viernes, 20 de noviembre de 2015

Casa en el árbol




Era Noche de Brujas y los chicos se contaban historias de terror.
    Estaban los cuatro en la casa del árbol que solían utilizar como punto de encuentro. Eran las doce y media de la noche y los haces de las linternas formaban sombras movedizas en los rincones. Los rostros de los chicos, todos ellos pálidos y tensos, flotaban como globos en la oscuridad. Era el turno de Ramiro de contar su historia, y comenzó así:
    -No voy a hablar de vampiros, tampoco de hombres lobos ni cementerios abandonados, sino de algo que ocurrió de verdad. Aquí, en esta cuadra. Para ser más precisos, en este mismo árbol.
    -Somos todos oídos- dijo Federico, algo burlón.
    -Un vecino se colgó de una de las ramas- dijo Ramiro, señalando hacia fuera-. Fue hace mucho. El viejo Jeremía, que vive a la vuelta de mi casa, me contó la historia. Dijo que el tipo se llamaba Martínez, y estaba totalmente loco. Todo el mundo le tenía miedo. Por las noches gritaba y se escuchaban extrañas voces en su casa, aunque el tipo vivía solo. Y los perros. Siempre aparecía un perro muerto en su vereda. Algunos decían que él los envenenaba. Otros, que los utilizaba como sacrificio para el Demonio. Decían que susurraba cosas terribles, y que en una ocasión atacó con un cuchillo a un repartidor de pizzas que pasaba por el lugar. Lo metieron en el loquero, pero al año salió. Y un mes después lo encontraron colgado de las ramas de este mismo árbol.
    -¿Eso es todo?- dijo Agustina, algo decepcionada con la historia.
    El otro chico negó con la cabeza, apesadumbrado.
    -Hace unos meses, yo andaba en bici por aquí, cuando alcé la mirada y lo vi. Vi a Martínez. Estaba colgado de una rama. Al principio pensé que se trataba de un muñeco que alguien había puesto allí como broma. Pero no era un muñeco, era una aparición. Sus pies aún pataleaban y emitía unos horribles sonidos de ahogamiento. Y luego quedó quieto. Era la hora de la siesta, recuerdo, y no andaba nadie en la calle. Yo corrí y me metí en mi habitación, y no volví a salir el resto de la tarde. Dos días después volví a verlo. Era de noche, y estaba a punto de dormirme cuando escuché un ruido afuera. Me asomé a la ventana: su cabeza, colgada de una soga, se balanceaba mecida por el viento. Y sus ojos… sus ojos estaban fijos en mí. Brillaban en la oscuridad. Cerré la ventana y recé hasta quedar dormido. Al día siguiente, Coli, mi perro, amaneció muerto.
    -Oh, por Dios- dijo Agustina, llevándose una mano a la boca.
    -Creo que será mejor que pares, ¿vale?- tartamudeó Federico, mirando de reojo a su amigos-. Estás asustando a Agus...
    -Mi perro estaba muerto en el jardín- alzó la voz Ramiro, sin poder contenerse-. Duro como una piedra. Lo enterramos en el patio, y cuando miré hacia el árbol, el tipo estaba ahí, colgado y sonriéndome burlón. Esa fue la última vez que lo vi. Por lo menos hasta hoy. Ahora quiero invocarlo. Quiero tenerlo cara a cara, y vengarme por la muerte de mi perro.
    -Estás loco- susurró Federico, ya incapaz de disimular el miedo-. ¿Qué rayos piensas hacer?
    -Hoy es Noche de Brujas, y la línea que nos separa del mundo de los muertos es más delgada que nunca-dijo Ramiro, sacando una cuchara de su bolsillo-. Esto pertenecía al muerto. Estuve leyendo un libro de magia negra, y sé cómo invocarlo.
    -Cállate de una vez, por favor- dijo Agustina, con voz desmayada.
    -Te invoco. Yo te invoco, Martínez- dijo Ramiro, colocando la cuchara entre sus manos ahuecadas. De repente sus ojos se pusieron en blanco y su cuerpo comenzó a mecerse de atrás hacia adelante, como sumido en un trance-. Te invoco en nombre de tu Señor, Amo y Morador de las Tinieblas. Deberás responder por la muerte de mi perro, y por todo el daño que has hecho en esta vida.
    -¡Cállate de una vez, imbécil! ¡Lo envenené yo!
    Por un momento, en la casita del árbol, nadie habló. Lenta, muy lentamente, Ramiro fue recuperando la compostura. Y luego observó a Agustina, con una expresión de dolida incredulidad.
    -¿De qué diablos estás hablando, Agus?
    -Lo odiaba- dijo la chica-. Odiaba a Coli. Lo siento. Cada vez que pasaba por ahí, tu perro trataba de morderme. Te dije que le pusieras correa, pero tú siempre te burlabas. Y un día no pude más y le arrojé carne envenenada. Por eso tu perro murió. No fue ningún maldito espíritu. ¡Fui yo!
    -No puedo creerlo…
    Quedaron los cuatro en silencio, sin saber qué decir y evitando cruzar las miradas. Y fue ahí que escucharon el crujido. Un crujido como el de una hamaca balanceándose en la oscuridad. Sólo que no había ninguna hamaca ahí afuera, y los chicos lo sabían. Se miraron entre sí, con los rostros contraídos por el miedo. Y entonces el árbol comenzó a sacudirse con violencia. Las hojas caían de a miles y se escuchaba el ruido seco de las ramas partidas. Se sujetaron de donde pudieron y gritaron hasta quedar roncos. La endeble puerta de la casita se abrió y Agustina fue la primera en caer al vacío. Le siguió Ariel y finalmente Ramiro. Quedó Federico, aferrándose con fuerza a una madera astillada que sobresalía de las paredes. Las sacudidas se hicieron más fuertes y el chico gritó y lloró al mismo tiempo.
    -Qué es lo que quieres?- chilló ya sin fuerzas-. ¿Qué es lo que quieres?
    Y escuchó una voz, una voz oscura y demoníaca desde profundidades del follaje, que decía:
    -Más perros. Más animales. Más sacrificios para nuestro Amo.
    -¡Lo haré!- sollozó Federico-. ¡Juro por lo que más quieras que lo haré! Pero por favor, déjame vivir...
    El árbol comenzó a inclinarse peligrosamente, y la casita de madera cayó.
    Federico fue el único y milagroso superviviente de la tragedia. Los otros tres murieron aplastados por el árbol. “El terrible accidente de la casita del árbol”, titularon los periódicos sensacionalistas.
    Cinco días después, la señora Perkins, vecina del barrio, como era costumbre se levantó temprano para barrer el patio. Se detuvo en la verja que daba a la calle y dejó caer la escoba, horrorizada. Sobre la acera, dispuestos en tétrica fila, había docenas de perros, todos inmóviles, todos muertos; sus vísceras estaban al descubierto y brillaban bajo el tibio sol de la mañana.

