un drástico tratamiento.

A Sancho lo encerraron en una habitación, lo amarraron a una cama y le cosieron la boca, dejando una pequeña abertura para que ingiriera líquidos por una pajita. Durante cuarenta días lo alimentaron exclusivamente a base de líquidos —siete infusiones diarias en las que combinaban agua salada, agua de azahar, agua hervida con verduras, de frutas…—. El tratamiento le causó al sufrido Sancho frecuentes vómitos y diarreas que aceleraron su adelgazamiento. También le aplicaban baños para relajarle y hacerle sudar, así como frecuentes masajes para mitigar la flacidez de una piel que —a medida que Sancho perdía peso— iba recubriendo menores extensiones de grasa

Sancho permaneció en Córdoba haciendo amigos, adoptando costumbres musulmanas y aprendiendo la lengua árabe. Una vez hubo recuperado la salud y la movilidad, Abderramán III y Sancho comenzaron la segunda fase de su acuerdo: la reconquista del reino de León. La operación se presentaba propicia pues su primo Ordoño IV se había granjeado numerosos enemigos por la gran cantidad de violencias e injusticias que había cometido contra sus vasallos.

En el año 959 Sancho invadió su antiguo reino al frente de un ejército musulmán. Las ciudades se le fueron rindiendo hasta llegar a la capital, donde se volvió a coronar. Ordoño IV huyó a Asturias y luego a Burgos —donde dejó a su mujer e hijos al cargo de su suegro Fernán González— para luego pasar a tierra de moros; trató de conseguir que Abderramán III le ayudara, pero éste optó por mantener su alianza con Sancho I; por ello el depuesto Ordoño vivió solo y oscuramente durante el resto de su vida. Al año siguiente, un Sancho I completamente recuperado se casó, concibiendo dos hijos que aseguraban la sucesión del reino y ofrecían una estabilidad muy necesaria. Al igual que sus antecesores, debió de pelear contra musulmanes y nobles rebeldes, especialmente en Galicia.

Sisando II —obispo de Iria Flavia residente en Santiago de Compostela— y el conde Gonzalo Fernández (quien había ayudado a Fernán González a echar a Sancho del trono) se rebelaron contra Sancho. Pero éste, dotado de un vigor que nunca antes había tenido, derrotó y encarceló al obispo Sisando; al que sustituyó por el obispo Rosendo de Mondoñedo. A continuación el rey Sancho se dirigió contra el otro rebelde, el conde Gonzalo Fernández. Decidieron encontrarse para limar diferencias, y durante la charla el conde Gonzalo le dio al rey Sancho una manzana como gesto de reconciliación; éste se la comió y horas después enfermó.

Ante la sospecha de haber sido envenenado, y con el fin de curarse en su palacio, el rey Sancho se puso en camino hacia León. Pero no llegó a su destino; pues tres días después —a finales de noviembre de 966— falleció en el monasterio de Castrelo de Miño (Orense). Se puede decir que la comida marcó la vida de Sancho I de Leon “el gordo”.

viernes, 7 de abril de 2017

La batalla de Rande y el tesoro perdido.



La batalla de Rande y el tesoro que se suponía sumergido en sus aguas ha cautivado la imaginación desde hace más de tres siglos; unos hechos históricos que se han aclarado por recientes investigaciones que han transformado en historia unos hechos envueltos por la bruma de la leyenda.

A raíz de la coronación en 1700 de Felipe V de Borbón como rey de España se produce la Guerra de Sucesión entre la alianza franco-española y los países que apoyaban la candidatura del Archiduque de Austria: Austria, Inglaterra y los Países Bajos. Hacia finales de agosto de 1702, una gran flota anglo-holandesa compuesta por 50 navíos de guerra y 110 barcos de todo tipo transportaron un ejército de catorce mil soldados para conquistar el puerto de Cádiz. Esta ciudad estaba defendida solo por unos quinientos soldados. Como la victoria parecía probable y debía de servir como base para el control del Mediterráneo, la expedición iba acompañada por el Príncipe Jorge de Hesse-Darmstadt, comandante en Jefe del ejército aliado. En ese momento la Flota de Indias, formada por 13 galeones y 13 barcos mercantes se acercaba a la Península escoltada por 18 navíos de guerra franceses. Al sospechar que el enemigo pudiera estar acechándoles en su habitual destino –Cádiz– se dirigieron a Vigo, llegando a su bahía el 23 de septiembre.

Mientras tanto, el ejército anglo-holandés saqueó el Puerto de Santa María y Rota, consiguiendo que la población civil se indispusiera con la causa del Archiduque de Austria. Los quinientos soldados que defendían Cádiz en condiciones extremas fueron reforzados por miles de civiles voluntarios. Durante más de un mes de ataques perdieron los asaltantes dieciséis barcos de guerra, rechazándose todos sus ataques terrestres; por ello, el 30 de septiembre Rooke decidió abandonar el ataque a Cádiz, dirigiéndose a una decena de puertos del Algarve portugués para descansar y conseguir agua potable antes del viaje de regreso.

El almirante Rooke estaba tan desesperado que se envenenó con láudano, siéndole realizada una lavativa para que no muriese.

A mediados de octubre, cuando la gran flota anglo-holandesa ya iba de regreso, fue alcanzada por un barco inglés que venía del bloqueo del puerto de El Ferrol les transmitió la noticia de que la Flota de Indias se encontraba en Vigo. Esto cambió completamente la moral de los integrantes de la flota de Rooke, que decidió dirigirse allí. Los anglo-holandeses arribaron a la bahía de Vigo el 22 de octubre.

Cuando el comandante de la flota fondeada en Vigo conoció el ataque a Cádiz, tomó medidas preventivas. Los barcos españoles y franceses zarparon de Vigo adentrándose en la bahía interior defendida por los fuertes de Rande y Corbeiro. El Corregidor de Vigo movilizó más de mil carros y a cientos de labriegos para ayudar en la descarga de los barcos.
Los marinos desmontaron la artillería de muchos barcos, reforzando las defensas de las dos fortificaciones de cada orilla del Estrecho de Rande; en tanto que el jefe militar español reclutó unos dos mil paisanos para reforzar a los escasos soldados de los fuertes; pero estos carecían de armas de fuego y mucho solo contaban con aperos de labranza y armas blancas. Además, los franceses improvisaron una cadena para impedir que los barcos pudieran atravesar el estrecho. La noticia de la victoria de Cádiz llegó el 11 de octubre a Vigo, acelerándose los preparativos; por lo que para cuando llegó la flota de 185 navíos de todas las clases quedaban en los barcos mercancías propiedad de los mercaderes que optaron por esperar a que pasara el peligro para dirigirse a otros puertos. Casi toda la plata estaba en carretas de camino de Madrid. Algunas carretas con parte del tesoro fueron robadas por ladrones en el pueblo de Ribadavia (Orense). El 30 de octubre llegaron al Casón del Buen Retiro trescientas carretas con monedas y lingotes por valor de veinte millones de reales, correspondientes al “tercio Real” (la comisión de la Corona). Tal fue el griteróo de la gente ante el espectáculo de su llegada que el rey Felipe V se despertó así de su siesta.

La petición de los comandantes de los navíos para que el Corregidor de Vigo enviara a los ocho mil españoles que defendían las murallas de la ciudad no fue atendida. Por ello la numerosa y fogueada infantería anglo-holandesa desembarcó en ambas orillas y tomó al asalto los fuertes de Rande y Corbeiro. Al gran buque Torbay- de 80 cañones- le adosaron una gigantesca hacha en la proa, lanzándose a toda velocidad contra la cadena consiguió romperla, permitiendo el paso al resto de los atacantes. Desde ese momento el resultado de la batalla de Rande estaba decidido.

La gran superioridad de la flota atacante (60 contra 20) propició que en pocas horas todas las naves españolas y francesas fueran destruidas o capturadas; entre estas últimas estaba el gigantesco galeón Maracaibo, considerado el mayor del mundo. Una parte de su carga no había sido descargada y fue capturado casi intacto. Pero cuando, unos días después, el Maracaibo partió en dirección a Inglaterra naufragó, frente al islote apropiadamente llamado O Agoreiro, acompañado al fondo del mar por el navío de guerra inglés Monmouth (que lo estaba remolcando). Al hundirse ambos buques cientos de marinos ingleses nadaron hacia el Maracaibo para recoger lo que pudieran; la mayoría de ellos se ahogaron, a los marinos supervivientes sus oficiales les incautaron lo obtenido al ser embarcados.

Desde entonces se viene especulando sobre el valor que atesora el precio del galeón Maracaibo, todavía no encontrado. Los ingleses lo valoraron en un millón de libras.

En contra de los supuesto, los atacantes solo regresaron con plata por valor de 14.000 libras. La mayor parte del botín fueron las maderas y especias que los atacantes pudieron rescatar de los barcos incendiados deliberadamente por las tripulaciones cuando se rompió la cadena de defensa. Pero se produjo la paradoja de que los mercaderes ingleses, alemanes y holandeses fueron los principales perjudicados de esta historia. En primer lugar, porque la mayor parte de las mercancías no desembarcadas eran suyas. Y además porque —enterado el rey Felipe V de que ellos eran propietarios de buena parte de la plata y mercancías desembarcadas (en casi todos los casos registradas a nombre de españoles)— decidió confiscárselas por ser súbditos de los países enemigos. Por eso el cargamento de Indias de 1702 fue el que más aportó a la Corona en tres siglos de viajes oceánicos; recursos fundamentales para financiar los ingentes gastos de la Guerra de Sucesión.

