miércoles, 26 de febrero de 2014

"La careta rosa"

Era aquel un matrimonio dichosísimo. Las circunstancias habían reunido en él elementos de ventura y de esta satisfacción que da la posición bien sentada y el porvenir asegurado. Se agradaban lo suficiente para que sus horas conyugales fuesen de amor sabroso y sazón de azúcar, como fruto otoñal. Se entendían en todo lo que han menester entenderse los esposos, y sobre cosas y personas solían estar conformes, quitándose a veces la palabra para expresar un mismo juicio. Ella llevaba su casa con acierto y gusto, y el amor propio de él no tenía nunca que resentirse de un roce mortificante: todo alrededor suyo era grato, halagador y honroso. Y la gente les envidiaba, con envidia sana, que es la que reconoce los méritos, y, al hacerlo, reconoce también el derecho a la felicidad.

Años hacía que disfrutaban de ella, y la había completado una niña, rubio angelote al principio, hoy espigada colegiada, viva y cariñosa, nuevo encanto del hogar cuando venía a alborotarlo con sus monerías y caprichos. Con la enseñanza del colegio y todo, Jacinta, la pequeña, no estaba muy bien educada, y tal vez hubiese sido menos simpática si lo estuviese. Corría toda la casa de punta a cabo, se metía en la cocina, torneaba zanahorias, cogía el plumero y limpiaba muebles, y en el jardinillo del hotel hacía herejías con los arbustos, a pretexto de podarlos, según lo practicaban las monjas. Su delicia era revolver en los armarios de su madre. Lo malo era que algunos estaban cerrados siempre.

Un domingo, sin embargo, como su madre hubiese salido a misa, vio Jacinta puestas las llaves del tocador, en el que guardaba, sin duda, preciosidades, pues ni aún entreabrirlo había consentido jamás la señora en presencia de la colegiala; y ésta, cual gatito que puede deslizarse en alacena bien repleta de fiambres y quesos, diose prisa a huronear. Había ropa blanca sutil, semejante a gasa la batista y a espuma los encajes; había bolsas de abalorio, cajitas con collares y brincos, abanicos de nácar, guantes, haces de vetiver, pañolería delicada... Y deslizando la mano bajo un montón de medias de seda, sin estrenar, largas y elásticas como víboras, que parecían retorcerse, sacó la niña un objeto que se quedó mirando, fascinada. Una careta de seda rosa, aplastada ya la picuda nariz por la permanencia bajo otras prendas y cachivaches.

En los niños ejercen misteriosa atracción los atributos carnavalescos, antifaces, disfraces, cuanto huele a máscaras. Jacinta nunca conseguía que las monjas la dejasen ver el carnaval. Aquellos días se hacían desagravios en la capilla y las colegialas no tenían asueto. La niña miraba a la careta, preguntándose interiormente qué expresaba su burlona faz.

Tan ensimismada estaba contemplando el objeto que no vio venir a su padre hasta que él repitió su nombre:

-¡Cinta, Cinta!

Volvióse con sobresalto, dejando caer la careta.

-¿Qué es eso? ¿Quién te lo ha dado?

Balbuciente, la chiquilla murmuró, excusándose:

-Estaba ahí... ahí...

Y señalaba al armario de su madre. El padre, por un momento no se dio cuenta exacta del caso. Hay un intervalo entre el hecho sin relación con otros anteriores y el cálculo de su significación. Una careta... Estaba ahí... Cubrió por fin sus ojos una nube de las que no tienen existencia real, que vienen de dentro y parecen formadas de tinieblas psicológicas. Tendió el brazo, recogió la prenda, dio dos vueltas a la llave del armario y se la guardó como por máquina. La careta también pasó al bolsillo. Ordenó a Jacinta:

-Vete a jugar al jardín.

