jueves, 22 de agosto de 2013

Mari de Txindoki



Hacia ya siete años desde la última vez que Mari había estado en el monte Txindoki, lugar en donde poseía una hermosa morada que nadie había visitado, pero de la cual todo el mundo hablaba. Según los rumores, el interior de la cueva estaba recubierto de oro, y los muebles eran también de oro. La llegada de la Dama no pasó desapercibida porque se vio a un caballo volador cruzar el cielo, y a continuación comenzó a llover como no lo había hecho en muchos años.
 Llovió durante varias semanas, pero, un día, amaneció despejado; únicamente la cumbre del monte Txindoki se hallaba envuelta en nubes blancas como retazos de gasa enganchados a las rocas.
—¡La Dama ha encendido el horno! —exclamaron satisfechos los habitantes de Amezketa.
Una mañana, una pastora de nombre Kattalin llevó su rebaño a pacer en las faldas del monte. El sol brillaba, la primavera empezaba a mostrarse tímidamente y la zagala se distrajo contemplando las flores y el vuelo de los pájaros. Al atardecer, pensó que ya era hora de regresar a casa, y comenzó a reunir las ovejas.
—Una, dos, tres..., diecisiete, dieciocho, diecinueve y... ¡Oh! ¡Falta una!
La pobre muchacha se puso a buscar la oveja perdida. Parecía imposible. Nunca había perdido ninguna. Pensó en el enfado del dueño de las ovejas. Las llamó una por una, volvió a contarlas, por si acaso se había equivocado, buscó y rebuscó, pero seguía faltándole una. Miró hacia los peñascos, arriba del monte. ¿Y si el animal había trepado hacia la cima?
Atemorizada, inició la ascensión. Mil veces había oído decir en el pueblo que era mejor no intentar subir al Txindoki mientras la Dama Mari estuviera en su casa; mil veces había oído contar cosas terribles sobre personas desaparecidas. Pero se fue tranquilizando a medida que ascendía. No parecía que hubiese nada extraordinario por allí, todo estaba tranquilo. Finalmente, oyó balar a su oveja.
—¡Ah! ¿Estás ahí, traviesa?
La pastora encontró a la oveja al retirar unas matas. Estaba a la entrada de una cueva, tumbada a los pies de una hermosa señora que hilaba en un rueca de oro. Kattalin se quedó boquiabierta. ¡Nunca había visto a una mujer tan hermosa como aquella señora, y tampoco había visto a nadie girar la rueca a tanta velocidad! Durante un buen rato, sus ojos siguieron hipnotizados el movimiento de las aquellas manos blancas y delicadas.
—¿Y bien? ¿Vas a estar ahí parada toda la vida?
La voz de la señora tenía el timbre de una campanilla de cristal. La pastora no respondió.
—¿Y bien? —preguntó de nuevo la señora—. ¿No sabes hablar? No tienes nada que temer. Mi nombre es Mari, y ésta es mi casa.
—Yo me llamo Kattalin —dijo la pastora, un poco sorprendida de su propia voz.
—¿Y tu familia?
—No tengo.
—¿Y las ovejas?
—No son mías.
La Dama la miró de arriba abajo y luego sonrió.
—Está bien, Kattalin; necesito que alguien me ayude con mi labor. Serás bien recompensada si te quedas conmigo, y algún día podrás tener tu propio rebaño.
Kattalin aceptó y se quedó con la Dama durante siete años. Mari la educó, le enseñó a hilar, a hacer pan, a diferenciar las propiedades maravillosas de las plantas, a conocer el lenguaje de los animales y muchas cosas más. Los años pasaron como un suspiro.
—Kattalin —le dijo un día la Dama—. Durante todo este tiempo te has portado muy bien y has aprendido todo lo que te he enseñado. Tengo que marcharme, pero prometí recompensarte, y aquí tienes mi regalo.
Diciendo esto, Mari le entregó un gran pedazo de carbón; después, desapareció envuelta en llamas. La joven miró el pedazo de carbón, bastante sorprendida.
—Extraño regalo éste... —se dijo, y salió de la cueva.
¡Cuál no fue su asombro cuando observó que el pedazo de carbón se convertía en oro!
Bajó corriendo la montaña y fue a Amezketa. En el pueblo hacía tiempo que la daban por desaparecida, y nadie la esperaba. Contó a todos lo que le había ocurrido y con el oro se compró una casa y un hermoso rebaño de ovejas.


miércoles, 21 de agosto de 2013

Mari y el Señor de Bizkaia


La siguiente leyenda se encuentra recogida en el «Libro dos Linhagens», escrito por el conde Pedro de Barcellos en el siglo XVI.


