jueves, 31 de mayo de 2018

Prométeme que no te enfadarás



Fue sin duda una chiquillada, un pequeño acto de rebeldía tan contraproducente y previsible como suelen serlo casi todos si se miran con la debida perspectiva.

Pero Ruth no estaba para perspectivas. Ruth estaba harta. Harta de los horarios, de los alimentos prohibidos, de las manías y los condicionantes. Harta, en suma, de convivir con Elías.

Por ejemplo:


Las toallas sólo pueden ser de color naranja y estar lavadas con una específica marca de detergente. No pueden formar parte de la alimentación el conejo, el buey, el cordero, la pasta, las legumbres, los sabores agridulces, los yogures con trozos, las frutas (salvo el melón, y siempre que se lo sirva troceado y sin pepitas), el pescado blanco y buena parte del azul, el marisco, el chocolate, el café y cualquier tipo de bebida alcohólica. No se puede salir de casa –salvo emergencia- a partir de las nueve de la noche, no se pueden utilizar servilletas de tela, los vasos han de ser lavados dos veces a más de 60 grados con carácter previo a su uso, los cubiertos que utiliza Elías sólo los puede utilizar Elías…

Etcétera.

Imposible enumerar la lista de normas y prohibiciones que han ido tachonando durante casi veinte años de matrimonio el día a día de Ruth (en la mesa no se habla, en la calle no se besa, en la cama no se abraza…), y aún más difícil saber por qué Ruth aguanta lo que aguanta, por qué se deja arrastrar por una corriente hecha de una inercia ajena sin protestar, una gota resignada más en el pertinaz mar del silencio que inunda la casa.

Fue una chiquillada, decía, lo que pasó la jornada a la que venia a referirme. Y también el principio del fin.

– Prométeme que no te enfadarás – le dijo Ruth a Elías mientras éste daba cuenta con avidez de un plato colmado de estofado.

Su marido la miró, más sorprendido que enfadado ante tan flagrante quebrantamiento de la norma de silencio en la mesa. Ruth decidió interpretar la ausencia de respuesta como un permiso para seguir hablando.

– La carne del estofado que con tanto gusto te estás comiendo no es de ternera, sino de buey. En la carnicería de Juani la ternera no tenía buen aspecto, y el buey en cambio estaba de oferta, y Juani me insistía en que por qué no me llevaba el buey, que les acababa de llegar. Y yo respondía que no, que ya sabes que mi marido detesta el buey, que en todo caso ya iré a otro puesto del mercado. Y me estaba dando ya la vuelta cuando pensé: “Ruth, ¿desde cuándo no pruebas tú el buey?”. Así que compré dos quilos cortados a cuadros, y mira qué bueno está y con qué gusto te lo has comido. Y eso me lleva a pensar si el resto de cosas que dices que no te gustan y de las que me estoy privando por tu culpa desde hace dos décadas realmente no te gustan. Y ahora que te he dicho lo que te tenía que decir me voy a acabar este plato en silencio, y luego a lo mejor me sirvo más.

Ruth esperaba, sin duda, que su esposo montara en cólera, o acaso que vomitara con violencia sobre el mantel.

Pero no. Elías depositó con suavidad sus cubiertos intransferibles sobre el plato, se secó la comisura de los labios con su servilleta de papel y se levantó. Sin mediar palabra, sin ni tan siquiera ponerse su sempiterno abrigo marrón ni comprobar a mitad de pasillo si llevaba las llaves encima, abrió la puerta y se fue.

Y pasaron las horas y su marido no volvía. Echaron por la tele el concurso que Elías nunca se perdía, y Elías seguía sin volver. Tampoco llegó a la hora de la cena, y seguía fuera cuando dieron las nueve de la noche y la hora de acostarse.

Amanecía cuando le escuchó trajinar con la cerradura. Se hizo la dormida para evitar una escena desagradable, y no se atrevió a darse la vuelta hasta que no escuchó la pesada respiración. No olía a alcohol, ni a perfume, ni a nada ¿qué habría estado haciendo?