La arribada a Inglaterra de la flota del almirante Rooke fue acompañada de una fuerte bajada de la Bolsa de valores de Londres así como de una investigación parlamentaria sobre el desastroso ataque a Cádiz. Después de agitados debates parlamentarios, la victoria militar en la batalla de Rande le procuró una felicitación del Parlamento, posibilitando que Rooke estuviera al mando de la flota que en 1704 tomó Gibraltar; razón por la que los llanitos le han erigido una estatua en la colonia gibraltareña.


jueves, 23 de marzo de 2017

Isabel de Portugal



Isabel de Portugal —o de Avis, el nombre de su dinastía— nació 24 de octubre de 1503 en el palacio de su padre, el rey Manuel de Portugal. Como una de las primeras princesas renacentista, recibió una formación intelectual además de la religiosa. A pesar del reducido territorio de Portugal, creció en una de las Cortes más bien informadas e influyentes, pues los grandes beneficios que obtenían los portugueses con las especias de las Indias hicieron que su padre fuera el rey más rico de Europa. Se convirtió en una de las princesas mas bellas de Europa, sensible e inteligente, lo tenía todo para triunfar en la vida. Se ha escrito que su ilusión era contraer matrimonio con su primo Carlos de Castilla. El destino y sus capacidades propiciaron que superara sus sueños más exagerados; pero el concurso de una serie de circunstancias motivaron que pagara un elevado precio personal por ello, pasando a la historia como una desgraciada. 

Quince años después muere su madre María de Castilla y al año siguiente su padre se casa con la infanta Leonor de Austria —hermana del rey Carlos I de Castilla y sobrina de sus dos anteriores esposas—. Es decir, que Leonor era prima carnal de su hijastra Isabel, pasando a ser también su madrastra. La nueva reina de Portugal estaba considera la princesa casadera más apetecible de Europa y se encontraba hasta entonces comprometida con el Infante Juan de Avis (el hermano de Isabel). Éste quedó desolado con que su prometida se convirtiera en su madrastra, hasta el punto de cambiar de carácter, convirtiéndose en un joven melancólico y muy religioso. En cuanto a Isabel, esta tenía diez años menos que su nueva madrastra, consiguiendo mantener una buena relación durante los años que convivieron en Lisboa.

Dos años después se muere el rey Manuel. Con la Guerra de las Comunidades casi acabada y los franceses expulsados de Navarra, Castilla volvía a ser una temible potencia. Nada más ser proclamado Rey en diciembre de 1521, su hermano Juan III pacta con su primo Carlos un doble matrimonio: éste se casaría con su hermana Isabel de Portugal, en tanto que Juan contraería matrimonio con Catalina de Austria (la hermana pequeña de Carlos y de Leonor). Desde que nació, Catalina había estado encerrada en Tordesillas haciéndole compañía a su madre la reina Juana la loca. Haberse pasado toda la vida en tan terrible ambiente hizo que Catalina no tuviera el buen carácter de Leonor (ni tampoco su belleza). Fue un mal cambio para Juan III, pero de ese modo se aseguraba evitar la guerra con su poderosísimo primo y vecino; el pacto también le obligaba a Juan a entregarle a Carlos una astronómica dote de oro. Garantizada la paz peninsular, Leonor de Austria regresó a Castilla con su hermano, debiendo dejar allí a su hija María —de solo seis meses de edad

La boda entre Juan y Catalina se celebró rápidamente. Pero Carlos no tenía prisa por casarse con Isabel de Portugal. Tardó casi tres años más hasta casarse por poderes, periodo en el que no se vieron. Se conocieron unos minutos antes de casarse, en los Reales Alcázares de Sevilla, el 1 de noviembre de 1525. La pareja se trasladó a La Alhambra de Granada, donde quedaron perdidamente enamorados, concibiendo allí a su heredero. Tan feliz fue la estancia de los recién casados en La Alhambra que encargaron la construcción de un palacio más a su gusto renacentista, en el que establecer su residencia permanente. Pero el comienzo de una nueva y peligrosísima guerra con Francia —que en esta ocasión había conseguido aliarse con dos potencias tan poderosas e incompatibles como el papado y los turcos— aconsejaron el traslado de la familia al Palacio Real de Valladolid. Allí tuvo Isabel un complicado embarazo; hasta que los médicos recomendaron que se trasladara a otro palacio menos frío en el que pasar el duro invierno de esa ciudad. Por ello se fue a vivir al Palacio de Pimentel.

El 21 de mayo de 1527 en ese palacio de Pimentel nació su hijo Felipe. La extraordinaria importancia de preservar la vida del recién nacido de las habituales bajas temperaturas de Valladolid (a pesar de ser ya primavera) aconsejaron que el bebé no saliera al aire libre; por lo que para bautizarlo se construyó una pasarela techada y cerrada que comunicase el palacio —por encima de la calle— con la vecina iglesia del convento de San Pablo. Estos primeros años de matrimonio con Carlos fueron muy felices, aunque su pasión le supuso dos embarazos sucesivos que la dejaron débil y enferma. Su precaria felicidad desapareció cuando su marido la dejó al mando del reino mientras viajaba a Italia para alejar al Papa de su alianza con Francia y convencerle para que le coronase —pues su antecesor en el cargo, su abuelo Maximiliano, nunca llegó a conseguir que el Papa lo coronase—. Antes de marcharse Carlos le deja embarazada a su esposa del tercer hijo; pero antes de que regresase coronado a Valladolid, el niño murió, dejando desolada a su madre.

Isabel de Portugal llegó a estar más de cuatro años gobernando el reino en ausencia de su esposo. Nada más reencontrarse con Carlos volvió a quedar embarazada, sufriendo un aborto. Meses después se queda embarazada de su niña, que se llamó Juana. Su marido debió de marchar a la guerra dejándola de nuevo a cargo del reino. Al poco de regresar la volvió a dejar embarazada, pero el bebé no logró sobrevivir.
Pero el regreso del Emperador supuso un nuevo embarazo que la reina-regente afrontó en un estado de enorme debilidad; ante la gravedad de la situación de su esposa, esta vez Carlos se quedó con ella para acompañarla en su séptimo embarazo. Pero el apoyo moral de su marido no fue suficiente para evitar que Isabel de Portugal sufriera un aborto en el cuarto mes de embarazo. Muy debilitada física y anímicamente, unos días después moría en el toledano Palacio de Fuensalida el 1 de mayo de 1539. Por la mente del Emperador pudo pasar cierto complejo de culpa por sus largas ausencias y los esfuerzos de su esposa por cumplir sus obligaciones de reina en su ausencia. Prueba del amor de Carlos por Isabel es que no tuvo hijos bastardos mientras estuvo casado con ella (algo que si tuvo de soltero y de viudo) y que no volvió a casarse.

Carlos no se encontró con fuerzas para acompañar el cadáver de su esposa hasta Granada —la ciudad en que fueron tan felices y donde tenían un palacio en el que nunca llegaron a residir—. El Emperador se recluyó en el toledano Monasterio de Sisla, encargando al príncipe Felipe organizar el traslado del féretro a la Capilla Real de la Catedral de Granada, para sepultada junto al cuerpo de los Reyes católicos.Le acompañó en el viaje su caballerizo de la reina Francisco de Borja, duque de Gandía y esposo de la mejor amiga de la fallecida. Después de dos semanas de viaje, al irse a introducir el féretro en el sepulcro, se procedió a abrir el féretro para identificar a la persona que iba a ser allí enterrada; para ello se le pidió a Francisco de Borja que realizara la identificación. Al verla tan descompuesta por el calor y los días transcurridos, dijo ante el escribano: “He traído el cadáver de nuestra Señora en rigurosa custodia desde Toledo, pero jurar que es ella misma, cuya belleza tanto admiraba, no me atrevo”.Tras fallecer su esposa Francisco de Borja reconoció ese momento como el de su completa conversión al cristianismo.

Años después su hijo Felipe II abordaría la obra del monasterio de El Escorial. Al planear la iglesia encargó al escultor Pompeio Leoni dos grupos escultóricos: de sus padres y hermanos, y de el mismo con sus propios hijos. Estos fueron colocados en las dos galerías de columnas que flanquean la nave central. También trasladó a El Escorial el féretro de sus padres desde la Capilla Real de Granada, por lo que Isabel de Portugal y su marido el Emperador reposan juntos hoy en El Escorial.

