martes, 21 de febrero de 2017

El soldado encantado de la Alhambra




El soldado encantado de la Alhambra es una leyenda famosa leyenda granadina ¿o algo más que una leyenda? A finales del siglo XVIII, Vicente era uno de tantos estudiantes pobres de la universidad de Salamanca que debían de ganarse el dinero con el que pagarse sus estudios. En su caso, miembro de la tuna, su desparpajo, su voz y su guitarra constituían sus medios de vida.


Finalizado el curso, el día antes de irse a “correr la tuna”, pasó por delante de la cruz de piedra situada delante del seminario de San Cipriano y respetuosamente le dirigió una invocación al santo. Entonces, vió que al pie de la cruz yacía un anillo plateado; lo recogió y observó que tenía un sello con el símbolo cabalístico de la estrella de seis puntas, el emblema del rey Salomón. Considerándolo un obsequio del santo, se lo introdujo en un dedo y continuó su camino.

Aquel año Vicente dirigió sus correrías hacia la ciudad de Granada, a la que se encaminó animosamente. En sus calles se dedicó a cantar y tocar su guitarra, recogiendo limosnas de los viandantes. Por las noches animaba las veladas de una posada, en la que recibía cama y comida a cambio de la música y las chanzas con que divertía a los clientes. Como buen tuno, aprovechaba cualquier ocasión para cortejar a la bellas granadinas con que se iba encontrando; solía tender su capa para que ellas la pisaran, mientras les dirigía todos los requiebros que le permitían.



Un día, cuando se encontraba cantando a la vera de una fuente, se fijó en una bellísima doncella que venía acompañando a un sacerdote. Vicente se les acercó, les cantó y trató de entablar una conversación, pero no tuvo éxito. El sacerdote ni lo miró -no estaba dispuesto a darle ningún dinero a aquel malandrín- en tanto que la joven mantuvo sus ojos fijos en el suelo. El sacerdote, cansado de Vicente y de sus canciones, se dispuso a marcharse, ocasión que aprovechó la doncella para mirar fugazmente al tuno. El joven se dio cuenta y no pudo evitar que se le desbocara el corazón. Emocionado, el tuno siguió a cierta distancia a la pareja, hasta llegar a la casa donde vivían. Un vecino le informó que se trataba de un tío y de su sobrina. Parece ser que el clérigo era uno de los más sabios e influyentes de la ciudad, en cuanto a ella, era apreciada por todos a causa de su modestia y su servicialidad.


En las siguientes jornadas, el estudiante estuvo merodeando por los alrededores de la casa del cura. En ocasiones se encontró con él y, poco a poco, fueron cruzando algunas palabras de saludo. Y así fue discurriendo al mes de junio. El día 23, víspera de San Juan, la ciudad cobró especial dinamismo. Por la tarde, Vicente vió como la gente acumulaba leña en los descampados próximos a los ríos Darro y Genil. Ya de noche, se fueron encendiendo hogueras, alrededor de las cuales se agrupaban amigos y familiares. Nuestro tuno empezó a ir de una a otra hoguera, animando a los grupos con sus canciones y ocurrencias. Solía aceptar algunos tragos de vino y acababa marchándose con las monedas que le entregaban de propina. Entre tanta animación, el tuno trataba de parecer alegre pero estaba triste. El cura y la chica de sus sueños no habían salido de casa. Mientras pensaba en su amada, sentado en la barandilla de uno de los puentes del Darro, Vicente se fijó en un personaje insólito. A unos pasos, ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor, un hombre vestido de soldado medieval, permanecía inmóvil, como haciendo guardia. Aún más sorprendente era el hecho de que, a pesar de semejante actitud y atuendo, ninguno de los que pasaban por allí se fijase en él. Intrigado, se le acercó, preguntándole por su actitud y atuendo. El caballero le contestó que llevaba tres siglos haciendo guardia, pero que ésta llegaba a su fin.



A continuación, preguntó a Vicente si quería hacer fortuna. Atónito, el estudiante le contestó que claro que sí, pero que no a costa de hacer algo deshonroso. El soldado le tranquilizó en ese sentido y le animó a que le acompañara. Como buen tuno aventurero, dejó que prevaleciera la curiosidad sobre la prudencia, y se puso a seguir al caballero.


