Hacia ya siete años desde la última vez que Mari había estado en el monte Txindoki, lugar en donde poseía una hermosa morada que nadie había visitado, pero de la cual todo el mundo hablaba. Según los rumores, el interior de la cueva estaba recubierto de oro, y los muebles eran también de oro. La llegada de la Dama no pasó desapercibida porque se vio a un caballo volador cruzar el cielo, y a continuación comenzó a llover como no lo había hecho en muchos años.
Llovió durante varias semanas, pero, un día, amaneció despejado; únicamente la cumbre del monte Txindoki se hallaba envuelta en nubes blancas como retazos de gasa enganchados a las rocas.
—¡La Dama ha encendido el horno! —exclamaron satisfechos los habitantes de Amezketa.
Una mañana, una pastora de nombre Kattalin llevó su rebaño a pacer en las faldas del monte. El sol brillaba, la primavera empezaba a mostrarse tímidamente y la zagala se distrajo contemplando las flores y el vuelo de los pájaros. Al atardecer, pensó que ya era hora de regresar a casa, y comenzó a reunir las ovejas.
—Una, dos, tres..., diecisiete, dieciocho, diecinueve y... ¡Oh! ¡Falta una!
La pobre muchacha se puso a buscar la oveja perdida. Parecía imposible. Nunca había perdido ninguna. Pensó en el enfado del dueño de las ovejas. Las llamó una por una, volvió a contarlas, por si acaso se había equivocado, buscó y rebuscó, pero seguía faltándole una. Miró hacia los peñascos, arriba del monte. ¿Y si el animal había trepado hacia la cima?
Atemorizada, inició la ascensión. Mil veces había oído decir en el pueblo que era mejor no intentar subir al Txindoki mientras la Dama Mari estuviera en su casa; mil veces había oído contar cosas terribles sobre personas desaparecidas. Pero se fue tranquilizando a medida que ascendía. No parecía que hubiese nada extraordinario por allí, todo estaba tranquilo. Finalmente, oyó balar a su oveja.
—¡Ah! ¿Estás ahí, traviesa?
La pastora encontró a la oveja al retirar unas matas. Estaba a la entrada de una cueva, tumbada a los pies de una hermosa señora que hilaba en un rueca de oro. Kattalin se quedó boquiabierta. ¡Nunca había visto a una mujer tan hermosa como aquella señora, y tampoco había visto a nadie girar la rueca a tanta velocidad! Durante un buen rato, sus ojos siguieron hipnotizados el movimiento de las aquellas manos blancas y delicadas.
—¿Y bien? ¿Vas a estar ahí parada toda la vida?
La voz de la señora tenía el timbre de una campanilla de cristal. La pastora no respondió.
—¿Y bien? —preguntó de nuevo la señora—. ¿No sabes hablar? No tienes nada que temer. Mi nombre es Mari, y ésta es mi casa.
—Yo me llamo Kattalin —dijo la pastora, un poco sorprendida de su propia voz.
—¿Y tu familia?
—No tengo.
—¿Y las ovejas?
—No son mías.
La Dama la miró de arriba abajo y luego sonrió.
—Está bien, Kattalin; necesito que alguien me ayude con mi labor. Serás bien recompensada si te quedas conmigo, y algún día podrás tener tu propio rebaño.
Kattalin aceptó y se quedó con la Dama durante siete años. Mari la educó, le enseñó a hilar, a hacer pan, a diferenciar las propiedades maravillosas de las plantas, a conocer el lenguaje de los animales y muchas cosas más. Los años pasaron como un suspiro.
—Kattalin —le dijo un día la Dama—. Durante todo este tiempo te has portado muy bien y has aprendido todo lo que te he enseñado. Tengo que marcharme, pero prometí recompensarte, y aquí tienes mi regalo.
Diciendo esto, Mari le entregó un gran pedazo de carbón; después, desapareció envuelta en llamas. La joven miró el pedazo de carbón, bastante sorprendida.
—Extraño regalo éste... —se dijo, y salió de la cueva.
¡Cuál no fue su asombro cuando observó que el pedazo de carbón se convertía en oro!
Bajó corriendo la montaña y fue a Amezketa. En el pueblo hacía tiempo que la daban por desaparecida, y nadie la esperaba. Contó a todos lo que le había ocurrido y con el oro se compró una casa y un hermoso rebaño de ovejas.