Isabel de Portugal superó cualquier sueño que hubiera sido capaz de imaginar. Se casó con el más importante Emperador desde tiempos de Carlomagno. Gobernó en su nombre sus reinos de las Españas durante sus múltiples ausencias; bajo su reinado la Monarquía Hispánica se convirtió en un imperio global. Consiguió que su marido le fuera fiel (éste no tuvo hijos bastardos durante el matrimonio, los tuvo antes y después) y decidió no volverse a casar a pesar de que la razón de Estado lo hubiera aconsejado. Se rodeó de personas fieles y de talento, siendo muy querida. A pesar de su naturaleza delicada tuvo siete embarazos y sacó adelante tres vástagos. El mayor fue el rey sobre cuyos dominios no se ponía el sol; consiguió la unión de España con Portugal y de él descienden las Casas Reales de España y Francia. Su hija María fue Emperatriz consorte, dando continuidad a la Casa de Austria. En tanto que la pequeña casó con un príncipe portugués, su nieto Sebastián se convirtió en el más legendario monarca de aquel país. Pero el destino propició que pagase un tremendo precio personal por sus éxitos, pues no disfrutó del marido con el que tan bien compenetrada estaba, ni residir en el palacio que para ella él le edificó en Granada, muriendo con solo treinta y cuatro años.



viernes, 3 de marzo de 2017

El suspiro del moro



Tras entregar las llaves de La Alhambra a los Reyes Católicos, el sultán de Granada Boabdil se encaminó con su familia y vasallos hacia el señorío de las Alpujarras que se le había entregado para que allí viviese como su vasallo y controlara esa inhóspita y agreste parte de la Sierra Nevada. El antiguo sultán Boabdil encabezaba una gran comitiva de familiares, sirvientes y vasallos que -con todas sus pertenencias y unos ataúdes con los restos de sus antepasados- le iban a acompañar en su vida en el exilio.

Durante el trayecto hacia la sierra, a diferencia de algunos de sus acompañantes, Boabdil se abstuvo de mirar hacia la ciudad que abandonaba para siempre.
Pero al llegar a la última altura desde la que se divisa La Alhambra -un sitio situado en el actual municipio de Otura y que es conocido como El Suspiro del Moro– no se pudo resistir a la tentación y se volvió para mirarla. Entonces se puso a llorar desconsoladamente. Su madre, la sultana Aixa, que fue quien conspiró para que alcanzara el poder, le espetó cruelmente a su hijo: “Razón es que llores como mujer, pues no supiste defender tu reino como un hombre”.

Así Boabdil y su familia se retiraron a vivir en su señorío de Laujar de Andarax, en las Alpujarras almerienses. Pero allí no conseguiría alcanzar la paz que tanto ansiaba. Su esposa, la sultana Moraima enfermó y murió (se dijo que de pena). Un año después de la entrega de Granada le vendió el señorío a los Reyes Católicos por la importante cifra de 21.000 castellanos de oro. A continuación acudió al cementerio donde reposaban los restos de sus antepasados y los desenterró de nuevo para llevárselos consigo. Después se dirigió al puerto almeriense de Adra, donde embarcó junto con un millar de sus partidarios hacia Marruecos. A partir de entonces vivirá en Fez. Muere, tiempo después, combatiendo a favor del sultán de Marruecos. Y esta es la historia del suspiro del moro.

martes, 21 de febrero de 2017

El soldado encantado de la Alhambra




El soldado encantado de la Alhambra es una leyenda famosa leyenda granadina ¿o algo más que una leyenda? A finales del siglo XVIII, Vicente era uno de tantos estudiantes pobres de la universidad de Salamanca que debían de ganarse el dinero con el que pagarse sus estudios. En su caso, miembro de la tuna, su desparpajo, su voz y su guitarra constituían sus medios de vida.


Finalizado el curso, el día antes de irse a “correr la tuna”, pasó por delante de la cruz de piedra situada delante del seminario de San Cipriano y respetuosamente le dirigió una invocación al santo. Entonces, vió que al pie de la cruz yacía un anillo plateado; lo recogió y observó que tenía un sello con el símbolo cabalístico de la estrella de seis puntas, el emblema del rey Salomón. Considerándolo un obsequio del santo, se lo introdujo en un dedo y continuó su camino.

Aquel año Vicente dirigió sus correrías hacia la ciudad de Granada, a la que se encaminó animosamente. En sus calles se dedicó a cantar y tocar su guitarra, recogiendo limosnas de los viandantes. Por las noches animaba las veladas de una posada, en la que recibía cama y comida a cambio de la música y las chanzas con que divertía a los clientes. Como buen tuno, aprovechaba cualquier ocasión para cortejar a la bellas granadinas con que se iba encontrando; solía tender su capa para que ellas la pisaran, mientras les dirigía todos los requiebros que le permitían.



Un día, cuando se encontraba cantando a la vera de una fuente, se fijó en una bellísima doncella que venía acompañando a un sacerdote. Vicente se les acercó, les cantó y trató de entablar una conversación, pero no tuvo éxito. El sacerdote ni lo miró -no estaba dispuesto a darle ningún dinero a aquel malandrín- en tanto que la joven mantuvo sus ojos fijos en el suelo. El sacerdote, cansado de Vicente y de sus canciones, se dispuso a marcharse, ocasión que aprovechó la doncella para mirar fugazmente al tuno. El joven se dio cuenta y no pudo evitar que se le desbocara el corazón. Emocionado, el tuno siguió a cierta distancia a la pareja, hasta llegar a la casa donde vivían. Un vecino le informó que se trataba de un tío y de su sobrina. Parece ser que el clérigo era uno de los más sabios e influyentes de la ciudad, en cuanto a ella, era apreciada por todos a causa de su modestia y su servicialidad.


En las siguientes jornadas, el estudiante estuvo merodeando por los alrededores de la casa del cura. En ocasiones se encontró con él y, poco a poco, fueron cruzando algunas palabras de saludo. Y así fue discurriendo al mes de junio. El día 23, víspera de San Juan, la ciudad cobró especial dinamismo. Por la tarde, Vicente vió como la gente acumulaba leña en los descampados próximos a los ríos Darro y Genil. Ya de noche, se fueron encendiendo hogueras, alrededor de las cuales se agrupaban amigos y familiares. Nuestro tuno empezó a ir de una a otra hoguera, animando a los grupos con sus canciones y ocurrencias. Solía aceptar algunos tragos de vino y acababa marchándose con las monedas que le entregaban de propina. Entre tanta animación, el tuno trataba de parecer alegre pero estaba triste. El cura y la chica de sus sueños no habían salido de casa. Mientras pensaba en su amada, sentado en la barandilla de uno de los puentes del Darro, Vicente se fijó en un personaje insólito. A unos pasos, ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor, un hombre vestido de soldado medieval, permanecía inmóvil, como haciendo guardia. Aún más sorprendente era el hecho de que, a pesar de semejante actitud y atuendo, ninguno de los que pasaban por allí se fijase en él. Intrigado, se le acercó, preguntándole por su actitud y atuendo. El caballero le contestó que llevaba tres siglos haciendo guardia, pero que ésta llegaba a su fin.



A continuación, preguntó a Vicente si quería hacer fortuna. Atónito, el estudiante le contestó que claro que sí, pero que no a costa de hacer algo deshonroso. El soldado le tranquilizó en ese sentido y le animó a que le acompañara. Como buen tuno aventurero, dejó que prevaleciera la curiosidad sobre la prudencia, y se puso a seguir al caballero.


Después de una buena caminata, llegaron a las ruinas de una solitaria torre de vigilancia. Al acercarse a la puerta, el vigilante golpeó con su lanza el suelo. Con un gran estruendo, las losas del empedrado se apartaron, dejando un hueco. Ambos descendieron por unas escaleras hasta llegar a una sala en la que el soldado le contó una historia asombrosa. El soldado dijo ser un miembro de la guardia de los Reyes Católicos que, al finalizar el asedio de Granada, ¡en 1492!, había ayudado a un clérigo musulmán a esconder algunos de los tesoros del Rey Boabdil. Por lo visto el moro le hizo un encantamiento para que no pudiera salir de la torre -y escaparse con el tesoro-, ordenándole que esperara. El sacerdote musulmán nunca volvió a por él. Y allí permanecía, entre vivo y muerto, desde entonces.

Según el encantamiento, cada cien años, podría salir, el día de la víspera de San Juan, durante tres días de la torre, para continuar la guardia en el puente del Darro, donde se habían encontrado. Durante esas 72 horas tendría la oportunidad de encontrarse con alguien capaz de romper el hechizo.

En sus dos “salidas” anteriores no había encontrado a nadie que le pudiera ver y al que contarle su situación. Vicente, al llevar el anillo con la estrella de Salomón, que le protegía de los hechizos, había sido la primera persona con la que había sido posible hablar, desde 1492. El soldado le señaló un gran cofre donde se encontraba el tesoro y le propuso compartir su contenido si le ayudaba a romper el hechizo.

Vicente debía de encontrar a un hombre verdaderamente santo que, tras haber ayunado durante veinticuatro horas, fuera capaz de anular el hechizo. Además, debía de traer consigo una doncella virtuosa que tocara el cofre con el amuleto de Salomón. Otra condición era que la ceremonia se celebrase de noche. Por último, todo debería de ocurrir antes de la medianoche del día 26 de junio pues, de lo contrario, permanecería cien años más montando guardia.

El tuno se consideró un hombre predestinado. Todo coincidía, tenía el anillo y conocía a un sacerdote y a una doncella adecuados. Además la propuesta resultaba irresistible, no sólo porque saldría de pobre -y podría cantar cuando y para quien le pareciera y no por obligación- sino porque podría conseguir demostrarle al cura que era un hombre valiente, justo y rico. Finalmente, estaba seguro de que la sobrina le aceptaría como esposo. ¡Qué ilusión! Ahora solo tenía que hacer que el cura se creyera esa historia, tan poco habitual. Rápidamente aceptó el trato y se volvió a la posada. Aquella noche, no pudo dormir. Al día siguiente, en cuanto la hora le pareció prudente, nuestro tuno se presentó en casa del cura. Éste le escucho con atención, y… sorprendentemente dio crédito a una historia que le sacaba de su rutina y le permitiría volver a ejercitar sus habilidades como exorcista. Además, se ilusionó con la parte del tesoro que iba a conseguir y las piadosas obras que podría financiar.

