martes, 26 de agosto de 2014

"La niña de los tres maridos"


Érase una vez un padre que tenía una hija muy hermosa, pero terca y decidida. Esto a él no le parecía mal. Un día se presentaron tres jóvenes, a cual más apuesto, y los tres le pidieron la mano de su hija; el padre, después de que hubo hablado con ellos, dijo que los tres tenían su beneplácito y que, en consecuencia, fuera su hija la que decidiese con cuál de ellos se quería casar.

Así, le preguntó a la niña y ella le contestó que con los tres.

-Hija mía -dijo el buen hombre-, comprende que eso es imposible. Ninguna mujer puede tener tres maridos.

-Pues yo elijo a los tres -contestó la niña tan tranquila.

El padre volvió a insistir:

-Hija mía, ponte en razón y no me des más quebraderos de cabeza. ¿A cuál de ellos quieres que le conceda tu mano?

-Ya te he dicho que a los tres -contestó la niña.

Y no hubo manera de sacarla de ahí.

El padre se quedó dando vueltas en la cabeza al problema, que era un verdadero problema y, a fuerza de pensar, no halló mejor solución que encargar a los tres jóvenes que se fueran por el mundo a buscar una cosa que fuera única en su especie; y aquel que trajese la mejor y la más rara, se casaría con su hija.

Los tres jóvenes se echaron al mundo a buscar y decidieron reunirse un año después a ver qué había encontrado cada uno. Pero por más vueltas que dieron, ninguno acabó de encontrar algo que satisficiera la exigencia del padre, de modo que al cumplirse el año se pusieron en camino hacia el lugar en el que se habían dado cita con las manos vacías.

El primero que llegó se sentó a esperar a los otros dos; y mientras esperaba, se le acercó un viejecillo que le dijo que si quería comprar un espejito.

Era un espejo vulgar y corriente y el joven le contestó que no, que para qué quería él aquel espejo.

Entonces el viejecillo le dijo que el espejo era pequeño y modesto, sí, pero que tenía una virtud, y era que en él se veía a la persona que su dueño deseara ver. El joven hizo una prueba y, al ver que era cierto lo que el viejecillo decía, se lo compró sin rechistar por la cantidad que éste le pidió.

El que llegaba el segundo venía acercándose al lugar de la cita cuando le salió al paso el mismo viejecillo y le preguntó si no querría comprarle una botellita de bálsamo.

-¿Para qué quiero yo un bálsamo -dijo el joven- si en todo el mundo no he encontrado lo que estaba buscando?

Y le dijo el viejecillo:

-Ah, pero es que este bálsamo tiene una virtud, que es la de resucitar a los muertos.

En aquel momento pasaba por allí un entierro y el joven, sin pensárselo dos veces, se fue a la caja que llevaban, echó una gota del bálsamo en la boca del difunto y éste, apenas la tuvo en sus labios, se levantó tan campante, se echó al hombro el ataúd y convidó a todos los que seguían el duelo a una merienda en su casa. Visto lo cual, el joven le compró al viejecillo el bálsamo por la cantidad que éste le pidió.

El tercer pretendiente, entretanto, paseaba meditabundo a la orilla del mar, convencido de que los otros habrían encontrado algo donde él no encontrara nada. Y en esto vio llegar sobre las olas una barca que se llegó hasta la orilla y de la que descendieron numerosas personas. Y la última de esas personas era un viejecillo que se acercó a él y le dijo que si quería comprar aquella barca.

-¿Y para qué quiero yo esa barca -dijo el joven- si está tan vieja que ya sólo ha de valer para hacer leña?

-Pues te equivocas -dijo el viejecillo-, porque esta barca posee una rara virtud y es la de llevar en muy poco tiempo a su dueño y a quienes le acompañen a cualquier lugar del mundo al que deseen ir. Y si no, pregunte a estos pasajeros que han venido conmigo, que hace tan sólo media hora estaban en Roma.

El joven habló con los pasajeros y descubrió que esto era cierto, así que le compró la barca al viejecillo por la cantidad que éste le pidió.

Conque al fin se reunieron los tres en el lugar de la cita, muy satisfechos, y el primero contó que traía un espejo en el que su dueño podía ver a la persona que desease ver; y para probarlo pidió ver a la muchacha de la cual estaban los tres enamorados, pero cuál no sería su sorpresa cuando vieron a la niña muerta y metida en un ataúd.

