jueves, 28 de agosto de 2014

"La palomita de la patita de cera"



A una palomita se le quebró y cayó la patita y un ángel del cielo le puso otra de cera, pero, cuando se apoyó sobre una piedra recalentada por el sol, a la palomita se le derritió la patita.

-Piedra, ¿tan valiente eres que derrites mi patita?

Y la piedra respondió:

-Más valiente es el sol que me calienta a mí.

Entonces la palomita se fue donde el sol para preguntarle:

-Sol, ¿tan valiente eres que calientas la piedra, la piedra que derritió mi patita?

Y el sol respondió:

-Más valiente es la nube que me tapa a mí.

Voló la palomita a preguntarle a la nube:

-Nube, ¿tan valiente eres que tapas el sol, el sol que calienta la piedra, la piedra que derritió mi patita?

Y la nube dijo:

-Más valiente es el viento que me aventa a mí.

Por lo que se fue la palomita a preguntarle al viento:

-Viento, ¿tan valiente eres que aventáis la nube, la nube que tapa el sol, el sol que calienta la piedra, la piedra que derritió mi patita?

Y el viento respondió:

-Más valiente es la pared que se resiste a mí.

A la pared la palomita le preguntó:

-Pared, ¿tan valiente eres que resistes al viento, al viento que aventa la nube, la nube que tapa el sol, el sol que calienta la piedra, la piedra que derritió mi patita?

Y la pared respondió:

-Más valiente es el ratón que me hace hoyos a mí.

Y la palomita buscó al ratón para hacerle la correspondiente pregunta; el ratón respondió que era más valiente el gato que se lo comía a él; el gato, que era más valiente el perro que lo hacía huir; el perro, que era más valiente el hombre que lo sometía a su dominio; y el hombre dijo que el más valiente era Dios que dominaba todas las criaturas del universo.

Y cuando esto oyó la palomita, se fue a buscar a Dios para alabarlo y bendecirlo; y Dios, que ama a todas sus criaturas, hasta a la más chiquita, acarició a la palomita, y con sólo quererlo le puso una patita nueva con huesecito, pellejito, uñitas y todo. 

Cuento popular de Nicaragua





martes, 26 de agosto de 2014

"La niña de los tres maridos"


Érase una vez un padre que tenía una hija muy hermosa, pero terca y decidida. Esto a él no le parecía mal. Un día se presentaron tres jóvenes, a cual más apuesto, y los tres le pidieron la mano de su hija; el padre, después de que hubo hablado con ellos, dijo que los tres tenían su beneplácito y que, en consecuencia, fuera su hija la que decidiese con cuál de ellos se quería casar.

Así, le preguntó a la niña y ella le contestó que con los tres.

-Hija mía -dijo el buen hombre-, comprende que eso es imposible. Ninguna mujer puede tener tres maridos.

-Pues yo elijo a los tres -contestó la niña tan tranquila.

El padre volvió a insistir:

-Hija mía, ponte en razón y no me des más quebraderos de cabeza. ¿A cuál de ellos quieres que le conceda tu mano?

-Ya te he dicho que a los tres -contestó la niña.

Y no hubo manera de sacarla de ahí.

El padre se quedó dando vueltas en la cabeza al problema, que era un verdadero problema y, a fuerza de pensar, no halló mejor solución que encargar a los tres jóvenes que se fueran por el mundo a buscar una cosa que fuera única en su especie; y aquel que trajese la mejor y la más rara, se casaría con su hija.

Los tres jóvenes se echaron al mundo a buscar y decidieron reunirse un año después a ver qué había encontrado cada uno. Pero por más vueltas que dieron, ninguno acabó de encontrar algo que satisficiera la exigencia del padre, de modo que al cumplirse el año se pusieron en camino hacia el lugar en el que se habían dado cita con las manos vacías.

El primero que llegó se sentó a esperar a los otros dos; y mientras esperaba, se le acercó un viejecillo que le dijo que si quería comprar un espejito.

Era un espejo vulgar y corriente y el joven le contestó que no, que para qué quería él aquel espejo.

Entonces el viejecillo le dijo que el espejo era pequeño y modesto, sí, pero que tenía una virtud, y era que en él se veía a la persona que su dueño deseara ver. El joven hizo una prueba y, al ver que era cierto lo que el viejecillo decía, se lo compró sin rechistar por la cantidad que éste le pidió.

El que llegaba el segundo venía acercándose al lugar de la cita cuando le salió al paso el mismo viejecillo y le preguntó si no querría comprarle una botellita de bálsamo.

-¿Para qué quiero yo un bálsamo -dijo el joven- si en todo el mundo no he encontrado lo que estaba buscando?

Y le dijo el viejecillo:

-Ah, pero es que este bálsamo tiene una virtud, que es la de resucitar a los muertos.

En aquel momento pasaba por allí un entierro y el joven, sin pensárselo dos veces, se fue a la caja que llevaban, echó una gota del bálsamo en la boca del difunto y éste, apenas la tuvo en sus labios, se levantó tan campante, se echó al hombro el ataúd y convidó a todos los que seguían el duelo a una merienda en su casa. Visto lo cual, el joven le compró al viejecillo el bálsamo por la cantidad que éste le pidió.

El tercer pretendiente, entretanto, paseaba meditabundo a la orilla del mar, convencido de que los otros habrían encontrado algo donde él no encontrara nada. Y en esto vio llegar sobre las olas una barca que se llegó hasta la orilla y de la que descendieron numerosas personas. Y la última de esas personas era un viejecillo que se acercó a él y le dijo que si quería comprar aquella barca.

-¿Y para qué quiero yo esa barca -dijo el joven- si está tan vieja que ya sólo ha de valer para hacer leña?

-Pues te equivocas -dijo el viejecillo-, porque esta barca posee una rara virtud y es la de llevar en muy poco tiempo a su dueño y a quienes le acompañen a cualquier lugar del mundo al que deseen ir. Y si no, pregunte a estos pasajeros que han venido conmigo, que hace tan sólo media hora estaban en Roma.

El joven habló con los pasajeros y descubrió que esto era cierto, así que le compró la barca al viejecillo por la cantidad que éste le pidió.

