miércoles, 26 de febrero de 2014

"Entrada de año"



Fresco, retozón, chorreando juventud, el Año Nuevo, desde los abismos del Tiempo en que nació y se crió, se dirige a la tierra donde ya le aguardan para reemplazar al año caduco, perdido de gota y reuma, condenado a cerrar el ojo y estirar la pata inmediatamente.

Viene el Año Nuevo poseído de las férvidas ilusiones de la mocedad. Viene ansiando derramar beneficios, regalar a todos horas y aun días de júbilo y ventura. Y al tropezar en el umbral de la inmensidad con un antecesor, que pausadamente y renqueando camina a desaparecer, no se le cuece el pan en el cuerpo y pregunta afanoso:

-¿Qué tal, abuelito? ¿Cómo andan las cosas por ahí? ¿De qué medios me valdré para dar gusto a la gente? Aconséjame... ¡A tu experiencia apelo!...

El Año Viejo, alzando no sin dificultad la mano derecha, desfigurada y llena de tofos gotosos, contesta en voz que silba pavorosa al través de las arrasadas encías.

-¡Dar gusto! ¡Si creerá el trastuelo que se puede dar gusto nunca! ¡Ya te contentarías con que no te hartasen de porvidas y reniegos! De las maldiciones que a mí me han echado, ¿ves?, va repleto este zurrón que llevo a cuestas y que me agobia... ¡Bonita carga!... Cansado estoy de oír repetir: «¡Año condenado! ¡Año de desdichas! ¡Año de miseria! ¡Año fatídico! Con otro año como éste...» Y no creas que las acusaciones van contra mí solo... Se murmura de «los años» en general... Todo lo malo que les sucede lo atribuyen los hombres al paso y al peso de los años... ¡A bien que por último me puse tan sordo, que ni me enteraba siquiera!...

Aquí se interrumpe el Año decrépito, porque un acceso de tos horrible le doblega, zamarreándole como al árbol secular el viento huracanado. Y el Año mozo, que ni lleva pastillas de goma ni puede entretenerse en cuidar catarros y asmas, prosigue su camino murmurando con desaliento:

-Adiós, abuelito... Aliviarse... Se hace tarde y voy muy de prisa...

Al entrar en la Tierra, sentíase descorazonado. Como suele decirse, se le había caído el alma a los pies, y además creía herida su dignidad y ofendida su rectitud al acercarse a gentes que le maldecirían y le achacarían, sin razón, sus adversidades y desventuras.

Hasta tal extremo fatiga esta cavilación al muchacho -advierto que el año de mi historia era muy delicado y pundonoroso-, que decide apelar a una especie de plebiscito. Si le rechaza la mayoría, si en él ven un enemigo los mortales, hállase resuelto a suprimirse, a disolverse en la nada, borrando antes con el dedo las cifras de su nombre ya escritas en la gigantesca y negra pizarra del Destino. Un suicidio por decoro antes que una vida detestable entre la universal execración.

Con tan firme propósito, el Año Nuevo, vagando por las calles de populosa ciudad, cruza la primera puerta que ve franca, por la cual salen quejidos lastimeros. Sobre duro camastro yace tendida una vejezuela, seca como pergamino, inmóvil. En sus miembros paralizados sólo vive el dolor. El año se inclina, compadecido, e interroga a la impedida afectuosamente:

-¿Qué es eso, madre? Mal lo pasamos, ¿eh?

-¡Ay, hijo! Esto se llama rabiar y condenarse... Tengo dentro un perro que me roe los huesos sin descanso... ¡Y sin esperanzas de curación! ¡Cuatro años que llevo así!

-¿De modo que no querrá usted llevar uno más? -exclamó el chico con anhelo-. Porque yo soy el Año que viene ahora, y si usted gusta, puedo quitarme de en medio. Desaparezco por escotillón. Usted descuenta ese añito de los que le faltan de padecer... ¡y a vivir... o a morir, según Dios disponga!

Profundo espanto se pinta en la cara amojamada de la vieja. Brillan de terror sus apagados ojos, y cruzando las manos -sólo estaba baldada de la cadera abajo- implora así:

-¡No, Añito del alma, no te vayas, no te quites! No, Añito, eso no. ¡Ya parece que me siento algo aliviada...! ¡Me anuncia el corazón que no has de ser malo como tus antecesores!... ¡Un añito! ¡Y a mi edad, que quedan tan pocos!