Después de una buena caminata, llegaron a las ruinas de una solitaria torre de vigilancia. Al acercarse a la puerta, el vigilante golpeó con su lanza el suelo. Con un gran estruendo, las losas del empedrado se apartaron, dejando un hueco. Ambos descendieron por unas escaleras hasta llegar a una sala en la que el soldado le contó una historia asombrosa. El soldado dijo ser un miembro de la guardia de los Reyes Católicos que, al finalizar el asedio de Granada, ¡en 1492!, había ayudado a un clérigo musulmán a esconder algunos de los tesoros del Rey Boabdil. Por lo visto el moro le hizo un encantamiento para que no pudiera salir de la torre -y escaparse con el tesoro-, ordenándole que esperara. El sacerdote musulmán nunca volvió a por él. Y allí permanecía, entre vivo y muerto, desde entonces.

Según el encantamiento, cada cien años, podría salir, el día de la víspera de San Juan, durante tres días de la torre, para continuar la guardia en el puente del Darro, donde se habían encontrado. Durante esas 72 horas tendría la oportunidad de encontrarse con alguien capaz de romper el hechizo.

En sus dos “salidas” anteriores no había encontrado a nadie que le pudiera ver y al que contarle su situación. Vicente, al llevar el anillo con la estrella de Salomón, que le protegía de los hechizos, había sido la primera persona con la que había sido posible hablar, desde 1492. El soldado le señaló un gran cofre donde se encontraba el tesoro y le propuso compartir su contenido si le ayudaba a romper el hechizo.

Vicente debía de encontrar a un hombre verdaderamente santo que, tras haber ayunado durante veinticuatro horas, fuera capaz de anular el hechizo. Además, debía de traer consigo una doncella virtuosa que tocara el cofre con el amuleto de Salomón. Otra condición era que la ceremonia se celebrase de noche. Por último, todo debería de ocurrir antes de la medianoche del día 26 de junio pues, de lo contrario, permanecería cien años más montando guardia.

El tuno se consideró un hombre predestinado. Todo coincidía, tenía el anillo y conocía a un sacerdote y a una doncella adecuados. Además la propuesta resultaba irresistible, no sólo porque saldría de pobre -y podría cantar cuando y para quien le pareciera y no por obligación- sino porque podría conseguir demostrarle al cura que era un hombre valiente, justo y rico. Finalmente, estaba seguro de que la sobrina le aceptaría como esposo. ¡Qué ilusión! Ahora solo tenía que hacer que el cura se creyera esa historia, tan poco habitual. Rápidamente aceptó el trato y se volvió a la posada. Aquella noche, no pudo dormir. Al día siguiente, en cuanto la hora le pareció prudente, nuestro tuno se presentó en casa del cura. Éste le escucho con atención, y… sorprendentemente dio crédito a una historia que le sacaba de su rutina y le permitiría volver a ejercitar sus habilidades como exorcista. Además, se ilusionó con la parte del tesoro que iba a conseguir y las piadosas obras que podría financiar.

La doncella, que escuchó absorta el relato de Vicente, le regaló un par de radiantes miradas, ilusionada como estaba de ofrecer su grácil mano a tan justa causa. Pero dada la premura por llevar a cabo el ceremonial, se presentó un obstáculo imprevisto. La doncella, además… de las numerosas virtudes antes enumeradas, era tan buen cocinera como glotón el sacerdote, razón por la cual el clérigo encontraba poco menos que imposible el ayunar durante veinticuatro horas. El asunto fue considerado, el cura rezó al Señor para que le diera fuerzas y trabajosamente, después de caer en la tentación, el sacerdote consiguió permanecer las veinticuatro horas seguidas sin comer.

En las horas previas al final del plazo, Vicente llevó al sacerdote y su sobrina hasta la torre. Al llegar a la puerta, acercó el anillo a la misma y el agujero se abrió a sus pies. Bajaron y encontraron al soldado encantado. Tras unas breves introducciones y el interrogatorio del soldado por parte del cura, éste quedó satisfecho, ejecutó un exorcismo y le tocó el turno a la doncella. Vicente la miró, le entregó el anillo y ella lo acercó al cofre acorazado. El cofre se abrió y aparecieron ante sus ojos fabulosas joyas. Inmediatamente, el tuno se acercó y recogió las primeras joyas que introdujo en su bolsillo.