Conque al fin se reunieron los tres en el lugar de la cita, muy satisfechos, y el primero contó que traía un espejo en el que su dueño podía ver a la persona que desease ver; y para probarlo pidió ver a la muchacha de la cual estaban los tres enamorados, pero cuál no sería su sorpresa cuando vieron a la niña muerta y metida en un ataúd.

Entonces dijo el segundo:

-Yo traigo aquí un bálsamo que es capaz de resucitar a los muertos, pero de aquí a que lleguemos ya estará, además de muerta, comida por los gusanos.

Y dijo el tercero:

-Pues yo traigo una barca que en un santiamén nos pondrá en la casa de nuestra amada.

Corrieron los tres a embarcarse y, efectivamente, al poco tiempo echaron pie a tierra muy cerca del pueblo de la niña y fueron en su busca.

Allí estaba ya todo dispuesto para el entierro y el padre, desconsolado, aún no se decidía a cerrar el ataúd y dar la orden de enterrarla.

Entonces llegaron los tres jóvenes y fueron a donde yacía la niña; y se acercó el que tenía el bálsamo y vertió unas gotas en su boca. Y apenas las tuvo sobre sus labios, la niña se levantó feliz y radiante.

Todo el mundo celebró con alborozo la acción del pretendiente y en seguida decidió el padre que éste era el que debería casarse con su hija, pero entonces los otros dos protestaron, y dijo el primero:

-Si no hubiese sido por mi espejo, no hubiéramos sabido del suceso y la niña estaría muerta y enterrada.

Y dijo el de la barca:

-Si no llega a ser por mi barca, ni el espejo ni el bálsamo la hubieran vuelto a la vida.

Así que el padre, con gran disgusto, se quedó de nuevo meditando cuál habría de ser la solución. Y la niña, dirigiéndose a él, le dijo entonces:

-¿Lo ve usted, padre, como me hacían falta los tres?

Y colorín, colorado este cuento se ha acabado.

mujeres


jueves, 21 de agosto de 2014

"La muñeca de dulce"




Érase una vez un rey que sólo tenía una hija. Los reyes y la princesa solían pasear por los alrededores del palacio casi todas las tardes y en uno de sus paseos se encontraron con una gitana que se ofreció a leerle la buenaventura a la princesa. Los tres aceptaron, divertidos por la ocurrencia, pero la gitana, después de mirar la mano de la princesa, les advirtió que se cuidaran mucho del día en que cumpliera los dieciocho años porque ese día sería asesinada.

Los reyes, a medida que la princesa cumplía años, se iban inquietando al recordar la profecía de la gitana y tan grande llegó a ser su preocupación que resolvieron enviar a la princesa a un castillo que tenían y que estaba en lo más oculto del bosque y la pusieron al cuidado de un ama que tenía una hija de la misma edad que la princesa.

Allí vivieron las tres tan contentas y sin preocupaciones y fue pasando el tiempo hasta que se acercó la fecha en que la princesa debía cumplir los dieciocho.
Un día estaba la princesa asomada a una ventana del castillo cuando vio que de una cueva no lejana que desde allí se divisaba salían cuatro hombres y decidió averiguar qué hacían allí. Conque, ni corta ni perezosa, porque era una muchacha traviesa y desenvuelta y un poco cabeza loca, buscó una cuerda, se descolgó de la ventana al suelo y se encaminó a la cueva.

Una vez que entró en ella, vio que sólo había un muchacho que estaba cocinando; la cueva era una cueva de ladrones y el muchacho que estaba cocinando era el hijo del capitán; entonces esperó a que el muchacho saliera y tiró toda la comida que había preparado al suelo, por travesura, puso patas arriba todo lo que había en la cueva y se volvió al castillo.

Al día siguiente, uno de los ladrones, visto lo que había sucedido, se quedó en la cueva al acecho.

A todo esto, la princesa le contó a la hija del ama lo sucedido y determinaron acudir a la cueva las dos juntas, pero le encargó que no dijera nada a su madre de cuanto le había contado.

Conque llegaron la princesa y la hija del ama a la cueva y el ladrón las estaba esperando; las recibió muy cordialmente y se ofreció a enseñarles toda la cueva. La princesa sospechó en seguida que el ladrón llevaba malas intenciones y le dijo:

-Con gusto, pero antes vamos a poner la mesa y a probar ese guiso que tenéis ahí.

El ladrón se entretuvo en poner la mesa el tiempo suficiente para que ellas escaparan y volvieran corriendo al castillo. Y así el ladrón quedó burlado.
En vista de lo cual, al otro día decidió quedarse en la cueva el capitán de los ladrones.

Llegó la princesa sola y el capitán la atendió con gran finura y le propuso enseñarle toda la cueva hasta lo más escondido, donde guardaban sus tesoros, pero ella, que sospechó sus intenciones, le dijo:

-Luego lo veremos, pues ahora lo que quiero es mostrarte yo mi castillo.

El capitán se dijo que ésa sería una buena ocasión de conocer el castillo para poder volver más adelante a robar en él y decidió acompañarla. Como la princesa entraba y salía a escondidas de los guardianes y de los criados, cuando llegó al pie del castillo empezó a trepar por la cuerda y le dijo al capitán que la siguiera; éste empezó a subir detrás, mas en el momento en que la princesa alcanzó su ventana, cortó la cuerda y el capitán cayó quedando muy malherido y se volvió a rastras a la cueva jurando vengarse.

Entonces la princesa se disfrazó de médico y fue a la cueva para ofrecer sus servicios. Y como el capitán estaba tan magullado, le hicieron pasar en seguida.
Pidió que lo dejaran a solas con él y le dio tales friegas con ortigas que a poco lo deja en carne viva. Y al marcharse le dijo:

-¡Yo soy Rosa Verde, para que te acuerdes!

Dejó correr la princesa unos días y se disfrazó de barbero y fue a la puerta de la cueva a ofrecer sus servicios.

Y como el capitán llevaba varios días sin moverse de la cama tenía ya la barba muy crecida, así que le hicieron pasar. Y la princesa le enjabonó, abrió una navaja de afeitar mellada y le  produjo tal cantidad de cortaduras que le dejó la cara hecha un cristo.

Y al marcharse le dijo:

-¡Yo soy Rosa Verde, para que te acuerdes!

