Por muy pocas monedas, el califa Chasid había comprado un cofrecito que contenía un polvo negruzco y una vieja carta escrita en latín. Su primer ministro, el gran visir, le aconsejó hiciera traducir el escrito, por si se tratara de algo interesante.
La carta, traducida, decía así: “¡Oh, hombre que has encontrado este cofre, agradécele a Alá! Si aspiras este polvo y luego dices la palabra mágica MUTABOR, podrás transformarte en cualquier animal y entender su lenguaje. Luego, si quieres volver a la forma humana, no tienes más que inclinarte tres veces hacia
Oriente y repetir la palabra mágica. Pero no rías durante la transformación. Si lo haces, olvidarás la palabra y quedarás animal por siempre jamás.”
Apenas se fue el traductor, el califa y su visir hicieron grandes proyectos para divertirse cuando se transformaran en algún animal.
Con estos pensamientos salieron a caminar por la plaza, y cuando vieron en un estanque un par de cigüeñas quisieron probar los poderes del polvo mágico y, sin pensarlo dos veces,» absorbieron un poco cada uno y dijeron: MUTABOR. Al instante se transformaron en dos hermosas cigüeñas. Siguieron su camino conversando ahora en la lengua “cigüeñina”, hasta que se encontraron con dos cigüeñas de verdad y, deteniéndose a cierta distancia, escucharon lo que aquéllas conversaban :
—¿Así que hoy vas a un baile? —le dijo la que parecía más vieja a la otra.
—Sí. Por eso quiero ensayar unos pasos antes que llegue la hora. —Y sin ningún reparo se puso a dar saltitos de aquí para allá. Tan cómica resultó la bailarina, que el califa y el visir no pudieron aguantar más y soltaron la risa, asustando así a las pobrecitas, que se fueron volando.
Justo en ese momento se acordaron de que no debían reir, y por más que hicieron no pudieron recordar la palabra mágica. Cigüeñas habían querido ser y cigüeñas se quedarían.
Víctimas del hechizo, vagaron tristemente por el campo, sin saber qué hacer, hasta que un día, desde lo alto de un campanario, vieron avanzar un gran cortejo; tambores y trombones llenaban los aires con sus sones y un hombre envuelto en rico manto escarlata era vitoreado por la multitud.
—¡Viva Mizra, el señor de Bagdad! —gritaban todos.
Las dos cigüeñas se miraron y comprendieron…
—¿Entiendes ahora, gran visir, por qué hemos sido encantados? Este Mizra es el hijo de mi peor enemigo: el mago Kaschnur. Ven, vamos a la tumba del Profeta; quizá en ese lugar sagrado podamos romper el hechizo.
En la primera noche de su viaje descansaron en un castillo abandonado, que en otros tiempos debió ser muy fastuoso, pues todavía quedaban restos de su esplendor.
Ya estaban para dormirse cuando fueron sobresaltados por un llanto muy quedo que llegaba de algún lugar cercano. Allí se dirigieron cautelosamente y encontraron una lechuza, de cuyos grandes ojos resbalaban abundantes lágrimas
—¡Oh —dijo el horrible animal—, vosotros sois mi salvación! —Y les contó su triste historia. Aquella lechuza era nada menos que una princesa de la India, a quien el pérfido mago Kaschnur había transformado, porque no quiso casarse con su hijo Mizra.
Al escuchar tan triste historia, el califa se conmovió y le preguntó qué podía hacer él para desencantarla.
—Cuando me trajo aquí el horrible mago me gritó: “Así quedarás por toda la vida. Sólo podrás volver a tu estado normal si alguien te pide en matrimonio.”
El califa no vaciló ni un instante y allí mismo, sin fijarse en la fea figura de la lechuza, le ofreció desposarla.
Agradecida la lechuza, les hizo saber que a ese mismo castillo solía venir el mago Kaschnur con otros malvados como él para contarse las últimas malas acciones cometidas, y que, precisamente, esa noche, al ocultarse la luna, tendría lugar una de esas reuniones.
Guiados por la lechuza, el califa y el visir llegaron hasta una ventanita desde donde podían ver una amplia sala ricamente amueblada. Allí estaban, sentados alrededor de una mesa, todos los magos y hechiceros, regocijándose de las tremendas maldades que habían cometido en los últimos tiempos.
Kaschnur contó, a su tiempo, lo que había hecho con el califa y el visir. Todos le festejaron la hazaña y rieron aún más cuando les dijo que la palabra que se habían olvidado era nada menos que MUTABOR.
El califa y el visir se miraron y repitieron la mágica palabra inclinándose tres veces hacia Oriente. La transformación fue inmediata, y cuál no sería su sorpresa cuando, al darse vuelta para agradecer a la lechuza el favor que les había hecho, vieron maravillados a una hermosa doncella…
Cuando el pueblo se enteró de la maldad de Kaschnur y del usurpador Mizra los desterró y devolvieron el poder al buen califa y al gran visir. Tres días después Chasid contraía enlace con la princesa hindú, en medio de la alegría de toda la nación.
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