Por la mañana Elías se levantó tarde y no le dio el beso en la frente de cada mañana. Hizo caso omiso del periódico que Ruth le dejó doblado en tres partes junto a las tostadas del desayuno. Apenas probó bocado, y luego se levantó y sin decir nada se marchó.

Y volvió otra vez al filo del amanecer del día siguiente. Y no olía a nada y nada dijo al otro día. Y cuando se marchó de casa la mañana de ese otro día Ruth le siguió, a prudente distancia. Esperaba verle desembocar de un momento a otro en algún lugar comprometido, pero Elías se limitó a vagar sin rumbo hasta las afueras de la ciudad.

Empezó de repente a llover con intensidad, y Ruth se resguardó por un momento bajo un balcón mientras sacaba del bolso –el hombre del tiempo había anunciado chubascos hacia el medio día- un paraguas de color naranja. Lo abrió y reemprendió el trayecto.

Pero ya no se veía a su marido.

No puede andar muy lejos, se dijo, y tras dar un par de vueltas creyó reconocer su espigada silueta a lo lejos, tras una densa cortina de lluvia. Hacia él se encaminó, desestimada toda precaución, dispuesta a asumir sus culpas, hacer acto de contrición y retomar su rutina.

Y sucedió que cuando estaba a punto de darle alcance su marido desapareció ante sus ojos. Y sólo quedó, ante ella, la lápida de Elías.

Y aunque no era jueves, aprovechó para adecentarla y retirar las flores marchitas, como acostumbraba a hacer el cuarto día de cada semana desde hacía casi dos años. Luego escampó, y decidió pasar por el mercado antes de volver a casa. Se moría por unas chuletas de cordero.

Autor : Erre Medina

miércoles, 30 de mayo de 2018

Frío



– ¿La rompiste tú?
– No, papá. Fue un golpe de aire.

Fue su primera mentira, o al menos la primera que recordaba haber dicho. Y seguramente será casualidad, pero desde el día en que tras el primer desengaño estrelló aquella bola de navidad contra la pared perdió la capacidad de sentir. Y sólo se quedó el frío.

La señal acústica le sacó de sus ensoñaciones. El avión iniciaba el descenso y Samuel Fontás miró por la ventanilla. A sus pies se extendía la ciudad que le vio nacer. Había transcurrido una eternidad desde que la abandonó en busca de una oportunidad laboral, y su promesa de regresar se fue diluyendo en Irlanda hasta transformarse en alguna visita puntual que tenía más que ver con los compromisos familiares que con la añoranza.


Nadie le esperaba en la estación, tal como había dejado dicho. Sorteó con evidente gesto de fastidio los emotivos grupúsculos que de manera espontánea rodeaban a los recién llegados, y adaptó su reloj a la hora peninsular española.

No había facturado equipaje, ya que llevaba puesto el traje que pensaba utilizar en el funeral de su padre y no pensaba hacer noche en la ciudad, así que le sobraba algo de tiempo. Se tomó un par de cervezas en el bar del aeropuerto, ajustó su corbata negra en el lavabo del aeropuerto y cogió un taxi.

El trayecto hacia el tanatorio discurrió por calles que una vez le fueron familiares, tachonadas aquí y allá por lugares que formaron parte del paisaje de buena parte de lo importante que una vez le aconteció. Mas si una vez robó un beso en ese portal, o supo en un banco de aquella plaza que la palabra imposible a veces se esconde tras un “quizás”, no lo denotó su semblante.

Finalmente llegó a su destino.

El primero en abrazarle fue su hermano. El pelo le raleaba y ya se enseñoreaba de su perfil la doble papada de los Fontás, ajena a dietas y generaciones. Con los ojos vidriosos, le condujo hasta donde se encontraba su madre. Ella soltó un grito apagado al ver a su primogénito, la emoción dándole similar respuesta a la alegría y el dolor que se le acumulaban. Samuel notó las cálidas lágrimas de la anciana en su mejilla cuando ella se derrumbó entre sus brazos. Mantuvo el contacto el tiempo que le pareció razonable y luego hizo las preguntas de rigor.