Al cabo de una semana, llegó el día en que la princesa cumplía dieciocho años y sus padres la fueron a recoger para tenerla custodiada en palacio y rodearon el palacio de guardias. Y en esto, llegó a la puerta del palacio el capitán de los ladrones disfrazado de caballero y anunció que deseaba casarse con la princesa.

Los padres la llamaron y ella, que reconoció al capitán, dijo que sí, que ella también quería casarse con él. Y allí mismo los casó el capellán.

La princesa, que sabía que el capitán había vuelto para vengarse y recelaba de él, mandó al confitero de palacio hacer una muñeca de dulce que fuera una réplica exacta de ella; y cuando llegó la hora de acostarse, acostó a la muñeca en la cama, le ató una cuerda a la cabeza para que dijera sí o no según ella deseara y se metió debajo de la cama a esperar.

Y le gritó al capitán:

-¡Ya puedes pasar!

Entró el capitán cerrando la puerta detrás de sí con cerrojo, se acercó a la cama y dijo:

-¿Te acuerdas, Rosa Verde, de que nos esparciste la comida por la cueva?

Y la muñeca asintió con la cabeza.

-¿Te acuerdas, Rosa Verde, de que me tiraste del castillo abajo?

Y la muñeca volvió a asentir.

-¿Te acuerdas, Rosa Verde, de las friegas de ortigas que me diste?

Y otra vez asintió la muñeca.

-¿Te acuerdas, Rosa Verde, del barbero que me arruinó la cara?

Y por cuarta vez asintió.

-Pues ahora vas a morir -y la muñeca negó con la cabeza.

Entonces el capitán sacó su puñal del cinto y se lo clavó en el corazón. Y saltó un chorro de almíbar a la cara del capitán y éste creyó que era la sangre y al sentir que era tan dulce, dijo:

-¡Ay, mi Rosa Verde! ¡Que yo no sabía que fueras tan dulce y ahora es cuando me pesa haberte matado! ¡Perdóname, Rosa Verde! -y lo decía lleno de sincero dolor.

Entonces la princesa salió de debajo de la cama, se abrazó a él y le dijo:

-Eres mi marido y te perdono si tú olvidas lo que yo te hice.

Y como él estuvo de acuerdo, volvieron a abrazarse para hacer las paces y vivieron felices durante muchos, muchos años.

miércoles, 20 de agosto de 2014

"La misa de las ánimas"



Pues eran un padre y una madre y ambos eran muy pobres y tenían tres hijos pequeños. Pero es que, además de ser tan pobres, el padre tuvo un día que dejar de trabajar porque se puso enfermo y sólo quedaba la madre para buscar el sustento de todos y entonces la madre, no sabiendo qué hacer, tuvo que salir a pedir limosna. Así que salió y anduvo todo un día de acá para allá pidiendo limosna y cuando ya caía la tarde había conseguido recoger una peseta.

Entonces fue a comprar comida, porque quería preparar un cocido para que comieran los niños y ella y su marido, pero resultó que aún le faltaban veinte céntimos, y como no podía conseguir lo que faltaba, pensó:

-¿Para qué quiero esta peseta si no puedo llevar comida para todos? Pues lo que voy a hacer es pagar una misa con esta peseta que he sacado.

Y una vez que lo pensó se dijo:

-¿Y para quién diré la misa?

Así que le estuvo dando vueltas al asunto y al cabo del rato dijo:

-Le voy a encargar al cura que diga una misa por el alma más necesitada.

Conque se fue a ver al cura, le entregó la peseta y le dijo:

-Padre, hágame usted el favor de decirme una misa por el alma más necesitada.

Se fue entonces para su casa y no dejaba de pensar en su marido y en sus hijos que la esperaban; y en el camino se cruzó con un señor muy puesto que le preguntó:

-¿Dónde va usted, señora?

Y ella le contestó:

-Voy para mi casa. Mi marido está muy enfermo y somos muy pobres y tenemos tres hijos. Llevo todo el día pidiendo, pero no me dieron lo bastante para comer todos y como no me llegaba me fui a ver al señor cura para encargarle una misa por el alma más necesitada.

Entonces aquel señor sacó un papel y escribió en él un nombre y le dijo a la mujer:

-Vaya usted a donde dicen estas señas y dígale a la señora que le dé a usted colocación en la casa.

La mujer no se lo pensó dos veces y se encaminó a donde le había dicho aquel señor a solicitar la colocación.

Llegó a la casa que le habían dicho y llamó a la puerta hasta que salió una criada que le preguntó:

-¿Qué quiere usted?

Y ella contestó:

-Pues que quiero hablar con la señora.

Conque la criada se fue adentro a buscar a la señora y le contó que en la puerta había una pobre que pedía hablar con ella. Y la señora bajó a la puerta y le dijo la mujer:

-He visto en la calle a un señor que me habló y me dijo que usted me daría una colocación en la casa.

Y le dijo la señora:

-¿Y quién era ese señor?

Entonces la pobre, que estaba en la puerta, miró dentro de la casa y vio que en la sala había un retrato del que la había enviado allí y dijo:

-Ese señor que está en el retrato es el que me ha enviado aquí.

Y la señora dijo:

-Ése es el retrato de mi hijo, que murió hace ya cuatro años.

-Pues ése es el que me ha enviado aquí —contestó la mujer sin dudarlo.

Entonces la señora le preguntó:

-¿Y cómo es que se lo encontró usted?

Y ya le dijo la mujer pobre:

-Pues mire usted, que mi marido y yo somos muy pobres y tenemos tres hijos que mantener. Y como ahora mi marido está muy enfermo y no tenemos qué comer, yo salí esta mañana a pedir limosna y sólo junté una peseta y con eso no tenía bastante para comprar un cocido para todos y se la di al cura para que dijera una misa por el alma más necesitada. Luego volvía de la iglesia y me encontré a su hijo. A él le conté lo mismo que le he contado a usted y me escribió este papel y me dijo que viniera aquí.

Entonces la señora le dijo a la mujer que entrara y le dio colocación. Además le dio pan para que se lo llevara a sus hijos y le encargó que volviera al día siguiente y los demás días para servir en la casa. Y a los cinco días la señora tuvo una revelación y se le apareció su hijo y le dijo:

-Madre, no me llores más y no vuelvas a rezar por mí, que ya estoy glorioso y en presencia de Dios.

