lunes, 11 de agosto de 2014

"Juan bobo"


Había un muchacho al que llamaban Juan Bobo. Como no le gustaba que le llamaran Juan Bobo, un día mató un buey para invitar a todos a una comida y de resultas de eso le llamaron Juan Bobazo.

Cogió Juan Bobo la piel y se fue a venderla a Madrid. Cuando llegó hacía tanto calor que se echó al pie de un árbol y se tapó con la piel. Y sucedió que vino un cuervo a picarle la piel mientras echaba la siesta y Juan Bobo lo atrapó y se lo guardó. Luego fue y vendió la piel por siete duros.

Después de todo esto, llegó a la fonda y encargó comida para dos. Entonces Juan Bobo fue y puso tres duros disimulaos junto a la puerta principal, y lo mismo hizo en la escalera con otros dos duros, y lo mismo otra vez al final de la escalera. Hecho esto, se sentó a una mesa y esperó a que le sirvieran; pero no le atendían porque creían que esperaba a su compañero.

Al fin se cansó de esperar y dijo:

-¿Es que no me van a poner la comida?

Y le respondieron que estaban esperando a que llegara su compañero para servirle.

Y dijo él:

-Mi compañero es este cuervo.

Los posaderos, intrigados, le preguntaron:

-¿Y qué oficio tiene el animal?

-Es adivinador -dijo Juan Bobo- y adivina todo lo que ustedes quieran saber.

Entonces le pidieron que adivinase algo y Juan Bobo le pasó la mano al cuervo desde la cabeza a la cola y el cuervo dijo: «¡Graó!».

-¿Qué es lo que ha dicho? -dijo la posadera.

-Ha dicho -contestó Juan Bobo- que en la puerta principal hay tres duros.

La posadera fue y rebuscó por la puerta hasta que encontró los tres duros y, maravillada, volvió y le dijo a Juan Bobo:

-Véndame usted el cuervo.

Pero Juan Bobo, sin contestar, volvió a pasar la mano por encima del cuervo y éste dijo: «¡Graó!».

-¿Y ahora? -preguntó la posadera-. ¿Qué es lo que ha dicho ahora?

-Ha dicho -contestó Juan Bobo- que en el descansillo de la escalera hay dos duros.

Allá se fue la posadera y los encontró en seguida.

Y volvió de inmediato, aún más maravillada y le dijo que tenía que venderle el cuervo. Pero Juan Bobo, sin decir nada, volvió a pasar la mano por el animal y éste volvió a decir: «¡Graó!».

La posadera quiso saber qué había dicho esta vez y Juan Bobo le contestó que eso quería decir que al final de la escalera había dos duros más. Y como fuera y los encontrara, la posadera le dijo:

-Pues me tiene usted que vender ese cuervo, que yo le daré por él lo que usted quiera.

Juan Bobo le dijo que se lo vendía por cinco mil pesetas; y dicho y hecho: se las metió en la bolsa, dejó allí al cuervo y se volvió para su pueblo.

Cuando llegó al pueblo mandó avisar a todo el mundo y cuando estuvieron presentes, llamó a su mujer y le dijo que extendiera su delantal y en él echó las cinco mil pesetas diciendo que eso había sacado de vender la piel del buey en Madrid.

Todos los vecinos, al ver esto, mataron sus bueyes, les sacaron las pieles y se fueron a Madrid a venderlas y resultó que, tras haberlas vendido, apenas si les dio para pagarse el viaje. Y todos volvieron muy enfadados al pueblo diciendo que iban a matar a Juan Bobo. No le mataron, pero se metieron en su casa y se la cagaron toda de arriba abajo.

Al día siguiente, Juan Bobo fue y reunió toda la mierda en un saco y se fue a Madrid para venderla.

Llegó y dejó el saco en el patio de un establecimiento mientras se iba a cumplir otra diligencia y, mientras tanto, entró una piara de cerdos en el patio y se comieron toda la mierda. Cuando Juan Bobo volvió, les dijo a los amos que sus cerdos se le habían comido todo lo del saco y que aquello valía mucho, y ya estaban por pasar a mayores cuando, por una mediación, se avino a aceptar cinco mil pesetas por la pérdida del saco y se volvió al pueblo.

Cuando llegó al pueblo mandó tocar las campanas para que viniera todo el mundo y así que estuvieron todos presentes, volvió a llamar a su mujer y volvió a echar en su delantal las cinco mil pesetas diciendo que aquello había sacado del saco de mierda en Madrid.

