martes, 17 de septiembre de 2013

El Basilisco del pozo


 En Mendoza de Araba existe un barrio llamado Urrialdo que hace muchos años estaba muy poblado, tenía numerosas casas y era un lugar próspero y rico. Un día, sin embargo, ocurrió algo que angustió y acabó con la alegría de los habitantes de Urrialdo. Una serpiente robó un huevo de gallina y lo empolló. Llegado el momento, el huevo se rompió, y de él salió un basilisco. Tenía el tamaño de un gato, su cabeza parecía la de un gallo con dientes, su cuerpo era de serpiente, tenía unas alas llenas de espinas y su cola era larga y puntiaguda como una lanza.

El basilisco es el animal más terrible que existe, y sus armas son sus ojos y sus dientes. La mirada del basilisco es mortal, hace que las plantas se marchiten, que los árboles se sequen y que los pájaros caigan en pleno vuelo. La única planta capaz de resistir su mirada es la “hierba de gracia” (boskoitza), que cura las heridas causadas por los dientes del basilisco. Y sólo hay dos animales capaces de vencerlo: el gallo y la comadreja. El horrible animal muere al oír el canto de un gallo o cuando la comadreja le da un mordisco. Pero los habitantes de Urrialdo no lo sabían.

El basilisco apareció un buen día en el pozo, sentado encima de un tronco que flotaba en el agua. Las primeras en verlo fueron dos mujeres que se acercaron a lavar la ropa.

—¿Qué es eso que hay en medio del agua? —preguntó una.

—Pues..., no sé... Yo diría que es un gallo... —respondió la otra.

—¿Un gallo en medio del agua? ¿Dónde se ha visto algo igual?

En eso, el basilisco clavó su mirada en ellas, y dos segundos más tarde estaban muertas. El monstruo desapareció.

Nadie podía explicar aquellas muertes, y el temor empezó a apoderarse de los habitantes de Urrialdo cuando, al día siguiente, apareció un hombre muerto, y luego otro, y otro...

Todas las muertes tenían lugar cerca del pozo, pero nadie había visto nada raro, así que decidieron mandar a un mozo para que vigilase. Aún no había amanecido y el joven se subió a un árbol y esperó, oculto entre las ramas.

Cerca del mediodía, vio un carruaje que se acercaba por el camino del pozo. Los viajeros contemplaban el paisaje y hacían comentarios sobre las casas. En eso, se fijaron en el lago y al instante, emergiendo entre las aguas, apareció el basilisco. Su mirada se clavó en el carruaje y, antes de que el mozo que estaba en el árbol pudiera darse cuenta de lo que ocurría, el vehículo y sus ocupantes desaparecieron. Martín se quedó con la boca abierta del asombro, se frotó los ojos creyendo que estaba soñando, miró de nuevo al lago..., pero el basilisco había desaparecido.

Al enterarse de lo ocurrido, todos los habitantes de Urrialdo comenzaron a temblar de miedo. No sabían cómo luchar contra un ser tan poderoso y decidieron marcharse del pueblo, porque lo más importante era seguir vivos. Sólo unos pocos se atrevieron a quedarse allí.

Pero el tiempo pasaba, las casas abandonadas iban cayéndose de viejas y los que habían decidido quedarse eran cada día más pobres, porque tenían miedo a salir y encontrarse con el basilisco, y tampoco se atrevían a utilizar el agua del pozo. Los animales andaban sueltos, tratando de encontrar comida porque sus dueños ya no se ocupaban de ellos. Cuando se acercaban al pozo para beber, aparecía el basilisco y los mataba con la mirada.

Un día, un viejo gallo al que casi ya no le quedaban plumas, se acercó al pozo. El basilisco apareció y se lo quedó mirando, pero su mirada nada podía contra el viejo gallo, que también lo miró, y así estuvieron durante un buen rato. Creyendo el gallo que aquel otro había ido a quitarle el puesto de jefe en el gallinero, cogió aire, hinchó el pecho y cantó tan fuerte como cuando era joven.

El basilisco se convirtió en estatua de piedra, se rompió en varios cachos y se hundió en el agua.

Nunca más se ha visto un basilisco en la región, pero los habitantes que se habían marchado no regresaron, y el pueblo de Urrialdo no volvió a conocer la prosperidad que una vez tuvo.



martes, 10 de septiembre de 2013

Anxo

Hace mucho, mucho tiempo, vivía en una cueva de Domaikia, en Zuia de Araba, un genio terrible que tenía un solo ojo en medio de la frente. Era un gigante enorme con gran fuerza, pues era capaz de arrancar un árbol con una mano.