Cuando volvió la madre, nada de particular ocurrió. Almorzaron cordialmente; sólo Jacinta estaba asustada, temerosa de un regaño. No se revuelve en los armarios, no se aprovechan los descuidos para curiosear. Sor Sainte Foi le impondría severo correctivo, si lo supiese. Pero su padre lo sabía y nada le había dicho... Hasta la servía, cariñoso, llenando su plato... Como siempre...

¿Como siempre? Los niños también observan, y Jacinta notaba la nerviosidad, lo forzado del buen humor. Cuando vino a recogerla el coche del colegio, estaba la niña a dos dedos de llorar. Hubiese preferido un buen regaño franco. Temores indefinibles la acongojaban.

El padre, entretanto, iniciaba la tarea amarga de roerse el corazón queriendo averiguar lo que nunca averiguaría, pretendiendo reencarnar un pasado desvanecido, para pedirle cuentas. Él nunca había visto aquella careta rosa. Él no tenía noticia de que su mujer hubiese concurrido a ninguna fiesta carnavalesca de las que reclaman antifaz. ¿Cómo había de ignorarlo, en la estrecha unión en que habían vivido? Era, pues, la careta el secreto que tan a menudo se guardan marido y mujer, por íntima que sea su convivencia, porque el ayer no es de nadie, y el ayer está herméticamente cerrado, como debería haberlo estado siempre aquel armario fatal.

Con tal pensamiento, el marido se convirtió en espía. Fabricó llaves dobles de todos los muebles de su mujer. Cuando ella salía confiada -pues él había vuelto a colocar la careta en su sitio por si ella la echaba de menos- registraba, a su vez, estante por estante, cajón por cajón. Buscaba afanoso cartas, flores, retratos, recuerdos... Lo que encontró fue muy inocente. Nada que comprometiese a la esposa. Esquelas de amigas, retratos de familia, flores de Jerusalén... Y en medio de tales testimonios de una vida pura, intachable, de señorita perfecta, la careta rosa continuaba sin explicación, como enigma de una flor de pecado, prensada entre las hojas de un libro, olvidada allí, y que un día aparece, recordando lo que nadie guarda ya ni en la memoria. Y la ironía de la careta sacaba de quicio al mísero, amarrado al potro de la sospecha durante la vida; aquella respingada nariz, aquellos oblicuos ojos vacíos, detrás de los cuales había ardido la llama pasional; aquel barbuquejo deshilachado, picado, arrugado, que un día cubrió una boca riente y húmeda y fue alzado por el juguetón impulso de unos enamorados dedos..., enloquecía al infeliz torturado de los peores celos: los de lo desconocido, lo indescifrable.

El desgraciado perdía el sueño y el apetito; sus noches eran infiernos de pesadilla; las hipótesis martilleaban su cráneo como mazos fragorosos, y creía tener en los sesos una campana, cuyo badajo, a todo vuelo, le golpeaba, vibrando.

Al acercarse los Carnavales, habló el marido con la mujer de bailes, fiestas y alegrías, de un asalto de capuchones anunciado en casa de Ambas Castillas el próximo lunes. Y con la ansiedad con que se espera una sentencia absolutoria, aguardó la frase que iba a salir de aquella boca amada, en respuesta a la pregunta:

-¿Te gustan a ti los bailes de máscaras? ¿Te has disfrazado alguna vez?