El soldado encantado le interrumpió y, con sentido práctico, propuso que sacaran el cofre de la torre y se repartieran el tesoro afuera. Y a empujar el cofre hacia la puerta se pusieron todos, salvo el sacerdote que, al estar muy hambriento, se puso a comer la merienda que se había traído para saciar su hambre. Acabado de engullir el alimento, le dio a la chica un pasional beso de triunfo.



Mejor que se hubiera aguantado un poco más sus impulsos porque inmediatamente finalizado el beso, el cofre se cerró solo, y volvió con fuerza irresistible a su posición original. Sacerdote, ¿doncella? (dejémoslo en jovencita) y tuno se encontraron súbitamente impulsados al exterior. Cuando se repusieron de su sorpresa, no vieron rastro del agujero por donde habían entrado. Trataron de buscar el anillo, para volver a entrar pero la chica lo había dejado en el suelo, para empujar el cofre, por lo que el anillo se había quedado dentro.

Vicente se revolvió muy enfadado hacia sus compañeros. Miró muy dolido a la chica y se encaró con el cura, al que dijo: “Ese beso tuvo más de pecador que de santo”. El sacerdote bajó los ojos, con un gesto compungido.

Según le contaron en Granada a Irving, Vicente había guardado suficientes joyas en el bolsillo como para poder finalizar sus estudios sin problemas y situarse en la vida. El sacerdote, para enmendar sus pasados errores, entregó la joven a Vicente para que se casara con ella, y la pareja, a los siete meses tuvo el primero de sus muchos hijos. El primogénito resultó ser más robusto que sus hermanos, que por lo demás, nacieron a su debido tiempo.

Esta historia, con diversas variantes, se continúa contando por Granada. Incluso hay quienes afirman que el soldado encantado sigue haciendo guardia bajo la granada de piedra del puente del Darro, siendo sólo visible para quienes llevan una sortija con la estrella de Salomón. Evidentemente, si la leyenda es cierta -y no hay motivo para dudar de ella- quienes eso afirman han bebido demasiado (o son comerciantes de la zona, que quieren promover el turismo, aún faltando a la verdad) ya que el propio soldado confesó que sólo le dejaban salir tres días cada cien años. En cualquier caso, un pequeño fallo para una historia tan bonita.

lunes, 6 de febrero de 2017

El santón que hizo el primer atentado suicida.


La ciudad de Málaga en el siglo XV.I



En 1487, se estaban desarrollando 2 dramas simultáneos en tierras del Reino de Granada. Por una parte, la guerra civil que desde hacía cinco años venía disputándose entre dos bandos de la dinastía reinante, apoyados cada uno por los principales linajes del reino nazarí de Granada. Un bando estaba formado por el rey Muley Hacen, apoyado por su hermano El Zagal y el poderoso clan de los zegríes. En tanto que en el otro se encontraba el joven Boabdil (llamado más tarde “el chico”), que era el hijo de Muley Hacen, y que se había autoproclamado Rey con el apoyo de su poderoso suegro, el general Aliatar (ver su historia), así como por el clan de los abencerrajes. Por otra, la intermitente ofensiva del ejército cristiano al mando de los Reyes Católicos, que trataban de conseguir la conquista del reino de Granada.

En 1483 los cristianos habían capturado a Boabdil durante la batalla de Lucena (véase esta historia); desde entonces mantenían con él una alianza contra su padre y su tío. Según el acuerdo, los cristianos tenían el derecho a incorporar a su reino los territorios que arrebataran al bando de su padre.

La ciudad de Málaga era una pieza clave en la guerra. Era uno de los principales bastiones del rey depuesto Muley Hacen; por eso éste había dejado su defensa en manos de su principal general, su hermano El Zagal. Además, se trataba de un puerto estratégico para cualquier llegada de refuerzos musulmanes desde África, por lo que los Reyes Católicos tenían un gran interés en la conquista de Málaga. En el verano de 1497, el ejército cristiano se preparó para su asalto. La ciudad contaba con una numerosa guarnición, comandada por el gobernador, el valeroso general Hamet el Zegrí.

Los ataques se desarrollaron durante todo el verano, sin que los tres meses de asedio rindieran Málaga.