– Nos lo venían avisando los médicos desde hace meses, pero una nunca está preparada para esto. ¿Y tú cómo estás, hijo? Se te ve pálido.
– Dublín no es el mediterraneo, mamá. Pero estoy bien. Alison te manda recuerdos.
– Lástima que no pudiera venir.
– Fue todo muy precipitado. Y alguien tenía que cuidar de Ciara.
– ¿Y por qué no la trajísteis? Hace mucho que no veo a mi nieta.
– Está en época de exámenes. Ya vendremos en otras circunstancias y con más tiempo.
– ¿No te quedas unos días?
– No puedo. Regreso hoy a última hora. Las cosas en el trabajo están complicadas y no me puedo permitir ni un respiro.

La mujer hizo intención de responder, pero nada dijo. En su lugar cogió de la mano a Samuel y lo llevó hasta donde reposaba su padre. Le dejó unos metros de espacio, y el resto de familiares y amigos hizo lo propio. A la vista de todos, quedó a solas con el difunto, a solas con el dolor que debería asaltarle y que no llegaba. La enfermedad y el tiempo habían hecho estragos en el imponente aspecto de su progenitor, pero aún subyacía esa expresión entre terca y bonachona con que plantó cara al calendario. Trató el recién llegado de evocar algunos de esos momentos compartidos que permanecen hilachados de forma trasversal en nuestro devenir vital, pero no consiguió despertar sentimiento alguno ni acallar los murmullos del resto de deudos ante su frialdad.

Aún no había anochecido cuando un taxi le devolvió al aeropuerto. Sin nada que mejor que hacer hasta que despegara su vuelo, dio una vuelta por las tiendas duty free, por ver si encontraba algún detalle que llevarle a su hija. Con doce años, Ciara estaba en esa edad en que acertar con los regalos significaba saber aterrizar en esa breve franja entre lo infantil y lo inapropiado.

Y entonces vio en el escaparate una bola de navidad idéntica a la que tuvo una vez siendo niño.

Dublín le recibió a cinco grados bajo cero. Por suerte, su coche arrancó a la primera. Decidió pasar por su casa para cambiarse de ropa antes de ir al trabajo, así que condujo hasta la zona residencial de las afueras en que Alison y él habían adquirido un lujoso dúplex. Al reconocer el ruido de su automóvil, su mujer salió al porche.

– ¿Cómo estás? – le preguntó.
– Bien, supongo, dadas las circunstancias – se escabulló él. – ¿Ciara está en el colegio?
– Hoy le dije que se quedara en casa. Esta noche le vino su primer periodo.

Subió al dormitorio de su hija sin hacer ruido. Celia estaba acostada, pero despierta. Se le acentuaron las ojeras cuando le sonrió levemente.

– A la que falto un día te saltas las clases.
– Ya ves…
– Te he traído una cosa.

La niña desenvolvió el paquete con sus manos frágiles y al ver el contenido esbozó una sonrisa de compromiso, musitó un gracias y depositó la bola de navidad en su mesita de noche. No le había gustado.

– Te quiero, peque
– Y yo a ti, papá.

Abrazó a su hija, y sin saber por qué empezó a llorar. Ella aguantó el contacto y dejó resbalar las lágrimas de su padre por su mejilla, incómoda, durante un periodo de tiempo que le pareció razonable.

Autor : Erre Medina

martes, 29 de mayo de 2018

El dilema



Al día siguiente los informativos hablarían de los casi cien litros por metro cuadrado que la tormenta descargó en poco más de una hora. Entrevistarían a vecinos que jurarían no recordar una lluvia tan intensa en toda su vida, emitirían imágenes impactantes de los devastadores efectos de la riada tomadas desde dispositivos móviles, y hasta es posible que más de un reportero tuviera que introducir en diferido sus botas en el fango para dar noticia de lo allí ocurrido con la debida implicación escénica.

