domingo, 28 de febrero de 2016

LA LEYENDA DE LA TRAGANTÍA




Cuando las huestes del arzobispo de Toledo atravesaron angostas los puertos del Muradal con carros, cruces y caballos, ya sabía el atribulado rey de Cazorla que iban a devastar sus posesiones y que sería un despilfarro inútil que aquel minúsculo reino intentara resistir por las armas a la adiestrada violencia de los cristianos.
Había en el antiguo castillo de Cazorla un mirador alto desde el que se contemplaba el verde valle pespunteado de blancas almunias y un claro río concurrido de norias y molinos. Atravesaba la corriente un sólido puente de madera con clavazón de bronce. Uno de los troncos que componían sus pilares había agarrado en el lecho del río y le verdeaban ramas por primavera. Veía el rey cómo sus gentes diminutas y apesadumbradas atravesaban el puente tirando de carritos en los que habían cargado sus más valiosos enseres. Voces domésticas y palomas volaban cerca del castillo con el viento favorable. En lo alto, coronando de verde y de gris el valle, se veían, como un tapiz, los pinares de la Sierra de Segura.

Bien sabía el desdichado rey de Cazorla la suerte que esperaba a su menguado reino. Como dos años antes hicieran en Quesada, los cristianos entrarían a sangre y fuego y devastarían todo lo que no pudieran rapiñar. Talarían árboles y viñedos, con teas de lino y alquitrán pondrían fuego al pueblo y a las blancas almunias, arrasarían los sembrados, arruinarían las norias, cegarían los pozos y las acequias, aportillarían las cercas y dGuerrero árebe de época medievalejarían tras de sus caballos un rastro de ruina y desolación cuando regresaran a sus tierras cargados de despojos y arrastrando atónitas cuerdas de cautivos.

El rey de Cazorla había tomado las medidas que cumplen a un buen gobernante preocupado por el bien de su pueblo: permitió el éxodo de sus súbditos hacia tierras más seguras de las que podrían regresar cuando el peligro hubiese pasado. Por el empedrado camino de Baza, que atravesaba los puertos de Tíscar, se despobló el reino de Cazorla. El propio rey había puesto a salvo su trigo y sus caballos días antes. Ahora se demoraba en el castillo solitario y recorría sus devastadas estancias silenciosas, cerrando puertas y alacenas y asomándose a todas las ventanas. Sin tapices las paredes parecían más grandes y eran iguales como en un sueño.

Los hombres de la escolta transmitían su impaciencia a los caballos en el patio. Iban recelosos de que las avanzadas de los cristianos alcanzasen el valle antes de que ellos hubiesen tenido tiempo de ponerse a salvo. Ignoraban que el desdichado rey tenía un motivo para retrasar la salida. Había decidido que su hija permaneciera en el castillo, oculta en unas secretas habitaciones subterráneas cuya antigua existencia sólo él conocía. Aunque la dejaba bien provista de alimentos y lucernas de aceite y todas las otras cosas necesarias para no sentir incomodidad alguna en los pocos días que duraría su reclusión, el atribulado anciano no acababa de resinarse a partir.

Cuando el rey de Cazorla atravesó a galope tendido el ruidoso puente de madera, seguido de media docena de sus fieles, no había en todo el valle una chimenea que humeara en medio de la perfecta quietud. Sus vasallos estarían a salvo. El no. El helado zumbido de un proyectil taladró el aire cristalino que tienen las mañanas en Cazorla y una emplumada vara atravesó el cuello del rey y lo derribó sobre los maderos. La punta le salía, roja, por las vértebras. Un grupo de ballesteros surgió del herbazal de la ribera apuntando con sus armas al grupo fugitivo. Pareció que el rey quiso decir algo antes de morir, pero el hierro le había segado la voz. Se levantaba el sol dándose prisa en hacer su larga carrera del día de San Juan. Una hormiga empezó a subir por la mano del cadáver.

