martes, 28 de enero de 2014

EL CONJURO



El pensador oyó sonar pausadamente, cayendo del alto reloj inglés que coronaban estatuitas de bronce, las doce de la noche del último día del año. Después de cada campanada, la caja sonora y seca del reloj quedaba vibrando como si se estremeciese de terror misterioso.

Se levantó el pensador de su antiguo sillón de cuero, bruñido por el roce de sus espaldas y brazos durante luengas jornadas estudiosas y solitarias, y, como quien adopta definitiva resolución, se acercó a la chimenea encendida. O entonces o nunca era la ocasión favorable para el conjuro.

Descolgó de una panoplia una espada que conservaba en la ranura el óxido producido por la sangre bebida antaño en riñas y batallas, y con ella describió, frente a la chimenea y alejándose de ella lo suficiente, un pantaclo, en el cual quedó incluso. Chispezuelas de fuego brotaban de la punta de la tizona, y la superficie del piso apareció como carbonizada allí donde se inscribió el cerco mágico, alrededor del osado que se atrevía a practicar el rito de brujería, ya olvidado casi. Mientras trazaba el círculo, murmuraba las palabras cabalísticas.

Una figura alta y sombría pareció surgir de la chimenea, y fue adelantándose hacia el invocador, sin ruido de pasos, con el avance mudo de las sombras.

La capa vasta, flotante, color de humo, en que se rebozaba la figura; el sombrero oscuro, inmenso, cuya ala descendía hasta el embozo, no permitían ver el rostro del aparecido. Y el pensador no podía acercarse a él. Un encanto le sujetaba dentro del círculo; sólo se libertaría si recitase el conjuro al revés y marcase el pantaclo en sentido también inverso. Pero le faltaba valor: sentía cuajarse sus venas ante el figurón silencioso, que acaso no tenía cuerpo; que tal vez era una ilusión perversa de los sentidos, una niebla psíquica.

-¿Satanás, Luzbel, Astarot, Belial, Belfegor, Belcebú? -articuló ansiosamente, interrogando-. ¿Cuál de los nobles príncipes del Abismo me honra acudiendo a mi invocación?

El espectro se desembozó suavemente. No tenía cara. En vez de semblante vio el pensador una especie de mancha cambiante, informe. La voz salía del hueco del pecho, como de una devastada caverna.

-No soy de los duques y archiduques del Abismo. Si tuviese sobrenombre, me llamaría el Caballero de la Nada, porque no existo. Me habéis inventado vosotros.

El pensador adivinó quién era el fantasma sin rostro, invención del hombre. No en balde había gustado el amargo licor de la sabiduría, lentamente y a sorbos profundos, en la quietud de su biblioteca, decantando la ciencia antigua al través del filtro nuevo. El Caballero de la Nada, el que sólo existe en nuestra mente, que cree abarcar su ser y no estrecha, sino el vacío..., es el Tiempo, ¡el Tiempo soberano!

-Ya que has venido, te pediré a ti lo que iba a pedir a los príncipes negros. ¡Detente, Tiempo, detente para mí! La sucesión de instantes que eslabona tu cadena, roza y gasta el tejido de nuestra pobre vida... Durante toda ella, ¡oh, Tiempo informe!, te he sentido que me roías y me pulverizabas el existir. Fuiste mi carcoma, fuiste mi pesadilla. A cada latido del corazón, en vez de decir «uno más», dije «uno menos». Ahora mismo acabas de robarme un año... ¡Me lo ha anunciado la lengua de bronce de ese reloj!

-En suma: ¿quieres librarte de mí?, exclamó el espectro.

-De tu poder infinito... Nada te resiste: eres el vencedor. Debelas la fortaleza, arrasas la ciudad, secas los mares. El amor tiránico se humilla ante ti. Jamás ha sabido resistirte. ¡Si serás poderoso!

-¡Poderoso! ¡Si no existo! Cuando piensas en mí, ya no soy. Y como ni soy ni he sido, no tengo ni panteón ni sepultura. Nadie dirá en qué pirámide anegada por la arena del desierto yacen los siglos que pasaron para no volver... En fin, ¿qué me pides? Tu conjuro me obliga; has pronunciado las terribles fórmulas de Suleimán, hijo de David.

-No te pido la juventud, como Fausto cuando chocheaba... Sólo te ruego que te detengas para mí. Que yo no sienta tu acicate mortal.

