viernes, 25 de octubre de 2013

Juan sin miedo



  Según las leyendas, existen muchos lugares en los que hay oro enterrado o escondido. También es de oro el peine de las lamias, la rueca de Mari, el tesoro que guarda el Behigorri o el candelabro del Basajaun.
    Los tesoros siempre han tenido mucho atractivo para los seres humanos, que ven en ellos la posibilidad de mejorar sus vidas. Durante siglos, han buscado oro afanosamente, y es lógico que ello haya quedado reflejado en la mente popular.
    La siguiente leyenda es una de las muchas recogidas por J. M. de Barandiaran, y en ella encontramos la búsqueda del tesoro unida al toque misterioso de un espíritu errante, que da cuerpo a la narración.


    Un antiguo dicho vasco dice que “todo lo que tiene nombre existe” o, dicho de otra forma, “sólo existe lo que tiene nombre”.
    Hace mucho, vivía en un pueblo navarro un mozalbete de nombre Juan, que se reía de sus vecinos y de sus creencias en las almas en pena, los aparecidos, espíritus, diablos y demás elementos fantásticos. El joven aseguraba que no existían, aunque tuviesen nombre.
    Tanto enfadó a sus vecinos que, al final, lo echaron del pueblo. Decidido a hacer fortuna, Juan se fue en busca de aventuras, y llegó a Elkorri, un lugar solitario entre el puerto de Lizarrusti y Etxarri Aranatz. Había allí una casa abandonada en la que nadie se atrevía a entrar, por creer que en ella moraba un alma en pena. El joven decidió pasar allí una temporada y, a tal efecto, limpió un poco el local, encendió la chimenea y se dispuso a preparar una buena sopa.
    En eso, oyó una voz procedente del tubo de la chimenea.

—¿Caeré o no caeré?—dijo la voz.
—Si quieres, sí; si no quieres, no —respondió el muchacho, como si fuera lo más natural del mundo.

    Entonces, una cabeza humana cayó rodando fuera de la chimenea, y Juan, cogiéndola con el asador, la lanzó a un rincón de la cocina. 
    Al poco tiempo volvió a oír la misma voz, y respondió de idéntica manera. Inmediatamente cayó un tronco humano, que el joven también lanzó al rincón.
    Una y otra vez continuó el diálogo, hasta que cayeron todos los miembros de un cuerpo humano, que entonces se juntaron, formando un hombre.

—Dices que no soy, pero sí soy —dijo el espíritu.
—Sí, ya lo veo —le contestó Juan—; pero mantente lejos de mí.

Y el joven siguió preparándose la cena. El hombre señaló una azada que se encontraba cerca de la puerta.

—Toma esa azada —le dijo a Juan.
—Tómala tú, si quieres —le contestó éste.

    El aparecido tomó la azada y salió de la cocina. Curioso por ver lo que hacía, el muchacho le siguió a otro cuarto de la casa.

—Cava aquí con esta azada —le ordenó el aparecido.
—Cava tú, si quieres —dijo de nuevo Juan. 

El hombre comenzó a cavar, hasta que apareció un montón de oro.

—Este oro es para ti —le dijo al joven—, te nombro su dueño. Sin nombre no valdría nada. Gracias a ti, ahora puedo descansar en paz.

    Diciendo esto, el espectro desapareció.
    Juan cogió el oro y regresó a su pueblo. Nunca más volvió a reírse de las creencias ajenas, y vivió tranquilo y respetado el resto de su vida.