 Era don Diego López de Haro, señor de Bizkaia en el siglo XIV, un gran cazador, y siempre que podía salía en busca de algún jabalí o de algún otro animal salvaje de los que, en aquel entonces, abundaban en nuestros bosques y montes.

Un día en que se afanaba en la caza de una buena pieza, oyó cantar a una mujer en lo alto de una peña. La voz era tan bella que don Diego sintió unos enormes deseos de conocer a su dueña, y se dirigió hacia ella.

Nunca había visto una mujer tan hermosa. Era alta y esbelta, de piel blanca y ojos negros que contrastaban con el rubio dorado de sus cabellos, que casi llegaban hasta el suelo. Llevaba un vestido verde bordado con hilos de oro, y una cinta, también de oro, en la frente. Era tal su esplendor que don Diego se enamoró locamente de ella.

—¿Quién eres?—le preguntó.

—La señora de Amboto —respondió ella.

—Puesto que tú eres señora de Amboto y yo señor de Bizkaia, ¿quieres casarte conmigo?

La Dama aceptó, pero le hizo prometer que nunca, nunca haría la señal de la cruz en su presencia. Se casaron y tuvieron una hija, Urraka, y un hijo, Iñigo Gerra.

Pasaron los años y la felicidad reinaba en el castillo de don Diego López de Haro. Un día volvió de la caza el caballero trayendo consigo un enorme jabalí que los encargados de la cocina dispusieron para la cena. Estando toda la familia a la mesa, dos de los perros de la casa entraron en el comedor y empezaron a ladrar pidiendo parte del banquete. Uno era un gran perro alano, muy fiero, y el otro una perrita de aguas, mucho más pequeña. Don Diego, divertido, les lanzó una pata del jabalí y los dos perros se abalanzaron sobre ella, disputándosela. Ante el asombro de todos, la perrita mató al alano y escapó arrastrando la jugosa pata. Don Diego no pudo reprimirse e hizo la señal de la cruz, al tiempo que exclamaba:

—¡Dios mío! ¡Jamás había visto algo igual!

En aquel mismo instante, Mari cogió a su hija de la mano y ambas salieron volando por una de las ventanas. Nunca más se supo de ellas.

Pasaron de nuevo los años y, durante una guerra contra los castellanos, don Diego fue hecho prisionero y llevado a una fortaleza en Toledo. Iñigo Gerra pidió consejo a los suyos para liberar a su padre, pero nadie conocía el modo, hasta que un viejo de larga barba blanca abrió la boca.

—Iñigo, si quieres ayuda —le dijo—, ve a pedírsela a tu madre. Ella sabrá decirte lo que tienes que hacer.

Fue pues Iñigo al monte Amboto y vio a Mari encima de una peña.

—Iñigo Gerra, querido hijo —habló Mari—, ven hasta mí porque ya sé que vienes a preguntarme cómo sacar a tu padre de la prisión.

Mari lanzó un grito y apareció un hermoso caballo blanco ensillado.

—Este es Pardal —continuó diciendo la Dama—. Te lo doy. Con él ganarás batallas, pero nunca debes de quitarle la silla, ni siquiera darle de comer o beber. Hoy mismo te llevará a Toledo y os traerá de vuelta a casa.

En efecto, Iñigo montó el caballo y, al momento, se encontró en el patio de la fortaleza en donde estaba encerrado su padre, lo buscó, lo cogió de la mano, lo llevó hasta el caballo y ambos regresaron a Bizkaia sin que ningún soldado hiciera nada por detenerlos, puesto que se habían vuelto invisibles.

Desde aquel entonces, todas las entrañas de las vacas que se mataban en la casa del señor de Bizkaia eran colocadas sobre una peña como ofrenda a la Dama de Amboto. Y decían que, de no hacerlo, caería un mal sobre don Diego o sobre sus descendientes, como así ocurrió. Un tataranieto de don Diego dejó de hacer la ofrenda y perdió un ojo por no seguir la tradición

* * *


Formación rocosa que forma la cara de Mari.