Pero todo eso sucedería, como digo, al día siguiente, demasiado tarde para rescatar a las dos mujeres que piden auxilio desde el interior de un Citroën color gris antracita que la riada está arrastrando inexorablemente hasta el embalse de Arestes. Y mientras esto pasa, desde las orillas que ha conformado el caudal desbocado no son pocos los que observan: todos gritan, muchos aconsejan obviedades y algunos hacen llamadas a servicios de urgencias que no llegarán a tiempo. Sólo Adrián se lanza al agua.


Un bombero nunca está de vacaciones, aunque lo esté. Adrián bracea con toda la intensidad que sus muchos años de entrenamiento le permiten, pero no consigue llegar a tiempo de evitar que el vehículo –el habitáculo ya completamente inundado- desaparezca bajo las turbias aguas. Consciente de que a partir de ese momento el éxito del rescate se va a medir en segundos, el hombre se sumerge tratando de no perder de vista las caras asustadas de ambas mujeres tras la ventanilla del vehículo que se hunde. Una tendrá poco más de veinte años, la otra pasa holgadamente de los cuarenta; probablemente sean madre e hija, lo cual hará aún más difícil la decisión que sabe que deberá tomar. El coche, mientras, sigue descendiendo durante valiosos segundos hasta acabar posándose como una aparatosa polilla en el fondo del embalse.

¿Cómo se puede determinar quién debe morir y quién tiene una posibilidad de ser salvado? El bombero sabe que no podrá llegar a la superficie cargando con las dos mujeres, y que probablemente ninguna esté en disposición de remontar los más de cincuenta metros de profundidad a que se hallan por sus propios medios, así que adopta la decisión lógica y tras romper a golpes la luna delantera, introduce medio cuerpo en el habitáculo y ase por la cintura a la que tiene más posibilidades de sobrevivir y más vida por delante en caso de hacerlo. La mirada de la joven pasa del agradecimiento al dolor, desembocando rápidamente en la incrédula resignación que precede al vacío. Y pese a su entrenamiento en situaciones de riesgo, Adrián tarda en comprender que la mujer de más edad acaba de seccionar la yugular de su acompañante con un trozo del cristal desprendido.

Antes de que la sangre empiece a incorporar tonalidades carmesí al color chocolate del agua, Andrés constata que la joven está muerta, y el dilema subsiguiente se abre paso entre las escasas reservas de aire de sus doloridos pulmones: ¿debe salvar a quien acaba de negarle esa opción a otra persona? La mujer superviviente, consciente de que sus posibilidades pasan por una reacción rápida, se abraza al bombero con la fuerza de la desesperación, pero dejándole brazos y piernas libres. Este no lucha por desasirse, y con un vigoroso impulso inicia con ella un agónico ascenso.

A medida que la salvación va adquiriendo visos de realidad, el bombero se da cuenta con un escalofrío de que la desconocida sigue aferrando con su mano derecha el trozo de cristal con que asesinó a su compañera de viaje. Comprende asimismo que una vez ya no le sea útil, probablemente unos pocos metros antes de la superficie, ella se deshará del único testigo de su crimen. Le viene a la cabeza el cuento de la rana y el escorpión, pero ya es demasiado tarde para detenerse o para invertir energías en algo que no sea bracear con desespero en pos de una bocanada de aire.

Adrián nota la hiriente punzada que le perfora el costado cuando sus dedos casi rozan la meta. “Ahora me hundiré lentamente”, piensa, mientras la consciencia va pasando a un segundo plano. Pero, lejos de dejarle caer, la mujer le sujeta con una mano por el cuello de la camisa y da las últimas brazadas que les separan de la superficie. Tras boquear con desespero y reponer de oxígeno sus pulmones, el hombre se desvanece.

Cuando despierta está ya en la orilla. El sanitario que le está atendiendo le informa de que la herida no es grave, pero que por precaución le trasladarán en ambulancia al hospital más cercano. Junto a él, arrodillada, está la desconocida, mirándolo con expresión inefable. Cuando se quedan solos se acerca al bombero hasta casi rozar con sus labios su oreja.