martes, 22 de octubre de 2013

Leyenda del perro negro



Esta leyenda se cuenta en Bérriz (Vizcaya) y dice así: 
Un muchacho joven iba a contraer matrimonio próximamente y llegando la hora de preparar su boda, estába repartiendo las invitaciones a sus familiares y amigos, cuando al pasar por el cementerio del pueblo se encuentra con una calavera que se le había caído del carro al enterrador. El muchacho le dió un puntapié a la calavera mientras decía "Tu tambié quedas invitada si puedes venir a mi boda mañana". Diciendo esto, prosiguió su camino para casa, pero cuándo se hallaba cerca de su casa vio aparecer a un gran perro todo color de negro, que se le quedaba rezagado. Pero en la mirada del perro había algo que era sobrecogedor e inquietante, que asustaba al muchacho. 
Este contó a su madre lo que había pasado en el cementerio y lo que había hecho con la calavera humana, y como después se le apareció ese inquietante perro negro que lo seguía.
Su madre, alarmada le dijo: 
- Vete, hijo, donde el cura.
La madre se asomó para ver si estaba el perro, y lo vio allí donde lo había dejado su hijo. 
- ¡Vete, hijo, rápido y pide consejo al cura y cuando te confieses esta noche con el, cuéntale todo lo que te ha pasado, y que te diga lo que tienes que hacer con el perro. 
Así lo hizo el muchacho.Fue a confesarse donde el cura y de paso le pidió consejo; este cura, que era un buen hombre y respetado por todo el pueblo, le dijo:
- ¡Mira hijo!, has hecho mucho mal, pues no tenías que haber pegado el puntapié a la calavera, pero creo que tiene solución: Cuándo comience el banquete coges al perro y lo pones debajo de la mesa al lado tuyo y toda la comida que se vaya a comer,primero se la servirás a él antes que a los demás comensales, y si eso haces, no temas, que Dios te habrá perdonado. 
Se celebró la boda y cuando fueron al banquete el novio cogió al perro y lo colocó debajo de la mesa al lado de el, y según salían los primeros platos, él le iba dando primero al perro su ración, y viéndolo uno de sus hermanos, le dijo:
- Andas dándole al perro lo mejor de cada manjar.
Así le empezaron a preguntar los demás comensales pero el muchacho replicó: 
- Yo se lo que hago, y no me preguntéis porqué lo hago. 
Una vez terminado el gran banquete,el muchacho miró al perro y éste le dijo: 
- Bien hiciste en cumplir lo que te ordenó el cura, pues si no lo hubieses hecho, hubieras sufrido un gran castigo, pues yo soy el guardián de mi amo. El me mandó venir a que tu hicieses desagravio por la falta que cometiste. 
Dicho esto, el gran perro negro desapareció de la vista de todos y así, siempre se dijo en el Pueblo Vasco que los perros siguen a sus amos aun después de muertos éstos, pues ellos son los guardianes de sus huesos.



miércoles, 16 de octubre de 2013

La Bruja y los jorobados.





En Iparralde existía una gran creencia en la brujería, las brujas y los hechiceros. En el siglo XVII, el inquisidor Pierre de Lancre persiguió incansablemente a los sospechosos de brujería, y fueron muchos los que murieron en prisiones y en hogueras. Según cuenta J. M. de Barandiaran, en Sara, las brujas se reúnen de noche fuera del pueblo y bailan al son del ttunttun o tamboril, sin txistu ni txirula, (flauta) mientras gritan: “Etxean zahar, kanpoan gazte” (En casa, viejo; en la calle, joven).

Los habitantes del barrio de Alkerdi, en Urdax, eran tenidos por brujos, y también los de Arrankoitz, así como los habitantes de Eihalarre, en el valle de Carazi, a los que se llamaba akelartarrak, según cuenta R. Mª de Azkue. Lugares famosos de aquelarres en Iparralde son: Artegaña en Alzai, Arlegiko Kurutzi y el prado de Sohuta, cerca de Maule.

 

En tiempos pasados, vivía en Urdax de Lapurdi una vieja bruja que asistía, como era su obligación, a los aquelarres los viernes por la noche.

Esta bruja tenía como vecinos a dos hermanos, solterones y además jorobados, que sospechaban de ella y la vigilaban con mucha atención. Un día, uno de los dos hermanos llamó a la puerta de la vieja y le dijo:

—Me gustaría acompañarte un día a la reunión.

La vieja se hizo la sorprendida.

—¿A la reunión? ¿A qué reunión? ¡No sé de qué me hablas!

Pero el hombre tanto insistió que, finalmente, la bruja le confesó que, en efecto, ella era lo que ellos sospechaban y que asistía todos los viernes al aquelarre. Decidieron, pues, ir juntos al próximo, pero, antes, la bruja le hizo una recomendación.

—¡Fíjate bien! —le dijo—. El presidente de la reunión nos hará a cada uno decir los días de la semana, y hay que decirlos de la siguiente manera: lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado. Nunca menciones el domingo, ¿de acuerdo?

El vecino jorobado estuvo de acuerdo, y el viernes siguiente acompañó a la bruja al aquelarre.