Todos los vecinos, al ver esto, reunieron toda la mierda que pudieron encontrar, la cargaron en sacos y se fueron a Madrid a venderla. E iban por las calles pregonando que quién quería comprar mierda hasta que unos guardias los detuvieron y les dieron una buena paliza. Y todos volvieron al pueblo jurando vengarse de Juan Bobo.

Juan Bobo se escondió para que no le hallaran y entonces los vecinos decidieron quemarle la casa. Entonces Juan Bobo recogió las cenizas y anunció que se iba a venderlas a Madrid. Nada más llegar, fue a un joyero a comprarle unas alhajas y las puso en la boca del saco mezcladas con la ceniza y se sentó en un banco; en esto pasó un señor y le dijo:

-¿Qué es lo que lleva usted ahí en ese saco?

Y Juan Bobo le dijo que llevaba muchas alhajas metidas entre la ceniza para que no se le echaran a perder.

Y el señor le compró el saco por cinco mil pesetas.

Total, que volvió al pueblo, reunió a todos y echó otras cinco mil pesetas en el delantal de su mujer diciendo que eso le habían dado en Madrid por las cenizas.

Entonces los vecinos fueron, quemaron sus casas y se marcharon a Madrid para vender las cenizas; y como no vendieron nada, se volvieron todos diciéndose que esta vez matarían a Juan Bobo.

Le cogieron y le metieron en un saco con la intención de tirarle al río. Y como tenían otras cosas que hacer, ataron el saco a un árbol cerca de la orilla con la idea de volver a tirarle al río apenas terminasen sus tareas. Y allí donde quedó atado y dentro del saco, Juan Bobo empezó a gritar:

-¡Que no me caso con ella! ¡Aunque sea rica y princesa yo no me caso con ella!

Acertó a pasar por allí un pastor con su rebaño y al oír las voces de Juan Bobo le dijo que él sí que se casaría con una princesa guapa y rica y entonces Juan Bobo le dijo que allí estaba esperando a que lo llevasen con la princesa y le propuso que se cambiara por él. Así que el pastor desató a Juan Bobo y se metió él en el saco y Juan Bobo se marchó con las ovejas.

Volvieron los vecinos y echaron el saco al río. A la vuelta, se encontraron con Juan Bobo que venía con las ovejas y le dijeron:

-¡Pero, bueno! ¿A ti no te hemos echado al río? ¿De dónde vienes, entonces, con las ovejas?

Y les respondió Juan Bobo:

-Es que el río está lleno de ellas. Y si más hondo me llegáis a echar, más ovejas hubiera encontrado.

Los vecinos que lo oyeron volvieron al río y empezaron a tirarse al agua, y cada vez que uno gorgoteaba al ahogarse los demás le decían a Juan Bobo:

-¿Qué dice? ¿Qué dice?

Y Juan Bobo les contestaba:

-Que os tiréis, que hay muchas más ovejas.

Y todos se tiraron al río y murieron ahogados.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.






viernes, 8 de agosto de 2014

"El sapo y el ratón"



Érase una vez un sapo que estaba tocando tranquilamente la flauta a la luz de la luna, cuando se le acercó un ratón y le dijo:

- ¡Buenas noches, señor Sapo! ¡Con ese latazo que me está dando, no puedo pegar un ojo! ¿Por qué no se va con la música a otra parte?

El señor Sapo le miró en silencio durante todo un minuto con sus ojillos saltones. Luego replicó:

- Lo que usted tiene, señor Ratón, es envidia porque no puede cantar tan melodiosamente como yo.

- Desde luego que no; pero puedo correr, saltar y hacer muchas cosas que usted no puede - repuso el Ratón con acento desdeñoso.

Y se volvió a su cueva, sonriendo olímpicamente.

El señor Sapo estuvo reflexionando durante un buen rato. Quería vengarse de la insolencia del señor Ratón. Al cabo se le ocurrió una idea.

Fuése a la entrada de la cueva del señor Ratón y empezó de nuevo a soplar en la flauta, arrancándole sonidos estrepitosos.

El señor Ratón salió furioso, dispuesto a castigar al osado músico, pero éste le contuvo diciéndole:

- He venido a desafiarle a correr.

A punto estuvo de reventar de risa el señor Ratón al oír aquellas palabras. Pero el señor Sapo, golpeándose el pecho con las patas traseras, exclamó:

- ¿Qué apuesta a que corro yo, más por debajo de la tierra que usted por encima?