Maravillado sale el Año de allí, y como anda tan ligero, presto deja atrás la ciudad y se encuentra en una especie de colonia obrera, albergue de los trabajadores en las minas de azogue.

Sórdida estrechez se delata en el aspecto de las casuchas, y las filas de seres humanos que a la incierta luz del amanecer se dirigen a hundirse en las entrañas de la mina, llevan estampadas en el rostro las huellas del veneno que impregna su organismo. Su palidez verdosa, su temblor mercurial incesante causan escalofrío y miedo.

El Año, espantado de tal vista, se acerca al que más tiembla, que no parece sino muñequillo de médula de saúco bajo la influencia de eléctrica corriente, y le hace la misma proposición que a la vieja tullida.

El temblor del desdichado aumenta. Hiere de pie y de mano, danzando como si le hubiese picado la tarántula maligna. Sus ojos ruegan, sus rodillas se doblan y entre dos zapatetas suplica afligido:

-¡Eso nunca, señor de Año! ¡Por lo que usted más quiera, no me quite un pedazo de la dulce vida! ¡Es el único bien que poseo!

Apártase el Año, entre horrorizado y despreciativo, y con la rapidez propia de su marcha (el tiempo vuela, ya se sabe), al instante llega a orillas del mar, ve un presidio y se introduce en una de sus cuadras.

Residencia para todos odiosa, sombría, mefítica, emponzoñada por hediondas emanaciones, ¿qué será para el hombre que no cesa de dar vueltas a tremenda idea fija: la certidumbre de haber sido condenado sin culpa a cadena perpetua, y de que, mientras se consume en el penal, abrumado de ignominias, el verdadero criminal, que le robó libertad y honor, se pasea tan tranquilo, lisonjeado del mundo, favorecido de la propia mujer del preso?

Y los abyectos compañeros de cadena, al observar en el presidiario inocente un instinto de honradez, una imposibilidad de adaptarse a la degradación, le han tomado por esclavo y víctima, y a fuerza de golpes le obligan a que les sirva y desempeñe los menesteres más bajos.

Cuando el Año penetra en la cuadra, el desdichado preso se ocupa en liar los sucios petates de la brigada toda.

«Lo que es éste, acepta -discurre el Año entre sí-. A vivir semejante, será preferible el nicho.»

Al formular la proposición, seguro de que la oiría con transporte, el Año sonríe; pero el presidiario, apenas comprende, se subleva, chilla, pone las manos como para defender o pegar.

¡No faltaba más! ¡Después de tanta inmerecida desventura, iban a robarle un año de existencia! ¡En seguida! ¿Y si mañana reconocían su inculpabilidad y le echaban a la calle? ¡Pues hombre!

Confuso y aturdido huye del presidio el Año Nuevo. ¿A qué repetir la tentativa? Nadie quería perder minuto de esta vida tan injuriada y tan perra...

Sin embargo, por tranquilizar su conciencia, recorre el Año los lugares en que se llora, las mansiones del dolor y la necesidad, las famélicas buhardillas, los campos que riega el sudor del labriego, los asquerosos burdeles, los hospitales, los asilos de la mendicidad, las leproserías, las glaciales prisiones siberianas... Doquiera le dicen «arre allá» cuando pretende cercenarles un año de suplicio...

Ahíto de ver tanta desdicha, el Año quiere reposar una hora en alguna casa alegre, rica y elegante, y se detiene en el palacio de un señor poderoso, a quien rodearon desde la cuna prosperidades y lisonjas, sobre quien llovieron amores, honores y riquezas.

En una estancia que más parece museo, donde tapices de armoniosos tonos apagados sirven de fondo a relucientes y arrogantes armaduras antiguas; recostado en un sillón guadamecí, descansando la sien sobre el puño, está el potentado, siguiendo con lánguido mirar los reflejos de la llama que arde en la chimenea.

«¿Qué dirá éste de mi proposición? -calcula el Año-. Saltará al oírla. Me cruza con aquella tizona, de fijo.»

¡Y por chancearse, por curiosidad, ofrece el consabido trato... Doce meses menos, un recorte en la tela del vivir!... Alza la frente el magnate, sonríe penosamente, y tendiendo la diestra, farfulla como si tuviese pereza de hablar:

-Convenido: venga esa mano... ¡Doce meses de aburrimiento que desquito! Mil gracias... No tengo arranque para pegarme un tiro; pero así, indirectamente, es otra cosa...