La doncella, que escuchó absorta el relato de Vicente, le regaló un par de radiantes miradas, ilusionada como estaba de ofrecer su grácil mano a tan justa causa. Pero dada la premura por llevar a cabo el ceremonial, se presentó un obstáculo imprevisto. La doncella, además… de las numerosas virtudes antes enumeradas, era tan buen cocinera como glotón el sacerdote, razón por la cual el clérigo encontraba poco menos que imposible el ayunar durante veinticuatro horas. El asunto fue considerado, el cura rezó al Señor para que le diera fuerzas y trabajosamente, después de caer en la tentación, el sacerdote consiguió permanecer las veinticuatro horas seguidas sin comer.

En las horas previas al final del plazo, Vicente llevó al sacerdote y su sobrina hasta la torre. Al llegar a la puerta, acercó el anillo a la misma y el agujero se abrió a sus pies. Bajaron y encontraron al soldado encantado. Tras unas breves introducciones y el interrogatorio del soldado por parte del cura, éste quedó satisfecho, ejecutó un exorcismo y le tocó el turno a la doncella. Vicente la miró, le entregó el anillo y ella lo acercó al cofre acorazado. El cofre se abrió y aparecieron ante sus ojos fabulosas joyas. Inmediatamente, el tuno se acercó y recogió las primeras joyas que introdujo en su bolsillo.

El soldado encantado le interrumpió y, con sentido práctico, propuso que sacaran el cofre de la torre y se repartieran el tesoro afuera. Y a empujar el cofre hacia la puerta se pusieron todos, salvo el sacerdote que, al estar muy hambriento, se puso a comer la merienda que se había traído para saciar su hambre. Acabado de engullir el alimento, le dio a la chica un pasional beso de triunfo.



Mejor que se hubiera aguantado un poco más sus impulsos porque inmediatamente finalizado el beso, el cofre se cerró solo, y volvió con fuerza irresistible a su posición original. Sacerdote, ¿doncella? (dejémoslo en jovencita) y tuno se encontraron súbitamente impulsados al exterior. Cuando se repusieron de su sorpresa, no vieron rastro del agujero por donde habían entrado. Trataron de buscar el anillo, para volver a entrar pero la chica lo había dejado en el suelo, para empujar el cofre, por lo que el anillo se había quedado dentro.

Vicente se revolvió muy enfadado hacia sus compañeros. Miró muy dolido a la chica y se encaró con el cura, al que dijo: “Ese beso tuvo más de pecador que de santo”. El sacerdote bajó los ojos, con un gesto compungido.

Según le contaron en Granada a Irving, Vicente había guardado suficientes joyas en el bolsillo como para poder finalizar sus estudios sin problemas y situarse en la vida. El sacerdote, para enmendar sus pasados errores, entregó la joven a Vicente para que se casara con ella, y la pareja, a los siete meses tuvo el primero de sus muchos hijos. El primogénito resultó ser más robusto que sus hermanos, que por lo demás, nacieron a su debido tiempo.

Esta historia, con diversas variantes, se continúa contando por Granada. Incluso hay quienes afirman que el soldado encantado sigue haciendo guardia bajo la granada de piedra del puente del Darro, siendo sólo visible para quienes llevan una sortija con la estrella de Salomón. Evidentemente, si la leyenda es cierta -y no hay motivo para dudar de ella- quienes eso afirman han bebido demasiado (o son comerciantes de la zona, que quieren promover el turismo, aún faltando a la verdad) ya que el propio soldado confesó que sólo le dejaban salir tres días cada cien años. En cualquier caso, un pequeño fallo para una historia tan bonita.

lunes, 6 de febrero de 2017

El santón que hizo el primer atentado suicida.


La ciudad de Málaga en el siglo XV.I



En 1487, se estaban desarrollando 2 dramas simultáneos en tierras del Reino de Granada. Por una parte, la guerra civil que desde hacía cinco años venía disputándose entre dos bandos de la dinastía reinante, apoyados cada uno por los principales linajes del reino nazarí de Granada. Un bando estaba formado por el rey Muley Hacen, apoyado por su hermano El Zagal y el poderoso clan de los zegríes. En tanto que en el otro se encontraba el joven Boabdil (llamado más tarde “el chico”), que era el hijo de Muley Hacen, y que se había autoproclamado Rey con el apoyo de su poderoso suegro, el general Aliatar (ver su historia), así como por el clan de los abencerrajes. Por otra, la intermitente ofensiva del ejército cristiano al mando de los Reyes Católicos, que trataban de conseguir la conquista del reino de Granada.

En 1483 los cristianos habían capturado a Boabdil durante la batalla de Lucena (véase esta historia); desde entonces mantenían con él una alianza contra su padre y su tío. Según el acuerdo, los cristianos tenían el derecho a incorporar a su reino los territorios que arrebataran al bando de su padre.

La ciudad de Málaga era una pieza clave en la guerra. Era uno de los principales bastiones del rey depuesto Muley Hacen; por eso éste había dejado su defensa en manos de su principal general, su hermano El Zagal. Además, se trataba de un puerto estratégico para cualquier llegada de refuerzos musulmanes desde África, por lo que los Reyes Católicos tenían un gran interés en la conquista de Málaga. En el verano de 1497, el ejército cristiano se preparó para su asalto. La ciudad contaba con una numerosa guarnición, comandada por el gobernador, el valeroso general Hamet el Zegrí.

Los ataques se desarrollaron durante todo el verano, sin que los tres meses de asedio rindieran Málaga.

En ese momento llegó al campamento cristiano, rodeada de toda su pompa, la comitiva de la Reina Isabel I. Ante la vista de la desolación del campo de batalla, la reina ordenó que inmediatamente cesaran las hostilidades, enviando a continuación un emisario a El Zegrí. En su misiva le ofreció muy ventajosas condiciones para su rendición pero también le advirtió la reina que si no aceptaba rendirse expondría a toda la población a las más terribles consecuencias.

El Zegrí interpretó la oferta como una muestra de debilidad. El caudillo musulmán sabía que la escuadra cristiana carecía de un puerto de refugio y que, con la llegada del otoño y las tempestades, la reina se vería obligada a retirarse, lo que le permitiría a El Zegrí recibir de nuevo auxilio desde África y continuar la lucha hasta que lo cristianos, debilitados por tantos meses a la intemperie, levantaran el asedio. Así pues, el gobernador, ni siquiera, contestó a la oferta de capitulación. Mientras tanto, El Zagal realizó un intento de socorrer a la ciudad sitiada, pero fracasó en su empeño. La noticia de la derrota de las tropas de auxilio causó una gran desmoralización entre los malagueños que se resignaron a la continuación de sus grandes sufrimientos. No sólo los sitiados permanecían angustiados por la larga duración del asedio, la población fiel a El Zagal vivía como propio el drama de los sitiados pues eran conscientes de que su rendición podría desembocar en la pérdida de todo el reino de Granada.

Una mañana, el pueblo de Guadix, a más de 200 kilómetros de la ciudad de Málaga —en la parte oriental del territorio controlado personalmente por El Zagal— se vio sobresaltado por las proclamas de un anciano que decía había tenido una visión divina la noche anterior. El santon Ibrahim el Guerbi era un derviche que hacía ya muchos años que se había instalado en la zona. Proveniente de la isla de Djerba (cerca de la ciudad de Túnez) se trataba de un hombre muy anciano que prodigaba los ayunos, por lo que se encontraba literalmente en los huesos. Su comportamiento bondadoso y su fama de santidad le habían convertido en un personaje extremadamente popular entre sus paisanos, que le atribuían dotes proféticas. Ibrahim reunió en asamblea a los habitantes de Guadix, a sus gobernantes y a la guarnición militar, afirmando tajantemente que Alá le había revelado en sueños cómo salvar a Málaga de los cristianos. Su elocuencia y entusiasmo les persuadió de la veracidad de su proclama y se pusieron todos a su entera disposición. El derviche les dijo que necesitaba llegar cuanto antes a Málaga y penetrar en la ciudad, donde pondría en práctica lo que Dios le había revelado. A pesar de que el ejército de El Zagal había fracasado recientemente con un poderoso ejército, la guarnición de Guadix confió en sus visiones y se ofreció a acompañarle en su proyecto.

El anciano santon fue a Malaga junto con unos cuatrocientos compañeros, emprendió el largo y accidentado viaje a través de las montañas de Sierra Nevada, hasta las proximidades de Málaga. Al otear desde lejos la ciudad, Ibrahim comprobó la gran cantidad de tropas y de barcos que atacaban la ciudad por todas partes y comprendió la razón por la que El Zagal había fracasado en su intento. De repente, el santon se sintió inspirado y desarrolló rápidamente un plan muy intrépido para cruzar las líneas de los sitiadores cristianos. Había que tratar de romper el cerco a través de la planicie, donde estaban plantadas las tiendas de campaña de los jefes cristianos. El lugar, tan guarnecido de tropas, carecía de trincheras y muros que protegieran a los sitiadores de las salidas de los sitiados.