En ese momento llegó al campamento cristiano, rodeada de toda su pompa, la comitiva de la Reina Isabel I. Ante la vista de la desolación del campo de batalla, la reina ordenó que inmediatamente cesaran las hostilidades, enviando a continuación un emisario a El Zegrí. En su misiva le ofreció muy ventajosas condiciones para su rendición pero también le advirtió la reina que si no aceptaba rendirse expondría a toda la población a las más terribles consecuencias.

El Zegrí interpretó la oferta como una muestra de debilidad. El caudillo musulmán sabía que la escuadra cristiana carecía de un puerto de refugio y que, con la llegada del otoño y las tempestades, la reina se vería obligada a retirarse, lo que le permitiría a El Zegrí recibir de nuevo auxilio desde África y continuar la lucha hasta que lo cristianos, debilitados por tantos meses a la intemperie, levantaran el asedio. Así pues, el gobernador, ni siquiera, contestó a la oferta de capitulación. Mientras tanto, El Zagal realizó un intento de socorrer a la ciudad sitiada, pero fracasó en su empeño. La noticia de la derrota de las tropas de auxilio causó una gran desmoralización entre los malagueños que se resignaron a la continuación de sus grandes sufrimientos. No sólo los sitiados permanecían angustiados por la larga duración del asedio, la población fiel a El Zagal vivía como propio el drama de los sitiados pues eran conscientes de que su rendición podría desembocar en la pérdida de todo el reino de Granada.

Una mañana, el pueblo de Guadix, a más de 200 kilómetros de la ciudad de Málaga —en la parte oriental del territorio controlado personalmente por El Zagal— se vio sobresaltado por las proclamas de un anciano que decía había tenido una visión divina la noche anterior. El santon Ibrahim el Guerbi era un derviche que hacía ya muchos años que se había instalado en la zona. Proveniente de la isla de Djerba (cerca de la ciudad de Túnez) se trataba de un hombre muy anciano que prodigaba los ayunos, por lo que se encontraba literalmente en los huesos. Su comportamiento bondadoso y su fama de santidad le habían convertido en un personaje extremadamente popular entre sus paisanos, que le atribuían dotes proféticas. Ibrahim reunió en asamblea a los habitantes de Guadix, a sus gobernantes y a la guarnición militar, afirmando tajantemente que Alá le había revelado en sueños cómo salvar a Málaga de los cristianos. Su elocuencia y entusiasmo les persuadió de la veracidad de su proclama y se pusieron todos a su entera disposición. El derviche les dijo que necesitaba llegar cuanto antes a Málaga y penetrar en la ciudad, donde pondría en práctica lo que Dios le había revelado. A pesar de que el ejército de El Zagal había fracasado recientemente con un poderoso ejército, la guarnición de Guadix confió en sus visiones y se ofreció a acompañarle en su proyecto.

El anciano santon fue a Malaga junto con unos cuatrocientos compañeros, emprendió el largo y accidentado viaje a través de las montañas de Sierra Nevada, hasta las proximidades de Málaga. Al otear desde lejos la ciudad, Ibrahim comprobó la gran cantidad de tropas y de barcos que atacaban la ciudad por todas partes y comprendió la razón por la que El Zagal había fracasado en su intento. De repente, el santon se sintió inspirado y desarrolló rápidamente un plan muy intrépido para cruzar las líneas de los sitiadores cristianos. Había que tratar de romper el cerco a través de la planicie, donde estaban plantadas las tiendas de campaña de los jefes cristianos. El lugar, tan guarnecido de tropas, carecía de trincheras y muros que protegieran a los sitiadores de las salidas de los sitiados.

Esa misma noche, cuando los cristianos se retiraron a descansar, la pequeña tropa de Ibrahim se lanzó al galope a través del campamento cristiano. Tras una breve lucha, la mitad de los guerreros que le acompañaban consiguieron llegar a las murallas de Málaga; allí se les recibió con tanta sorpresa como alegría. Todos los musulmanes coincidieron que esta hazaña representaba un excelente presagio y la población de Málaga recuperó la esperanza.


