jueves, 25 de septiembre de 2014

"Los ladrones arrepentidos"




Había una vez un ermitaño que vivía en soledad en una ermita perdida en el monte y que se alimentaba de lo que buenamente encontraba en el campo; cuando no se cuidaba de su alimento, se dedicaba a la oración, que le llevaba la mayor parte de su tiempo.

Vivía de esta manera tan sencilla y escondida porque era hombre que nunca había pecado, ni de obra ni de pensamiento, y Dios, complacido con él, le envió un ángel para que todos los días le dejara un pan en la ermita, mientras el buen hombre dormía.

Hasta que un día, en el que se había alejado bastante de su ermita, se cruzó en su camino con una pareja de guardias que conducían a un preso y el ermitaño le dijo al preso:

-Así os veis los que ofendéis a Dios. La justicia os castiga y luego vuestra alma se la lleva el diablo.

Entonces Dios se ofendió mucho por el comentario del ermitaño, ya que a aquel hombre lo llevaban preso sin culpa alguna y, para mostrar su enfado, le dijo al ángel que no volviera a llevarle más pan.

Cuando a la mañana siguiente el ermitaño vio que el ángel no le había dejado pan, tal y como le ordenase Dios, comprendió que había cometido alguna falta y se echó a llorar, apesadumbrado.

Entonces vino el ángel trayendo una rama de zarza seca y le dijo:

-Dios te castiga por tu imprudencia, pues el preso al que acusaste ayer era inocente. No te traigo ya pan sino una rama de zarza seca que habrás de llevar siempre contigo y la usarás de cabecera cuando duermas; Dios no te perdonará hasta que broten de la zarza tres ramas verdes. Y desde ahora no vivirás del pan ni de los frutos del campo, sino que habrás de abandonar esta ermita y comer de lo que obtengas por limosna.

Apenas el ángel hubo dicho esto, la ermita desapareció, y con ella el ángel; y entonces el ermitaño sintió la soledad como un peso horrible, y volvió a llorar con gran amargura.

El ermitaño iba de pueblo en pueblo pidiendo limosna y, cuando dormía, se ponía la zarza como almohada.

Así vivía hasta que un día se le empezó a echar la noche encima sin avistar casa, ni pueblo, ni aldea y ya desesperaba de encontrar un lugar donde dormir cuando alcanzó a ver una luz en la lejanía y se apresuró hacia ella con el ánimo de cobijarse aquella noche.

Cuando llegó a la luz, vio que provenía de una cueva y el ermitaño gritó desde la boca:

-¡Ave María!

A sus gritos salió una vieja por saber qué quería y él le dijo que sólo buscaba un rincón donde echarse a pasar la noche. Pero aquella cueva era una cueva de ladrones y la vieja le aconsejó que se fuera porque si venían los ladrones lo matarían para que no los denunciase; pero al ver el cansancio y la soledad del ermitaño, la vieja se compadeció de él, porque además era una noche muy oscura, y lo escondió en el fondo de la cueva, donde no lo vieran los ladrones, que nunca llegaban hasta allí.

En esto llegaron los ladrones cargados de sacos, talegos y cofres, porque aquel día habían hecho un robo muy grande y era tanto el botín que decidieron llevarlo al fondo de la cueva. Y allí vieron al ermitaño y lo cogieron y lo sacaron afuera y el capitán de los ladrones le preguntó a la vieja quién era ese hombre y qué hacia escondido en el fondo de la cueva.

Y la vieja le contestó:

-Es un pobre de pedir limosna, que andaba perdido y venía buscando cobijo, pero mañana al hacerse el día se irá.

-¡Estúpida vieja! -dijo el capitán-. Mañana cuando se vaya correrá a escape a denunciarnos, pero yo lo he de matar ahora mismo.

Sacó su puñal para matar al ermitaño y la vieja, gimiendo y llorando, le pidió que no lo hiciera.

-¡No lo mates, que es un buen hombre y no dirá nada!

Entonces el ermitaño se adelantó hacia el capitán y dijo:

-Déjale que haga lo que quiera, mujer, que será designio de Dios. Porque yo vivía en una ermita solo y apartado y dedicado a la oración y porque ofendí a un preso que era inocente llamándole ladrón, Dios me ha castigado a vagar por el mundo viviendo de limosna y no me perdonará hasta que no broten tres ramas verdes de esta zarza seca que llevo conmigo.

Al escuchar esto, dijo el capitán:

-Vuélvete a tu rincón y mañana, apenas amanezca, te vas de aquí sin mirar atrás.

El ermitaño se fue a acostar y los ladrones se quedaron pensativos. Y la vieja dijo:

-Si Dios le ha castigado nada más que por un mal pensamiento ¿qué no hará con nosotros, que somos ladrones?

Y los ladrones siguieron pensativos hasta que el capitán les mandó acostarse a todos.

A la mañana siguiente, apenas amaneció, fue el capitán a ver si el ermitaño se había ido y lo encontró muerto en su rincón, con la cabeza apoyada en la zarza seca, a la que le habían brotado tres ramas verdes.