Lo cristianos no devastaron el valle. Se establecieron en él y lo poblaron con sus ávidos colonos traídos de lejanas tierras. Pronto volvió el humo a las chimeneas y el laborioso sonido a las norias y a las herrerías y  las alegres canciones a las eras.

En el húmedo subterráneo había varias estancias unidas por un angosto pasillo y por un silencio perfecto. Pilares de piedra sostenían el techo de las mayores. El salitre reinaba sobre el granito de los muros. En algunos había lápidas con inscripciones paganas. Dentro de un nicho excavado en la roca un goteo quería remedar a una fuente. Con siglos de paciencia había labrado un pozuelo en la losa del suelo.

La tinieblas del subterráneo no toleraban noches ni días. Con un misericordioso candil en la mano vagaba la princesa por sus breves dominios muriéndose de angustia cada vez que creía escuchar un ruido.

A la zozobra de las primeras horas sucedió la resignada paz de la prisionera y luego su desesperación y su locura cuando comprendió que el mundo se había olvidado de ella. Las provisiones se acabaron, la lámpara extinguió su luz con un chisporroteo. Aterida de frío, quizá porque ya llegaba el invierno y allá fuera el río arrastraba tortas de nieve montañera, la infeliz se dispuso a morir debajo de las mantas de su oscuro lecho. Durmió, o creyó dormir, un espacio de tiempo frecuentada por atroces pesadillas. Cuando despertó sentía, en el hervor de una fiebre, las piernas heladas y doloridas. Quiso frotarlas con las manos. Le devolvían un tacto viscoso de piel desconocida y áspera que le produjo asco y escalofríos. No sentía hambre ni impaciencia. Dormía y no se movía del lecho. Sin horror ni sorpresa aceptó en su cuerpo el lento prodigio de mudarse en serpiente hasta la adolescente redondez de las caderas. Reptaba por sus tinieblas entre silbos a los pilares que sostenían el techo.

Así fue como la desdichada princesa se transformó en Tragantía. En la noche de San Juan la Tragantía canta con dulcísima voz:


                                       
Yo soy la Tragantía
hija del rey moro,
el que me oiga cantar
no verá la luz del día
ni la noche de San Juan
.

Si un niño escucha esta canción, el monstruo lo devora. Por eso la gente menuda procura irse a la cama y estar dormida muy temprano.

En una torre del castillo de Cazorla hay una pesada losa con una argolla de hierro que nadie se ha atrevido a levantar. Se dice que es la entrada, seguida de larguísima escalera angosta, que lleva al subterráneo donde el rey de Cazorla ocultó a su hija. A un postigo del mismo alcázar le llaman de la Tragantía y a una solitaria cueva que está en el camino, de Montesino.


sábado, 27 de febrero de 2016

El Misterio de Santiago de Compostela




Leyenda o Historia, el Camino de Santiago abrió las puertas de la España mística a los caminos de Europa. Hoy, miles de peregrinos siguen recorriéndolo. Es la Vía Láctea sobre las piedras del norte de Iberia

Atraídos por las festividades del último 25 de Julio, hemos concurrido en viaje de estudio y búsqueda a Galicia, donde está situado el milenario centro de peregrinación de Santiago de Compostela. Íbamos al encuentro del Misterio. Mas, cuando nos referimos a «Misterios», vamos a desbordar la acepción popular de «enigma» para llegar a su origen etimológico de «Cosa Mística», o sea, sagrada.

