—No lo creas,—repuso éste.—Sólo en el cielo son iguales los hombres.
Se acordaba de esta máxima toda su vida, consolándose de sus penas y privaciones con la esperanza de ir al cielo y gozar allá de la igualdad que nunca encontraba en la tierra. En toda adversidad solía decir:—Paciencia, en el cielo seremos todos iguales.—A esto se debía el apodo con que era conocido, y todos ignoraban su verdadero nombre.
En el piso principal de la casa, cuyo portal ocupaba el pobre zapatero, vivía un marqués muy rico, bueno y caritativo. Cada vez que este señor salía en coche de cuatro caballos decía para sí el tío Paciencia:
—Cuando encuentre a vuecencia en el cielo, le diré: 'Amiguito, aquí todos somos iguales'. Pero no era sólo el marqués el que le hacía sentir que en la tierra no fuesen iguales todos los hombres, pues hasta sus amigos más íntimos pretendían diferenciarse de él. Estos amigos eran el tío Mamerto y el tío Macario.
Mamerto tenía una afición bárbara por los toros; y una vez, cuando se estableció una escuela de tauromaquia, estuvo a punto de ser nombrado profesor. Este precedente le hacía considerarse superior al tío Paciencia, quien reconocía esta superioridad y se consolaba con la máxima sabida. Macario era muy feo; pero, no obstante, se había casado con una muchacha muy guapa. Por razones que ignoramos había salido muy mal este matrimonio, y cuando al cabo de veinte años de peloteras murió la mujer, el buen hombre se quedó como en la gloria. Pero poco tiempo después se encalabrinó con otra muchacha muy linda también, y se casó otra vez a pesar de las protestas del tío Paciencia, que consideraba esto una enorme tontería. Como el tío Paciencia nunca había conseguido que las mujeres le amasen, mientras habían amado a pares al tío Macario, éste creía tener cierta superioridad sobre su amigo. El tío Paciencia la reconocía y se consolaba con la máxima que ya sabemos. Un día cuando llovía a cántaros Mamerto quiso asistir a una corrida de toros. El tío Paciencia trató de quitárselo de la cabeza, pero en vano. Al volver a casa Mamerto fue obligado a meterse a la cama a causa de un tabardillo, que al día siguiente se lo llevó al otro mundo. Aquel mismo día estaba muy malo el tío Macario de resultas de un sofocón que le había aplicado su mujer. Gracias al tratamiento de su segunda mujer el pobre hombre no podía resistir grandes sustos, y la inesperada noticia de la muerte de su amigo le causó tal sobresalto que expiró casi al instante.
Extrañando que en todo el día no hubiese visto a sus dos amigos el tío Paciencia al anochecer fue a buscarlos. La terrible noticia de la muerte de los dos fue para él como un escopetazo, y aquella misma noche se fue, tras sus amigos tomando el camino del otro mundo.
A la mañana siguiente el ayuda de cámara del marqués entró con el chocolate, y tuvo la imprudencia de decir a éste que el zapatero del portal había muerto al saber que habían espirado casi de repente dos amigos suyos. Como el marqués era un señor muy aprensivo, y como por aquellos días se temía que hubiese cólera en Madrid, se asustó tanto que pocas horas después era cadáver, con gran sentimiento de los pobres del barrio.
El tío Paciencia emprendió el camino del cielo muy contento con la esperanza de gozar eternamente de la gloria, de vivir en el mundo donde todos los hombres eran iguales, de encontrar allí a sus queridos amigos Mamerto y Macario, y de esperar la llegada del marqués para tener con él la anhelada conversación que ya se había repetido para sí mil veces durante su vida. En cuanto a Mamerto no dejaba de tener unas dudillas, porque se acordó de que éste durante la vida había dicho más de una vez:—Por una corrida de toros dejo yo la gloria eterna.
Fue interrumpido en estas reflexiones el tío Paciencia viendo venir del cielo un hombre que daba muestras de la mayor desesperación. Se detuvo pasmado al reconocer a su amigo.