Llamó a los demás ladrones y les dijo que allí mismo quedaba deshecha la partida.

Los ladrones y la vieja se arrodillaron y se arrepintieron de todo lo malo que habían hecho hasta entonces, luego hicieron un hoyo a la entrada de la cueva y enterraron en él al ermitaño y la zarza y, dejando todos sus tesoros en la cueva, se marcharon cada uno por su lado para llevar otra vida. Y la zarza echó las tres ramas fuera y creció y se enmarañó tanto que cubrió por completo la entrada de la cueva y nadie volvió a saber de ella.





lunes, 22 de septiembre de 2014

"La princesa encantada"



Un caballero andaba por el mundo en busca de aventuras y un día se encontró en su camino con cuatro animales, un león, un galgo, un águila y una hormiga, disputándose una fiera recién muerta que habían encontrado en mitad del campo.
Como no se ponían de acuerdo, luego que vieron llegar al caballero le pidieron que repartiese la fiera entre ellos y que se atendrían a su decisión, porque era la única manera de tener la fiesta en paz. El caballero aceptó, sacó su espada, troceó la fiera de la manera que le pareció más conveniente y la repartió entre los cuatro y a todos les pareció bien. Al águila le dio las tripas, al león las nalgas, al galgo las costillas y a la hormiga el lomo. Hecho lo cual, se dispuso a seguir su camino.
Pero, antes de que partiese, los animales hablaron con él porque, como les había resuelto la disputa, estaban agradecidos al caballero. Y le dijo el león:
-Aquí te doy un pelo de mi cabeza. Llévalo siempre contigo y cuando necesites convertirte en león no tienes más que decir: «Dios y león», y león serás.
Y cuando quieras volver a ser hombre dirás: «Dios y hombre».
Entonces el águila le dio una de sus plumas y le dijo:
-Toma esta pluma y llévala siempre contigo y cuando necesites convertirte en águila dices: «Dios y águila», y águila serás. Y cuando quieras volver a ser hombre dirás: «Dios y hombre».
La hormiga estuvo pensando acerca de qué le concedería y, al final, se arrancó una de sus antenas y le dijo:
-Yo no sabía qué darte, porque todo me es necesario, pero aunque me quede mocha, toma esta antena y cuando necesites volverte hormiga, di: «Dios y hormiga». Y para volver a ser hombre dirás: «Dios y hombre».
El galgo también se arrancó un pelo y le dijo, como los demás, que cuando necesitara ser galgo, dijera:
«Dios y galgo»; y para volver a ser hombre:
«Dios y hombre».
Después de recibir todos estos regalos, el caballero se puso en camino más contento que nada porque pensaba que con semejantes regalos sus aventuras, cuando las tuviese, le harían famoso. Y pensando en estas cosas, llegó a un palacio donde se decía que vivía un gigante que guardaba a una princesa a la que había secuestrado y a la que nadie podía ver. Pero el caballero se acercó y vio a la princesa asomada al único balcón del palacio y resolvió acercarse a hablar con ella. Y ella le advirtió en seguida:
-Aléjese usted, porque si el gigante le ve se lo comerá, que es un gigante feroz.
El caballero no tuvo miedo y se acercó aún más hasta quedar justo al pie del balcón y le preguntó por su historia a la princesa.
La princesa le contó que allí vivía un gigante que la tenía encerrada para que nadie pudiera conocerla excepto él. El caballero le dijo que estaba dispuesto a sacarla de allí si aceptaba casarse con él y ella le dijo que sabía la manera de vencer al gigante pero que el gigante la mataría si revelaba su secreto.
El caballero insistió ansioso una y otra vez que le revelara el secreto y, al ver cuánta era su disposición, la princesa le dijo:
-Mira, yo sé que el gigante morirá solamente cuando se rompa un huevo que tiene muy bien guardado dentro del palacio. Y cuando él muera yo seré libre. Pero no sé dónde guarda el huevo y, además, el gigante es brujo.
En esto, se oyeron chirriar las puertas del palacio sobre sus goznes y vieron que el gigante salía y se dirigía hacia ellos.
Y el caballero dijo:
-Dios y hormiga -y se convirtió en hormiga, de modo que el gigante no le pudo ver.
La hormiga trepó por la torre, se metió en el cuarto de la princesa y esperó a que todos se 
acostasen en el palacio. Y cuando sucedió esto, se volvió hombre y despertó a la princesa, que se quedó muy admirada de verlo en su habitación. Y así estuvieron el caballero y la princesa pensando, durante tres días con sus noches, en la manera de encontrar el huevo. Y a los tres días, volvió el gigante, que había ido a atender unos asuntos, con un puercoespín en cuyo interior había guardado el huevo. Y nada más entrar en el palacio, el gigante dijo:
-Huelo a carne humana -por el caballero; y echó al puercoespín a que lo buscara. Y el caballero, cuando vio venir al puercoespín, dijo:
-Dios y león.
Y se convirtió en león y pelearon el león y el puercoespín, que estaba lleno de temibles púas, pero, cuando el león ya le iba venciendo, el puercoespín se convirtió en liebre y escapó a todo correr. Entonces el caballero se volvió hombre y dijo esta vez:
-Dios y galgo.
Salió el galgo corriendo tras la liebre y después de una agotadora carrera la liebre, viendo que el galgo estaba a punto de alcanzarla, se volvió paloma y salió volando. El caballero, que la vio echar a volar, se volvió hombre y dijo:
-Dios y águila.
Salió como águila tras la paloma y la atrapó al vuelo; y volvió a tierra, se convirtió otra vez en hombre, abrió la paloma con su cuchillo y allí encontró el huevo que buscaba.
El gigante, que como era brujo sentía la suerte del puercoespín en su propia entraña, había empezado a desfallecer y se dirigió a buscar a la princesa para hacerle un mal de encantamiento, pero entonces llegó el caballero portando el huevo que contenía la vida del gigante
en su mano diestra y acercándose valientemente a él lo estrelló en su cabeza y el huevo se rompió y el gigante murió. Y cuando moría, se volvió a la princesa y le dijo:
-Yo, que te amaba, te conté mi secreto. Y ahora tú lo has contado y me has matado.
Entonces el caballero tomó a la princesa en sus brazos y la sacó del palacio como le había prometido y ella cumplió también la promesa que le había dado y se casó con él.