– Gracias – le susurra.
– ¿Por qué no me has matado a mí también?
– Porque tú no te acuestas con mi marido.
– Sabes que te he de denunciar.
– ¿Por qué?

También quiso saber por qué el fiscal, y los abogados, en el juicio que siguió meses después. Por qué él sí estaba legitimado para decidir quién debía morir, pero en cambio considerabla penalmente reprochable que la afectada se rebelara contra dicha decisión. El multimillonario empresario marido de la acusada, por su parte y por supuesto, negó cualquier aventura con la pobre Mónica, que por lo demás además de su secretaria era como una segunda hija para su mujer. El jurado tuvo en cuenta en su veredicto que la acusada salvara la vida al testigo, no quedando probado que las lesiones del mismo se las provocara ella y resultando más verosímil –como mantenía la defensa- que éstas se produjeran durante el forcejeo de ambas mujeres por ser salvadas por Adrián. Finalmente se consideró probado que la mujer, de ser la autora de la puñalada mortal, había actuado en defensa propia y presa de un miedo invencible, y fue absuelta de todos los cargos.

Meses después se divorció de su marido. De mutuo acuerdo. Obtuvo en concepto de pensión compensatoria una cantidad obscena de dinero.

Autor : Erre Medina

lunes, 28 de mayo de 2018

El polizón


– Así que no eran ratas – Dije en voz alta para que toda la tripulación me oyese.

El polizón me miraba desde la profundidad de la bodega, los ojos enormes y asustados queriendo desligarse de su rostro demacrado. Aún sostenía en su mano derecha un buen trozo de cecina, y no me hubiera sorprendido que el bribón hubiese tenido la indecencia de dar buena cuenta de él en nuestra presencia.

Cuando lo tuve frente a mí, constaté que era muy joven. Apenas un mozalbete imberbe que me miraba con una mezcla de recelo y curiosidad.


– ¿Dónde embarcaste? – le pregunté.

Hizo un gesto evidente de que no me entendía, así que ayudándome con los dedos traté de que me indicara cuántas jornadas llevaba escondido en la bodega de mi barco. Se encogió de hombros, al parecer estaba totalmente desorientado.

– ¿Qué hacemos con él, capitán?
– Vigiladlo y que ayude en las tareas menos cualificadas. Lo desembarcaremos en el próximo puerto.

Me olvidé del incidente… por poco tiempo.

Tres días después teníamos previsto avistar las costas de Filipinas, pero durante esa jornada sólo vimos el océano inmenso. Sucedió lo mismo al día siguiente, y al otro, y al otro. Por si fuera poco, una niebla pertinaz nos impedía utilizar el sextante para determinar la latitud en que nos hallábamos. Resultaba increíble de explicar, ya que habíamos realizado la misma ruta una docena de veces, pero nos habíamos perdido.

Buena parte de la comida, contribuyendo al desastre que se avecinaba, se corrompió, y hubo que racionar de forma severa las pocas provisiones en buen estado que nos restaban.

Huelga decir que el estado anímico de la tripulación no era el óptimo para sustraerse a las maledicencias. Empezaron a correr rumores, la mayoría referidos al polizón, donde el apelativo de gafe era el más liviano e inocente que se barajaba. Se sumaba al runrun contra el muchacho un acontecimiento que merece la pena ser consignado: desde que hizo su aparición en cubierta, todos los tripulantes del navío habíamos sufrido episodios más o menos frecuentes de dolor de cabeza, acompañados de un zumbido ininterrumpido y muy desagradable en los oídos.

Sea como fuere, no tardó el contramaestre en hacerme llegar de parte de la marinería la opción de confinar al polizón en la bodega, ya vacía. Pese a mis iniciales recelos, acabé aceptando. Sé por experiencia en qué momento un motín es una posibilidad cercana e irreversible. Otra parte de la tripulación, por otro lado, abogaba por tirar directamente el muchacho al mar, por lo que el encierro del recién llegado serviría sin duda para aplacar los ánimos y que la cosa no fuera a mayores.