-¡Nunca!, respondió ella con energía, con una especie de estremecimiento hondo, imperceptible quizás para quien no fuese celoso de lo que no tiene cuerpo, ni más efectividad que la seda ajada de un antifaz rosa. Y el celoso comprendió al punto que su mujer mentía; que mentía resueltamente, determinadamente, como el que repele una agresión, como el que se pone en defensiva ante un peligro grave. Y en lo extraviado de sus ojos, en la palidez, que no pudo esconderse, que poco a poco iba esparciéndose por el semblante desencajado de la esposa, no dudó. Había acertado con el sitio doloroso; había tocado la llaga oculta, cicatrizada en falso, que ahora respondía con sordo quejido del alma al tacto y a la presión. Y comprendió también que él no podía hablar, que no podía acusar, ni apremiar, ni maldecir; que no encontraría frases ni fundamentos para su requisitoria; que carecía de base todo, todo..., y que sólo podía hacer una cosa terrible: estrangularla y ponerle luego sobre el rostro la maldita careta, como bofetón de ignominia... Tanto lo comprendió, que se levantó recto, a guisa de autómata, y huyó de su casa, y se fue a pasar la noche en un hotel, y por la mañana salió hacia Barcelona, donde embarcó para los países lejanos en que no tenía probabilidad alguna de volver a ver a la que fue el eje de su vida, a la madre de su hija, a la que aún amaba y de la cual -extraña contradicción- estaba seguro de ser amado.

Le lanzaba a la fuga un poco de cartón forrado de raso, en cuya superficie se dibujaba, irónica, una mueca de frivolidad y de alocado placer. ¡Aquella careta, conservada religiosamente entre encajes y bagatelas en el fondo del armario elegante! Pero jamás lograría arrancar a su mujer la confesión plena, clara leal. No; sin duda lo de la careta era algo inconfensable, sabe Dios qué... Algo que hacía palidecer el rostro, que ya siempre se había de figurar él tapado con el raso de la careta que no palidece. Y por no resbalar hasta el crimen, nunca regresó a su hogar el desventurado, sucumbiendo en un choque de trenes, en los Estados Unidos, sin que se supiese qué nombre darle en la lista de los muertos.


"El zapato"


Cuando oigo decir que el amor es felicidad, siento tentaciones de responder inmediatamente: «Sí, con tal que no anden por medio los celos, porque los celos son una enfermedad ridícula y a la vez dolorosa, de esas en que se oculta el dolor por no provocar la risa y en que falta el consuelo de la queja.» Y, en efecto, habiendo sido toda mi vida invenciblemente celoso cuando he amado, declaro que las únicas temporadas en que no he sufrido grandes amarguras han sido aquellas en que no amé. Sólo entonces he gustado los frescos y naturales sabores del vivir, y sólo entonces he prosperado, porque aplicaba mi actividad a cosas distintas de estar día y noche pendiente de lo que puede ocurrir en otra alma humana, selva oscura donde penetramos con paso incierto...

Y cuando digo un alma, tal vez debiera expresarme menos espiritualmente, porque los celos, en general, no son delicados, no andan por las ramas de la psicología...

Ello es que mis celos me han hecho pasar ratos horribles, poniéndome en berlina no pocas veces. Y yo tenía la convicción más triste: la de que cuantas reflexiones hiciese, cuantos remedios practicase, cuantas luchas sostuviese conmigo mismo en nombre de mi felicidad y de mi honra social para vencer mis celos o reducirlos siquiera al término de lo semirrazonable, serían el tiempo que perdemos en intentar combatir propensiones más fuertes que la reflexión, que radican en lo profundo de nuestro instinto...

Recuerdo siempre la aventura que tanto hizo reír a cuenta mía, y fue, por cierto, una de las primeras, puesto que contaba veintitrés años cuando me ocurrió.

Estaba yo entonces en relaciones amorosas con la que hoy llama todo el mundo la Cerezal, suprimiéndole familiarmente, como suele hacerse en Madrid, su título de marquesa.

Entonces se la conocía por Meli Padilla, y descollaba entre ese coro angélico que los revisteros califican de «juveniles beldades». Ni el demonio, que todo lo añasca, podía haberme buscado novia más inquietadora. Nuestras relaciones, que los padres de Meli veían con agrado, llevaban el honestísimo fin matrimonial, pero a plazo algo largo, porque, en opinión de ambas familias, éramos dos muñecos. Yo necesitaba terminar mi carrera y conquistar algo de posición a la sombra de mi tío, el influyente político que vicepresidía el Congreso, y Meli, por su parte, transformarse de chiquilla en mujer, pensar menos en cotillones y más en el serio deber de una futura madre de familia. Los años han corrido, Meli se ha casado con otro, y sospecho que continúa tan muñeca como entonces; en cuanto a mí... ¿Sabe nunca un hombre si tiene juicio?