- Me apuesto lo que quiera. Mi casa contra su flauta. Si gano, ya tendré derecho a destrozar ese infernal instrumento, golpeándolo contra una piedra hasta dejarlo hecho añicos... Si gana usted, podrá tomar posesión de mi palacete, y yo me marcharé a correr mundo.

- De acuerdo - respondió el señor Sapo.

- Pues bien: al amanecer empezaremos la carrera.

El señor Sapo regresó a su casa y al entrar gritó:

- ¡Señora Sapo, venga usted aquí!

La señora Sapo, que conocía el mal genio de su marido, acudió al instante a su llamamiento.

- Señora Sapo - le dijo, - he desafiado a correr al señor Ratón.

- ¡Al señor Ratón...!

- ¡No me interrumpas...! Mañana, al amanecer, empezaremos la carrera. Tú irás, al otro lado del monte y te meterás en un agujero. Y cuando veas que el señor Ratón está al llegar, sacarás la cabeza y le gritarás: «¡Ya estoy aquí!» Y harás siempre la misma cosa, hasta que yo vaya a buscarte.

- Pero... - murmuró la señora Sapo.

- ¡Silencio, mujer...! Y no te mezcles en los asuntos de los hombres, de los cuales tú no sabes nada.

- Muy bien - murmuró la señora Sapo, muy humilde.

Y se puso inmediatamente en movimiento para seguir el plan de su astuto esposo.

El señor Sapo se dirigió al lugar en que se abría la cueva del señor Ratón, hizo a su lado un agujero y se tendió a dormir.

Al amanecer, salió el señor Ratón frotándose los ojos, descubrió al señor Sapo que estaba roncando, sonoramente y le despertó diciendo:

- ¡Ah, dormilón, vamos a empezar la carrera! ¿O es que se ha arrepentido?

- Nada de eso. Vamos, cuando guste.

Colocáronse uno al lado del otro y al tercer toque que el señor Sapo, dio en su flauta, emprendieron la carrera.

El señor Ratón corría tan velozmente que parecía que volaba, dando la sensación de que no apoyaba las patitas en el suelo.

Sin embargo, el señor Sapo, apenas hubo dado tres pasos, se volvió al agujero que había hecho.

Cuando el señor Ratón iba llegando al otro lado del monte, la señora Sapo sacó la cabeza y gritó:

- ¡Ya estoy aquí!

El señor Ratón se quedó asombrado, pero no vio el ardid, pues los ratones no son muy observadores. Y, por otra parte, nada hay que se asemeje tanto a un señor Sapo como una señora Sapo.

- Eres un brujo - murmuró el señor Ratón - Pero ahora lo vamos a ver.

Y emprendió el regreso a mayor velocidad que antes, diciendo a la señora Sapo:

- Sígame; ahora sí que no me adelantará.

Pero cuando estaba a punto de llegar a su cueva, el señor Sapo asomó, la cabeza y dijo tranquilamente:

- ¡Ya estoy aquí!

El señor Ratón estuvo a punto de enloquecer de rabia.

- Vamos a descansar un rato y correremos otra vez - murmuró con voz sofocada.

- Como quiera - respondió el señor Sapo en tono displicente.

Y se puso a tocar la flauta dulcemente.

Pensando en su inexplicable derrota, el señor Ratón estuvo llorando de ira. Cuando se sintió descansado, dijo al señor Sapo apretando los dientes:

- ¿Está dispuesto?

- Sí, sí... Ya puede echar a correr cuando guste... Llegaré antes que usted.

La carrera del señor Ratón sólo podía compararse a la de la liebre.

Iba tan veloz que dejaba sus uñas entre las piedras del monte sin darse cuenta.

Cuando apenas le faltaban dos pasos para llegar a la meta, la señora Sapo sacó la cabeza de su agujero y gritó:

- ¡Pero hombre! ¿Qué ha estado haciendo por el camino? ¡Ya hace bastante tiempo que le estoy esperando!

Dio la vuelta el señor Ratón, regresando al punto de partida con velocidad vertiginosa. Pero cuando le faltaban cuatro o cinco pasos percibió el sonido de la flauta del señor Sapo, que al verle le dijo:

- Me aburría tanto de esperarle que me he puesto a tocar para matar el tiempo.

Silenciosamente, con las uñas arrancadas, jadeando, fatigado y con el rabo entre las piernas, el señor Ratón dio media vuelta y se marchó tristemente a correr mundo, careciendo de techo que le cobijara, por haber perdido su casa en una apuesta que creía ganar de antemano.

El señor Sapo fue a buscar a su señora y estaba tan contento que le prometió, para recompensarla, no gritarle más, durante toda su vida...

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.