Esa misma noche, cuando los cristianos se retiraron a descansar, la pequeña tropa de Ibrahim se lanzó al galope a través del campamento cristiano. Tras una breve lucha, la mitad de los guerreros que le acompañaban consiguieron llegar a las murallas de Málaga; allí se les recibió con tanta sorpresa como alegría. Todos los musulmanes coincidieron que esta hazaña representaba un excelente presagio y la población de Málaga recuperó la esperanza.


Mientras se celebraba el combate, el santón aprovechó la confusión para esconderse dentro del campamento de los sitiadores. A la mañana siguiente, Ibrahim se colocó encima de una piedra y se puso a meditar hasta que algunos soldados le detuvieron, conduciéndole a la tienda del marqués de Cádiz, uno de los principales jefes del ejército. Don Diego Ponce de León interrogó al anciano santón acerca de su identidad y su presencia en el lugar, a lo que Ibrahim respondió hablándole de su procedencia tunecina y afirmó contar con dotes adivinatorias facilitadas por su santidad. El marqués, escéptico en esta materia, le preguntó burlonamente acerca de la fecha en que se rendiría la ciudad; y el derviche le contestó que la repuesta era un secreto que sólo a los Reyes podría revelar personalmente. Ante la eventualidad de que pudiera aportar algo útil una conversación entre el santón y los reyes, Don Diego Ponce de León decidió comentar esa sugerencia con los monarcas y que fueran ellos quienes decidieran acerca de la conveniencia de recibirlo. Mientras tanto, el marqués de Cádiz llevó al prisionero a una tienda.

Por ello condujo a Ibrahim a una tienda cercana a la de los Reyes, donde se encontraban descansando la marquesa de Moya y Don Álvaro de Portugal; estos linajudos nobles iban acompañados por su propio séquito de caballeros, que les escoltaban. Al encontrarse en una tienda tan lujosa y frente a dos dignatarios, el santón creyó estar frente a los Reyes Católicos. En un determinado momento, el santón se acercó por sorpresa a Don Álvaro y con todas sus fuerzas le propinó un golpe con una cimitarra que llevaba escondida en su vestimenta; creyéndolo muerto, trató de matar a la marquesa de Moya. Esta tuvo la suficiente suerte como para conseguir escapar de él por muy poco y fue salvada por los miembros de la escolta, que rápidamente acabaron con la vida del santón Ibrahim.


El santon de Malaga murió con el convencimiento de que había matado al rey Fernando de Aragón y que habría evitado la conquista de Málaga. El Rey, informado de lo acontecido, ordenó que los despojos del santón fueran lanzados a los sitiados mediante una catapulta. Los restos del derviche fueron recogidos y venerados por los malagueños. Furiosos, los asediados ataron a la cola de un asno el cadáver de un prisionero cristiano, y espantaron a la bestia con el cuerpo arrastras hacia el campo de los sitiadores.

A partir de este momento, el Rey se negó a cualquier clase de pacto con los sitiados y éstos, faltos de provisiones, no tuvieron otra salida que rendirse sin condiciones a los Reyes Católicos. La Reina Isabel consiguió que su esposo el rey Fernando incumpliera su decisión de aniquilar la totalidad de la población pero no pudo atenuar la represión que se desencadenó contra los musulmanes malagueños. Los guerreros moros fueron ejecutados a lanzazos, mientras que los muladíes —cristianos convertidos al Islam— que habían colaborado en la defensa de la ciudad fueron quemados vivos. El resto de la población, incluidas las mujeres y los niños, fueron entregados como esclavos a los soldados sitiadores, formando parte de su botín.

El atacado Don Álvaro de Portugal logró sobrevivir al atentado y años después sería un importante apoyo para los viajes de Cristobal Colón. Posiblemente el atentado del santón pudiera haber jugado un papel en la dureza de la represión desatada por el Rey Fernando, si bien en aquella época esa clase de castigos en una guerra eran bastante habituales por todas las partes.

Lo que es evidente es que si el santón hubiera tenido éxito en éste primer atentado suicida, la historia del mundo hubiera cambiado considerablemente, pues los musulmanes granadinos hubieran podido resistir más tiempo ¿y poder recibido ayuda del emergente Imperio turco? También es muy probable que sin la reina Isabel, Colón no hubiera podido haber realizado su viaje hacia las Indias.





miércoles, 1 de febrero de 2017

El rey lobo



Cuando tenía unos 20 años Mohamed ibn Mardanis —descendiente de una prestigiosa familia muladí (cuyos antepasados cristianos se habían convertido al Islam)— heredó de su padre el puesto de gobernador de la ciudad de Fraga (Huesca), en la frontera norte del decadente Imperio Almorávide. A su vez, Fraga estaba en frontera entre los gobiernos taifa de Zaragoza y de Lleida. La astucia del joven le permitió mantener su gobierno independiente de los reyezuelos de ambas ciudades, unas habilidades por las que los habitantes de Fraga le apodaron “El Lobo”. Sin embargo, unos cuatro años después de asumir el poder debió de firmar una capitulación con los aragoneses, por la que les entregaba la población a cambio de que a los musulmanes que se quedaran les fueran respetadas sus propiedades. El contacto habitual con los cristianos y su condición de muladí pudieron influir en sus relajadas costumbres: libertinaje sexual, vestidos cristianos, hábitos alimenticios que incluían el consumo de alcohol… Ibn Mardanis se hizo famoso a ambos lados de la frontera por su estilo de vida.

Su capacidad propició que en 1146 fuera elegido para suceder a su tío Abeniyad en el gobierno de la ciudad de Valencia, capital entonces de un territorio que iba desde Tortosa hasta Almería. Aprovechando que el Imperio Almorávide en Marruecos había sido conquistado por los almohades, y que se encontraba extremadamente débil en la Península, el ya llamado Rey Lobo se autoproclamó emir independiente, aceptando solo la autoridad del lejano califa de Damasco. Pero los almohades pronto desembarcaron en Algeciras para tomar las ciudades en las que los antiguos gobernadores de los almorávides se habían ido declarando independientes. Tras tomar Almería, los almohades amenazaron el territorio del Rey Lobo; su reacción fue comprar la colaboración militar de los reinos de Aragón y Castilla, y de la República de Génova. También enroló en su ejército a caballeros mercenarios, procedentes de buena parte de Europa.

A pesar de pagar cientos de kilos de oro a los cristianos, el Rey Lobo fue capaz de promover la economía de su territorio, exportando —a través de los genoveses— sus producciones de cerámicas, textiles y agrícolas a Italia. El desarrollo y la internacionalización de su economía llegó al extremo de que la moneda de oro que acuñó se convirtió en una de las más apreciadas de Europa.


En lugar de edificar mezquitas se dedicó a edificar palacios y jardines, los castillos de Larache y Monteagudo, mejores murallas para Murcia y la extensión de los regadíos. Se rodeó de una corte muy sofisticada y lujosa, adoptando modas y estilos cristianos, tanto en sus gustos personales como edificaciones. Los elevados impuestos que impuso en sus dominios y la instalación de guerreros cristianos en algunas poblaciones, así como la permisividad para con los mozárabes (cristianos que vivían en tierras musulmanas) provocaron que algunos de sus súbditos emigraran a tierras de los almohades.

Formó un poderoso ejército mixto en el que los más intrépidos caballeros cristianos eran su vanguardia. Con ellos conquistaría Jaen, Úbeda, Baeza y Carmona atacando grandes ciudades como Sevilla, Córdoba y Granada. Con el éxito llegó el exceso de confianza: el abandono de su esposa y el enfrentamiento con su suegro, lujuriosa vida personal y lujo desmedido, vestir como cristiano y hablar castellano y catalán, la entrega del Señorío de Albarracín al caballero Ruíz de Azagra… Algunos de los magnates musulmanes, incluida su familia política, se pasaron al bando de los almohades. En 1162 los almohades reconquistaron Jaén.

Sus numerosos enemigos musulmanes lanzarían sucesivas ofensivas hasta llegar a tomar su residencia favorita de Monteagudo y acabaron arrinconando al rey Lobo en su inexpugnable ciudad de Murcia en la que llegaría a resistir dos asedios de sus numerosos enemigos. Los almohades arrasaron de tal modo los dominios murcianos del Rey Lobo que éste, poco antes de morir en 1172, recomendó a su familia que pactaran la sumisión a los almohades cuando el muriera.

Para perpetuar su dinastía edificó un imponente panteón real sobre el cual se edificó tiempo después el Castillo de La Asomada; está situado en la cima del impresionante «morrón» del puerto de la Cadena, y está siendo excavado actualmente.


La desaparición de la controvertida personalidad del Rey Lobo supuso el fin de los ataques almohades contra el reino taifa de Murcia (a partir de entonces gobernado por la misma familia de los Mardanis, pero ya sometido a la autoridad del Imperio Almohade).

Pero esa decisión supuso enfrentarles a los cristianos. Inmediatamente de morir el rey Lobo, el rey Alfonso II de Aragón decidió la invasión del territorio de Valencia (gobernado por los hijos del rey Lobo), llegando hasta Xativa tres meses después; cinco años después los castellanos conquistaron Cuenca.

