martes, 10 de septiembre de 2013

Anxo

Hace mucho, mucho tiempo, vivía en una cueva de Domaikia, en Zuia de Araba, un genio terrible que tenía un solo ojo en medio de la frente. Era un gigante enorme con gran fuerza, pues era capaz de arrancar un árbol con una mano.

Los habitantes de la zona estaban aterrorizados porque Anxo que así se llamaba el gigante, robaba todo tipo de alimentos, en especial vacas y ovejas. El temor era aún mayor porque también había raptado a muchos caminantes que habían pasado cerca de la cueva y nunca más se les había vuelto a ver vivos.

Muchos habitantes de Domaikia habían decidido marcharse a vivir a otro sitio, y los que quedaban veían cómo, día a día, disminuía el número de animales; los árboles frutales aparecían destrozados, las huertas arrasadas y la pobreza era cada vez mayor. Desesperados decidieron ir a matar al monstruo. Los jóvenes más valientes, armados con azadas y estacas, se dirigieron hacia la cueva. Iban muy animados, pero, a medida que se iban acercando a la morada del gigante empezaron a sentir cada vez más miedo. Se encontraban a pocos metros de la cueva cuando, de pronto, apareció el terrible Anxo Todos se quedaron quietos, sin saber qué hacer, mientras él los miraba con su único ojo y una mueca en su boca.

—¡Ja, ja, ja! —rió el gigante, con tal estruendo que los pajarillos posados en las ramas de los árboles salieron volando asustados—. Así que tenemos visita, ¿eh? Entrad, entrad en mi casa.

Pero los jóvenes no se movieron, y se dispusieron al ataque. Anxo dejó de reír y se abalanzó contra ellos. En pocos minutos los había matado a todos, menos a uno, que se hizo el muerto. El gigante cogió después los cuerpos sin vida y los fue lanzando hacia el interior de la cueva, entre ellos al que se hacía el muerto. El joven, horrorizado, no se atrevía ni a respirar. Luego, oyó que el gigante decía:

—¡Ciérrate, Txarranka!

Y una gran piedra redonda cerró la entrada de la cueva. El joven, que se llamaba Joxe Martín, seguía sin moverse. Finalmente alzó la cabeza y comprobó que el gigante no estaba dentro de la cueva. Miró a su alrededor y vio que allí había muchos esqueletos. Joxe Martín sintió tanta pena que se puso a llorar por la suerte de sus amigos, y también por él mismo. Luego intentó calmarse y pensar en cómo salir de aquel horrible lugar. En eso estaba cuando oyó el vozarrón del gigante en el exterior de la cueva que decía:

—¡Ábrete, Txarranka!

Y la piedra de la entrada se corrió para dejarle paso. Joxe Martín se escondió rápidamente debajo de los cuerpos de sus amigos y esperó.

Anxo cogió justo al que estaba encima de él, lo asó en una gran fogata y se lo comió. Después se tumbó encima de cien pieles de oveja y se quedó dormido.

Aprovechando que el gigante dormía y que la entrada estaba abierta, el joven se arrastró hasta la salida sin hacer el menor ruido, y luego corrió durante varios kilómetros sin mirar hacia atrás. Al llegar a un pequeño río se detuvo a beber un poco de agua; se tumbó sobre la hierba y se durmió.

Los primeros rayos del sol lo despertaron. Pensó en seguir su camino, pero recordó a sus amigos.

—¡Tengo que acabar con ese monstruo! —dijo en voz alta.

Y regresó a la cueva. Al llegar, se subió a un árbol y allí, oculto por las ramas, se puso a pensar en cómo vencer al gigante. Entonces tuvo una idea, y gritó:

—¡Anxo! ¡Eh! ¡Anxo!

—¿Quién me llama? —respondió el gigante.

—¡Soy yo! ¡Joxe Martín, de Domaikia! ¡Has matado a todos mis amigos y vengo a luchar contigo!

—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Eres un infeliz! ¡Te aplastaré como a una hormiga!

El gigante asomó su fea cabeza por el agujero de la cueva para ver dónde se encontraba aquél que se atrevía a retarlo. Entonces, Joxe Martín gritó:

—¡Ciérrate, Txarranka!

Y la piedra se corrió, atrapando la cabeza de Anxo y matándolo en el acto.

