miércoles, 9 de octubre de 2013

La Lamia enamorada




Una vez, un joven pastor de Orozko, en Bizkaia, llamado Antxon, andaba por el monte con su rebaño cuando oyó un canto maravilloso, y quedó tan asombrado que se olvidó de las ovejas y se dirigió hacia el lugar de donde procedía la voz.

AI separar unos matorrales vio algo que lo dejó boquiabierto. Sobre una roca enclavada en medio de un río estaba sentada la joven más hermosa que él jamás había visto. Tenía el cabello largo y rubio y se peinaba con un peine de oro mientras cantaba una extraña melodía. Antxon no podía apartar sus ojos de ella.

En eso, la joven dejó de cantar y dirigió su mirada hacia los matorrales. Al ver a Antxon se zambulló en el río. Al poco, sacó la cabeza del agua, por detrás de la roca, se escondió, se asomó..., mientras el muchacho contemplaba, atónito, el juego. Finalmente, no volvió a esconderse y, abriendo sus grandes ojos transparentes, preguntó:

—¿Quién eres?

El pastor permaneció mudo.

—¿Quién eres? —insistió la desconocida.

—Antxon, soy Antxon —respondió al fin—. ¿Y tú?

La joven se echó a reír y no respondió, zambulléndose de nuevo. El pastor esperó y esperó, pero, al ver que no salía, regresó al pueblo. Durante unos cuantos días no salió de casa, y no podía dejar de pensar en la muchacha del río. Por fin se decidió y otra vez cogió el camino del monte. A medida que se acercaba al lugar, de nuevo escuchó el canto maravilloso, y se sintió feliz.

La hermosa joven, al igual que la vez anterior, peinaba sus cabellos rubios sentada encima de la roca. Al ver a Antxon, dejó de cantar y le sonrió.

—Buenos días, Antxon —dijo—. Te estaba esperando.

—¿A mí? —preguntó el pastor, emocionado.

—Sí, a ti. Acércate, acércate.

Antxon se aproximó a la orilla, y allí se sentó. Pasaron las horas y ninguno de los dos hablaba, sólo se miraban.

—¿Te casarás conmigo? —preguntó la joven cuando el sol comenzaba a ocultarse.

—Sí —respondió Antxon.

En señal de compromiso, la joven le entregó un anillo, que él se puso en el dedo anular.

—Ama, voy a casarme —le dijo Antxon a su madre cuando volvió a casa.

—Pero, hijo..., ¿con quién? —preguntó la madre, asombrada, pues no sabía que su hijo tuviese novia.

—Con la mujer más hermosa del mundo. Vive arriba del monte, junto al río.

—Pero..., ¿quién es? —insistió la madre.

—La mujer más hermosa que he visto en mi vida.

—¿Cómo se llama? ¿Quiénes son sus padres?

—Es la más hermosa... La más hermosa...

La madre llegó a la conclusión de que su hijo estaba embrujado. Salió presurosa a la calle, habló con sus vecinos, con la abuela, con el tío, con el cura... Todos la aconsejaron de forma distinta: si es bruja, esto; si es lamia, lo otro; si es extranjera, aquello... Finalmente, el hombre más viejo de Orozko dio también su opinión.

—Si es lamia, tendrá los pies de pato —sentenció.

La madre regresó a casa e hizo prometer a su hijo que miraría los pies a su novia. Después de mucho insistir, Antxon prometió que así lo haría, que le miraría los pies a su novia, a su hermosísima novia. De pronto, se apoderó de él un gran deseo de verla de nuevo, y echó a correr hacia el monte.

Su enamorada se estaba bañando y jugueteaba con los peces, entraba y salía del agua como un delfín y su risa era como el sonido de mil cascabeles. Se acercó silenciosamente, queriendo darle una sorpresa, pero..., ¡ay! ¡Los pies de su amada no eran como los de todo el mundo!

—¿Estaré soñando? —se preguntó, incrédulo.

Los pies de la muchacha parecían patas de pato... ¡Definitivamente eran patas de pato! Antxon se quedó paralizado por el estupor, y después regresó al pueblo con el corazón destrozado.

Al entrar en casa, la madre, que lo estaba esperando, notó que algo extraño le sucedía.

—¿Y qué, hijo? ¿Qué ha pasado? ¿Has visto sus pies? —le preguntó con insistencia.

—Son como los pies de los patos —murmuró el joven.

—¡Es una lamia! ¡No puedes casarte con ella! ¿Lo oyes? Los humanos no se casan con las lamias.

Antxon, presa de una gran tristeza, se metió en la cama y enfermó. La fiebre le hacía delirar, veía el rostro de su amada y oía su voz llamándole: “zatoz, maitea, zatoz” (“ven, querido, ven”).

Pero él nunca volvió, porque murió de pena.