Y era que con aquella misa había acabado de pagar sus culpas en el purgatorio y había subido al cielo.


viernes, 15 de agosto de 2014

"La leyenda de Bamako"



Hace mucho, mucho tiempo, en la época en la que la noche era negra, sombría e impenetrable ya que la luna no la iluminaba todavía, una joven llamada Bamako vivía en la aldea Kikamo. Ella era muy bella y amable. Amaba tiernamente a sus padres y a su pueblo que la estimaba y la respetaba. Todos los habitantes de la aldea admiraban sus grandes ojos que brillaban como el sol.

Un día, unos soldados venidos del norte atacaron la aldea de Bamako, así como todas aquellas de los alrededores. Astutos, feroces y sanguinarios sólo luchaban por las noches y se escondían durante el día.

Los amigos de Bamako les hacían frente valientemente, pero no sabían luchar durante la noche y, después de largas noches de combates, todos corrían el peligro de perder la vida frente a los feroces enemigos.

Una noche, el dios N’Togini se le apareció a Bamako y le dijo:

¡“Bamako! Si quieres salvar a tu pueblo sigue mi consejo. Mi hijo Djambé, que vive en la gruta, al borde del río, está enamorado de ti desde hace mucho tiempo. Si aceptas casarte con él, te llevará al cielo donde brillarás todas las noches. Tu pueblo no tendrá que luchar en la oscuridad, puesto que tú iluminarás sus noches. Gracias a ti él vencerá a sus enemigos”

“¿Qué debo hacer?” preguntó Bamako.

N’Togini le explicó:

“Por la noche, cuando el sol se ponga, sube a la gran roca que está sobre la gruta y lánzate al río. No tengas miedo. Djambé estará allí para recibirte. Ten confianza y nada te sucederá”.

Valiente, Bamako no dudó en seguir las recomendaciones del Dios en todos sus puntos. Saltó al vacío, Djambé la atrapó y la llevó al cielo como lo había prometido su padre.

Entonces, un milagro se produjo. Cuando el sol desapareció, el relumbrante rostro de Bamako apareció en la noche. El resplandor de sus grandes ojos iluminaban la noche oscura.

Esa noche, los aldeanos lograrían una rotunda victoria y expulsaron a sus enemigos

Desde entonces, la cara resplandeciente de Bamako aparece cada noche en el cielo.



jueves, 14 de agosto de 2014

"La Infantita que fue convertida en almendro"





Éranse un rey y una reina que, después de solicitarlo mucho al cielo, tuvieron una hija, a la que decidieron poner de nombre Margalida. Al bautizo fueron invitadas todas las hadas del país, menos una, llamada Isaura, de la que no tenían la menor noticia.

Todas las hadas invitadas colmaron a la infantita de preciosos dones: una le deseó belleza, otra salud, otra bondad, otra sabiduría, otra alegría.

Pero, Isaura, furiosa por no haber sido invitada al bautizo, entró en la alcoba de la princesita y pronunció un voto funesto. Dijo con voz ronca:

- Cuando llegues a la edad de casarte, Margalida, te convertirás en almendro.

El hada madrina, la bondadosa Mafalda, se acercó a la cuna en que dormía inocentemente su ahijada la infantita. Y como no podía destruir por completo el maleficio de la despechada Isaura, quiso neutralizarlo con un voto supremo y dijo:

- Sí, te convertirás en árbol al llegar a la edad de casarte, ahijada mía pero recuperarás la forma en cuanto encuentres novio...

Pasaron quince años.

La infantita salió una tarde a cazar mariposas al jardín y... no volvió a palacio.

Se había convertido en almendro.

Sus padres, aunque consternados no se desesperaron. Habíase cumplido el vaticinio de Isaura, el hada mala. También se realizaría el de Mafalda, el hada buena.

Una mañana de primavera pasaba un pastor por debajo de un almendro en flor y oyó decir al árbol:

- Pastorcito, pastorcito... Soy la princesita Margalida... ¿Quieres ser mi esposo?

Alzó el pastorcillo la vista y vio surgir, entre las rosadas flores del almendro, la rubia cabecita de la infantita. Asustado, echó a correr.

A mediodía pasó por el mismo lugar un escudero y oyó que el almendro le decía:

- Escudero, escudero... Soy la princesita Margalida... ¿Quieres ser mi esposo?

Levantó la cabeza el escudero y vio el hermoso rostro y las doradas trenzas de la infantita.

- Sí, quiero, mi princesa; pero antes he de obtener la venia de mis padres.

Por la tarde pasó un caballero bajo el almendro en flor.

El almendro le dijo:

 Caballero, caballero... Soy la princesita Margalida... ¿Quieres ser mi esposo?

Alzó la mirada el caballero y, descubriendo la cabecita de la infantita entre las rosadas flores del árbol, respondió:

- Sí, quiero; pero antes he de verte en forma humana... No permito a nadie que me engañe...

Y se alejó lentamente, volviendo de vez en cuando la cabeza.

Por la noche pasó por debajo del almendro un príncipe azul y oyó decir al árbol:

- Príncipe, príncipe... Soy la princesa Margalida... ¿Quieres ser mi esposo?

Levantó el príncipe los ojos hacia el árbol y no bien hubo descubierto la cabecita angelical de la infantita, cayó de rodillas y exclamó:

- Sí, quiero.

La infantita salió entonces del tronco del árbol, vestida con una túnica blanca cubierta de estrellas y la cabeza coronada de flores de almendro.

Cuando se dirigía a palacio, acompañada de su novio, el príncipe azul, encontró en su camino al pastorcito, al escudero y al caballero.

Los tres volvían a buscarla.

Al pastorcito le dijo, sonriendo:

- Ya es tarde, mi buen pastorcito.

Al escudero, muy seria:

- No has llegado a tiempo; vuélvete.

Y al caballero no le dijo nada, sino que volvió la cabeza al otro lado, como si hubiese visto un basilisco.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.


miércoles, 13 de agosto de 2014

"La flor del cantueso"





Había una vez un viudo que tenía una hija muy hermosa a la que adoraba. La quería tanto que, por evitarle un disgusto, no pensó nunca en volver a casarse para no tener que darle madrastra a su hija.