jueves, 18 de septiembre de 2014

"La pastora que se convirtió en Zarina"



Una vez hubo un Zar que mandó decir que quien pudiese romper una piedra, de forma que saliese sangre, sería nombrado primer dignatario del reino.
De todas partes llegaron valientes muchachos, pero ninguno de ellos pudo romper la piedra; además no sabían cómo se podía matar una piedra. 
En un pueblo vivía una honrada muchacha que cuidaba ovejas, y cuando oyó lo que había dicho el Zar, se vistió de hombre, fue a su presencia y le dijo:
-Señor, yo puedo matar la piedra.
Por todas partes se extendió la noticia de que había alguien que decía poder matar a la piedra, y muchísima gente vino a ver cómo lo hacía.
Cuando llegó el día señalado, el Zar y todos sus dignatarios salieron de la ciudad y se dirigieron a una explanada, y allí, ante todos, era donde la muchacha debía matar la piedra.
La joven sacó el cuchillo, se volvió al Zar y dijo:
-Señor, si quieres que mate la piedra, dale primero un alma, y si entonces no la mato, te ofreceré mi cabeza.
El Zar se sorprendió de lo que oía y dijo:
-Eres el más inteligente de mis súbditos, y voy a nombrarte primer dignatario; si además haces lo que voy a decirte, serás para mí como un hijo.
La joven respondió:
-Dime, señor, lo que deseas; haré todo lo que pueda para hacer lo que me ordenes. 
El Zar dijo:
 -Dentro de tres días volverás otra vez aquí; cuando llegues, cabalgarás y no cabalgarás, me harás un regalo y no me lo harás; todos, dignatarios o no, saldremos a recibirte y tú llevarás a la gente a donde te reciban y no te reciban. 
La pastora volvió a su pueblo y pidió a los campesinos que capturaran tres  o cuatro liebres y dos palomas. Los campesinos lo hicieron así.
Al llegar el tercer día, cuando la muchacha tenía que volver a presencia del Zar, puso a cada liebre en un saco distinto, se los dio a los campesinos para que los llevaran y les dijo:
-Soltad los animales cuando yo os diga. 
Ella cogió las dos palomas, se montó en una cabra y se dirigió al encuentro del Zar; antes había mandado emisarios para que anunciasen su llegada.
El Zar, al enterarse de que la pastora se aproximaba, salió de la ciudad a recibirla, con todos los dignatarios y una multitud de curiosos. Cuando la joven estaba cerca del Zar, vio que había acudido mucha gente a recibirla y, al aproximarse aún más, ordenó a los campesinos que soltasen las liebres ante la multitud. Tan pronto como vieron correr los animales, la gente se lanzó en su persecución, intentando atraparlos.
La pastora, que iba montada en la cabra, andaba llevando al animal entre las piernas, y levantando alternativamente los pies cabalgaba sobre el animal.
Cuando llegó junto al Zar, sacó las dos palomas del pecho y se las entregó. En el instante en que el Zar abría las manos para recibirlas, la muchacha las soltó, y las palomas echaron a volar.
Entonces la pastora dijo:
-Ya veis, señor, que la gente me ha recibido y no me ha recibido; he cabalgado y no he cabalgado; te he traído un regalo y no te lo he traído.
El Zar respondió:
-Desde hoy serás como mi hijo.
Pero ella le dijo al oído:
-No soy hombre, sino mujer.
El Zar, que no estaba casado, la hizo su esposa; y de esta forma, la pastora, gracias a su inteligencia, se convirtió en Zarina.