—¿Qué te pasa, hombre?—preguntó al tío Mamerto.
—¿Qué diablo me ha de pasar? Me han cerrado para siempre las puertas del cielo.
—Pero ¿cómo ha sido eso, hombre? Habrá sido por tu pícara afición a los toros.
—Algo ha habido de eso. Escucha. Llegué a la portería del cielo y encontré allí un gran número de personas que aguardaban para entregar el pasaporte para el otro mundo. El portero que revisaba los papeles gastaba mucho tiempo con preguntas y respuestas antes de permitir la entrada. Al oír que rehusó la entrada a un pobre diablo por haber sido demasiado aficionado a los toros, comprendí que ya no había esperanza para mí. Entonces me mezclé entre la gente, aguardando una ocasión para colarme dentro sin que me viera el portero. A los pocos momentos da éste una media vuelta, y ¡zas! me cuelo en el cielo. Daba yo ya las gracias a Dios por haberlo hecho, porque dentro estaba uno como en la gloria. De repente le da la gana al portero de contar los que estaban en la portería, y nota que le falta uno.
—Uno me falta,—grita hecho un solimán.
—Y apuesto una oreja a que es ese madrileño.—Entonces veo que llama a unos músicos que había alrededor de Santa Cecilia, y ellos pasan a la portería. Algunos minutos más tarde oigo que tocan "salida de toros", y yo, bruto de mí, olvidando todo y creyendo que hay corrida de toros en la portería, salgo como una saeta a verla. El portero, soltando la carcajada, me dió con la puerta en los hocicos, diciéndome:—Vaya Vd. al infierno, que afición a los toros como la de Vd. no tiene perdón de Dios.
Ambos continuaron su camino; el tío Paciencia el del cielo, que era cuesta arriba, y el tío Mamerto el del infierno, que era cuesta abajo.
No había andado largo rato cuando tropezó con el tío Macario, que venía también del cielo y marchaba con la cabeza baja. Los dos amigos se abrazaron conmovidos.
—¿Tú por aquí, Paciencia?—dijo el tío Macario.—¿Adónde vas?
—¿Adonde he de ir? Al cielo.
—Difícil será que entres.
—¿Porqué?
—Porque es muy difícil entrar allí.
—¿Y cuál es la dificultad?
—Escucha, y verás. Llegamos otro y yo a la puerta, llamamos, y sale el portero.—¿Qué quieren Vds.? nos pregunta.—¿Qué hemos de querer sino entrar?—contestamos.—¿Es Vd. casado o soltero?—pregunta el portero a mi camarada.—Casado, contesta él.—Pues pase Vd., que basta ya esta penitencia para ganar el cielo, por gordos que sean los pecados que se hayan cometido.—Estuve yo para colarme dentro detrás de mi compañero, pero el portero, deteniéndome por la oreja, me pregunta:—¿Es Vd. casado o soltero?—Casado, dos veces.—¿Dos veces?—Sí, señor, dos veces.—Pues vaya Vd. al limbo, que en el cielo no entran tontos como Vd.
Cada uno seguía su camino. Al fin el tío Paciencia divisó las puertas del cielo, y se estremeció de alegría, considerando que estaba ya a medio kilómetro del mundo donde todos los hombres eran iguales. Cuando llegó a la portería vió que no había en ella un alma. Fue a la puerta y dió un aldabazo muy moderado. Apareció en un ventanillo al lado de la puerta el portero que preguntó:—¿Qué quiere Vd.?
—Buenos días, señor—contestó el tío Paciencia con la mayor humildad, quitándose el sombrero—quisiera entrar en el cielo, donde, según he oído decir, todos los hombres son iguales.
—Siéntese Vd. en ese banco, y espere a que venga más gente. No vale la pena el abrir esta pesada puerta por un solo individuo.