Desde entonces, los habitantes de la zona alavesa de Domaikia pudieron vivir tranquilos, regresaron los que se habían marchado, florecieron de nuevo los frutales y los rebaños volvieron a pacer tranquilos en los prados.




jueves, 22 de agosto de 2013

Mari de Txindoki



Hacia ya siete años desde la última vez que Mari había estado en el monte Txindoki, lugar en donde poseía una hermosa morada que nadie había visitado, pero de la cual todo el mundo hablaba. Según los rumores, el interior de la cueva estaba recubierto de oro, y los muebles eran también de oro. La llegada de la Dama no pasó desapercibida porque se vio a un caballo volador cruzar el cielo, y a continuación comenzó a llover como no lo había hecho en muchos años.
 Llovió durante varias semanas, pero, un día, amaneció despejado; únicamente la cumbre del monte Txindoki se hallaba envuelta en nubes blancas como retazos de gasa enganchados a las rocas.
—¡La Dama ha encendido el horno! —exclamaron satisfechos los habitantes de Amezketa.
Una mañana, una pastora de nombre Kattalin llevó su rebaño a pacer en las faldas del monte. El sol brillaba, la primavera empezaba a mostrarse tímidamente y la zagala se distrajo contemplando las flores y el vuelo de los pájaros. Al atardecer, pensó que ya era hora de regresar a casa, y comenzó a reunir las ovejas.
—Una, dos, tres..., diecisiete, dieciocho, diecinueve y... ¡Oh! ¡Falta una!
La pobre muchacha se puso a buscar la oveja perdida. Parecía imposible. Nunca había perdido ninguna. Pensó en el enfado del dueño de las ovejas. Las llamó una por una, volvió a contarlas, por si acaso se había equivocado, buscó y rebuscó, pero seguía faltándole una. Miró hacia los peñascos, arriba del monte. ¿Y si el animal había trepado hacia la cima?
Atemorizada, inició la ascensión. Mil veces había oído decir en el pueblo que era mejor no intentar subir al Txindoki mientras la Dama Mari estuviera en su casa; mil veces había oído contar cosas terribles sobre personas desaparecidas. Pero se fue tranquilizando a medida que ascendía. No parecía que hubiese nada extraordinario por allí, todo estaba tranquilo. Finalmente, oyó balar a su oveja.
—¡Ah! ¿Estás ahí, traviesa?
La pastora encontró a la oveja al retirar unas matas. Estaba a la entrada de una cueva, tumbada a los pies de una hermosa señora que hilaba en un rueca de oro. Kattalin se quedó boquiabierta. ¡Nunca había visto a una mujer tan hermosa como aquella señora, y tampoco había visto a nadie girar la rueca a tanta velocidad! Durante un buen rato, sus ojos siguieron hipnotizados el movimiento de las aquellas manos blancas y delicadas.
—¿Y bien? ¿Vas a estar ahí parada toda la vida?
La voz de la señora tenía el timbre de una campanilla de cristal. La pastora no respondió.
—¿Y bien? —preguntó de nuevo la señora—. ¿No sabes hablar? No tienes nada que temer. Mi nombre es Mari, y ésta es mi casa.
—Yo me llamo Kattalin —dijo la pastora, un poco sorprendida de su propia voz.
—¿Y tu familia?
—No tengo.
—¿Y las ovejas?
—No son mías.
La Dama la miró de arriba abajo y luego sonrió.
—Está bien, Kattalin; necesito que alguien me ayude con mi labor. Serás bien recompensada si te quedas conmigo, y algún día podrás tener tu propio rebaño.
Kattalin aceptó y se quedó con la Dama durante siete años. Mari la educó, le enseñó a hilar, a hacer pan, a diferenciar las propiedades maravillosas de las plantas, a conocer el lenguaje de los animales y muchas cosas más. Los años pasaron como un suspiro.
—Kattalin —le dijo un día la Dama—. Durante todo este tiempo te has portado muy bien y has aprendido todo lo que te he enseñado. Tengo que marcharme, pero prometí recompensarte, y aquí tienes mi regalo.
Diciendo esto, Mari le entregó un gran pedazo de carbón; después, desapareció envuelta en llamas. La joven miró el pedazo de carbón, bastante sorprendida.
—Extraño regalo éste... —se dijo, y salió de la cueva.
¡Cuál no fue su asombro cuando observó que el pedazo de carbón se convertía en oro!
Bajó corriendo la montaña y fue a Amezketa. En el pueblo hacía tiempo que la daban por desaparecida, y nadie la esperaba. Contó a todos lo que le había ocurrido y con el oro se compró una casa y un hermoso rebaño de ovejas.