Mientras se celebraba el combate, el santón aprovechó la confusión para esconderse dentro del campamento de los sitiadores. A la mañana siguiente, Ibrahim se colocó encima de una piedra y se puso a meditar hasta que algunos soldados le detuvieron, conduciéndole a la tienda del marqués de Cádiz, uno de los principales jefes del ejército. Don Diego Ponce de León interrogó al anciano santón acerca de su identidad y su presencia en el lugar, a lo que Ibrahim respondió hablándole de su procedencia tunecina y afirmó contar con dotes adivinatorias facilitadas por su santidad. El marqués, escéptico en esta materia, le preguntó burlonamente acerca de la fecha en que se rendiría la ciudad; y el derviche le contestó que la repuesta era un secreto que sólo a los Reyes podría revelar personalmente. Ante la eventualidad de que pudiera aportar algo útil una conversación entre el santón y los reyes, Don Diego Ponce de León decidió comentar esa sugerencia con los monarcas y que fueran ellos quienes decidieran acerca de la conveniencia de recibirlo. Mientras tanto, el marqués de Cádiz llevó al prisionero a una tienda.

Por ello condujo a Ibrahim a una tienda cercana a la de los Reyes, donde se encontraban descansando la marquesa de Moya y Don Álvaro de Portugal; estos linajudos nobles iban acompañados por su propio séquito de caballeros, que les escoltaban. Al encontrarse en una tienda tan lujosa y frente a dos dignatarios, el santón creyó estar frente a los Reyes Católicos. En un determinado momento, el santón se acercó por sorpresa a Don Álvaro y con todas sus fuerzas le propinó un golpe con una cimitarra que llevaba escondida en su vestimenta; creyéndolo muerto, trató de matar a la marquesa de Moya. Esta tuvo la suficiente suerte como para conseguir escapar de él por muy poco y fue salvada por los miembros de la escolta, que rápidamente acabaron con la vida del santón Ibrahim.


El santon de Malaga murió con el convencimiento de que había matado al rey Fernando de Aragón y que habría evitado la conquista de Málaga. El Rey, informado de lo acontecido, ordenó que los despojos del santón fueran lanzados a los sitiados mediante una catapulta. Los restos del derviche fueron recogidos y venerados por los malagueños. Furiosos, los asediados ataron a la cola de un asno el cadáver de un prisionero cristiano, y espantaron a la bestia con el cuerpo arrastras hacia el campo de los sitiadores.

A partir de este momento, el Rey se negó a cualquier clase de pacto con los sitiados y éstos, faltos de provisiones, no tuvieron otra salida que rendirse sin condiciones a los Reyes Católicos. La Reina Isabel consiguió que su esposo el rey Fernando incumpliera su decisión de aniquilar la totalidad de la población pero no pudo atenuar la represión que se desencadenó contra los musulmanes malagueños. Los guerreros moros fueron ejecutados a lanzazos, mientras que los muladíes —cristianos convertidos al Islam— que habían colaborado en la defensa de la ciudad fueron quemados vivos. El resto de la población, incluidas las mujeres y los niños, fueron entregados como esclavos a los soldados sitiadores, formando parte de su botín.

El atacado Don Álvaro de Portugal logró sobrevivir al atentado y años después sería un importante apoyo para los viajes de Cristobal Colón. Posiblemente el atentado del santón pudiera haber jugado un papel en la dureza de la represión desatada por el Rey Fernando, si bien en aquella época esa clase de castigos en una guerra eran bastante habituales por todas las partes.

Lo que es evidente es que si el santón hubiera tenido éxito en éste primer atentado suicida, la historia del mundo hubiera cambiado considerablemente, pues los musulmanes granadinos hubieran podido resistir más tiempo ¿y poder recibido ayuda del emergente Imperio turco? También es muy probable que sin la reina Isabel, Colón no hubiera podido haber realizado su viaje hacia las Indias.





miércoles, 1 de febrero de 2017

El rey lobo



Cuando tenía unos 20 años Mohamed ibn Mardanis —descendiente de una prestigiosa familia muladí (cuyos antepasados cristianos se habían convertido al Islam)— heredó de su padre el puesto de gobernador de la ciudad de Fraga (Huesca), en la frontera norte del decadente Imperio Almorávide. A su vez, Fraga estaba en frontera entre los gobiernos taifa de Zaragoza y de Lleida. La astucia del joven le permitió mantener su gobierno independiente de los reyezuelos de ambas ciudades, unas habilidades por las que los habitantes de Fraga le apodaron “El Lobo”. Sin embargo, unos cuatro años después de asumir el poder debió de firmar una capitulación con los aragoneses, por la que les entregaba la población a cambio de que a los musulmanes que se quedaran les fueran respetadas sus propiedades. El contacto habitual con los cristianos y su condición de muladí pudieron influir en sus relajadas costumbres: libertinaje sexual, vestidos cristianos, hábitos alimenticios que incluían el consumo de alcohol… Ibn Mardanis se hizo famoso a ambos lados de la frontera por su estilo de vida.