Y entonces el Año Nuevo se encoge de hombros, alejase de la señorial mansión, y anuncia a son de trompeta, en calendarios y diarios, su entrada en la casa de locos de la Humanidad.


"El voto"


Sebastián Becerro dejó su aldea a la edad de diecisiete años, y embarcó con rumbo a Buenos Aires, provisto, mediante varias oncejas ahorradas por su tío el cura, de un recio paraguas, un fuerte chaquetón, el pasaje, el pasaporte y el certificado falso de hallarse libre de quintas, que, con arreglo a tarifa, le facilitaron donde suelen facilitarse tales documentos.

Ya en la travesía, le salieron a Sebastián amigos y valedores. Llegado a la capital de la República Argentina, diríase que un misterioso talismán -acaso la higa de azabache que traía al cuello desde niño- se encargaba de removerle obstáculos. Admitido en poderosa casa de comercio, subió desde la plaza más ínfima a la más alta, siendo primero el hombre de confianza; luego, el socio; por último, el amo. El rápido encumbramiento se explicaría -aunque no se justificase- por las condiciones de hormiga de nuestro Becerro, hombre capaz de extraer un billete de Banco de un guardacantón. Tan vigorosa adquisividad -unida a una probidad de autómata y a una laboriosidad más propia de máquinas que de seres humanos -daría por sí sola la clave de la estupenda suerte de Becerro, si no supiésemos que toda planta muere si no encuentra atmósfera propicia. Las circunstancias ayudaron a Becerro, y él ayudó a las circunstancias.

Desde el primer día vivió sujeto a la monástica abstinencia del que concentra su energía en un fin esencial. Joven y robusto, ni volvió la cabeza para oír la melodía de las sirenas posadas en el escollo. Lenta y dura comprensión atrofió al parecer sus sentidos y sentimientos. No tuvo sueños ni ilusiones; en cambio, tenía una esperanza.

¿Quién no la adivina? Como todos los de su raza, Sebastián quería volver a su nativo terruño, fincar en él y deberle el descanso de sus huesos. A los veintidós años de emigración, de terco trabajo, de regularidad maniática, de vida de topo en la topinera, el que había salido de su aldea pobre, mozo, rubio como las barbas del maíz y fresco lo mismo que la planta del berro en el regato, volvía opulento, cuarentón, con la testa entrecana y el rostro marchito.

Fue la travesía -como al emigrar- plácida y hermosa, y al murmullo de las olas del Atlántico, Sebastián, libre por vez primera de la diaria esclavitud del trabajo, sintió que se despertaban en él extraños anhelos, aspiraciones nuevas, vivas, en que reclamaba su parte alícuota la imaginación. Y a la vez, viéndose rico, no viejo, dueño de sí, caminando hacia la tierra, dio en una cavilación rara, que le fatigaba mucho; y fue que se empeñó en que la Providencia, el poder sobrenatural que rige el mundo, y que hasta entonces tanto había protegido a Sebastián Becerro, estaba cansado de protegerle, y le iba a zorregar disciplinazo firme, con las de alambre: que el barco embarrancaría a la vista del puerto, o que él, Sebastián, se ahogaría al pie del muelle, o que cogería un tabardillo pintado, o una pulmonía doble.

De estas aprensiones suele padecer quien se acerca a la dicha esperada largo tiempo. Y con superstición análoga a la que obligó al tirano de Samos a echar al mar la rica esmeralda de su anillo, Sebastián, deseoso de ofrecer expiatorio holocausto, ideó ser la víctima, y reprimiendo antojos que le asaltaran al fresco aletear de la brisa marina y al murmullo musical del oleaje, si había de prometer al Destino construir una capilla, un asilo, un manicomio, hizo otro voto más original, de superior abnegación: casarse sin remedio con la soltera más fea de su lugar. Solemnizado interiormente el voto, Sebastián recobró la paz del alma, y acabó su viaje sin tropiezo.

