Ésta era una de las princesas más liliales y exquisitas que la imaginación puede concebir, no acertando la pluma ni el pincel a trasladar su imagen, de puro idealmente bonita que la había hecho Dios. Figuraos una carne virgen y nacarada, como formada de hojas de rosa té y reflejos de perla oriental; una cascada de cabello fluido, solar, esparcida por la espalda y juguetona en dorados copos ligeros hasta el borde de la túnica; unas formas gráciles y castas, largas y elegantes, nobles como la sangre azul que le corría por las venas y se transparentaba dulcemente al través de la piel de raso; unos ojos inocentes, santos, inmensos, en que copiaba su azul el infinito: una boca risueña, fragante; unos dientes cristalinos; unas manos largas, blancas como hostias; y aun sumando tantas perfecciones, os quedaréis muy lejos del conjunto que se admiraba en la princesa Querubina.
¿Se admiraba he dicho? Temo que sea inexacta la frase, porque, sujetándonos a la estricta verdad, la princesa Querubina no podía ser admirada, en atención a que casi nadie la había visto, llegando al extremo algunos de sus vasallos de poner en duda su existencia. Fue el caso que el rey, sintiendo una especie de culto de adoración por una hija que no se le parecía en nada (el monarca era fornido, batallador, rudo y terrible), dio en la peregrina manía de pensar que, siendo el mundo y la humanidad un hervidero de maldades, brutalidades y crímenes, un ser tan delicado y celeste como Querubina debía mantenerse siempre lejos y por cima de las miserias del existir. No quería el rey meter a Querubina en un convento, porque, además de convenirle recrearse con su vista y conversación, la idea de que la princesa mortificase con penitencias y abstinencias su cuerpo y de que lo ofendiese con grosero sayal, le era al padre profundamente repulsiva. Y para aislar y reservar a Querubina sin privarla de los regalos y refinamientos que siempre la había prodigado, la trasladó, niña aún, de sus habitaciones a una alta torre construida expresamente y comunicada con el palacio por misteriosa, afiligranada galería.
Es costumbre de los reyes que figuran en los cuentos esto de encerrar a las princesas en torres, y los viejos romances narran casos lastimosos, como el de Delgadina, muerta de sed; pero este rey de mi historia, en vez de emparedar a su hija con objeto de maltratarla, se proponía lo que se propone el devoto al cerrar con llave el sagrario: dar digno asilo al Dios que adora y resguardarlo de la multitud profana o sacrílega.
La torre de Querubina fue, pues, fabricada con los mármoles y jaspes más ricos y las maderas más odoríferas e incorruptibles, donde el gusano no hinca el diente. En su decoración interior se agotó la fantasía y la habilidad de los mejores artistas, siendo cada estancia y camarín un asombro de hermosura, lujo y gusto. Desde el cuarto de baño, todo revestido de cristal hilado de Venecia, que imitaba cascadas irisadas y diamantinas cayendo en la pila, enorme concha también de cristal, con orla sinuosa de corales y madreperlas, hasta el camarín donde la princesa pasaba las tardes, y que revestían franjas de oro cincelado y esmaltado, sujetando paneles de miniaturas deliciosas en marfil, todo era un sueño realizado, pero un sueño de refinamiento y poesía tal, que la reina de las hadas no pediría a los silfos que le construyesen otra residencia sino la de Querubina.
Estaba mejor que quería la princesa. Esclavas hábiles en tañer, cantar y bailar, la daban conciertos y armaban zambras para divertirla; esclavas cocineras la discurrían golosinas y piperetes y refrescos para los días calurosos; esclavas modistas y bordadoras la sorprendían diariamente con atavíos elegantes y extraños; su ropa blanca parecía hecha de pétalos de azucena; sus joyas y collares eran rayos de soles y lágrimas de la aurora. Y, sin embargo, la princesa, desdeñando con hastío profundo y creciente todo el aparato y la complicación de los goces sin cesar inventados para ella, sólo experimentaba verdadero placer cuando se asomaba al balcón volado de su camarín.