Ese singular personaje es posiblemente el más destacado de la historia de Murcia; pues hizo que su territorio alcanzase las más altas cotas de civilización, y llegó a disfrutar de un gran prestigio tanto en los reinos de la Península como en Italia.





lunes, 30 de enero de 2017

El desafío del duque de Medina Sidonia al rey de Portugal


En la frontera portuguesa de Valencia de Alcántara, entre el 1 de octubre y el 19 de diciembre de 1641, Don Gaspar Pérez de Guzmán (IX duque de Medina Sidonia) estuvo esperando a que se presentara a la cita su cuñado, el rey de Portugal. La razón era el desafío a muerte que el duque había propuesto al marido de su hermana para saldar una cuestión de honor.

El lío familiar entre los Medina Sidonia y los Braganza (la familia de Juan IV de Portugal) requiere de una previa ambientación para sacarle todo el jugo. Hacia 1632, con el fin de reducir el riesgo de una insurrección independentista en el reino de Portugal (que formaba parte de la Monarquía Hispánica desde 1580), el conde duque de Olivares —Primer ministro de Felipe IV— se propuso concertar un matrimonio entre el duque de Braganza y una mujer de una gran familia española. El razonamiento era que situar a una española de esposa del heredero del principal linaje que podría liderar una nueva dinastía lusa reduciría el riesgo de fractura.


Olivares eligió a Luisa de Guzmán, porque era pariente suya y miembro de las Casa de Medina Sidonia (la más poderosa de Andalucía y descendiente de reyes de Portugal) y porque era una mujer de carácter. El primer ministro de Felipe IV consideró que sería capaz de influir en el duque de Braganza, un hombre pacífico y religioso. El objetivo se cumplió, casándose en 1633. Cuando en 1640 un sector importante de la nobleza portuguesa le insistió al duque de Braganza sobre la necesidad de aprovechar el agotamiento de los ejércitos de la monarquía hispánica en Cataluña y en centro Europa para restaurar en él la monarquía de Portugal, el principal apoyo de los conspiradores fue precisamente la duquesa española; se le atribuye la frase “antes reina por un día que duquesa toda la vida”.
El carácter de Juan IV de Portugal se puede resumir en el apelativo de “el rey músico”, con el que ha pasado a la historia quien restauró la monarquía portuguesa con ayuda de Francia, Holanda e Inglaterra. Por lo tanto, la mujer elegida por su primo Olivares para evitar el problema de la posible secesión acabó siendo clave para que éste se concretara y afianzara durante la guerra peninsular más larga y devastadora de la historia: 28 años.

La declaración de independencia de su hermana y su cuñado dejó al duque de Medina Sidonia en una situación comprometida, pues era una especie de gobernador militar de Andalucía. Tres años antes, él y un primo suyo que era también subordinado militar al cargo de la defensa de la desembocadura del río Guadiana—el marqués de Ayamonte— aplastaron una sublevación portuguesa; pero esta vez los sublevados eran partidarios de un miembro de su familia. En lugar de tomar la iniciativa militar, el duque de Medina Sidonia empleó variadas excusas para justificar su ausencia de actividad militar en el Algarve portugués. Paralelamente negoció el apoyo de su cuñado y de Francia y Holanda para independizar Andalucía de la Monarquía Hispánica.

Como muchos otros castellanos, en Lisboa estaba preso un soldado llamado Sancho, que había sido tesorero del ejército de Andalucía, por lo que era conocido del duque de Medina Sidonia. Un fraile del entorno de la reina Luisa de Guzmán le propuso ser emisario entre el recientemente autoproclamado rey de Portugal y su antiguo jefe militar. Sancho llevó el mensaje hasta el duque de Medina Sidonia y fue encargado por éste para regresar a Lisboa con otro mensaje pero Sancho a donde se dirigió fue a Madrid, entregándole la carta al conde duque de Olivares.

Éste debió de convocar al duque de Medina Sidonia hasta tres veces para que acudiese a Madrid para explicarse, consiguiéndolo solo tras recordarle su parentesco y garantizarle el perdón del rey. El 10 de septiembre de 1641 el gobernador convertido en conspirardor confesó su implicación en el complot, echando las culpas a su primo Ayamonte. Éste último fue detenido y trasladado a Madrid. El duque de Medina Sidonia fue llevado ante Felipe IV, echándose a sus pies y rogando por su perdón, que el Rey le concedió. Todo esto se realizó en secreto pero, ante el comienzo de los rumores sobre ambos aristócratas, el 29 de septiembre Olivares le indicó a Medina Sidonia que lanzara una proclama con la que retaba a un duelo a muerte a su cuñado Braganza. Como condición adicional a su perdón se le ordenó no volver a pisar sus dominios hasta que se lo autorizasen expresamente.

Conforme a lo previsto, el 1 de octubre el duque de Medina Sidonia estaba con su séquito en Valencia de Alcántara preparado para batirse en duelo con su cuñado. Allí estuvo esperando durante ochenta días, enviando mensajes para recordarle la cita. Algo imposible de aceptar para el “rey músico”. El 19 de diciembre levantó el campo y se incorporó a la campaña contra los portugueses. Pero el siguiente mes de julio el duque se presentó en “su capital” de Sanlúcar de Barrameda en medio de los vítores de sus vasallos.

Esta infracción de las condiciones de su perdón motivó que fuera conminado a viajar inmediatamente a Burgos, de allí se le trasladó a Vitoria y luego se le encerró en el castillo de Coca. Como la conspiración era ya de dominio público, el Gobierno decidió celebrar el juicio contra él y Ayamonte. Al duque de Medina Sidonia se le condenó a entregar al rey un donativo descomunal — 200.000 ducados — así como la rica ciudad de Sanlúcar, capital de sus estados. También se le obligó a residir en Valladolid.

Peor parado resultó el marqués de Ayamonte. Confesó sus delitos a cambio de la promesa de no condenársele a muerte, pero esta promesa no se cumplió y se le sentenció a morir Aunque la condena no se cumplió inmediatamente, permaneciendo preso en el Alcázar de Segovia durante seis años. Ayamonte tuvo la mala suerte de que en Aragón se produjo por aquel entonces la conspiración secesionista del duque de Hijar, motivo por el que el nuevo valido de Felipe IV se olvidase de la promesa del anterior y decidió hacer con él un escarmiento para el resto de la nobleza, ejecutándose la condena de Ayamonte en 1648.




jueves, 26 de enero de 2017

El caballo de Aliatar




Como explicamos en la historia del enamoramiento entre el Sultán Muley Hacen y su prisionera Isabel de Solís (conocida como Zorayda) éste rey de Granada quiso favorecer a los hijos que tuvo con su amada segunda esposa. Ante la inminencia del cambio de heredero al trono de Granada, la despechada sultana Aixa defendió los derechos de su hijo Boabdil aliándose con el clan de los poderosos abencerrajes, que odiaban intensamente a Muley Hacen desde que éste —siendo todavía príncipe heredero, 29 años antes— hubiera masacrado a sus padres y parientes en una sala de su palacio de La Alhambra. En el invierno de 1482 Boabdil y sus aliados consiguieron controlar la ciudad de Granada (además de la parte del reino ocupada por sus partidarios).

En éste contexto de guerra civil se produce la llamada Leyenda del Caballo de Aliatar. Pero dadas las numerosas coincidencias históricas —y entendiendo las normales exageraciones de un relato caballeresco como éste— entendemos que hay mucho de historia creíble en esta leyenda. Pero sigamos con los personajes históricos, los lugares y el relato.

Además del apoyo de Los Abencerrajes, el joven sultán Boabdil contaba con la ayuda de su suegro Aliatar, el prestigioso y temido general musulmán que era el alcaide de la localidad de Loja. Esta bella ciudad era por aquel entonces especialmente estratégica, pues era la última que quedaba entre las avanzadillas de los cristianos y la capital del reino de Granada. Al ser considerada «la llave de la ciudad de Granada» Aliatar había reforzado extraordinariamente sus fortificaciones y había acumulado allí numerosos guerreros moros dispuestos a todo. Por su parte, el depuesto sultán Muley Hacen controlaba otras zonas del reino y trataba de buscar apoyos para reconquistar la capital que su hijo y su primera esposa le habían arrebatado.


El rey Fernando el Católico trataba de sacar partido de la guerra civil entre Muley Hacen y Boabdil. Para ello contaba como base de partida para su ejército con la fortaleza de Priego de Córdoba, cuya defensa estaba encomendada a la Orden de Calatrava. En ese lugar tan peligroso estaban destinados la flor y nata de sus caballeros. En el mes de julio de 1482 un impresionante ejército dirigido personalmente por el rey Fernando se dirigió desde Priego hacia Loja, con la gran caravana de tropas y auxiliares necesarios para montar el asedio a una fortaleza casi inexpugnable. Entre los importantes caballeros que acompañaban al rey en una expedición tan arriesgada estaban el Condestable de Castilla Pedro Fernández de Velasco, el Duque de Medinaceli y El Gran Maestre de los caballeros de Calatrava; tenían a su disposición unos 5.000 caballeros y 10.000  soldados de infantería, así como una potente artillería de asedio y los miles de paisanos necesarios para cavar trincheras, levantar muros, cortar leña y garantizar el avituallamiento de miles de combatientes y caballos.