jueves, 19 de noviembre de 2015

La Cola del Diablo




En el hospital las horas se sucedían muy lentamente, sobre todo en el turno de noche, y las enfermeras tenían la costumbre de contarse historias entre ellas, de todo tipo: divertidas, dramáticas, de terror y de amor. Pero eran las historias de terror las que preferían las novatas. Una vez, una de las enfermeras más viejas, Mercedes, durante una noche contó lo siguiente:
“Hace mucho tiempo, en la década de los setenta, tuvimos como paciente a un anciano de unos ochenta años, el señor Moore, que llegó al hospital con un cuadro agudo de peritonitis. Lo operaron de urgencia y en esa misma operación descubrieron que sus tripas estaban carcomidas por el cáncer. Los doctores cerraron la herida y luego lo pusieron en la sala del pabellón tres, donde generalmente van a parar los pacientes que ya no tienen más remedio.

    Nadie quería atender al señor Moore. Las drogas y el dolor lo habían vuelto loco. Era muy agresivo y mordió en varias ocasiones a las enfermeras más distraídas. Lo ataron a la cama, pero aún así trataba de mordernos si nos acercábamos demasiado. Sus dientes castañeaban en el aire y aún recuerdo ese ruido escalofriante que hacían al chocar entre sí: “tic tic tic tic”.
     Una noche, escuché el timbre de uno de los pacientes y al ver el tablero me di cuenta que se trataba de la habitación de Moore. Como yo era la más nueva generalmente me mandaban a mí, por lo que no tuve más remedio que ir a ver qué pasaba. Pero cuando llegué a la habitación me encontré con una sorpresa. La cama de Moore estaba vacía, y había sangre en el centro de las sábanas. Mucha sangre. El paciente que compartía la habitación con él era quien había apretado el timbre, para alertarnos. Salí de la habitación para buscarlo, y de repente me sentí embargada por un terror inexplicable, que me sacudió de pies a cabeza. Ustedes saben que el pabellón tres es un lugar de por sí tétrico, la gente muere ahí todos los días, se escuchan lamentos, llantos, gemidos. Los pasillos siempre están mal iluminados y huele muy mal, aunque una termina por acostumbrarse. Miré hacia abajo y vi que un rastro de sangre se dirigía hacia los ascensores. Seguí el rastro con la mirada y al llegar al extremo del pasillo, donde hay una curva, vi que algo se arrastraba sobre el suelo. Parecía una serpiente, al principio pensé que era una serpiente, pero luego, con horror, me di cuenta que se trataban de las tripas del señor Moore.
     Se le había abierto la herida y arrastraba las tripas como una horrible cola de unos diez metros de longitud. Se tambaleaba en dirección a la puerta abierta del ascensor, con aquella asquerosidad siguiéndolo. Corrí hacia él y resbalé en la sangre del piso. Y creo que fue una suerte, porque cuando el señor Moore se metió al ascensor se dio vuelta y me sonrió. Fue la sonrisa más maligna y demencial que vi en mi vida. Sus ojos estaban negros por el dolor o la locura. Apretó el botón de la planta baja, y las puertas del ascensor se cerraron. Y gran parte de sus tripas había quedado afuera.
    No necesito decirles lo que ocurrió cuando el ascensor bajó, tampoco quiero hacerlo, porque fue repugnante y estremecedor. Incluso los médicos más experimentados vomitaban al ver el interior del ascensor. Pero el horror no terminó allí. Al cabo de una semana de haber muerto el señor Moore, una enfermera dijo haber visto a un anciano caminando por el pasillo del pabellón tres, con las tripas siguiéndolo como un rabo. La enfermera renunció algunos días después, y el mito del fantasma del señor Moore quedó, aunque nadie volvió a verlo”.
     Apenas la enfermera Mercedes terminó de contar esto, una de las novatas señaló con cara de espanto hacia el pasillo. Allí, a través de la puerta entreabierta, podía verse un intestino largo y ensangrentado, que con lentitud de gusano se arrastraba sobre el suelo en dirección a los ascensores.