Ciertamente, el balcón era la perfección de los balcones, cuajado de columnitas de alabastro, tan finas que alarmaba su fragilidad; y corría por sus arcos y capiteles ornamentación de griega pureza, copiada por un gran escultor de los frisos helénicos.
El antepecho estaba almohadillado y rehenchido para que la princesa no sintiese, al apoyarse, el frío mármol. Una enredadera de hojas de terciopelo y flores rosa, que despedían olor a almendra, se enroscaba a las columnas con estudiada coquetería.
Arrastraban hasta el balcón el taburete de Querubina, y allí se estaba la princesa las horas muertas, sin cansarse nunca, fijos los ojos en lo que desde el balcón podía dominarse. En primer término, los solitarios jardines de palacio, con su arbolado denso, sus blancas estatuas, sus estanques espejeantes, y más allá, detrás de la fuerte verja que defendía los jardines, un suburbio de la gran ciudad, un barrio pobre, de casuchas bajas, de huertos cercados por palitroques y murallejas ruines... La atención de la princesa no se fijaba en el parque regio; en cambio, no se apartaba su vista afanosa del barrio pobre. Lo verdaderamente nuevo y desconocido para ella, allí se encontraba. A tal distancia, los detalles repugnantes desaparecían, y sólo se apreciaba lo pintoresco, lo vario, lo picante de tal vivir. Por la carretera que cortaba el barrio pasaban carros cargados, borriquillos abrumados bajo tiestos de flores o serones de hortaliza, coches de línea, enormes galerones, tal vez un jinete entre nubes de polvo. Las mujeres trajinaban, disputaban, se agarraban, daban de mamar a sus críos en plena calle; detrás de los tapiales, por los mezquinos huertos de coles y habas, a la sombra de un retuerto manzano, los enamorados se pasaban la tarde mano a mano y juntos. Y Querubina, meditabunda, triste, sublevada, murmuraba:
«Son libres. ¡Qué existencia tan dichosa!».
La forja de un herrero, especie de cíclope que trabajaba sin cesar, era el punto más cercano en que podía fijarse la princesa. No oía el ruido del martillo sobre el yunque, pero divisaba la aureola de chispas que levantaba y que le rodeaban de una lluvia luminosa. El ansia de entrar en aquella forja llegó a ser en Querubina una obsesión. El trabajo del cíclope la parecía algo sobrenatural. En su ignorancia de las realidades, desconocía la vulgar tarea del herrero. ¿Qué labraba, para alzar así centellas de oro? ¿Por qué no le era permitido bajar y recorrer el barrio humilde, recorrer el ancho mundo?
Un día rogó a su padre que la consintiesen salir de la torre. La cólera del rey la hizo callar y prometer obediencia... Pero así que la noche descendió, muda y protectora, Querubina ató unas a otras sus fajas de seda turca, fuertes y flexibles, y amarró el cabo al balaustre de su mágico y perfumado balcón. Sin miedo alguno, cabalgó, se agarró y se dejó deslizar lentamente, girando un poco, con instinto seguro. Llegó al suelo, soltó el cabo, saltó y echó a andar hacia la verja, en dirección al lugar que ocupaba la casuca del herrero. Su corazón palpitaba de alegría. La verja era un obstáculo; Querubina lo había previsto; llevaba sus limas de tocador, de oro y acero; limó pacientemente, con energía; al fin vio rota la barra, y su cuerpo fino pudo deslizarse afuera. ¡Qué gozo!
Pisando barro y detritus, llegó a la fragua... Amanecía. El robusto herrero se había puesto a su diaria tarea. Al ver a la gentil damisela que le miraba con ardiente interés -que miraba su labor, su faena extraña-, el jayán sonrió, avanzó, tendió los brazos negros de escoria y apretó contra su pecho de oso a Querubina.
Y el rey, loco de rabia, buscó a la princesa inútilmente. Porque la creyó raptada de algún príncipe gallardo y atrevido, y declaró a varios la guerra, sin sospechar que, a dos pasos de palacio, andrajosa, ahumada, maltratada, sujeta por el miedo y la vergüenza de su degradación, Querubina ponía a la lumbre la escudilla del bárbaro marido... Tal fue la libertad de la princesa.
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