El día del entierro la lamia acudió a la casa de Antxon, se acercó al lecho, lo cubrió con una sábana de oro y besó sus labios fríos. Siguió al cortejo hasta la iglesia, pero, como todo el mundo sabe, las lamias no pueden entrar en las iglesias, y entonces regresó al monte, llorando por su amor perdido.

Tanto y tanto lloró que, en el lugar donde cayeron sus lágrimas brotó un manantial que recuerda para siempre el amor imposible entre la lamia y el pastor.


miércoles, 2 de octubre de 2013

Guiomar y el Unicornio


Son muchos los países en los que el unicornio es protagonista de leyendas, pero en toda la Península Ibérica sólo se conoce un unicornio, el que vagaba por el bosque de Betelu, en Nafarroa.

El unicornio es un animal mitológico que tiene forma de caballo, es blanco, símbolo de la pureza, y sus ojos son azules. De su frente sale un cuerno largo y afilado que posee un valor incalculable y que puede contrarrestar todo tipo de venenos.

Sólo se puede cazar un unicornio mediante una virgen, porque es la única persona que el animal permite que se le acerque. De todos modos, el mágico animal muere si se le arranca el cuerno, aunque no esté herido de muerte.



Gobernaba en Nafarroa el rey Sancho el Magnánimo, quien había conseguido llevar la paz a sus tierras, tras muchos años de peleas con los musulmanes que amenazaban las fronteras del reino.

El rey Sancho y su esposa doña Aldonza tenían dos hijas Violante y Guiomar. Las dos eran hermosas, virtuosas y discretas siendo la primera morena y la segunda, rubia. Todos los que las conocían las querían y respetaban, y ellas llenaban de alegría la vejez de sus padres.

Una tarde, llegó al castillo un caballero que se dirigía a tierras lejanas. Nada más verse, el caballero y Guiomar se enamoraron perdidamente el uno del otro. Al día siguiente, temprano por le mañana, el joven prosiguió su camino y nunca más regresó, pues murió en la guerra. Guiomar se entristecía cada vez que pensaba en él, aunque nada dejaba traslucir para no preocupar a los suyos, que la creían totalmente feliz.


Pasaron los años y doña Aldonza murió. El luto se apoderó del castillo y, sobre todo, se introdujo en el corazón del rey Sancho de tal forma que empezó a morir de dolor. Ni la atención de sus hijas ni los cuidados de sus servidores servían para nada. Aquel hombre fuerte y corpulento se debilitaba día a día; únicamente esperaba la muerte para ir a reunirse con su querida esposa.

Muchos médicos y curanderos visitaron al rey, pero ninguno supo encontrar el remedio para curar su enfermedad.

Un día llegó al palacio un ermitaño que pidió ver al enfermo.

—Don Sancho sanará —afirmó tras examinarlo con atención—. Sólo necesita beber un brebaje que yo prepararé.

La esperanza asomó a los rostros, y las princesas sonrieron, confiadas.

—Ahora bien —prosiguió el ermitaño—; para que la medicina sea eficaz deberá de tomar el brebaje en el cuerno de un unicornio.

Todos se miraron consternados. ¡No había ningún cuerno de unicornio en el castillo! El ermitaño, al comprobar el desconcierto que sus palabras habían causado, habló de nuevo.

—¡No está todo perdido! En el bosque de Betelu vive un unicornio. Es un animal peligroso, y tan hermoso como difícil de capturar, pero se rinde ante una doncella pura que nunca haya tenido penas de amor.

Todos los ojos se volvieron hacia Violante y Guiomar. La hermana mayor se ofreció al punto. ¡Ella iría en busca del animal!

Y, en efecto, Violante se internó en el bosque de Betelu, decidida y con paso firme. A los pocos minutos, escuchó a lo lejos el relincho del unicornio, y fue tal el miedo que se apoderó de ella que salió corriendo y no paró de correr y de llorar hasta llegar al castillo.

Don Sancho seguía empeorando y estaba cada vez más débil. Guiomar tomó entonces la decisión de ir ella misma en busca del mítico animal. Eligió a los mejores ballesteros de su padre y fue al bosque. Todavía sufría penas de amor por aquel caballero que un día conoció, y sabía que corría un grave peligro.

—Manteneos atentos —dijo a los ballesteros— Disparad las saetas si veis que el unicornio me ataca.

La joven se internó en el bosque, seguida a distancia por los ballesteros, y se aproximó al caballo, que se hallaba en un claro. El bello animal estaba comiendo las hojas de los árboles, porque los unicornios no comen hierba, ya que saben que los humanos desean arrancarles el cuerno, y nunca bajan la cabeza. Cuando Guiomar alargó la mano para acariciarlo, el unicornio la acometió con furia, atravesándole el cuerpo con el cuerno. Los ballesteros dispararon, pero ya era tarde. Guiomar había muerto y los soldados llevaron su cadáver al castillo, y también el cuerno del unicornio.

El rey Sancho el Magnánimo sanó, pero no vivió mucho, pues la muerte de su hija le partió el corazón y ya no hubo medicinas para curarlo.