Había allí cientos de brujas y brujos y, en medio de todos ellos, se encontraba el presidente de la reunión con un gran libro debajo del brazo, a quien rápidamente le llevaron un sillón de color rojo para que se sentara. Todos los presentes iban pasando y, después de besar el libro, decían los días de la semana.

Al llegarle el turno al jorobado, éste besó el libro y recitó los días de la semana de carrerilla.

—Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo.

El presidente de la reunión se levantó de su asiento muy enojado.

—¿Quién ha hablado de domingo? —preguntó.

—Señor, ha sido este jorobado —dijeron los demás.

—Pues que le quiten la joroba de la espalda.

Y así se hizo. El hombre volvió a su casa, encantado de no tener ya joroba. Su hermano, que lo estaba esperando, le preguntó sorprendido:

—¡Oye! ¿Cómo lo has hecho?

El otro le contó lo que había ocurrido y le animó a que él también probara suerte.

Así pues, el segundo hermano fue a casa de su vecina, la bruja, y le pidió que también lo llevara al aquelarre.

—Lo haré, pero prométeme que no mencionarás el domingo —le dijo—. Tu hermano también lo prometió, pero no cumplió su promesa.

—Puedes confiar en mí —respondió él—, yo sí que la cumpliré.

Llegado el viernes, fueron los dos al aquelarre. El hombre pudo comprobar que todo ocurría como se lo había contado su hermano y, cuando le llegó a él el turno de recitar los días de la semana, dijo:

—Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo.

El presidente de la reunión se levantó de su silla, más enfadado que nunca.

—¿Quién ha hablado de domingo?

—Señor, ha sido este jorobado —respondieron los demás.

—Una vez, vale —continuó el presidente—; pero dos son demasiadas. ¡Que le pongan a éste la joroba del otro!

Y el pobre hombre regresó a su casa con dos jorobas que ya no se pudo quitar, porque su vecina, la bruja, desapareció y no pudo llevarle de nuevo al aquelarre.

lunes, 14 de octubre de 2013

El Puente de Ligi



Hace mucho, mucho tiempo, el señor de Ligi, en Zuberoa, ordenó construir un puente sobre un pequeño río que atraviesa la localidad. Los canteros vascos tenían fama en el mundo entero por lo bien que trabajaban la piedra, pero esta vez la construcción no fue ninguna maravilla y, antes incluso de estar concluido, el puente se había derrumbado.

De nuevo el señor lo ordenó construir, y una vez más se cayó.

No sabiendo cómo solucionar el problema, el señor de Ligi llamó a los lamiñaku de Lesarantzu y les pidió que construyeran el puente. Los lamiñaku aceptaron encantados, pues era trabajo de su agrado, pero pusieron una condición.

—Construiremos un puente que nunca se caerá, y lo haremos esta misma noche, antes de que cante el gallo al amanecer, pero queremos tu alma como salario por nuestra labor.

—El puente lo necesito urgentemente, y el alma... —pensó el señor de Ligi—. ¡Algo se me ocurrirá antes de que acaben!

Aceptó el trato, y los lamiñaku comenzaron el trabajo. Eran cientos y cientos: unos tallaban las piedras, otros se las pasaban de mano en mano, mientras decían:

—¡Toma, Gilen! ¡Cógela, Gilen! ¡Dámela, Gilen! ¡Aquí estamos once mil Gilenes!

Y otros iban colocando las piedras y formando el arco. No lo hacían desde los pilares hacia el centro, como lo hacen los constructores de puentes, sino de un pilar al otro, como lo hacen los lamiñaku.

Desde la torre de su castillo, el señor de Ligi, un tanto preocu­pado, contemplaba el avance del trabajo, pues iba más rápido de lo que él pensaba.

Los lamiñaku pasaron toda la noche construyendo el puente. Siempre al mismo ritmo, siempre repitiendo las mismas palabras:

—¡Toma, Gilen! ¡Cógela, Gilen! ¡Dámela, Gilen! ¡Aquí estamos once mil Gilenes!

Finalmente, sólo quedaba una piedra para colocar y acabar la obra.

—¡Toma, Gilen! ¡Cógela, Gilen! ¡Es la última, Gilen!

Y en el mismo momento en que iban a colocar la última piedra del puente, el señor de Ligi prendió fuego a un montón de paja, y una gran llamarada alumbró el gallinero. Un gallo joven, creyendo que el día lo había pillado dormido, se despertó sobresaltado, y cantó batiendo las alas.