Según la versión comúnmente aceptada, en el siglo IX una serie de extraños resplandores y seráficas músicas, fueron denunciados por un santo ermitaño al Obispo Teodomiro de Iria, el que, en presencia del Rey D. Alfonso II, descubrió el sepulcro del decapitado Apóstol Santiago y el de dos de sus discípulos. La lápida del Obispo, fechada en el 847, lo constata. Desde allí nace un vórtice de atracción que absorbería desde el siglo IX al XIII una inacabable corriente humana que provenía desde lejanos lugares de Europa, y aun de África y Asia Menor. Santiago había sido hijo de Zebedeo y de María Salomé, hermano de San Juan Evangelista, y uno de los más íntimos discípulos de Cristo. La historia-mitología quiere que fuese decapitado por orden de Herodes Agripa, durante el reinado de Tiberio. ¿Cómo llegó el cadáver de Santiago desde la entonces remota Palestina hasta Galicia? No lo sabemos. La leyenda local dice que sus discípulos, en el siglo I, colocaron su cuerpo decapitado en una barca sin timón para que a la deriva fuese, y que esa navecilla llegó a una ría de Finisterre, donde cristianos primitivos lo ocultaron piadosamente en el Monte Santo o en ese bosquecillo sagrado. ¿Por qué allí? Pues, porque al no saber esos cristianos españoles dónde ocultarlo, pusieron su cadáver incorrupto sobre un carro de bueyes, y donde éstos se detuvieron, considerándolo voluntad de Dios, lo enterraron. Evidentemente todo esto no tiene de histórico más de lo que puede tenerlo el cuento de Caperucita Roja... pero aunque Caperucita no haya existido... eso no quita que la imagen de la niña engañada y devorada por el lobo haya sido bella y útil, o sea, «psicológicamente cierta». Y ultérrimamente los hombres nos manejamos por mitos, o sea, por realidades psicológicas que pueden tener o no algún contenido concreto. Así, en nada desmerece al Misterio de Santiago el Mayor, ni merma su extraordinario valor místico, la contradicción histórica. Los miles de peregrinos que creyeron esta versión, al creerla y revivirla en su peregrinación, crecieron espiritualmente. Y lo que importa es que el hombre crezca espiritualmente; todo lo demás es vana ilusión, pasajera y estéril. Así, adentrémonos un poco en este Mito con el espíritu del hombre nuevo y dejemos a los desmitificantes la sonrisa sarcástica que muestra los dientes del lobo... Nosotros preferimos la tierna imagen de Caperucita Roja...

Antecedentes del Camino de Santiago
Desde las investigaciones geniales hechas por aquel gran filósofo, científico y esoterista español, Mario Roso de Luna, que en plena juventud era ya Caballero de la Real Orden de Carlos III y de la de Isabel la Católica, hasta las actuales y muy valoradas de Louis Charpentier, se ha destacado que la peregrinación cristiana no fue original, sino que retomó, en gran parte sobre las mismas calzadas romanas, un camino sagrado o «espiral» iniciática mucho más antigua. Hay pruebas históricas de que los celtas, bajo la dirección de sus sacerdotes druidas, ya promovían marcas de peregrinos sobre el lugar donde actualmente está emplazada Santiago de Compostela, y aun que ellos mismos no hacían otra cosa que reactualizar marchas rituales ligures emparentadas a cavernas y dólmenes. Es probado que los romanos tenían esos parajes por sagrados, pues las excavaciones hechas bajo la actual catedral revelaron restos de un templo romano dedicado a los dioses, con aras a Júpiter. Con la caída del Imperio, las invasiones bárbaras despoblaron en parte Galicia y Asturias, cerrándose vías de comunicación y saqueándose las ciudades. Es a partir del siglo VIII cuando se vuelven a encontrar testimonios arqueológicos de seres civilizados. Pero si la continuidad física fue interrumpida, es evidente que la tradicional y religiosa perduró, y bajo la protección invocada de Carlomagno -que por otra parte jamás viajó a Santiago de Compostela- se renuevan las marchas cambiándoles el aspecto exterior, ahora bajo formas cristianas. De allí que para lograrlo, se tuvo que «hacer venir» al cadáver descabezado del Apóstol desde tan lejanas tierras ocho siglos después. Era imprescindible para entroncar la vieja tradición y permitir su resurrección. Y que el mismo Apóstol se les apareciese como «Matamoros» en las luchas contra el mundo musulmán, como lo afirmaron en su época cientos de soldados cristianos. De tal manera, la asimilación del «Viejo Santiago» estaba dada con el «Nuevo Santiago» unido a las preferencias de la Baja Edad Media.