Su capacidad propició que en 1146 fuera elegido para suceder a su tío Abeniyad en el gobierno de la ciudad de Valencia, capital entonces de un territorio que iba desde Tortosa hasta Almería. Aprovechando que el Imperio Almorávide en Marruecos había sido conquistado por los almohades, y que se encontraba extremadamente débil en la Península, el ya llamado Rey Lobo se autoproclamó emir independiente, aceptando solo la autoridad del lejano califa de Damasco. Pero los almohades pronto desembarcaron en Algeciras para tomar las ciudades en las que los antiguos gobernadores de los almorávides se habían ido declarando independientes. Tras tomar Almería, los almohades amenazaron el territorio del Rey Lobo; su reacción fue comprar la colaboración militar de los reinos de Aragón y Castilla, y de la República de Génova. También enroló en su ejército a caballeros mercenarios, procedentes de buena parte de Europa.

A pesar de pagar cientos de kilos de oro a los cristianos, el Rey Lobo fue capaz de promover la economía de su territorio, exportando —a través de los genoveses— sus producciones de cerámicas, textiles y agrícolas a Italia. El desarrollo y la internacionalización de su economía llegó al extremo de que la moneda de oro que acuñó se convirtió en una de las más apreciadas de Europa.


En lugar de edificar mezquitas se dedicó a edificar palacios y jardines, los castillos de Larache y Monteagudo, mejores murallas para Murcia y la extensión de los regadíos. Se rodeó de una corte muy sofisticada y lujosa, adoptando modas y estilos cristianos, tanto en sus gustos personales como edificaciones. Los elevados impuestos que impuso en sus dominios y la instalación de guerreros cristianos en algunas poblaciones, así como la permisividad para con los mozárabes (cristianos que vivían en tierras musulmanas) provocaron que algunos de sus súbditos emigraran a tierras de los almohades.

Formó un poderoso ejército mixto en el que los más intrépidos caballeros cristianos eran su vanguardia. Con ellos conquistaría Jaen, Úbeda, Baeza y Carmona atacando grandes ciudades como Sevilla, Córdoba y Granada. Con el éxito llegó el exceso de confianza: el abandono de su esposa y el enfrentamiento con su suegro, lujuriosa vida personal y lujo desmedido, vestir como cristiano y hablar castellano y catalán, la entrega del Señorío de Albarracín al caballero Ruíz de Azagra… Algunos de los magnates musulmanes, incluida su familia política, se pasaron al bando de los almohades. En 1162 los almohades reconquistaron Jaén.

Sus numerosos enemigos musulmanes lanzarían sucesivas ofensivas hasta llegar a tomar su residencia favorita de Monteagudo y acabaron arrinconando al rey Lobo en su inexpugnable ciudad de Murcia en la que llegaría a resistir dos asedios de sus numerosos enemigos. Los almohades arrasaron de tal modo los dominios murcianos del Rey Lobo que éste, poco antes de morir en 1172, recomendó a su familia que pactaran la sumisión a los almohades cuando el muriera.

Para perpetuar su dinastía edificó un imponente panteón real sobre el cual se edificó tiempo después el Castillo de La Asomada; está situado en la cima del impresionante «morrón» del puerto de la Cadena, y está siendo excavado actualmente.


La desaparición de la controvertida personalidad del Rey Lobo supuso el fin de los ataques almohades contra el reino taifa de Murcia (a partir de entonces gobernado por la misma familia de los Mardanis, pero ya sometido a la autoridad del Imperio Almohade).

Pero esa decisión supuso enfrentarles a los cristianos. Inmediatamente de morir el rey Lobo, el rey Alfonso II de Aragón decidió la invasión del territorio de Valencia (gobernado por los hijos del rey Lobo), llegando hasta Xativa tres meses después; cinco años después los castellanos conquistaron Cuenca.

Ese singular personaje es posiblemente el más destacado de la historia de Murcia; pues hizo que su territorio alcanzase las más altas cotas de civilización, y llegó a disfrutar de un gran prestigio tanto en los reinos de la Península como en Italia.