Al oír el canto del gallo, los lamiñaku dejaron caer la piedra en el río y, dando un gran grito, desaparecieron en la oscuridad mientras decían:

—¡Maldito gallo! ¡Maldito gallo de marzo!

Desde entonces falta una piedra en el puente de Ligi y, cuando el agua está tranquila y transparente, puede verse un agujero en uno de los pilares y una gran piedra roja en el fondo del río. Muchas veces han intentado sacarla de allí y colocarla en su sitio, pero nadie, que se sepa, lo ha conseguido hasta ahora.

Sus protagonistas los lamiñaku, seres asexuados, pequeños y feos.




miércoles, 9 de octubre de 2013

La Lamia enamorada




Una vez, un joven pastor de Orozko, en Bizkaia, llamado Antxon, andaba por el monte con su rebaño cuando oyó un canto maravilloso, y quedó tan asombrado que se olvidó de las ovejas y se dirigió hacia el lugar de donde procedía la voz.

AI separar unos matorrales vio algo que lo dejó boquiabierto. Sobre una roca enclavada en medio de un río estaba sentada la joven más hermosa que él jamás había visto. Tenía el cabello largo y rubio y se peinaba con un peine de oro mientras cantaba una extraña melodía. Antxon no podía apartar sus ojos de ella.

En eso, la joven dejó de cantar y dirigió su mirada hacia los matorrales. Al ver a Antxon se zambulló en el río. Al poco, sacó la cabeza del agua, por detrás de la roca, se escondió, se asomó..., mientras el muchacho contemplaba, atónito, el juego. Finalmente, no volvió a esconderse y, abriendo sus grandes ojos transparentes, preguntó:

—¿Quién eres?

El pastor permaneció mudo.

—¿Quién eres? —insistió la desconocida.

—Antxon, soy Antxon —respondió al fin—. ¿Y tú?

La joven se echó a reír y no respondió, zambulléndose de nuevo. El pastor esperó y esperó, pero, al ver que no salía, regresó al pueblo. Durante unos cuantos días no salió de casa, y no podía dejar de pensar en la muchacha del río. Por fin se decidió y otra vez cogió el camino del monte. A medida que se acercaba al lugar, de nuevo escuchó el canto maravilloso, y se sintió feliz.

La hermosa joven, al igual que la vez anterior, peinaba sus cabellos rubios sentada encima de la roca. Al ver a Antxon, dejó de cantar y le sonrió.

—Buenos días, Antxon —dijo—. Te estaba esperando.

—¿A mí? —preguntó el pastor, emocionado.

—Sí, a ti. Acércate, acércate.

Antxon se aproximó a la orilla, y allí se sentó. Pasaron las horas y ninguno de los dos hablaba, sólo se miraban.

—¿Te casarás conmigo? —preguntó la joven cuando el sol comenzaba a ocultarse.

—Sí —respondió Antxon.

En señal de compromiso, la joven le entregó un anillo, que él se puso en el dedo anular.

—Ama, voy a casarme —le dijo Antxon a su madre cuando volvió a casa.

—Pero, hijo..., ¿con quién? —preguntó la madre, asombrada, pues no sabía que su hijo tuviese novia.

—Con la mujer más hermosa del mundo. Vive arriba del monte, junto al río.

—Pero..., ¿quién es? —insistió la madre.

—La mujer más hermosa que he visto en mi vida.

—¿Cómo se llama? ¿Quiénes son sus padres?

—Es la más hermosa... La más hermosa...

La madre llegó a la conclusión de que su hijo estaba embrujado. Salió presurosa a la calle, habló con sus vecinos, con la abuela, con el tío, con el cura... Todos la aconsejaron de forma distinta: si es bruja, esto; si es lamia, lo otro; si es extranjera, aquello... Finalmente, el hombre más viejo de Orozko dio también su opinión.

—Si es lamia, tendrá los pies de pato —sentenció.

La madre regresó a casa e hizo prometer a su hijo que miraría los pies a su novia. Después de mucho insistir, Antxon prometió que así lo haría, que le miraría los pies a su novia, a su hermosísima novia. De pronto, se apoderó de él un gran deseo de verla de nuevo, y echó a correr hacia el monte.

Su enamorada se estaba bañando y jugueteaba con los peces, entraba y salía del agua como un delfín y su risa era como el sonido de mil cascabeles. Se acercó silenciosamente, queriendo darle una sorpresa, pero..., ¡ay! ¡Los pies de su amada no eran como los de todo el mundo!