Muy cerca de la casa del viudo vivía una viuda con dos hijas. La viuda estaba deseando casarse de nuevo y había puesto sus ojos en el viudo, pero éste, fiel a su intención, nunca le dio pie para hablar del asunto. La viuda, que no pensaba en otra cosa, ideó un plan para atraerse a la hija con zalamerías y regalos y lo hizo con tal cuidado y habilidad que la muchacha no pudo por menos de acabar proponiendo a su padre el matrimonio con la vecina, pues ella, que era una buena hija, no deseaba que su padre permaneciera siempre solo por su causa.

De modo que se llevó a cabo la boda entre el viudo y la viuda y se fueron todos a vivir a la casa del primero; la vida transcurrió con gran contento de padres e hijas al principio, pero a los pocos meses, lo que parecía un paraíso se convirtió en un infierno. Las hijastras no sólo se tenían envidia entre sí sino que ambas juntas la tenían aún más de la hija del viudo, que no sólo era la más bonita sino también a la que todo el mundo apreciaba más; y la madrastra, que no podía soportarla, sólo se ocupaba de ella para reprenderla de continuo. Total, que entre todas le hicieron la vida imposible hasta tal punto que la muchacha tomó la determinación de irse a vivir con una tía suya que tenía alguna fama de bruja entre los vecinos del lugar.

Su padre, naturalmente, se llevó un gran disgusto, pero no protestó porque, aunque amara a su hija mucho más que a las otras, para no dar pie a envidias trataba siempre a las tres por igual; sin embargo, cada día iba a la casa de la tía para ver a su hija un rato.

El caso es que un día el viudo tuvo que ir a la feria de un lugar cercano y preguntó a las hijastras qué querían que les trajese y la mayor pidió un mantón bordado y la segunda un vestido de seda; pero cuando fue a la casa donde estaba su hija para preguntarle lo mismo, la hija le contestó que sólo quería un saquito de simiente de cantueso.

-¿Sólo eso? -dijo el padre-. Mira que a la feria acuden comerciantes de todas partes y hay toda clase de cosas donde elegir.

Pero ella insistió:

-No quiero nada más que lo que te he pedido, porque su tía le había dicho que así lo hiciera.

Así que el padre se fue a la feria y a cada una le trajo lo que le había pedido.

La hija sembró en seguida la simiente en un tiesto que cuidó con esmero y, al poco tiempo, tuvo una magnífica planta de cantueso a punto de florecer.

Y todas las noches, a las doce en punto, ponía la maceta en su ventana y cantaba:

Hijo del rey, ven ya
que la flor del cantueso
florida está.

Y al momento acudía un pájaro que se revolcaba en la tierra de la maceta y se convertía en un muchacho muy guapo, entraba en la habitación, se sentaba junto a ella y pasaban la noche hablando hasta el amanecer; y al amanecer, él volvía a convertirse en pájaro y salía volando; pero al irse, siempre dejaba caer una bolsa con dinero. Esto sucedía noche tras noche, de manera que al poco tiempo las dos mujeres habían reunido ya mucho dinero y la tía compraba a la muchacha todas las cosas hermosas que ésta deseaba, con lo que pronto gastó fama de lujo en el lugar.

Naturalmente, poco tardó en llegar la fama a oídos de la madrastra que, envidiosa, se devanaba los sesos tratando de adivinar cómo era posible que dispusieran de tanto dinero para gastar.

Y le dijo a su hija mayor:

-Algo extraño debe de haber en casa de tu hermanastra, porque ella gasta mucho y su tía no tiene bienes para responder de tanto gasto; así que has de ir a visitarla y procura quedarte la noche en su casa para ver qué averiguas.

Así que la hija mayor hizo lo que le dijo su madre y se presentó en casa de su hermanastra; pero de día no vio nada y de noche se quedó dormida, con lo que tampoco se enteró de nada.

Entonces la madrastra mandó a la segunda de sus hijas con el mismo encargo y aquella misma tarde se fue a casa de su hermanastra y le dijo que, como la noche anterior se había quedado su hermana, pues esta noche venía ella a hacerle compañía porque, si no, no se veían nunca. Y la muchacha, que era de excelente carácter, acogió a su hermanastra como a la anterior y le dijo que se quedase con ella.

Conque estuvieron el día juntas y, cuando llegó la noche, se acostaron; esta vez la hija menor, prevenida por su madre, fingió dormirse pero tuvo buen cuidado de no hacerlo. Y la otra, creyéndola dormida, cuando dieron las doce sacó su planta de cantueso a la ventana y cantó:

Hijo del rey, ven ya
que la flor del cantueso
florida está.

Dicho lo cual, llegó el pájaro y, convertido en hombre, se sentó a su lado y estuvieron hablando toda la noche; y al amanecer se fue, dejando la bolsa con el dinero. Todo esto lo vio la hija menor y a la mañana siguiente volvió a su casa y se lo contó a su madre.

-¡Ajá! -dijo la madre-. Ya decía yo que de alguna parte había de salir ese gasto, que no de su tía. Pero pierda cuidado que ya se le va a acabar eso.

Y le encargó a la hija que fuera a ver a su hermanastra a la noche siguiente. Y le entregó unas cuchillas para que las enterrara en la tierra de la maceta del cantueso con el filo hacia arriba; total, que la hija se fue a ver a su hermanastra y le dijo:
Esta mañana he echado de menos un pendiente y vengo a ver si lo he perdido por aquí.

La hermanastra le dijo que ni ella ni su tía lo habían visto, pero que entrase en la casa y mirase por donde quisiera por si lo podía encontrar. Y ella, aprovechando un descuido, metió las cuchillas en la maceta y después, sacando el pendiente que traía guardado en su bolsillo, dijo:

-Aquí está, que ya lo encontré -y se marchó a su casa y le contó a su madre que todo lo había hecho tal y como ella le dijo que hiciera.

Llegó la noche y así que dieron las doce sacó la muchacha su maceta a la ventana y cantó:

Hijo del rey, ven ya
que la flor del cantueso
florida está.

Apareció el pájaro y empezó a revolcarse como de costumbre en la tierra de la maceta; mas, apenas empezó a hacerlo, se llenó de heridas y ella oyó su voz que decía:

-¡Ay, infame, que me has herido! -y echó a volar.