Cuando llegó a la aldea, poníase el sol entre celajes de oro; la campiña estaba muda, solitaria e impregnada de suavísima tristeza, todo lo cual es parte a sacar chispas de poesía de la corteza de un alcornoque, y no sé si pudo sacar alguna del alma de Sebastián. Lo cierto es que en el recodo del verde sendero encontró una fuente donde mil veces había bebido siendo rapaz, y junto a la fuente, una moza como unas flores, alta, blanca, rubia, risueña; que el caminante le pidió agua, y la moza, aplicando el jarro al caño de la fuente y sosteniéndolo después, con bíblica gracia, sobre el brazo desnudo y redondo, lo inclinó hasta la boca de Sebastián, encendiéndole el pecho con un sorbo de agua fría, una sonrisa deliciosa y una frase pronunciada con humildad y cariño: «Beba, señor, y que le sirva de salú.»

Siguió su camino el indiano, y a pocos pasos se le escapó un suspiro, tal vez el primero que no le arrancaba el cansancio físico; pero al llegar al pueblo recordó la promesa, y se propuso buscar sin dilación a su feróstica prometida y casarse con ella, así fuese el coco.

Y, en efecto, al día siguiente, domingo, fue a misa mayor y pasó revista de jetas, que las había muy negruzcas y muy dificultosas, tardando poco en divisar, bajo la orla abigarrada de un pañuelo amarillo, la carátula japonesa más horrible, los ojos más bizcos, la nariz más roma, la boca más bestial, la tez más curtida y la pelambrera más cerril que vieron los siglos; todo acompañado de unas manos y pies como paletas de lavar y una gentil corcova.

Sebastián no dudó ni un instante que la monstruosa aldeana fuese soltera, solterísima, y no digo solterona, porque la suma fealdad, como la suma belleza, no permite el cálculo de edades. Cuando le dijeron que el espantojo estaba a merecer, no se sorprendió poco ni mucho, y vio en el caso lo contrario que Policrates en el hallazgo de su esmeralda al abrir el vientre de un pez; vio el perdón del Destino, pero... con sanción penal: con la fea de veras, la fea expiatoria. «Esta fea -pensó- se ha fabricado para mí expresamente, y si no cargo con ella, habré de arruinarme o morir.»

Lo malo es que a la salida de misa había visto también el indiano a la niña de la fuente, y no hay que decir si con su ropa dominguera y su cara de pascua, y por la fuerza del contraste, le pareció bonita, dulce, encantadora, máxime cuando, bajando los ojos y con mimoso dengue, la moza le preguntó «si hoy no quería agüiña bien fresca». ¡Vaya si la quería! Pero el hado, o los hados -que así se invocan en singular como en plural- le obligaban a beber veneno, y Sebastián, hecho un héroe, entre el asombro de la aldea y las bascas del propio espanto, se informó de la feona, pidió a la feona, encargó las galas para la feona y avisó al cura y preparó la ceremonia de los feos desposorios.

Acaeció que la víspera del día señalado, estando Sebastián a la puerta de su casa, que proyectaba transformar en suntuoso palacete, vio a la niña de la fuente, que pasaba descalza y con la herrada en la cabeza. La llamó, sin que él mismo supiese para qué, y como la moza entrase al corral, de repente el indiano, al contemplarla tan linda e indefensa -pues la mujer que lleva una herrada no puede oponerse a demasías-, le tomó una mano y la besó, como haría algún galán del teatro antiguo. Rióse la niña, turbóse el indiano, ayudóla a posar la herrada, hubo palique, preguntas, exclamaciones, vino la noche y salió la luna, sin que se interrumpiese el coloquio, y a Sebastián le pareció que, en su espíritu, no era la luna, sino el sol de mediodía, lo que irradiaba en oleadas de luz ardorosa y fulgente...

-Señor cura -dijo pocas horas después al párroco-, yo no puedo casarme con aquélla, porque esta noche soñé que era un dragón y que me comía. Puede creerme que lo soñé.

-No me admiro de eso -respondió el párroco, reposadamente-. Ella dragón no será, pero se le asemeja mucho.

-El caso es que tengo hecho voto. ¿A usted qué le parece? Si le regalo la mitad de mi caudal a esa fiera, ¿quedaré libre?

-Aunque no le regale usted sino la cuarta parte o la quinta... ¡Con dos reales que le dé para sal!...

Sin duda, el cura no era tan supersticioso como Becerro, pues el indiano, a pesar de la interpretación latísima del párroco, antes de casarse con la bonita, hizo donación de la mitad de sus bienes a la fea, que salió ganando: no tardó en encontrar marido muy apuesto y joven. Lo cual parece menos inverosímil que el desprendimiento de Sebastián. Verdad que este era fruto del miedo...