Entonces dijo el segundo:

-Yo traigo aquí un bálsamo que es capaz de resucitar a los muertos, pero de aquí a que lleguemos ya estará, además de muerta, comida por los gusanos.

Y dijo el tercero:

-Pues yo traigo una barca que en un santiamén nos pondrá en la casa de nuestra amada.

Corrieron los tres a embarcarse y, efectivamente, al poco tiempo echaron pie a tierra muy cerca del pueblo de la niña y fueron en su busca.

Allí estaba ya todo dispuesto para el entierro y el padre, desconsolado, aún no se decidía a cerrar el ataúd y dar la orden de enterrarla.

Entonces llegaron los tres jóvenes y fueron a donde yacía la niña; y se acercó el que tenía el bálsamo y vertió unas gotas en su boca. Y apenas las tuvo sobre sus labios, la niña se levantó feliz y radiante.

Todo el mundo celebró con alborozo la acción del pretendiente y en seguida decidió el padre que éste era el que debería casarse con su hija, pero entonces los otros dos protestaron, y dijo el primero:

-Si no hubiese sido por mi espejo, no hubiéramos sabido del suceso y la niña estaría muerta y enterrada.

Y dijo el de la barca:

-Si no llega a ser por mi barca, ni el espejo ni el bálsamo la hubieran vuelto a la vida.

Así que el padre, con gran disgusto, se quedó de nuevo meditando cuál habría de ser la solución. Y la niña, dirigiéndose a él, le dijo entonces:

-¿Lo ve usted, padre, como me hacían falta los tres?

Y colorín, colorado este cuento se ha acabado.

mujeres


jueves, 21 de agosto de 2014

"La muñeca de dulce"




Érase una vez un rey que sólo tenía una hija. Los reyes y la princesa solían pasear por los alrededores del palacio casi todas las tardes y en uno de sus paseos se encontraron con una gitana que se ofreció a leerle la buenaventura a la princesa. Los tres aceptaron, divertidos por la ocurrencia, pero la gitana, después de mirar la mano de la princesa, les advirtió que se cuidaran mucho del día en que cumpliera los dieciocho años porque ese día sería asesinada.

Los reyes, a medida que la princesa cumplía años, se iban inquietando al recordar la profecía de la gitana y tan grande llegó a ser su preocupación que resolvieron enviar a la princesa a un castillo que tenían y que estaba en lo más oculto del bosque y la pusieron al cuidado de un ama que tenía una hija de la misma edad que la princesa.

Allí vivieron las tres tan contentas y sin preocupaciones y fue pasando el tiempo hasta que se acercó la fecha en que la princesa debía cumplir los dieciocho.
Un día estaba la princesa asomada a una ventana del castillo cuando vio que de una cueva no lejana que desde allí se divisaba salían cuatro hombres y decidió averiguar qué hacían allí. Conque, ni corta ni perezosa, porque era una muchacha traviesa y desenvuelta y un poco cabeza loca, buscó una cuerda, se descolgó de la ventana al suelo y se encaminó a la cueva.

Una vez que entró en ella, vio que sólo había un muchacho que estaba cocinando; la cueva era una cueva de ladrones y el muchacho que estaba cocinando era el hijo del capitán; entonces esperó a que el muchacho saliera y tiró toda la comida que había preparado al suelo, por travesura, puso patas arriba todo lo que había en la cueva y se volvió al castillo.

Al día siguiente, uno de los ladrones, visto lo que había sucedido, se quedó en la cueva al acecho.

A todo esto, la princesa le contó a la hija del ama lo sucedido y determinaron acudir a la cueva las dos juntas, pero le encargó que no dijera nada a su madre de cuanto le había contado.

Conque llegaron la princesa y la hija del ama a la cueva y el ladrón las estaba esperando; las recibió muy cordialmente y se ofreció a enseñarles toda la cueva. La princesa sospechó en seguida que el ladrón llevaba malas intenciones y le dijo:

-Con gusto, pero antes vamos a poner la mesa y a probar ese guiso que tenéis ahí.