-¿Eso quieres? Concedido, respondió el fantasma. Y con lentitud majestuosa fue disipándose la humareda gris, color de murciélago, en que consistía. En su lugar se cuajó y solidificó un bulto colosal de bronce dorado; una mujer hermosísima y refulgente, tan grande, que daba en el techo y llenaba la estancia. La enorme figura estrechó entre sus brazos fríos, brillantes y pulimentados, el cuerpo tembloroso del pensador.

-Conmigo no sentirás el Tiempo. Soy la Eternidad. Ya eres mío, dijo en voz amplia como el clangor resonante de las trompetas heroicas.

Y después del amanecer, cuando el servidor entró a abrir las ventanas del estudio, vio la chimenea apagada y a su amo muerto, tendido sobre el piso, donde un círculo negro señalaba la infernal quemadura.




sábado, 11 de enero de 2014

El balcón de la princesa


Ésta era una de las princesas más liliales y exquisitas que la imaginación puede concebir, no acertando la pluma ni el pincel a trasladar su imagen, de puro idealmente bonita que la había hecho Dios. Figuraos una carne virgen y nacarada, como formada de hojas de rosa té y reflejos de perla oriental; una cascada de cabello fluido, solar, esparcida por la espalda y juguetona en dorados copos ligeros hasta el borde de la túnica; unas formas gráciles y castas, largas y elegantes, nobles como la sangre azul que le corría por las venas y se transparentaba dulcemente al través de la piel de raso; unos ojos inocentes, santos, inmensos, en que copiaba su azul el infinito: una boca risueña, fragante; unos dientes cristalinos; unas manos largas, blancas como hostias; y aun sumando tantas perfecciones, os quedaréis muy lejos del conjunto que se admiraba en la princesa Querubina.

¿Se admiraba he dicho? Temo que sea inexacta la frase, porque, sujetándonos a la estricta verdad, la princesa Querubina no podía ser admirada, en atención a que casi nadie la había visto, llegando al extremo algunos de sus vasallos de poner en duda su existencia. Fue el caso que el rey, sintiendo una especie de culto de adoración por una hija que no se le parecía en nada (el monarca era fornido, batallador, rudo y terrible), dio en la peregrina manía de pensar que, siendo el mundo y la humanidad un hervidero de maldades, brutalidades y crímenes, un ser tan delicado y celeste como Querubina debía mantenerse siempre lejos y por cima de las miserias del existir. No quería el rey meter a Querubina en un convento, porque, además de convenirle recrearse con su vista y conversación, la idea de que la princesa mortificase con penitencias y abstinencias su cuerpo y de que lo ofendiese con grosero sayal, le era al padre profundamente repulsiva. Y para aislar y reservar a Querubina sin privarla de los regalos y refinamientos que siempre la había prodigado, la trasladó, niña aún, de sus habitaciones a una alta torre construida expresamente y comunicada con el palacio por misteriosa, afiligranada galería.

Es costumbre de los reyes que figuran en los cuentos esto de encerrar a las princesas en torres, y los viejos romances narran casos lastimosos, como el de Delgadina, muerta de sed; pero este rey de mi historia, en vez de emparedar a su hija con objeto de maltratarla, se proponía lo que se propone el devoto al cerrar con llave el sagrario: dar digno asilo al Dios que adora y resguardarlo de la multitud profana o sacrílega.

La torre de Querubina fue, pues, fabricada con los mármoles y jaspes más ricos y las maderas más odoríferas e incorruptibles, donde el gusano no hinca el diente. En su decoración interior se agotó la fantasía y la habilidad de los mejores artistas, siendo cada estancia y camarín un asombro de hermosura, lujo y gusto. Desde el cuarto de baño, todo revestido de cristal hilado de Venecia, que imitaba cascadas irisadas y diamantinas cayendo en la pila, enorme concha también de cristal, con orla sinuosa de corales y madreperlas, hasta el camarín donde la princesa pasaba las tardes, y que revestían franjas de oro cincelado y esmaltado, sujetando paneles de miniaturas deliciosas en marfil, todo era un sueño realizado, pero un sueño de refinamiento y poesía tal, que la reina de las hadas no pediría a los silfos que le construyesen otra residencia sino la de Querubina.