La muchacha, aturdida, comenzó a llorar con tal desconsuelo que la planta se secó y perdió todas sus hojas y entonces vio las cuchillas que había puesto su hermanastra y, como estaban llenas de sangre, comprendió por qué el pájaro huyó diciendo aquello.

Al oír el llanto acudió su tía y, al saber por la muchacha lo que había sucedido, le dijo:

-No llores más. Vístete de médico, toma este frasco y ve a tal sitio, donde hay un palacio. Allí has de pedir que te dejen ver al príncipe, que está enfermo, y, apenas estés junto él, le untas las heridas con una pluma mojada en el bálsamo que llevas en el frasco.

Y cuando haya sanado, te retiras sin descubrirte y sin aceptar ningún pago.

Así lo hizo la muchacha. Se vistió de médico con unas ropas que le dio su tía y echó camino adelante y hubo de caminar durante días hasta dar con el palacio y pidió ver al rey para decirle que, habiendo sabido que el príncipe estaba muy enfermo, quería ver si
podía curarlo con un bálsamo que traía consigo.

Conque la llevaron a presencia del príncipe, al que reconoció en seguida, que tenía el cuerpo todo lleno de cortaduras; y le lavó las heridas y luego se las untó con una pluma mojada en el bálsamo.
Así lo hizo el primer día y el segundo y al tercero el príncipe mejoró tanto que ya se puso en pie y dijo que se encontraba sano. Entonces el médico dijo que ya debía irse, puesto que el príncipe estaba curado, pero los reyes trataron de retenerlo y, al ver que no era posible, le ofrecieron muchos regalos, que también el médico rehusó. Y sólo le dijo al príncipe, antes de marcharse:

-¡Acuérdate de quién te curó!

Así que la muchacha se fue a su casa y se quitó las ropas de médico que le había dado su tía y cuando se fue a ver la maceta descubrió que el cantueso había vuelto a florecer y estaba muy hermoso. Y esa misma noche, al dar las doce, llevó la maceta a la ventana y cantó:

Hijo del rey, ven ya
que la flor del cantueso
florida está.

Y apareció el príncipe, con una espada en la mano, entró en la habitación y le dijo a la muchacha:

-¡Infame! Prepárate a morir.

Entonces la, muchacha le dijo:

-¡Acuérdate de quién te curó!

Al oír esto, el príncipe reconoció quién era su médico, tiró la espada a un lado y abrazó a la muchacha.

Luego el príncipe quiso saber quién había puesto en la tierra las cuchillas que le habían herido y la muchacha le contó lo que había sucedido. Entonces el príncipe le dijo que, al curarle, le había librado del encantamiento que le convertía en pájaro y le propuso casarse con ella y se la llevó a su palacio, donde fueron felices. Y en cuanto a la madrastra y sus hijas, no sólo se morían de envidia sino que aún se odiaron más entre ellas, con lo que su casa acabó siendo un infierno.




martes, 12 de agosto de 2014

"La cazadora de mariposas"