Los habitantes de la zona estaban aterrorizados porque Anxo que así se llamaba el gigante, robaba todo tipo de alimentos, en especial vacas y ovejas. El temor era aún mayor porque también había raptado a muchos caminantes que habían pasado cerca de la cueva y nunca más se les había vuelto a ver vivos.

Muchos habitantes de Domaikia habían decidido marcharse a vivir a otro sitio, y los que quedaban veían cómo, día a día, disminuía el número de animales; los árboles frutales aparecían destrozados, las huertas arrasadas y la pobreza era cada vez mayor. Desesperados decidieron ir a matar al monstruo. Los jóvenes más valientes, armados con azadas y estacas, se dirigieron hacia la cueva. Iban muy animados, pero, a medida que se iban acercando a la morada del gigante empezaron a sentir cada vez más miedo. Se encontraban a pocos metros de la cueva cuando, de pronto, apareció el terrible Anxo Todos se quedaron quietos, sin saber qué hacer, mientras él los miraba con su único ojo y una mueca en su boca.

—¡Ja, ja, ja! —rió el gigante, con tal estruendo que los pajarillos posados en las ramas de los árboles salieron volando asustados—. Así que tenemos visita, ¿eh? Entrad, entrad en mi casa.

Pero los jóvenes no se movieron, y se dispusieron al ataque. Anxo dejó de reír y se abalanzó contra ellos. En pocos minutos los había matado a todos, menos a uno, que se hizo el muerto. El gigante cogió después los cuerpos sin vida y los fue lanzando hacia el interior de la cueva, entre ellos al que se hacía el muerto. El joven, horrorizado, no se atrevía ni a respirar. Luego, oyó que el gigante decía:

—¡Ciérrate, Txarranka!

Y una gran piedra redonda cerró la entrada de la cueva. El joven, que se llamaba Joxe Martín, seguía sin moverse. Finalmente alzó la cabeza y comprobó que el gigante no estaba dentro de la cueva. Miró a su alrededor y vio que allí había muchos esqueletos. Joxe Martín sintió tanta pena que se puso a llorar por la suerte de sus amigos, y también por él mismo. Luego intentó calmarse y pensar en cómo salir de aquel horrible lugar. En eso estaba cuando oyó el vozarrón del gigante en el exterior de la cueva que decía:

—¡Ábrete, Txarranka!

Y la piedra de la entrada se corrió para dejarle paso. Joxe Martín se escondió rápidamente debajo de los cuerpos de sus amigos y esperó.

Anxo cogió justo al que estaba encima de él, lo asó en una gran fogata y se lo comió. Después se tumbó encima de cien pieles de oveja y se quedó dormido.

Aprovechando que el gigante dormía y que la entrada estaba abierta, el joven se arrastró hasta la salida sin hacer el menor ruido, y luego corrió durante varios kilómetros sin mirar hacia atrás. Al llegar a un pequeño río se detuvo a beber un poco de agua; se tumbó sobre la hierba y se durmió.

Los primeros rayos del sol lo despertaron. Pensó en seguir su camino, pero recordó a sus amigos.

—¡Tengo que acabar con ese monstruo! —dijo en voz alta.

Y regresó a la cueva. Al llegar, se subió a un árbol y allí, oculto por las ramas, se puso a pensar en cómo vencer al gigante. Entonces tuvo una idea, y gritó:

—¡Anxo! ¡Eh! ¡Anxo!

—¿Quién me llama? —respondió el gigante.

—¡Soy yo! ¡Joxe Martín, de Domaikia! ¡Has matado a todos mis amigos y vengo a luchar contigo!

—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Eres un infeliz! ¡Te aplastaré como a una hormiga!

El gigante asomó su fea cabeza por el agujero de la cueva para ver dónde se encontraba aquél que se atrevía a retarlo. Entonces, Joxe Martín gritó:

—¡Ciérrate, Txarranka!

Y la piedra se corrió, atrapando la cabeza de Anxo y matándolo en el acto.

Desde entonces, los habitantes de la zona alavesa de Domaikia pudieron vivir tranquilos, regresaron los que se habían marchado, florecieron de nuevo los frutales y los rebaños volvieron a pacer tranquilos en los prados.