Había en el antiguo castillo de Cazorla un mirador alto desde el que se contemplaba el verde valle pespunteado de blancas almunias y un claro río concurrido de norias y molinos. Atravesaba la corriente un sólido puente de madera con clavazón de bronce. Uno de los troncos que componían sus pilares había agarrado en el lecho del río y le verdeaban ramas por primavera. Veía el rey cómo sus gentes diminutas y apesadumbradas atravesaban el puente tirando de carritos en los que habían cargado sus más valiosos enseres. Voces domésticas y palomas volaban cerca del castillo con el viento favorable. En lo alto, coronando de verde y de gris el valle, se veían, como un tapiz, los pinares de la Sierra de Segura.
Bien sabía el desdichado rey de Cazorla la suerte que esperaba a su menguado reino. Como dos años antes hicieran en Quesada, los cristianos entrarían a sangre y fuego y devastarían todo lo que no pudieran rapiñar. Talarían árboles y viñedos, con teas de lino y alquitrán pondrían fuego al pueblo y a las blancas almunias, arrasarían los sembrados, arruinarían las norias, cegarían los pozos y las acequias, aportillarían las cercas y dGuerrero árebe de época medievalejarían tras de sus caballos un rastro de ruina y desolación cuando regresaran a sus tierras cargados de despojos y arrastrando atónitas cuerdas de cautivos.
El rey de Cazorla había tomado las medidas que cumplen a un buen gobernante preocupado por el bien de su pueblo: permitió el éxodo de sus súbditos hacia tierras más seguras de las que podrían regresar cuando el peligro hubiese pasado. Por el empedrado camino de Baza, que atravesaba los puertos de Tíscar, se despobló el reino de Cazorla. El propio rey había puesto a salvo su trigo y sus caballos días antes. Ahora se demoraba en el castillo solitario y recorría sus devastadas estancias silenciosas, cerrando puertas y alacenas y asomándose a todas las ventanas. Sin tapices las paredes parecían más grandes y eran iguales como en un sueño.
Los hombres de la escolta transmitían su impaciencia a los caballos en el patio. Iban recelosos de que las avanzadas de los cristianos alcanzasen el valle antes de que ellos hubiesen tenido tiempo de ponerse a salvo. Ignoraban que el desdichado rey tenía un motivo para retrasar la salida. Había decidido que su hija permaneciera en el castillo, oculta en unas secretas habitaciones subterráneas cuya antigua existencia sólo él conocía. Aunque la dejaba bien provista de alimentos y lucernas de aceite y todas las otras cosas necesarias para no sentir incomodidad alguna en los pocos días que duraría su reclusión, el atribulado anciano no acababa de resinarse a partir.
Cuando el rey de Cazorla atravesó a galope tendido el ruidoso puente de madera, seguido de media docena de sus fieles, no había en todo el valle una chimenea que humeara en medio de la perfecta quietud. Sus vasallos estarían a salvo. El no. El helado zumbido de un proyectil taladró el aire cristalino que tienen las mañanas en Cazorla y una emplumada vara atravesó el cuello del rey y lo derribó sobre los maderos. La punta le salía, roja, por las vértebras. Un grupo de ballesteros surgió del herbazal de la ribera apuntando con sus armas al grupo fugitivo. Pareció que el rey quiso decir algo antes de morir, pero el hierro le había segado la voz. Se levantaba el sol dándose prisa en hacer su larga carrera del día de San Juan. Una hormiga empezó a subir por la mano del cadáver.
Lo cristianos no devastaron el valle. Se establecieron en él y lo poblaron con sus ávidos colonos traídos de lejanas tierras. Pronto volvió el humo a las chimeneas y el laborioso sonido a las norias y a las herrerías y las alegres canciones a las eras.
En el húmedo subterráneo había varias estancias unidas por un angosto pasillo y por un silencio perfecto. Pilares de piedra sostenían el techo de las mayores. El salitre reinaba sobre el granito de los muros. En algunos había lápidas con inscripciones paganas. Dentro de un nicho excavado en la roca un goteo quería remedar a una fuente. Con siglos de paciencia había labrado un pozuelo en la losa del suelo.
La tinieblas del subterráneo no toleraban noches ni días. Con un misericordioso candil en la mano vagaba la princesa por sus breves dominios muriéndose de angustia cada vez que creía escuchar un ruido.
A la zozobra de las primeras horas sucedió la resignada paz de la prisionera y luego su desesperación y su locura cuando comprendió que el mundo se había olvidado de ella. Las provisiones se acabaron, la lámpara extinguió su luz con un chisporroteo. Aterida de frío, quizá porque ya llegaba el invierno y allá fuera el río arrastraba tortas de nieve montañera, la infeliz se dispuso a morir debajo de las mantas de su oscuro lecho. Durmió, o creyó dormir, un espacio de tiempo frecuentada por atroces pesadillas. Cuando despertó sentía, en el hervor de una fiebre, las piernas heladas y doloridas. Quiso frotarlas con las manos. Le devolvían un tacto viscoso de piel desconocida y áspera que le produjo asco y escalofríos. No sentía hambre ni impaciencia. Dormía y no se movía del lecho. Sin horror ni sorpresa aceptó en su cuerpo el lento prodigio de mudarse en serpiente hasta la adolescente redondez de las caderas. Reptaba por sus tinieblas entre silbos a los pilares que sostenían el techo.
Así fue como la desdichada princesa se transformó en Tragantía. En la noche de San Juan la Tragantía canta con dulcísima voz:
Yo soy la Tragantía
hija del rey moro,
el que me oiga cantar
no verá la luz del día
ni la noche de San Juan
.Si un niño escucha esta canción, el monstruo lo devora. Por eso la gente menuda procura irse a la cama y estar dormida muy temprano.
En una torre del castillo de Cazorla hay una pesada losa con una argolla de hierro que nadie se ha atrevido a levantar. Se dice que es la entrada, seguida de larguísima escalera angosta, que lleva al subterráneo donde el rey de Cazorla ocultó a su hija. A un postigo del mismo alcázar le llaman de la Tragantía y a una solitaria cueva que está en el camino, de Montesino.