—¿Estaré soñando? —se preguntó, incrédulo.

Los pies de la muchacha parecían patas de pato... ¡Definitivamente eran patas de pato! Antxon se quedó paralizado por el estupor, y después regresó al pueblo con el corazón destrozado.

Al entrar en casa, la madre, que lo estaba esperando, notó que algo extraño le sucedía.

—¿Y qué, hijo? ¿Qué ha pasado? ¿Has visto sus pies? —le preguntó con insistencia.

—Son como los pies de los patos —murmuró el joven.

—¡Es una lamia! ¡No puedes casarte con ella! ¿Lo oyes? Los humanos no se casan con las lamias.

Antxon, presa de una gran tristeza, se metió en la cama y enfermó. La fiebre le hacía delirar, veía el rostro de su amada y oía su voz llamándole: “zatoz, maitea, zatoz” (“ven, querido, ven”).

Pero él nunca volvió, porque murió de pena.

El día del entierro la lamia acudió a la casa de Antxon, se acercó al lecho, lo cubrió con una sábana de oro y besó sus labios fríos. Siguió al cortejo hasta la iglesia, pero, como todo el mundo sabe, las lamias no pueden entrar en las iglesias, y entonces regresó al monte, llorando por su amor perdido.

Tanto y tanto lloró que, en el lugar donde cayeron sus lágrimas brotó un manantial que recuerda para siempre el amor imposible entre la lamia y el pastor.


miércoles, 2 de octubre de 2013

Guiomar y el Unicornio


Son muchos los países en los que el unicornio es protagonista de leyendas, pero en toda la Península Ibérica sólo se conoce un unicornio, el que vagaba por el bosque de Betelu, en Nafarroa.

El unicornio es un animal mitológico que tiene forma de caballo, es blanco, símbolo de la pureza, y sus ojos son azules. De su frente sale un cuerno largo y afilado que posee un valor incalculable y que puede contrarrestar todo tipo de venenos.

Sólo se puede cazar un unicornio mediante una virgen, porque es la única persona que el animal permite que se le acerque. De todos modos, el mágico animal muere si se le arranca el cuerno, aunque no esté herido de muerte.



Gobernaba en Nafarroa el rey Sancho el Magnánimo, quien había conseguido llevar la paz a sus tierras, tras muchos años de peleas con los musulmanes que amenazaban las fronteras del reino.

El rey Sancho y su esposa doña Aldonza tenían dos hijas Violante y Guiomar. Las dos eran hermosas, virtuosas y discretas siendo la primera morena y la segunda, rubia. Todos los que las conocían las querían y respetaban, y ellas llenaban de alegría la vejez de sus padres.

Una tarde, llegó al castillo un caballero que se dirigía a tierras lejanas. Nada más verse, el caballero y Guiomar se enamoraron perdidamente el uno del otro. Al día siguiente, temprano por le mañana, el joven prosiguió su camino y nunca más regresó, pues murió en la guerra. Guiomar se entristecía cada vez que pensaba en él, aunque nada dejaba traslucir para no preocupar a los suyos, que la creían totalmente feliz.


Pasaron los años y doña Aldonza murió. El luto se apoderó del castillo y, sobre todo, se introdujo en el corazón del rey Sancho de tal forma que empezó a morir de dolor. Ni la atención de sus hijas ni los cuidados de sus servidores servían para nada. Aquel hombre fuerte y corpulento se debilitaba día a día; únicamente esperaba la muerte para ir a reunirse con su querida esposa.

Muchos médicos y curanderos visitaron al rey, pero ninguno supo encontrar el remedio para curar su enfermedad.

Un día llegó al palacio un ermitaño que pidió ver al enfermo.

—Don Sancho sanará —afirmó tras examinarlo con atención—. Sólo necesita beber un brebaje que yo prepararé.

La esperanza asomó a los rostros, y las princesas sonrieron, confiadas.

—Ahora bien —prosiguió el ermitaño—; para que la medicina sea eficaz deberá de tomar el brebaje en el cuerno de un unicornio.

Todos se miraron consternados. ¡No había ningún cuerno de unicornio en el castillo! El ermitaño, al comprobar el desconcierto que sus palabras habían causado, habló de nuevo.