Hace muchísimos años, vivía en los alrededores de Buenos Aires, una familia acaudalada poseedora, entre otras fincas hermosas: de un jardín que parecía de ensueño.
 En él había macizos de cándidas violetas, escondidas entre sus redondas hojas; olorosos jazmines blancos; rojos claveles, como gotas de sangre; altaneras rosas de diversos colores, pálidas orquídeas de imponderable valía; grandes crisantemos y moradas dalias que recordaban a países remotos y pintorescos.
 Es natural que, al abrirse tantas flores de múltiples coloridos y perfumes, existiera también la corte de insectos que siempre las atacan, para alimentarse con sus néctares o simplemente para revolotear entre sus pétalos.
 De día, el jardín era visitado por miles de bichitos de variadas especies, entre los que sobresalían las mariposas de maravillosas alas azules, blancas y doradas.
 Pero estos hermosos lepidópteros tenían un gran enemigo que los perseguía sin tregua y con verdadera saña y sin ninguna finalidad práctica.
 Este enemigo era la hija del dueño de la casa, llamada Azucena, como cierta flor, pero menos pura que ésta, ya que no se conmovía ante la belleza y la fragilidad de las pobrecitas mariposas, y con su red, en forma de manga, las cazaba para después pincharlas sin piedad con alfileres y colocarlas en sendos tableros, donde las coleccionaba, por el sólo placer de mostrar a sus amistades el curioso y cruel museo.
 Cierta noche, después de una fructífera caza, Azucena soñó con el Hada del Jardín. Esta era una mujer blanca, como los pétalos de las calas, de cabello dorado como la espuela del caballero y de ojos celestes como las pequeñas hojas de las dalias. Vestía un manto soberbio de piel de chinchilla, adornado con flores de lis hechas de láminas de oro, y su mano derecha sostenía una vara de nardo en flor, que derramaba sobre el jardín una pálida luz como la reflejada por la luna.
 Su corte era numerosa, y tras el hada, en disciplinadas filas, llegaban toda clase de insectos, abejas, escarabajos, grillos, mariposas, avispas, cigarras, hormigas y miles de otras especies, que en perfecto orden, caminaban a paso de marcha, portadoras de armas de los más variados tipos.
 El hada se acercó a la cama de la cruel niña y luego de tocarla con la olorosa vara de nardo, le dijo con su voz suave como la brisa del jardín:
 - ¡Azucena! ¡Tú eres una niña educada y de buen corazón! ¡Tus crueldades para con algunos hermosos habitantes de mis canteros, son producto de tu inconsciencia! ¡Todos los animalitos de mis dominios son buenos e inofensivos y llegan hasta mis flores para alimentarse y embellecer mi reino! ¡No les hagas daño! ¡Tú eres una enemiga despiadada de mis mariposas! ¡Las persigues y las matas entre los más atroces suplicios! ¿Qué te han hecho ellas? ¡Nada! ¡Su único pecado consiste en ser bellas y tener alas de divinos colores! ¡Piensa que son hijas de Dios, como tú y como todo lo creado, y desde mañana debes dejar de perseguirlas y ser amiga de todo lo que existe en mi hermoso jardín!
 - Hada divina -respondió la niña.- ¡Tus mariposas son tan bellas que yo deseo coleccionarlas para enseñárselas a mis amigas!
 - ¡Tú eres también bella! -le respondió el hada,- pero no te gustaría que, por serlo, alguien te hiciera sufrir y te matara pinchándote en la pared.
 - ¡Oh, no! -contestó la niña asustada.
 - ¡Pues bien! ¡Lo que no quieres para ti, no lo hagas a los demás y seguirás tu vida feliz y contenta, querida por todos y bendecida por los inofensivos animalitos de mis dominios!
 La pequeña Azucena prometió enmendarse, jurando no perseguir más a las multicolores mariposas, pero a la mañana siguiente, en presencia del follaje que le brindaba mil placeres, olvidó las palabras del hada y prosiguió su incansable persecución de tan encantadores lepidópteros.
 La noche siguiente soñó algo que la llenó de miedo.
 Estaba en presencia de un tribunal de insectos, en medio de un macizo de violetas, presidido por el hada que dominaba el cuadro, sentada sobre un sillón de oro, adornado con varas de nardo y tapizado con pétalos de rosa.
 El acusador era el grillo, que agitaba sus élitros como un loco, señalando al aterrorizado reo.
 - Esta mala niña -decía el grillito,- no ha hecho caso de los ruegos de nuestra hada. Desde hace mucho tiempo persigue a nuestras amigas las mariposas, que embellecen el jardín con sus maravillosas alas multicolores. Sin piedad, llevando en sus crueles manos una gran red para cazarlas, las mata entre los más atroces suplicios que, si se cometieran entre los humanos, levantarían un clamor por el crimen y la alevosía. El reo tiene en su contra el haber sido perjuro.
 Un griterío ensordecedor apagó la vibrante voz del grillo.
 Éste continuó:
 - ¡El reo, he dicho, es perjuro, ya que ha cometido la enorme falta de engañar a nuestra reina, la hermosa y buena Hada del Jardín!
 - ¡La muerte! ¡La muerte! -aullaban los insectos.
 El hada levantó su vara de nardo e impuso silencio.
 - ¡Debe pagar sus culpas, con la peor de las penas -terminó el acalorado acusador,- y por lo tanto, solicito del tribunal que me escucha, la de muerte, para la niña mala y cruel!
 Las últimas palabras del grillo, produjeron un verdadero alboroto y todos los animalitos gritaban en sus variadas voces, solicitando un ejemplar castigo, ante el terror de Azucena que contemplaba todo aquello, atada a un árbol y vigilada por cien abejas de puntiagudos aguijones.
 Una vez hecha la calma, se levantó el defensor, un escarabajo cachaciento y grave que comenzó diciendo:
 - Respetable tribunal. ¡Francamente no sé qué palabras emplear para defender a tan temible monstruo que asola nuestro querido país! ¡Su majestad, nuestra hada, me ha designado para que defienda a esta niña mala y no encuentro base sólida para iniciar mi defensa! ¡Sólo sé decirles, que esta criatura, como ser humano de pocos años, quizá no tenga aún el cerebro maduro para reflexionar en los graves daños que comete y persiga a nuestras mariposas con la inconsciencia de su corta edad! ¡Pero… creo que no es ella la única que ha faltado a sus deberes de la más simple humanidad, sino sus mayores, que han descuidado conducirla por el buen camino y hacerle ver con suaves palabras que martirizar a los débiles es un pecado que ni el mismo Creador perdona! ¡Por lo tanto, solicito seáis clementes con ella!
 Acallados los silbidos y los aplausos motivados por la feliz peroración del escarabajo, mucho más elocuente que la de algunos mortales que llegan a altas posiciones, se reunió el tribunal para deliberar sobre el castigo que merecía tan despiadada muchacha.
 Breves momentos después, el ujier, que para este caso era un alargado alguacil, leyó gravemente la sentencia…
 “¡La niña Azucena, será condenada a sufrir los mismos martirios que ella ha impuesto a las indefensas mariposas!”
 Una salva de atronadores aplausos siguió a la lectura y los insectos todos, ante la orden del hada, se encaminaron a sus respectivas tareas, ya que las primeras claridades del día anunciaban bien pronto la llegada del sol.
 Azucena, aquella mañana se levantó del lecho algo preocupada con el sueño, pero ante la presencia de los padres y con la confianza que inspira la luz, olvidó la pena impuesta por los insectos y reinició la cruel cacería con la temible red, que no paraba hasta atrapar los hermosos lepidópteros.
 Pero la fría cazadora no contaba con la ejecución de la sentencia del tribunal nocturno.
 No bien comenzó su inconsciente persecución, fue atacada por un verdadero ejército de miles de abejas y de avispas, que bien pronto convirtieron la cara de la muchacha en algo imposible de reconocer por el color y la hinchazón.
 En vano la infeliz gritaba pidiendo socorro y tratando de defenderse de tan brutal ataque. Las abejas y avispas, poseídas de un ciego furor, continuaron su obra hasta que la niña, casi desvanecida, fue sacada de tan difícil situación por los padres, que inmediatamente la condujeron a su habitación para hacerle la primera cura de urgencia.
 Azucenita, tardó varios días en mejorarse de tan terribles picaduras y cuando volvió a su jardín recordó la dura lección de los insectos y nunca mas volvió a cazar mariposas ni cometer actos de crueldad con los indefensos animalitos de los dominios de la hermosa hada, que tan bien la había aconsejado.





lunes, 11 de agosto de 2014

"Juan bobo"


Había un muchacho al que llamaban Juan Bobo. Como no le gustaba que le llamaran Juan Bobo, un día mató un buey para invitar a todos a una comida y de resultas de eso le llamaron Juan Bobazo.

Cogió Juan Bobo la piel y se fue a venderla a Madrid. Cuando llegó hacía tanto calor que se echó al pie de un árbol y se tapó con la piel. Y sucedió que vino un cuervo a picarle la piel mientras echaba la siesta y Juan Bobo lo atrapó y se lo guardó. Luego fue y vendió la piel por siete duros.

Después de todo esto, llegó a la fonda y encargó comida para dos. Entonces Juan Bobo fue y puso tres duros disimulaos junto a la puerta principal, y lo mismo hizo en la escalera con otros dos duros, y lo mismo otra vez al final de la escalera. Hecho esto, se sentó a una mesa y esperó a que le sirvieran; pero no le atendían porque creían que esperaba a su compañero.

Al fin se cansó de esperar y dijo:

-¿Es que no me van a poner la comida?