El Camino Celeste y el Camino Terrestre
Existe un «Camino» en el cielo, que es el sector visible de la galaxia en espiral a la que pertenece nuestro sistema solar. Es la Vía Láctea. Emparentada desde siempre con la Virgen Cósmica, la religión de los helenos la tenía por originada en los mismos pechos de Hera, apretados en exceso por el Niño-Hércules. La encabeza la estrella del Can Mayor. El Camino de Santiago, encuadrado de Este a Oeste entre los paralelos 43º y 42,30º, reproduce la Vía Láctea. Sus santuarios, desde Francia, están dedicados a la Virgen y al Niño. La imagen del peregrino es la de un hombre con un bastón o garrote en la mano, una calabaza para portar agua, y que hace marchar por delante, precisamente, un perro. Porta además, y como carácter muy distintivo, la concha. Exotéricamente se atribuye esto a que el barquito del apóstol las tenía adheridas, pero como la bivalva no puede adherirse a navío alguno, es obvio que su significado es otro. La concha bivalva era utilizada como sonaja desde los Misterios de Afrodita Urania, la Virgen Celeste, y a su choque, a la manera de las actuales castañuelas, se le daba un ritmo monótono y mantrámico. Este símbolo se emparentó con el de la irradiante concha del cielo, y aun con la marca que la oca o ganso deja en las arenas, siendo este animal considerado sagrado por los protohistóricos gallegos, y figura de una manera u otra, incluso bajo la forma del milenario Juego de la Oca o Damero Templario en toda la ruta sagrada, que se extiende, es hora que lo digamos, desde la misma París y Chartres. Se le llamó Luguesi en época celta y era la contraparte femenina del misterioso dios Lug, el cuervo negro o lobo, que bajo las dos formas se le representaba. Así, los peregrinos, haciendo marchar el símbolo totémico de Lug, portando la sonora concha, volvieron a recorrer el laberinto iniciático una vez más, hasta que las Ordenes de Caballería, como la de los Templarios, fueron disueltas, y la devoción popular acortó el camino cada vez más, transformándose en nuestros días en una simple vía turística, pálido reflejo en lo devocional, de lo que fuese hace 600 ó 700 años.

Otra cosa notable es que el mismo nombre de Santiago jamás se hace preceder del calificativo de «Santo» o «San», como cuando decimos «San Juan» o «San Pedro». Es que «Santiago de Compostela» es una abreviatura, lo aseguran los filólogos, de «Saint Iago del Campo Estelar», lo que confirmaría, de ser cierto, su carácter de emblema cósmico e iniciático.

De paso por Asturias
Al pasar por esta bella región, pletórica de testimonios de vida humana organizada desde hace más de 30.000 años, como lo demuestra el «Hombre de Merin» cuya impronta se conserva bajo plástico en Altamira, recordamos la leyenda que dice que Tubal, nieto de Noé, llegó en una barca a estas tierras, en donde murió y fue enterrado en secreto, no sin antes dar origen a los primeros reyes de España. ¿Existirán conexiones simbólicas entre este «atlante» Rey Tubal, que iba precedido por una estrella, y el «Durmiente» Santiago, cuya tumba estaba -también según la tradición- marcada por una estrella? No podríamos afirmarlo, aunque tampoco nadie tendría argumentos concretos para negarlo. Lo que sí es obviamente cierto es que en estas regiones de Galicia y Asturias existió desde el más remoto pasado, un ancestro místico fervoroso, lo que ha dado a sus gentes esa tremenda fuerza espiritual que aún hoy nos sobrecoge.