El portero cerró el ventanillo, y el tío Paciencia se sentó en el banco. No estuvo allí mucho tiempo cuando oyó un escandaloso aldabazo. Dirigiendo los ojos en la dirección del ruido Paciencia reconoció a su vecino, el marqués. Al mismo tiempo se oyó desde adentro el portero que gritó con voz de trueno:—¡Hola! ¡Hola! ¿Quién es este bárbaro que está derribando la puerta?
—El excelentísimo señor marqués de la Pelusilla, grande de España de primera clase, caballero de las órdenes de Alcántara, de Calatrava, de Montesa y de la Toisón, miembro de la cofradía del cordón de San Francisco, senador del reino, etc., etc.
Al oír esto el portero abrió de par en par la puerta, quebrándose el espinazo a fuerza de reverencias y exclamando:—Ilustrísima vuecelencia, tenga Vd. la bondad de perdonarme si le he hecho esperar un poco, que yo ignoraba que era Vd. Ya hemos recibido noticia de la llegada de su excelencia. Pase, vuecelencia, señor marqués, y verá que todo se ha preparado para el recibimiento del caballero más ilustre, piadoso, distinguido y rico de España.
En el centro del cielo se veía la orquesta celeste de ángeles bajo la dirección del arcángel Gabriel. Detrás de ellos estaba colocado un coro de vírgenes todas vestidas de blanco y con coronas de flores. Al lado izquierdo se hallaba un órgano teniendo cañones de oro, delante del cual estaba sentada la Santa Cecilia. Al lado derecho estaba el rey David con un arpa de oro. En una plataforma estaban los célebres músicos que habían destrozado las murallas de Jericó, hace ya muchos Siglos.
Al primer paso que dió el marqués entonaron éstos una fanfarria que demostraba claramente que no había desmejorado su arte. Casi al mismo instante, luego que el marqués hubo atravesado el umbral, fue cerrada la puerta, y el pobre tío Paciencia no pudo ver nada más. Pero oía harmonías tales como jamás había oído en la tierra.
El tío Paciencia se quedó en su banco cavilando y ponderando todo lo que acababa de ver y oír.—¡Zapatazos!—dijo para sí.—He pasado toda mi vida sufriendo con santa paciencia todos los trabajos y humillaciones de la tierra, creyendo que en el cielo todos los hombres serían iguales. ¿Y qué me sucede? Aquí, a la puerta del cielo he de presenciar la prueba más irritante de desigualdad.
La abierta del ventanillo sacó al tío Paciencia de sus cavilaciones.—¡Calla!—exclamó el portero, reparando en el tío Paciencia.—¿Qué hace Vd. ahí, hombre?
—Señor,—contestó humildemente éste,—estaba esperando...
—¿Porqué no ha llamado Vd., santo varón?
—Ya ve Vd., como uno es un pobre zapatero...
—¡Qué habla Vd. de pobre zapatero, hombre! En el cielo todos los hombres son iguales.
—¿De veras?—exclamó el tío Paciencia, dando un salto de alegría.
—Y muy de veras. Categorías, clases, grados, órdenes, todo eso se queda para la tierra. Pase Vd. adentro.
El portero abrió, no toda la puerta como cuando entró el marqués, sino lo justo para que pudiera entrar un hombre. Entró el tío Paciencia, y se detuvo sorprendido. No había ni orquesta ni coro ni músicos. El portero, que adivinó la causa de esta penosa extrañeza, se apresuró a desvanecerla.
—¿Qué es eso, hombre, que se ha quedado Vd. como imagen de piedra?
—¿No me ha dicho Vd. que en el cielo todos los hombres son iguales?
—Sí, señor, y he dicho la verdad.
—Y entonces, como el marqués...
—¡Hombre! no hable Vd. disparates. ¿No ha leído Vd. en la Sagrada Escritura que más fácil es que entre un camello por el ojo de una aguja que un rico en el cielo? Zapateros, sastres, herreros, labradores, mendigos, majaderos, tunantes, éstos llegan aquí a todas horas, y no tenemos por novedad su llegada. Pero se pasan siglos enteros sin que veamos a un señor como el que ha llegado hoy. En tal caso es preciso que echemos la casa por la ventana.
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