Y le respondieron que estaban esperando a que llegara su compañero para servirle.

Y dijo él:

-Mi compañero es este cuervo.

Los posaderos, intrigados, le preguntaron:

-¿Y qué oficio tiene el animal?

-Es adivinador -dijo Juan Bobo- y adivina todo lo que ustedes quieran saber.

Entonces le pidieron que adivinase algo y Juan Bobo le pasó la mano al cuervo desde la cabeza a la cola y el cuervo dijo: «¡Graó!».

-¿Qué es lo que ha dicho? -dijo la posadera.

-Ha dicho -contestó Juan Bobo- que en la puerta principal hay tres duros.

La posadera fue y rebuscó por la puerta hasta que encontró los tres duros y, maravillada, volvió y le dijo a Juan Bobo:

-Véndame usted el cuervo.

Pero Juan Bobo, sin contestar, volvió a pasar la mano por encima del cuervo y éste dijo: «¡Graó!».

-¿Y ahora? -preguntó la posadera-. ¿Qué es lo que ha dicho ahora?

-Ha dicho -contestó Juan Bobo- que en el descansillo de la escalera hay dos duros.

Allá se fue la posadera y los encontró en seguida.

Y volvió de inmediato, aún más maravillada y le dijo que tenía que venderle el cuervo. Pero Juan Bobo, sin decir nada, volvió a pasar la mano por el animal y éste volvió a decir: «¡Graó!».

La posadera quiso saber qué había dicho esta vez y Juan Bobo le contestó que eso quería decir que al final de la escalera había dos duros más. Y como fuera y los encontrara, la posadera le dijo:

-Pues me tiene usted que vender ese cuervo, que yo le daré por él lo que usted quiera.

Juan Bobo le dijo que se lo vendía por cinco mil pesetas; y dicho y hecho: se las metió en la bolsa, dejó allí al cuervo y se volvió para su pueblo.

Cuando llegó al pueblo mandó avisar a todo el mundo y cuando estuvieron presentes, llamó a su mujer y le dijo que extendiera su delantal y en él echó las cinco mil pesetas diciendo que eso había sacado de vender la piel del buey en Madrid.

Todos los vecinos, al ver esto, mataron sus bueyes, les sacaron las pieles y se fueron a Madrid a venderlas y resultó que, tras haberlas vendido, apenas si les dio para pagarse el viaje. Y todos volvieron muy enfadados al pueblo diciendo que iban a matar a Juan Bobo. No le mataron, pero se metieron en su casa y se la cagaron toda de arriba abajo.

Al día siguiente, Juan Bobo fue y reunió toda la mierda en un saco y se fue a Madrid para venderla.

Llegó y dejó el saco en el patio de un establecimiento mientras se iba a cumplir otra diligencia y, mientras tanto, entró una piara de cerdos en el patio y se comieron toda la mierda. Cuando Juan Bobo volvió, les dijo a los amos que sus cerdos se le habían comido todo lo del saco y que aquello valía mucho, y ya estaban por pasar a mayores cuando, por una mediación, se avino a aceptar cinco mil pesetas por la pérdida del saco y se volvió al pueblo.

Cuando llegó al pueblo mandó tocar las campanas para que viniera todo el mundo y así que estuvieron todos presentes, volvió a llamar a su mujer y volvió a echar en su delantal las cinco mil pesetas diciendo que aquello había sacado del saco de mierda en Madrid.

Todos los vecinos, al ver esto, reunieron toda la mierda que pudieron encontrar, la cargaron en sacos y se fueron a Madrid a venderla. E iban por las calles pregonando que quién quería comprar mierda hasta que unos guardias los detuvieron y les dieron una buena paliza. Y todos volvieron al pueblo jurando vengarse de Juan Bobo.

Juan Bobo se escondió para que no le hallaran y entonces los vecinos decidieron quemarle la casa. Entonces Juan Bobo recogió las cenizas y anunció que se iba a venderlas a Madrid. Nada más llegar, fue a un joyero a comprarle unas alhajas y las puso en la boca del saco mezcladas con la ceniza y se sentó en un banco; en esto pasó un señor y le dijo:

-¿Qué es lo que lleva usted ahí en ese saco?

Y Juan Bobo le dijo que llevaba muchas alhajas metidas entre la ceniza para que no se le echaran a perder.

Y el señor le compró el saco por cinco mil pesetas.

Total, que volvió al pueblo, reunió a todos y echó otras cinco mil pesetas en el delantal de su mujer diciendo que eso le habían dado en Madrid por las cenizas.

Entonces los vecinos fueron, quemaron sus casas y se marcharon a Madrid para vender las cenizas; y como no vendieron nada, se volvieron todos diciéndose que esta vez matarían a Juan Bobo.

Le cogieron y le metieron en un saco con la intención de tirarle al río. Y como tenían otras cosas que hacer, ataron el saco a un árbol cerca de la orilla con la idea de volver a tirarle al río apenas terminasen sus tareas. Y allí donde quedó atado y dentro del saco, Juan Bobo empezó a gritar:

-¡Que no me caso con ella! ¡Aunque sea rica y princesa yo no me caso con ella!

Acertó a pasar por allí un pastor con su rebaño y al oír las voces de Juan Bobo le dijo que él sí que se casaría con una princesa guapa y rica y entonces Juan Bobo le dijo que allí estaba esperando a que lo llevasen con la princesa y le propuso que se cambiara por él. Así que el pastor desató a Juan Bobo y se metió él en el saco y Juan Bobo se marchó con las ovejas.

Volvieron los vecinos y echaron el saco al río. A la vuelta, se encontraron con Juan Bobo que venía con las ovejas y le dijeron:

-¡Pero, bueno! ¿A ti no te hemos echado al río? ¿De dónde vienes, entonces, con las ovejas?

Y les respondió Juan Bobo:

-Es que el río está lleno de ellas. Y si más hondo me llegáis a echar, más ovejas hubiera encontrado.

Los vecinos que lo oyeron volvieron al río y empezaron a tirarse al agua, y cada vez que uno gorgoteaba al ahogarse los demás le decían a Juan Bobo:

-¿Qué dice? ¿Qué dice?

Y Juan Bobo les contestaba:

-Que os tiréis, que hay muchas más ovejas.

Y todos se tiraron al río y murieron ahogados.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.