martes, 1 de octubre de 2013

El regalo de las Lamias


Las lamias solían pedir, de vez en cuando, algunos favores a los seres humanos, y éstos eran recompensados con generosidad por ellas.

Una vez, cerca del pueblecito de Yabar, en la zona de Ultzama, en Nafarroa, una lamia se encontraba a punto de dar a luz, y sus compañeras fueron en busca de la comadrona de la localidad para que la ayudara en el parto. La comadrona se trasladó a la morada de las lamias e hizo su trabajo limpiamente y a satisfacción de las mismas.

Felices con el resultado, una preciosa pequeña lamia, las lamias la invitaron a comer unos manjares exquisitos a los que la buena mujer no estaba acostumbrada. Todo parecía mejor, más sabroso, incluso el pan era más blanco. No pudiendo resistirse, la comadrona cogió un trozo de pan y se lo guardó en un bolsillo para que su familia también pudiera probarlo.

Acabada la comida, las lamias le entregaron una rueca y un huso de oro.

—Acepta estos regalos —le dijeron— como agradecimiento por la ayuda que has prestado a nuestra compañera. Con ellos obtendrás un hilo tan fino y a la vez tan fuerte que no tendrá parecido, y podrás crear los tejidos más maravillosos del mundo. Pero también queremos advertirte algo: una vez que hayas salido de esta casa no debes volver la vista atrás ni una sola vez. ¿Has entendido?

La comadrona les aseguró que así lo haría e intentó levantarse de la silla para regresar a su casa, pero no pudo. Por mucho que se esforzó, parecía estar pegada al asiento.

—¿Has tomado algo de nuestra casa que no te pertenezca? —le preguntaron las lamias.

Ella iba negarlo cuando se acordó del pan blanco que tenía en el bolsillo y lo sacó.

—Nadie puede salir de aquí llevándose algo que nosotras no le hayamos dado —le informaron las lamias.

La comadrona pidió disculpas y se fue presurosa con la rueca y el huso de oro debajo del brazo. Iba a cruzar el puente que separa Laminetxea, la casa de las lamias, del pueblo cuando, olvidándose de las recomendaciones, se le ocurrió mirar hacia atrás y, al instante, desapareció el huso de oro.

Agarrando la rueca con fuerza, echó a correr hacia el pueblo. Al llegar, su curiosidad pudo más que su deseo y, cuando ya tenía un pie dentro y otro fuera de la casa, miró de nuevo atrás, y la rueca de oro también desapareció.

Las lamias nunca más volvieron a reclamar sus servicios y, por lo tanto, no tuvo otra oportunidad para recuperar los valiosos regalos.



martes, 17 de septiembre de 2013

El Basilisco del pozo


 En Mendoza de Araba existe un barrio llamado Urrialdo que hace muchos años estaba muy poblado, tenía numerosas casas y era un lugar próspero y rico. Un día, sin embargo, ocurrió algo que angustió y acabó con la alegría de los habitantes de Urrialdo. Una serpiente robó un huevo de gallina y lo empolló. Llegado el momento, el huevo se rompió, y de él salió un basilisco. Tenía el tamaño de un gato, su cabeza parecía la de un gallo con dientes, su cuerpo era de serpiente, tenía unas alas llenas de espinas y su cola era larga y puntiaguda como una lanza.

El basilisco es el animal más terrible que existe, y sus armas son sus ojos y sus dientes. La mirada del basilisco es mortal, hace que las plantas se marchiten, que los árboles se sequen y que los pájaros caigan en pleno vuelo. La única planta capaz de resistir su mirada es la “hierba de gracia” (boskoitza), que cura las heridas causadas por los dientes del basilisco. Y sólo hay dos animales capaces de vencerlo: el gallo y la comadreja. El horrible animal muere al oír el canto de un gallo o cuando la comadreja le da un mordisco. Pero los habitantes de Urrialdo no lo sabían.

El basilisco apareció un buen día en el pozo, sentado encima de un tronco que flotaba en el agua. Las primeras en verlo fueron dos mujeres que se acercaron a lavar la ropa.

—¿Qué es eso que hay en medio del agua? —preguntó una.

—Pues..., no sé... Yo diría que es un gallo... —respondió la otra.

—¿Un gallo en medio del agua? ¿Dónde se ha visto algo igual?

En eso, el basilisco clavó su mirada en ellas, y dos segundos más tarde estaban muertas. El monstruo desapareció.

Nadie podía explicar aquellas muertes, y el temor empezó a apoderarse de los habitantes de Urrialdo cuando, al día siguiente, apareció un hombre muerto, y luego otro, y otro...

Todas las muertes tenían lugar cerca del pozo, pero nadie había visto nada raro, así que decidieron mandar a un mozo para que vigilase. Aún no había amanecido y el joven se subió a un árbol y esperó, oculto entre las ramas.

Cerca del mediodía, vio un carruaje que se acercaba por el camino del pozo. Los viajeros contemplaban el paisaje y hacían comentarios sobre las casas. En eso, se fijaron en el lago y al instante, emergiendo entre las aguas, apareció el basilisco. Su mirada se clavó en el carruaje y, antes de que el mozo que estaba en el árbol pudiera darse cuenta de lo que ocurría, el vehículo y sus ocupantes desaparecieron. Martín se quedó con la boca abierta del asombro, se frotó los ojos creyendo que estaba soñando, miró de nuevo al lago..., pero el basilisco había desaparecido.

Al enterarse de lo ocurrido, todos los habitantes de Urrialdo comenzaron a temblar de miedo. No sabían cómo luchar contra un ser tan poderoso y decidieron marcharse del pueblo, porque lo más importante era seguir vivos. Sólo unos pocos se atrevieron a quedarse allí.

Pero el tiempo pasaba, las casas abandonadas iban cayéndose de viejas y los que habían decidido quedarse eran cada día más pobres, porque tenían miedo a salir y encontrarse con el basilisco, y tampoco se atrevían a utilizar el agua del pozo. Los animales andaban sueltos, tratando de encontrar comida porque sus dueños ya no se ocupaban de ellos. Cuando se acercaban al pozo para beber, aparecía el basilisco y los mataba con la mirada.

Un día, un viejo gallo al que casi ya no le quedaban plumas, se acercó al pozo. El basilisco apareció y se lo quedó mirando, pero su mirada nada podía contra el viejo gallo, que también lo miró, y así estuvieron durante un buen rato. Creyendo el gallo que aquel otro había ido a quitarle el puesto de jefe en el gallinero, cogió aire, hinchó el pecho y cantó tan fuerte como cuando era joven.

El basilisco se convirtió en estatua de piedra, se rompió en varios cachos y se hundió en el agua.

Nunca más se ha visto un basilisco en la región, pero los habitantes que se habían marchado no regresaron, y el pueblo de Urrialdo no volvió a conocer la prosperidad que una vez tuvo.