—¡No está todo perdido! En el bosque de Betelu vive un unicornio. Es un animal peligroso, y tan hermoso como difícil de capturar, pero se rinde ante una doncella pura que nunca haya tenido penas de amor.

Todos los ojos se volvieron hacia Violante y Guiomar. La hermana mayor se ofreció al punto. ¡Ella iría en busca del animal!

Y, en efecto, Violante se internó en el bosque de Betelu, decidida y con paso firme. A los pocos minutos, escuchó a lo lejos el relincho del unicornio, y fue tal el miedo que se apoderó de ella que salió corriendo y no paró de correr y de llorar hasta llegar al castillo.

Don Sancho seguía empeorando y estaba cada vez más débil. Guiomar tomó entonces la decisión de ir ella misma en busca del mítico animal. Eligió a los mejores ballesteros de su padre y fue al bosque. Todavía sufría penas de amor por aquel caballero que un día conoció, y sabía que corría un grave peligro.

—Manteneos atentos —dijo a los ballesteros— Disparad las saetas si veis que el unicornio me ataca.

La joven se internó en el bosque, seguida a distancia por los ballesteros, y se aproximó al caballo, que se hallaba en un claro. El bello animal estaba comiendo las hojas de los árboles, porque los unicornios no comen hierba, ya que saben que los humanos desean arrancarles el cuerno, y nunca bajan la cabeza. Cuando Guiomar alargó la mano para acariciarlo, el unicornio la acometió con furia, atravesándole el cuerpo con el cuerno. Los ballesteros dispararon, pero ya era tarde. Guiomar había muerto y los soldados llevaron su cadáver al castillo, y también el cuerno del unicornio.

El rey Sancho el Magnánimo sanó, pero no vivió mucho, pues la muerte de su hija le partió el corazón y ya no hubo medicinas para curarlo.





martes, 1 de octubre de 2013

El regalo de las Lamias


Las lamias solían pedir, de vez en cuando, algunos favores a los seres humanos, y éstos eran recompensados con generosidad por ellas.

Una vez, cerca del pueblecito de Yabar, en la zona de Ultzama, en Nafarroa, una lamia se encontraba a punto de dar a luz, y sus compañeras fueron en busca de la comadrona de la localidad para que la ayudara en el parto. La comadrona se trasladó a la morada de las lamias e hizo su trabajo limpiamente y a satisfacción de las mismas.

Felices con el resultado, una preciosa pequeña lamia, las lamias la invitaron a comer unos manjares exquisitos a los que la buena mujer no estaba acostumbrada. Todo parecía mejor, más sabroso, incluso el pan era más blanco. No pudiendo resistirse, la comadrona cogió un trozo de pan y se lo guardó en un bolsillo para que su familia también pudiera probarlo.

Acabada la comida, las lamias le entregaron una rueca y un huso de oro.

—Acepta estos regalos —le dijeron— como agradecimiento por la ayuda que has prestado a nuestra compañera. Con ellos obtendrás un hilo tan fino y a la vez tan fuerte que no tendrá parecido, y podrás crear los tejidos más maravillosos del mundo. Pero también queremos advertirte algo: una vez que hayas salido de esta casa no debes volver la vista atrás ni una sola vez. ¿Has entendido?

La comadrona les aseguró que así lo haría e intentó levantarse de la silla para regresar a su casa, pero no pudo. Por mucho que se esforzó, parecía estar pegada al asiento.

—¿Has tomado algo de nuestra casa que no te pertenezca? —le preguntaron las lamias.

Ella iba negarlo cuando se acordó del pan blanco que tenía en el bolsillo y lo sacó.

—Nadie puede salir de aquí llevándose algo que nosotras no le hayamos dado —le informaron las lamias.

La comadrona pidió disculpas y se fue presurosa con la rueca y el huso de oro debajo del brazo. Iba a cruzar el puente que separa Laminetxea, la casa de las lamias, del pueblo cuando, olvidándose de las recomendaciones, se le ocurrió mirar hacia atrás y, al instante, desapareció el huso de oro.

Agarrando la rueca con fuerza, echó a correr hacia el pueblo. Al llegar, su curiosidad pudo más que su deseo y, cuando ya tenía un pie dentro y otro fuera de la casa, miró de nuevo atrás, y la rueca de oro también desapareció.

Las lamias nunca más volvieron a reclamar sus servicios y, por lo tanto, no tuvo otra oportunidad para recuperar los valiosos regalos.