Los castellanos empezaron a montar su campamento a orillas del río Genil, en una complicada zona de cuestas, olivares y barrancos; el sitio elegido no facilitaba el posicionamiento y la maniobra de la numerosa caballería castellana. Pero antes de que los cristianos estuvieran organizados apropiadamente, Aliatar y sus guerreros hicieron un ataque por sorpresa en el que derrotaron a los cristianos y les obligaron a replegarse desordenadamente. Entre los muertos figuró Rodrigo Téllez Girón, Gran Maestre de los calatravos y alcaide de la fortaleza de Priego. Esa victoria supuso una gran alegría para Boabdil, pues no solo le evitaba una invasión, sino que le reforzaba en su posición frente a su padre. También aumentó aún más el prestigio de Aliatar, que pasó de defender Loja a atacar la frontera castellana con su triunfante caballería mora.

A causa de la derrota de Loja la plaza fuerte de Baena adquirió mayor valor para los cristianos. Su alcaide era el caballero Don Pedro Manrique de Aguilar, que tenía como misión defender esa parte de la frontera de los moros que controlaban la fortaleza de Carcabuey. Un día de noviembre de 1482 un agitado colono cristiano se presenta ante el alcaide para alertarle que ha visto a un numeroso grupo de caballeros escondidos en los alrededores. Para cerciorarse de si eran bandidos cristianos o musulmanes de Carcabuey, Pedro Manrique salió en solitario para localizar al grupo. Al llegar a la zona indicada se vio rodeado por un grupo de unos 40 caballeros musulmanes comandados por Aliatar. Como ambos caballeros se conocían de combates anteriores, se saludaron. El alcaide moro le dijo a Manrique que le entregara sus armas y que le acompañara en calidad de rehén hasta Carcabuey; también le comentó que se había escondido allí para evitar que le capturase el conde de Cabra, que le había estado persiguiendo con muchos más caballeros.

Para evitar encontrarse con la mesnada del Conde de Cabra, Aliatar decidió coger la senda de las Navas; se trata de un recorrido muy estrecho, abrupto y peligroso que por causa de las lluvias se había vuelto muy resbaladizo. Para evitar despeñarse todos desmontaron de sus caballos y avanzaron al paso, cuidadosamente. El jefe moro Aliatar y Don Pedro marchaban en vanguardia del grupo, charlando sobre otros encuentros bélicos.

En un momento dado, ambos se adelantaron al resto del grupo, circunstancia que aprovechó Don Pedro para darle un empujón a Aliatar; éste cayó por el terraplén rodando hasta una zona con una vegetación muy densa. Don Pedro bajó detrás de él, le arrebató su puñal y se lo puso en el cuello, ordenándole que guardara silencio —pues de lo contrario lo mataba—. Cuando llegaron a su altura el resto de los musulmanes y comenzaron a buscarles entre la maleza, hizo aparición el conde de Cabra y sus caballeros; esto motivó que los guerreros musulmanes interrumpieran la búsqueda y huyeran.

Reunidos el conde de Cabra, Aliatar y Manrique se pusieron a hablar de lo ocurrido y de pasados encuentros; el caudillo moro se quejó de que sus acompañantes hubieran huido sin combatir, y comparó esa actitud cobarde con la nobleza de su caballo llamado «Leal» (que se había quedado en las inmediaciones, esperando a su dueño). Aliatar también se lamentó de que —al ser su prisionero— perdería para siempre a su querido caballo. La conversación se volvió tan sentimental que tanto Manrique como el conde de Cabra decidieron devolver la libertad a su prisionero, autorizándole a volver a Loja con su querido caballo. Todos montaron con el fin de salir del intrincado lugar en que se encontraban; Aliatar abría el camino para el gran grupo de caballeros. En un momento dado se encontraron con un río muy crecido y peligroso; pero cuando se disponían a cruzarlo por un determinado vado, el caballo Leal sorprendió a todos negándose a pasar por ahí y empeñándose en dirigirse a otro lugar para atravesarlo. Resultó ser mejor y por allí cruzaron todos; y a partir de ese momento lo denominaron “El vado del moro”.

Cuando llegaron al lugar en que debían de separarse para seguir hasta sus respectivas fortalezas, un Aliatar emocionado por el comportamiento de los cristianos le dijo a Don Pedro que le agradecía tanto su gesto que había decidido regalárselo como recuerdo de aquel día. Don Pedro le dio entonces el suyo, como intercambio. El alcaide musulmán volvió a su fortaleza y Manrique regresó a su casa montando a Leal. En los días siguientes Leal se negó a comer, muriendo de pena. ¿Cuanto hay de verdad y cuanto de exageración o de invención? ¿Es imaginable renunciar a un rescate tan jugoso como el de Boabdil por un gesto de caballerosidad? ¿Puede un caballo saber mejor que su jinete por donde cruzar un río?


lunes, 23 de enero de 2017

Doña María Coronel y el rey Pedro I.



Pedro I de Castilla (1334 – 1369) ha sido uno de los reyes más polémicos de la historia de España. Como a muchos otros monarcas poderosos de la turbulenta Edad Media, se le atribuyen numerosas muertes. Aunque hay que reconocer que a él se le hace responsable de una cantidad bastante mayor; además, se significó por ajusticiar a importantes personajes históricos.

La mayor parte de los monarcas de la época evitaron cebarse con los consanguíneos y nobles (a muchos de los cuales les acababan perdonando); la ejemplaridad y la crueldad las solían reservar para los más débiles. En cambio, Pedro I hizo más bien lo contrario, protegió a la burguesía y las minorías, ganándose el apoyo de judíos, musulmanes y burgueses en su enfrentamiento con su numerosa familia bastarda y con una nobleza altamente levantisca.

El hecho de que le sucediera en el trono su mortal enemigo –su hermanastro Enrique de Trastámara– puede explicar que la historiografía le haya calificado como “El Cruel”.De haberle sucedido uno de su sangre seguro que el apelativo hubiera sido más suave. Desde el reinado de Felipe II —admirador de su antecesor— algunos cronistas e historiadores le han denominado “El justiciero”, denominación que no ha conseguido imponerse. Con parecido criterio, cada vez más historiadores le llaman del mismo modo. Esta historia nos dará que pensar, aportando argumentos a unos y otros.

El origen del dramático problema familiar fue la pasión del rey Alfonso XI de Castilla por Leonor de Guzmán, su barragana (denominación que recibían las amantes oficiales de los reyes y magnates). Esa relación afectó enormemente a la reina legítima —María de Portugal—; especialmente hiriente fue el hecho de que Leonor le dió al rey Alfonso 10 hijos bastardos. Para la reina legítima supuso una tremenda humillación, pues el insólito número de hijos ilegítimos demostraba lo poco que le importaba al rey su esposa María de Portugal y la tremenda pasión que mantenían por su amante. Según fueron creciendo los bastardos, a tan numerosísima prole hubo que irla colocando en cargos y darles los medios de vida propios de los hijos ilegítimos de los reyes: las hembras se solían internar en los conventos o casar con nobles, en tanto que los varones recibían algún título de la corona o cargo en una orden militar, pudiendo también recibir algún cargo episcopal. De algún modo, se estaba creando una gigantesca estructura de influencias e intereses a la que unir la propia parentela nobiliaria de Leonor de Guzmán y sus numerosos amigos colocados por ella en cargos de alto rango. La activa e inteligente Leonor era consejera habitual de su amante del rey Alfonso, y formó en su Sevilla natal una auténtica Corte paralela de la que formaban parte numerosos familiares e importantes linajes como los Lara, los Enriquez y los Coronel.

María de Portugal y su hijo Pedro fueron conscientes de que se había formado un auténtico “partido” capaz de arrebatarle el poder al joven. Tras morir en 1350 el rey, Leonor de Guzmán trató de mantener su infuencia, llegando a tomas audaces decisiones, como hacer que prestase su propia alcoba para que su hijo Enrique se acostase con su prometida —Juana Manuel, hija del infante Don Juan Manuel— para precipitar ese matrimonio que tanto le convenía. Eso causó un gran escándalo en la Sevilla de aquel entonces. Leonor fue llevada presa al castillo de Talavera de la Reina, donde fue ejecutada por orden de la reina madre María de Portugal.

El siguiente paso de Pedro y su madre para tratar de eliminar las amenazas que pendían sobre l joven rey fue reducir el poder de los numerorísisimos nobles que habían alcanzado gran poder y riqueza gracias a Leonor de Guzmán. Uno de estos fue Alfonso Fernández Coronel, que fue capturado tras el asalto a su castillo de Aguilar de la frontera (Córdoba), el 2 de febrero de 1353. Inmediatamente después de hacerse con el fue condenado por traición en un juicio sumarísimo, para a continuación ser ejecutado y su cadáver fue a continuación quemado para que ni siquiera fuera posible que su familia tuviera donde visitarlo y recordarlo. Esta macabra ceremonia se celebró ante los cuatro hijos del reo, incluida su hija María Coronel.


Otra de las hijas que presenciaron esa ejecución era Aldonza Coronel, esposa de Don Alvar Pérez de Guzmán —personaje que, habiendo intrigado contra el Rey— se vio obligado a huir por lo que fue declarado traidor. A raíz de este suceso Aldonza Coronel se refugió en el convento sevillano de Santa Clara. Ante la continua eliminación de enemigos del rey, Aldonza decidió salir del convento para suplicarle al Rey el perdón para su marido. (No tenemos noticia de si lo consiguió, pero lo que es seguro es que sus naturales encantos suscitaron el interés del Rey).