Estaba mejor que quería la princesa. Esclavas hábiles en tañer, cantar y bailar, la daban conciertos y armaban zambras para divertirla; esclavas cocineras la discurrían golosinas y piperetes y refrescos para los días calurosos; esclavas modistas y bordadoras la sorprendían diariamente con atavíos elegantes y extraños; su ropa blanca parecía hecha de pétalos de azucena; sus joyas y collares eran rayos de soles y lágrimas de la aurora. Y, sin embargo, la princesa, desdeñando con hastío profundo y creciente todo el aparato y la complicación de los goces sin cesar inventados para ella, sólo experimentaba verdadero placer cuando se asomaba al balcón volado de su camarín.

Ciertamente, el balcón era la perfección de los balcones, cuajado de columnitas de alabastro, tan finas que alarmaba su fragilidad; y corría por sus arcos y capiteles ornamentación de griega pureza, copiada por un gran escultor de los frisos helénicos.

El antepecho estaba almohadillado y rehenchido para que la princesa no sintiese, al apoyarse, el frío mármol. Una enredadera de hojas de terciopelo y flores rosa, que despedían olor a almendra, se enroscaba a las columnas con estudiada coquetería.

Arrastraban hasta el balcón el taburete de Querubina, y allí se estaba la princesa las horas muertas, sin cansarse nunca, fijos los ojos en lo que desde el balcón podía dominarse. En primer término, los solitarios jardines de palacio, con su arbolado denso, sus blancas estatuas, sus estanques espejeantes, y más allá, detrás de la fuerte verja que defendía los jardines, un suburbio de la gran ciudad, un barrio pobre, de casuchas bajas, de huertos cercados por palitroques y murallejas ruines... La atención de la princesa no se fijaba en el parque regio; en cambio, no se apartaba su vista afanosa del barrio pobre. Lo verdaderamente nuevo y desconocido para ella, allí se encontraba. A tal distancia, los detalles repugnantes desaparecían, y sólo se apreciaba lo pintoresco, lo vario, lo picante de tal vivir. Por la carretera que cortaba el barrio pasaban carros cargados, borriquillos abrumados bajo tiestos de flores o serones de hortaliza, coches de línea, enormes galerones, tal vez un jinete entre nubes de polvo. Las mujeres trajinaban, disputaban, se agarraban, daban de mamar a sus críos en plena calle; detrás de los tapiales, por los mezquinos huertos de coles y habas, a la sombra de un retuerto manzano, los enamorados se pasaban la tarde mano a mano y juntos. Y Querubina, meditabunda, triste, sublevada, murmuraba:

«Son libres. ¡Qué existencia tan dichosa!».

La forja de un herrero, especie de cíclope que trabajaba sin cesar, era el punto más cercano en que podía fijarse la princesa. No oía el ruido del martillo sobre el yunque, pero divisaba la aureola de chispas que levantaba y que le rodeaban de una lluvia luminosa. El ansia de entrar en aquella forja llegó a ser en Querubina una obsesión. El trabajo del cíclope la parecía algo sobrenatural. En su ignorancia de las realidades, desconocía la vulgar tarea del herrero. ¿Qué labraba, para alzar así centellas de oro? ¿Por qué no le era permitido bajar y recorrer el barrio humilde, recorrer el ancho mundo?

Un día rogó a su padre que la consintiesen salir de la torre. La cólera del rey la hizo callar y prometer obediencia... Pero así que la noche descendió, muda y protectora, Querubina ató unas a otras sus fajas de seda turca, fuertes y flexibles, y amarró el cabo al balaustre de su mágico y perfumado balcón. Sin miedo alguno, cabalgó, se agarró y se dejó deslizar lentamente, girando un poco, con instinto seguro. Llegó al suelo, soltó el cabo, saltó y echó a andar hacia la verja, en dirección al lugar que ocupaba la casuca del herrero. Su corazón palpitaba de alegría. La verja era un obstáculo; Querubina lo había previsto; llevaba sus limas de tocador, de oro y acero; limó pacientemente, con energía; al fin vio rota la barra, y su cuerpo fino pudo deslizarse afuera. ¡Qué gozo!

Pisando barro y detritus, llegó a la fragua... Amanecía. El robusto herrero se había puesto a su diaria tarea. Al ver a la gentil damisela que le miraba con ardiente interés -que miraba su labor, su faena extraña-, el jayán sonrió, avanzó, tendió los brazos negros de escoria y apretó contra su pecho de oso a Querubina.