Trastornado andaba el mío a la sazón, porque Meli, según suele suceder (y es envilecedor que suceda), me traía literalmente enloquecido con sus coqueteos y sus caprichos perversamente infantiles. Vivíamos en perpetuo estado de monos y reconciliaciones, seguidas de riñas nuevas, entremezcladas con desvíos, llantos, amenazas, cuchufletas de ella y desesperaciones mías. La idea del suicidio me visitaba, como siguió visitándome después en otros accesos de dolor celoso; pero me lo callaba, porque temía la burla de Meli, que, despiadada, parecía complacerse en mi sufrimiento. Y, de positivo, se complacía; disfrutaba una perversa voluptuosidad en torturarme, en sentir bajo sus lindas uñas de gata las crispaciones de mi enfermo corazón.

No diré que Meli sostuviese relaciones con otro al mismo tiempo que conmigo; no era eso; era que, con novio oficial y todo, no renunciaba a su corte de adoradores, a sus flirteos, a componerse, divertirse, reír, andar del brazo de Periquito y Menganito y bailar como una peonza. Esto último me sacaba como de quicio. Verla en brazos del primero que llegaba, sospechar que su aliento se mezclase con un aliento que no era el mío, figurarme que le decían tan de cerca todo género de disparates -porque la galantería contemporánea no se distingue por la timidez-, me ponía en un estado próximo a la demencia. En vano la rogaba que tuviese compasión de mí y no me sometiese a tal suplicio. Ella se reía, enseñando unos dientes... ¡que después han mordido a tanta almas!, y que se clavaban en la mía, destrozándola... y, desoyendo mis ruegos, volvía a danzar...

-¿Por qué, al menos, no bailas conmigo siempre? -rogaba yo, juntando las manos como se juntan para la oración.

-¡Eso! Y se reirían hasta las cortinas del salón... Y daríamos una campanada... Y nadie nos convidaría...

En tono de púdica protesta, agregaba:

-¡Ni te creas que iba a consentirlo mamá!...

Mi congoja subía de punto ante la perspectiva de esos bailes monstruos, en que la confusión es total, el gentío enorme y el atrevimiento pasa inadvertido, como pasan inadvertidas las personas, sin que se consiga encontrar a aquella que más buscamos, ni aun saludar a la dueña de la casa. Tuve, pues, una semana rabiosa cuando se anunció uno de este género, gran festival benéfico, patrocinado por la duquesa de Ambas Castillas, a favor de los pobres de Madrid. Se verificaría en el local destinado a exposiciones, y se contaba con que asistiesen de dos a tres mil personas. No había que pensar en que Meli se quedase en casa durmiendo pacíficamente. En balde la pinté las dulzuras de un sueño reparador; en vano describí burlonamente el personal ridículo que asistiría a jaulón semejante. Ella formaba parte justamente de la comisión de muchachas que colocaba billetes entre los muchachos, y, lo que ella decía:

-¡Bonita se pondría tía Leonor si me retraigo! ¡Ella, que se ve y se desea para conseguir que no falten «las elegantes», y cada deserción le cuesta una caja de pastillas de migranina!

Convencido de la inutilidad de mis esfuerzos, iba, sin embargo, a ejercer el derecho del pataleo, protestando nuevamente, cuando una idea genial me cruzó por la imaginación.

-Meli -dije-, ya que no renuncias a asistir, renuncia al menos a bailar.

-No te pongas pesadito. Ya sabes que es imposible, monín.

-Pues yo te digo que no bailas esa noche.