Y en estas aconteció que cuando nos disponíamos a arrestar al joven polizón el vigía avistó tierra. Efectivamente, tras la bruma que por fin parecía despejarse se perfilaba una silueta imponente cuajada de vegetación. El contramaestre y yo nos miramos: aquello no era Filipinas, ni ninguna otra costa que nosotros conociéramos.

El polizón, en cambio, empezó a dar saltos entre la consternada tripulación, señalando con visibles muestras de alborozo el paisaje.

– Es sin duda su casa – me susurró mi segundo. – ¿Cómo cree que nos acogerán los nativos?

Era una buena pregunta. En los ojos de mis subordinados veía por un lado la aprensión que les suponía desembarcar en un lugar totalmente desconocido, pero por otro lado era consciente de que no había otra opción que tomar tierra y aprovisionarse de víveres si queríamos tener alguna posiblidad de sobrevivir.

Finalmente determiné que fletaríamos un bote y que el muchacho y yo desembarcaríamos. Si los nativos fueran amistosos daría la señal para que me siguiera parte de la tripulación. En caso contrario di la orden de que me abandonasen a mi suerte.

Así se hizo. A medida que nos acercábamos a una playa de un extraño color ópalo el nerviosismo del muchacho iba en aumento. Dejé de remar un instante, y vislumbré un centenar largo de hombres esperándonos. No iban armados ni parecían especialmente peligrosos, así que me relajé un tanto.

Llegué exhausto a la arena, donde fui recibido con amable deferencia por los isleños. Tras permitirme descansar, me condujeron a una choza donde almacenaban sus provisiones. Me hicieron un gesto elocuente y mi estómago, que llevaba tres días sin probar un bocado, hizo el resto. Me abalancé sobre los manjares con un ansia desprovista de cualquier etiqueta. Tan exasperado estaba por la ingesta que no me di cuenta de que me habían encerrado en la choza. Cuando me percaté, empecé a golpear la puerta de madera. Al pronto se abrió: el capitán y su tripulación me miraban con una mezcla de asombro y desprecio. Algo dijo el capitán en un idioma incomprensible mientras señalaba mi mano, que aún sostenía un trozo de cecina. Creo que fue en ese momento cuando dejaron de zumbarme los oídos.

Autor : Erre Medina

domingo, 27 de mayo de 2018

El Accidente


Los domingos por la tarde suelo mirar viejas fotos junto a la lámpara que me regaló Marieta. Es una lámpara oriental decorada con flequitos rojos de tela y cristales amarillos. Luego, cuando me canso, deambulo por el salón observándome los pies durante un rato, o entro a oscuras en la cocina, abro la puerta de la nevera y me quedo allí. Parado. Me gusta la luz blanca que sale de dentro. Hoy solo había un tomate con moho, un trozo de carne demasiado oscura y una lubina sobre un plato de cristal. He sentido frío. Como el día que me caí del caballo.

He cogido el pez con las manos y lo he colocado despacio sobre la encimera. Luego he deslizado la punta de un cuchillo sobre su tripa, desde la cabeza hasta la cola, mientras las vísceras se desparramaban a ambos lados ensangrentando el mármol.

Marieta también tenía sangre en las manos cuando trató de incorporarme. A mí ella no me gustaba mucho pero un día que estábamos discutiendo le picó una avispa en el ojo. Nadie que tenga algo de corazón puede dejar a una mujer en esas circunstancias. Recuerdo que, antes de salir disparado sobre la cabeza de Jareño también habíamos regañado.

Al principio yo iba despacio, pero aquel prado me pareció tan apetecible, allí, entre los árboles, que no pude evitar picar espuelas y ponerme al galope. Marieta me gritó, pero no le hice caso. Apenas había recorrido cien metros cuando vi acercarse una bolsa de plástico mecida por el viento. Todo sucedió en un instante. Apenas tuve tiempo de sacar los pies de los estribos. Ascendí lentamente y me quedé allí, suspendido en el aire.