Y el rey, loco de rabia, buscó a la princesa inútilmente. Porque la creyó raptada de algún príncipe gallardo y atrevido, y declaró a varios la guerra, sin sospechar que, a dos pasos de palacio, andrajosa, ahumada, maltratada, sujeta por el miedo y la vergüenza de su degradación, Querubina ponía a la lumbre la escudilla del bárbaro marido... Tal fue la libertad de la princesa.






jueves, 2 de enero de 2014

"El amor asesinado"




Nunca podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarle punto de reposo.

Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo que sujeta al alma a los lugares donde por primera vez se nos aparece el Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió a la zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante se deslizó en el saquillo de mano, y por último en los bolsillos de la viajera. En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita maliciosa y le decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo de ti. Vamos juntos.»

Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana, un anochecer que se asomó agobiada de tedio a mirar el campo y a gozar la apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en la estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con agudos pinchos, y se encarceló voluntariamente, sólo consiguió Eva que el amor entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del tejado o por el agujero de la llave.

Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, creyéndose a salvo de atrevimientos y demasías; mas no contaba con lo ducho que es en tretas y picardihuelas el Amor. El muy maldito se disolvió en los átomos del aire, y envuelto en ellos se le metió en boca y pulmones, de modo que Eva se pasó el día respirándole, exaltada, loca, con una fiebre muy semejante a la que causa la atmósfera sobresaturada de oxígeno.

Ya fuera de tino, desesperando de poder tener a raya al malvado Amor, Eva comenzó a pensar en la manera de librarse de él definitivamente, a toda costa, sin reparar en medios ni detenerse en escrúpulos. Entre el Amor y Eva, la lucha era a muerte, y no importaba el cómo se vencía, sino sólo obtener la victoria.

Eva se conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino porque poseía instinto sagaz y certero; y conociéndose, sabía que era capaz de engatusar con maulas y zalamerías al mismo diablo, que no al Amor, de suyo inflamable y fácil de seducir. Propúsose, pues, chasquear al Amor, y desembarazarse de él sobre seguro y traicioneramente, asesinándole.

Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de flores y de miel dulcísima, atrajo al Amor haciéndole graciosos guiños y dirigiéndole sonrisas de embriagadora ternura y palabras entre graves y mimosas, en voz velada por la emoción, de notas más melodiosas que las del agua cuando se destrenza sobre guijas o cae suspirando en morisca fuente.

El Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y confiado como niño, impetuoso y engreído como mancebo, plácido y sereno como varón vigoroso.

Eva le acogió en su regazo; acaricióle con felina blandura; sirvióle golosinas; le arrulló para que se adormeciese tranquilo, y así que le vio calmarse recostando en su pecho la cabeza, se preparó a estrangularle, apretándole la garganta con rabia y brío.

Un sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo, breves instantes. ¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso el condenado Amor aquel! Sobre sus mejillas de nácar, palidecidas por la felicidad, caía una lluvia de rizos de oro, finos como las mismas hebras de la luz; y de su boca purpúrea, risueña aún, de entre la doble sarta de piñones mondados de sus dientes, salía un soplo aromático, igual y puro. Sus azules pupilas, entreabiertas, húmedas, conservaban la languidez dichosa de los últimos instantes; y plegadas sobre su cuerpo de helénicas proporciones, sus alas color de rosa parecían pétalos arrancados. Eva notó ganas de llorar...

No había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir digna, respetada, libre..., no cerrando los ojos por no ver al muchacho, apretó las manos enérgicamente, largo, largo tiempo, horrorizada del estertor que oía, del quejido sordo y lúgubre exhalado por el Amor agonizante.

Al fin, Eva soltó a la víctima y la contempló... El Amor ni respiraba ni se rebullía; estaba muerto, tan muerto como mi abuela.

Al punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal percibió un dolor terrible, extraño, inexplicable, algo como una ola de sangre que ascendía a su cerebro, y como un aro de hierro que oprimía gradualmente su pecho, asfixiándola. Comprendió lo que sucedía...

El Amor a quien creía tener en brazos, estaba más adentro, en su mismo corazón, y Eva, al asesinarle, se había suicidado.

EMILIA PARDO BAZÁN