Heredero de los libertinos instintos de su padre, por aquel entonces Pedro I tenía a su esposa encerrada en el castillo de Arévalo (Ávila) y mantenía públicamente como barragana a María de Padilla; y aunque esta le había dado varios hijos, eso no resultaba un obstáculo para que Pedro se procurase amantes adicionales cuando surgía la ocasión. Al gustarle la mujer, a partir de entonces el Rey comenzó a visitar a Aldonza en el convento; finalmente esta acabó cediendo a sus pretensiones, y Aldonza Coronel se convirtió en la segunda amante del rey, quien la instaló en una habitación de la Torre del Oro.

Otro foco de suspicacias era el marido de Maria Coronel; Juan de la Cerda era descendiente de la familia real de León y potencial candidato a la corona real de ocurrirle algo a Pedro. Y, aunque el suegro de María había reconocido a Alfonso XI su derecho al trono, Juan permanecía bajo sospecha. Juan de la Cerda acabó por comenzar a intrigar también contra el Rey, quien acabará ordenando que Juan sea encerrado en la Torre del Oro —de donde había sido trasladada previamente su cuñada Aldonza, cuando fue trasladada a la vecina Carmona—. Ante el grave peligro que acechaba a su marido, Maria Coronel viajó desde Sevilla a Tarazona (Zaragoza) para suplicarle personalmente al rey el perdón; lo obtuvo, pero para cuando volvió a su ciudad, se encontró que Juan de la Cerda ya había sido ejecutado. Desolada, María se encerró en el convento de Santa Clara; posteriormente María se ordenó monja.


El Rey ya le tenía echado el ojo a María; y al igual que hizo con su hermana, la reclamó a su presencia. Ella no acudió y el rey Pedro I fue a buscarla personalmente al convento. Ante la llegada del Rey, María consiguió esconderse de él, tapando su escondrijo con unos palos y ramas pero el Rey volvió pronto, cogiéndola esta vez por sorpresa. María reaccionó echándose encima un aceite hirviendo que la dejó desfigurada. A partir de ese momento, el Rey la dejaría en paz.


Algunos cronistas han afirmado que María de Padilla —la amante favorita del rey, que ejercía de reina de facto, por la prisión de Blanca de Borbón— al enterarse de lo ocurrido con aquella mujer, la mandó llamar a su palacio. Al verla con la cara abrasada, la Padilla se levantó, la abrazó, se quitó la corona (no debería de llevar corona siendo solo barragana, pero hagámonos los tontos/as), y le colocó dicha corona sobre la cabeza de la monja, diciendo: “Vos María merecéis corona y debéis llamaros coronada”.

Al morir Pedro I a manos de su hermanastro Enrique, el nuevo rey ordenó que se le devolvieran sus bienes a las hermanas Coronel. Con la fortuna recuperada María y Aldonza fundaron el convento de Santa Inés en el solar del antiguo palacio de su padre; allí se trasladaron en 1376 con las monjas del convento de Santa Clara.

Maria Coronel fue la primera abadesa del nuevo convento. Se cree que María falleció el 2 de diciembre de 1411, a los 77 años de edad.

En 1626, al realizarse el traslado de sus restos, se encontró su cuerpo incorrupto, con el rostro y el cuello marcados por las quemaduras. Cada dos de diciembre, aniversario de su muerte, en la sevillana iglesia de Santa Inés se expone al público su cadáver.


¿Y el perejil? pues no sabemos. En Sevilla a esta historia o leyenda se le llama La leyenda del perejil, pero dicha planta no aparece por parte alguna. ¿Pudiera haberse asociado a las plantas que cubrieron a Maria Coronel en su primera escapada del rey? Tendría que haber sido muchísimo perejil… Tal vez ese es el mayor misterio de esta leyenda, todavía por descubrir.



viernes, 20 de enero de 2017

Alonso Pérez de Guzmán llamado Guzmán el Bueno



A finales del siglo XIII el Estrecho de Gibraltar era muy disputado por los tres reinos ribereños: el reino nazarí de Granada, el reino bereber de Fez (de los llamados “benimerines” que dominaban el Magreb) y el reino de Castilla. Alternativamente luchaban y se aliaban entre sí, apoyándose en renegados de todos los contendientes.

En 1275 se formalizó una alianza según la cual los benimerines apoyaban a los granadinos a cambio de la entrega de la fortaleza de Tarifa y algunas otros castillos. En sentido contrario, algunos famosos caballeros cristianos —entre ellos, Alonso Pérez de Guzmán— habían ido a luchar a África como mercenarios al servicio de los benimerines. Por esta razón los caballeros musulmanes y cristianos tenían un buen conocimiento unos de otros, pues muchos habían combatido juntos o entre sí a lo largo de los últimos años.

Poco a poco los benimeríes habían ido ampliando sus plazas y extendiéndose en Andalucía y comenzaron a ser un peligro para los granadinos. Por eso los nazaríes de Granada llegaron a la conclusión de que los castellanos habían pasado a ser un mal menor para ellos. Hacia 1292 los granadinos se aliaron con los castellanos para tomar varias fortalezas de los benimerines.

El rey Sancho IV de Castilla dirigió en persona el asedio a Tarifa. La lucha fue muy dura y en ella participó heroicamente su hermano, el Infante Juan de Castilla; durante uno de los asaltos éste fue gravemente herido en la cara por azufre hirviendo. Finalmente, el 21 septiembre de 1292 los castellanos consiguieron forzar su entrada por un postigo de la parte este de la fortaleza, que a partir de entonces se llamó “de Santiago” (el patrón de los caballeros castellanos, al que se le invocaba en el grito de guerra durante los asaltos).

El rey Sancho había prometido devolver Tarifa a los nazaríes, a cambio de que estos le ayudaran a conquistar Algeciras y otras plazas; pero una vez la fortaleza estuvo en su poder el rey de Castilla cambió de opinión, incumpliendo el compromiso. Ante el incumplimiento del pacto los granadinos respondieron recuperando su alianza con los benimerines. Dado que era seguro que antes o después la alianza de los reinos musulmanes iba a tratar de recuperar una fortaleza tan estratégica, el rey le encomendó la defensa de Tarifa a los caballeros más prestigiosos: la Orden de Santiago. En julio de 1293 el rey Sancho alcaide de Tarifa a Alonso Pérez de Guzmán, buen conocedor de los benimerines ya que había combatido a su servicio en África.

Antes de continuar la historia, conviene que entendamos las complicadas relaciones familiares de Sancho IV con su hermano menor, el infante Juan de Castilla. El rey Sancho IV ha pasado a la historia como “El Bravo” a causa de su fuerte carácter y agresividad que incluso le llevarían a rebelarse contra su padre, el rey Alfonso X el Sabio; cuando éste trató de legar algunos de sus territorios a otros miembros de la familia. Entre los principales beneficiarios de ese reparto era su hermano el infante Juan, a quien su padre había tratado de legar los reinos de Badajoz y Sevilla. El reparto motivó un perdurable y enconado enfrentamiento entre el primogénito Sancho y su hermano el infante Juan. Después de su heroico comportamiento en la conquista de Tarifa el infante Juan conspiró contra su hermano, por lo que acabó teniendo que exiliarse en Portugal. De allí Juan pasaría a Tánger, donde se puso al servicio del sultán benimerín. En su periplo por reinos extranjeros Juan llevaba consigo a Pedro Pérez de Guzmán, segundo hijo del alcaide de Tarifa. En 1294 el Infante Juan volvió a la Península para organizar el asedio de Tarifa, pero en esta ocasión a favor de los musulmanes granadinos y marroquíes.

El infante intentó convencer al alcaide Alonso Pérez de Guzmán para que entregara la plaza y el alcaide se negó. El infante Juan, aprovechándose de que tenía en su poder a Pedro —el segundo hijo del alcaide— le amenazó con matarlo si se obstinaba en no entregarle la plaza.


Desde lo alto de la torre albarrana Pérez de Guzmán le respondió que podían matar a su hijo y a otros cinco más si es que los hubiera tenido, pues en ningún casi le entregaría el castillo. Y se ha escrito que a continuación les gritó: “Si no tenéis un arma para consumar la iniquidad ahí tenéis la mía” lanzándoles su daga. Los sitiadores allí mismo degollaron a Pedro ante la mirada de su padre. Hay fuentes que añaden que —para amedrentarle— le lanzaron la cabeza de su hijo con una catapulta. En el mes de agosto se acercaron refuerzos cristianos a Tarifa, por lo que los musulmanes comandados por el infante Juan debieron de levantar el asedio, retirándose al reino de Granada.

Al finalizar el cerco la noticia de la actuación de Alonso pronto alcanzó la corte de Toledo. Alonso salió de Tarifa recibiendo toda clase de homenajes por su responsabilidad. El rey Sancho —no pudiendo acudir a recibirle— le escribió una carta en la que le decía: “Mereces ser llamado “El Bueno”, y ansí vos lo llamo, y vos ansí vos llamaredes de aquí en adelante”. Así el relato sobre Alonso Pérez de Guzmán se transformó en la historia de Guzmán el Bueno.