El ladrón se entretuvo en poner la mesa el tiempo suficiente para que ellas escaparan y volvieran corriendo al castillo. Y así el ladrón quedó burlado.
En vista de lo cual, al otro día decidió quedarse en la cueva el capitán de los ladrones.

Llegó la princesa sola y el capitán la atendió con gran finura y le propuso enseñarle toda la cueva hasta lo más escondido, donde guardaban sus tesoros, pero ella, que sospechó sus intenciones, le dijo:

-Luego lo veremos, pues ahora lo que quiero es mostrarte yo mi castillo.

El capitán se dijo que ésa sería una buena ocasión de conocer el castillo para poder volver más adelante a robar en él y decidió acompañarla. Como la princesa entraba y salía a escondidas de los guardianes y de los criados, cuando llegó al pie del castillo empezó a trepar por la cuerda y le dijo al capitán que la siguiera; éste empezó a subir detrás, mas en el momento en que la princesa alcanzó su ventana, cortó la cuerda y el capitán cayó quedando muy malherido y se volvió a rastras a la cueva jurando vengarse.

Entonces la princesa se disfrazó de médico y fue a la cueva para ofrecer sus servicios. Y como el capitán estaba tan magullado, le hicieron pasar en seguida.
Pidió que lo dejaran a solas con él y le dio tales friegas con ortigas que a poco lo deja en carne viva. Y al marcharse le dijo:

-¡Yo soy Rosa Verde, para que te acuerdes!

Dejó correr la princesa unos días y se disfrazó de barbero y fue a la puerta de la cueva a ofrecer sus servicios.

Y como el capitán llevaba varios días sin moverse de la cama tenía ya la barba muy crecida, así que le hicieron pasar. Y la princesa le enjabonó, abrió una navaja de afeitar mellada y le  produjo tal cantidad de cortaduras que le dejó la cara hecha un cristo.

Y al marcharse le dijo:

-¡Yo soy Rosa Verde, para que te acuerdes!

Al cabo de una semana, llegó el día en que la princesa cumplía dieciocho años y sus padres la fueron a recoger para tenerla custodiada en palacio y rodearon el palacio de guardias. Y en esto, llegó a la puerta del palacio el capitán de los ladrones disfrazado de caballero y anunció que deseaba casarse con la princesa.

Los padres la llamaron y ella, que reconoció al capitán, dijo que sí, que ella también quería casarse con él. Y allí mismo los casó el capellán.

La princesa, que sabía que el capitán había vuelto para vengarse y recelaba de él, mandó al confitero de palacio hacer una muñeca de dulce que fuera una réplica exacta de ella; y cuando llegó la hora de acostarse, acostó a la muñeca en la cama, le ató una cuerda a la cabeza para que dijera sí o no según ella deseara y se metió debajo de la cama a esperar.

Y le gritó al capitán:

-¡Ya puedes pasar!

Entró el capitán cerrando la puerta detrás de sí con cerrojo, se acercó a la cama y dijo:

-¿Te acuerdas, Rosa Verde, de que nos esparciste la comida por la cueva?

Y la muñeca asintió con la cabeza.

-¿Te acuerdas, Rosa Verde, de que me tiraste del castillo abajo?

Y la muñeca volvió a asentir.

-¿Te acuerdas, Rosa Verde, de las friegas de ortigas que me diste?

Y otra vez asintió la muñeca.

-¿Te acuerdas, Rosa Verde, del barbero que me arruinó la cara?

Y por cuarta vez asintió.

-Pues ahora vas a morir -y la muñeca negó con la cabeza.

Entonces el capitán sacó su puñal del cinto y se lo clavó en el corazón. Y saltó un chorro de almíbar a la cara del capitán y éste creyó que era la sangre y al sentir que era tan dulce, dijo:

-¡Ay, mi Rosa Verde! ¡Que yo no sabía que fueras tan dulce y ahora es cuando me pesa haberte matado! ¡Perdóname, Rosa Verde! -y lo decía lleno de sincero dolor.

Entonces la princesa salió de debajo de la cama, se abrazó a él y le dijo:

-Eres mi marido y te perdono si tú olvidas lo que yo te hice.

Y como él estuvo de acuerdo, volvieron a abrazarse para hacer las paces y vivieron felices durante muchos, muchos años.