-Y yo te contesto que no se te puede sufrir y que bailaré.

-¡Que no bailas! ¡Tú no me conoces!

-¡A ver si me prendes, o si me das una cuchillada, como los carniceros a sus novias!

-Sin apelar a esos medios, no bailarás, hija mía. Es preciso que al cabo te convenzas de que no soy un Juan Lanas -exclamé, sintiendo que se engreía mi dignidad de varón- Tenlo entendido y ve preparada, que no bailas en ese baile.

Soltó la carcajada, y estuvimos tres o cuatro días de hocico: ella, no queriendo ni mirarme, y yo, no yendo a caballo al Retiro, por no encontrarme su coche. Llegó el momento de la fiesta, de la cual se hablaba mucho en Madrid, y a las nueve, una hora antes de la señalada para la llegada de los reyes, entré en el edificio, engalanado con plantas, tapices y flores, y reconocí el terreno.

A la media hora apareció Meli, hecha una preciosidad: mi sangre dio un vuelco... ¡Qué guapa, la maldita! ¡Cómo la sentaba aquel traje rosa de múltiples volantes, según la moda de entonces, y aquel peinado a la griega, con los dos aros de oro pálido que lo ceñían!

Comprendí en un momento el peso de mi cadena, lo hondo de mi cuita de amor...

Y mi resolución celosa se afianzó: Meli no bailaría con nadie aquella noche, ¡voto a Satanás!

Un celoso es un loco, y un loco sabe ser malicioso y disimulado. Me acerqué a ella bromeando; me profesé arrepentido de mis amenazas, y, cuando el momento me pareció favorable, habiendo ya los reyes ocupado su puesto en el saloncito arreglado ad hoc, la persuadí a que tomase mi brazo y nos escurriésemos hacia un rincón casi solitario, en una galería retirada, al amparo de enorme palmera, sombreadora de un diván muy mullido.

Emprendimos una charla sobre lo que cualquiera adivina, y logré embelesarla un poco, trayéndola a terrenos donde se detenía gustosa. Cuando estábamos en la flor de la reconciliación, halagué su vanidad femenina mostrando admirar el piececito, calzado de raso, la satinada vislumbre rosa sobre la dulce carnosidad que transparentaba la media caladísima. Y, bajándome con rapidez, cuando ella sonreía enseñando el piececín, cogí uno de los zapatos, me lo guardé en el bolsillo antes que pudiese protestar, y con un saludo irónico me alejé.

Desde entonces la estuve contemplando desde los sitios favorables para observar. A la patita coja, con disimulo, había conseguido llegar a sentarse cerca de otras muchachas; pero no bailaba, ¡cómo había de bailar! ¡Era imposible! Sus ojos, al fijarse en mí, suplicaban y maldecían a la vez. Empezaba a susurrarse que algo raro la sucedía... Por último, mucho antes de la hora acostumbrada para retirarse, vi que, a favor de la confusión, desaparecía del brazo de su papá. Saboreando mi triunfo, también me retiré poco después, pensando en lo que la diría al día siguiente, en lo que sería nuestro primer diálogo.

Y al otro día me encontré a un amiguito y hablamos del baile. El amigo estaba zumbón, irónico.

-¿Sabes -me dijo- que he bailado el cotillón anoche con tu adorado tormento, con tu Meli?

Me contuve por no llamarle embustero, y me limité a decir:

-¡Ah! Y eso, ¿cómo ha sido? La he visto retirarse a las once...

-Verás: parece que perdió un zapato; pero se fue a su casa, se calzó, volvió y nunca ha hallado con más entrain. ¿Qué es eso? ¿Te contraría?

No contesté al pronto: el sufrimiento era agudo, y mi impulso, abofetear, herir... Me reprimí, no sé por qué esfuerzo íntimo, y afectando desdén, murmuré:

-¿Contrariarme? ¡Bah!... A Meli, ¿quien la toma por lo serio?