Me dio tiempo a pensar en muchas cosas. Hasta pude entretenerme viendo los rayos de sol colándose entre las ramas de los pinos, y escuchar el sonido de los cascos alejándose. Cuando todo está perdido uno puede fijarse en los detalles.

Al principio, cuando salí del hospital, Marieta venía a visitarme y preparaba la cena. Quizás ella solo sentía pena, como me pasó a mí el día que le picó la avispa en el ojo. Ahora que veo la lubina desangrada sobre el frío mármol me pregunto cómo diablos se cocinaba este pescado. A veces se me olvidan las cosas, como si el tiempo se parase en seco.

Hay que meter el cuchillo entre la carne, con cuidado, pegándose bien a la espina, para abrirla por la mitad. Lo importante es que el aceite esté bien caliente, no pasarse con la sal, y poner un poco de pan rallado, para que no se pegue en la sartén. Las lubinas muertas tienen un tacto muy frío

Cuando uno recuerda las cosas es más fácil poder olvidarlas. Meto el pez de nuevo en la nevera, cierro la puerta, y me vuelvo al salón a comerme una bolsa de cacahuetes. Los domingos son días terriblemente aburridos.

F.S. Estaire


sábado, 26 de mayo de 2018

La chica de la bicicleta


Paseaba, como todas las tardes, un rato junto al río cuando, de repente, escuché el sonido de un timbre de bicicleta a mis espaldas. Sin girarme, casi por instinto, me aparté del camino. Una muchacha sonriente pasó pedaleando. Llevaba puesta una camiseta blanca y una falda recogida

La seguí con la mirada mientras se hacía pequeña a mis ojos hasta que, al girar en la curva del molino, dejé de verla por completo. Entonces, inmediatamente, escuché el sonido brutal de unos hierros estamparse contra el suelo. No lo pensé. Salí corriendo hacia la curva y, al tomarla, mi sorpresa fue que allí no había nadie

Estaba solo. Miré el sendero, que seguía hacia adelante, y no vi nada. Traté de calcular lo largo que era para verificar si, en el escaso tiempo que tardé en llegar allí, a la chica le había podido dar tiempo a recorrerlo. Era imposible. No me salían las cuentas. La única realidad era que, hasta donde me alcanzaba la vista, allí no había nada

Por un instante comencé a dudar de mis sentidos. Tenía, como por dentro de las tripas, una sensación compleja de entender, tan desagradable que, sin pensarlo, decidí que la muchacha estaba allí, de bruces en el camino, junto a su bicicleta rota

Apenas podía verla el rostro, ni siquiera cuando se incorporó un poco, lo justo para sentarse en el suelo y abrazar su pierna derecha. Me pareció escuchar de su boca un silencioso llanto

Me agaché para ayudarla, puse mi mano sobre su pierna desnuda, casi sin darme cuenta de lo que hacía. De la rodilla magullada salían unos hilos de sangre que recorrían su piel hasta casi los tobillos. Entonces algo me sobresaltó, apenas un susurro, algo que me decía al oído, simplemente, que debía de parar

Me separé de la muchacha. Dejé de sentir en la palma de mi mano el calor y la dureza de su gemelo. Fue sólo un segundo, necesitaba incorporarme, tomar aire, pero entonces, en un torpe pestañeo, la perdí

Me parecía imposible. Sobre el camino ya sólo había una hilera de hormigas que se desplazaba hacia un saltamontes muerto. Entonces comenzó a martirizarme la extraña idea de haberla perdido para siempre

Tuve que sentarme. Cerré los ojos, para poder recuperar su imagen en mi memoria; al principio eran solo fragmentos inconexos; sus manos, sus piernas, y así hasta que recompuse mis recuerdos en una única figura, clara y global de ella. Pensé que, sólo así, podría dejarla marchar para siempre.

F.S. Estaire