El gran establecimiento de juguetería ostentaba por muestra una placa donde, de noche, en caracteres luminosos, leíase: Los Reyes Magos.
Desde que se acercaba la Navidad, los niños que transitaban por la populosa calle siempre querían detenerse ante el escaparate de Los Reyes Magos. En tal época lo presidían los propios Reyes, campeando en el sitio más visible, y arrancando al público, y no sólo al infantil, exclamaciones de admiración. No era para menos.
Bien modeladas las caras y cabezas, tenían esa expresión de realidad que hace a los muñecos parecer personas. Sus cabelleras y sus barbas eran de pelo natural; sus ojos de vidrio, en lo cual seguían una tradición de la vieja imaginería española. Y tan acabadamente estaban hechos esos ojos, que se les notaba el brillo húmedo y la mirada fascinadora de las pupilas humanas. Positivamente, los Reyes miraban a los niños pegados al escaparate, y, al juego de las luces eléctricas, hasta dijérase que les sonreían.
Estaban los Reyes fastuosa y orientalmente vestidos, de brocados de oro y plata, bordados de imitación de perlas y piedras preciosas, y detrás de los tres figurones, tres dromedarios erguían sus jorobas, sostén de una canasta llena de juguetes llamativos: arlequines, mamarrachillos guiñolescos, pierrots pálidos, muñecas pelirrubias, bebés llorantes y con su biberón al lado, perrillos, cuyas lanas eran auténticas, y enfermeritas con sus tocas, donde sangraba la roja cruz.
Para completar la lista de anacronismos, también asomaban por los bordes de la canasta las gomas de un automóvil y las aletas de un aeroplano. Y los Reyes, tranquilos, repletos de paternal bondad, riendo el negrito con todos sus dientes, más blancos que piñones, presidían tal exposición, la de las canastas y la del escaparate, donde todas las variedades del aire de divertir a la infancia se agolpaban, colocadas hábilmente para tentar el deseo y el capricho de los chiquitines.
Reproducidas en tamaños apropiados, todas las cosas útiles o gratas se desbordaban del escaparate tentador. Era una seducción de la vida, con necesidades, goces, conflictos, adelantos y luchas.
Desde la cocina con todos sus enseres, y el mobiliario con todos sus accesorios, y el teatro con todas sus bambalinas, y el cinematógrafo en miniatura con sus sorpresas, hasta el campo de batalla, reducido a proporciones menudas, pero con trágicos episodios, los muertecitos de plomo, tumbados al borde de la trinchera de cartón, y los combatientes, enzarzados, disputándose una colina, de cartón igualmente, no había cosa que no se encontrase allí. Y dentro de la tienda, una procesión interminable de mamás, niñeras, misses, abuelos babosos y padrinos rebosando complacencia, llevaban de la mano a las criaturas, transportadas de loco júbilo, alzando las piernecitas, como si estuviesen electrizadas, o quietas de puro entusiasmo, cortado el aliento ante tales maravillas, y queriendo llevárselas todas juntas, juntas, aunque no les cupiesen en los brazos. Y sonaban chillidos, y exclamaciones apasionadas, y graves voces moderadoras, y la mercancía despachábase al vuelo, y no tenían los dependientes manos para envolver y atar tanto paquete, que la impaciencia de la clientela menuda no consentía que le fuesen enviados a casa, sino que ansiaba cargar con ellos allí mismo, en el anhelo de la toma de posesión.
Entre la muchedumbre, Niní y su padre trataban de avanzar, abriéndose paso. Les era difícil, y la niña suspiraba, protestaba.
-Papá, no nos dejan ver... Papá, que se quiten, ¡ea!
Era Niní morenilla, con ojos verdes y pelo castaño rojizo: el vivo retrato de su mamá, que pasó del mundo cuatro o cinco días después que la niña nació. Y aquel suceso hundió al esposo en una melancolía que duró años, los primeros de la infancia de Niní. El único consuelo para él era la chica, aquel encanto, de la cual decían los médicos que tenía «demasiada imaginación» y que era preciso cuidarla con vigilancia exquisita. Y el padre a cuidarla se había consagrado, como a flor de estufa, que gracias a eso puede criar sus delicadas hojas y su frágil flor.
Los amorosos dedos paternales mullían el asiento para Niní, medían su comida, rodeaban su cuerpo con telas que la daban abrigo suave y hasta dosificaban los perfumes del baño. Era una preocupación continua y un arrobamiento permanente, según iba marcándose más la semejanza con la esposa que había perdido, al desaparecer las formas redondeaditas de bebé, y espigar los seis años en prolongaciones de líneas y transformación de bucles en trenzas. Gestos, movimientos de cabeza o de manos, inflexiones de voz, traían al padre tales recuerdos, que las lágrimas se le agolpaban. Y, por supuesto, no había caso de que se le negase a Niní nada de lo que excitaba su antojo. Gusto indicado, gusto cumplido. Tanto era así, que a los seis años y medio estaba Niní gastada y saciada en materia de juguetería, y no sabía su papá a qué santo encomendarse para regalarle algo nuevo y que le fuese grato.
-De eso ya tengo -era la respuesta displicente de la chiquilla.
Recorrían, registrando y curioseando las galerías del extenso hall de la tienda. Y a todo fruncía la nena el gestecillo, y hacía el mohín con la boca, donde faltaba un diente de leche.
-Ya tengo... Ya me diste el día de tu santo...
Se descorazonaba el padre. ¿Qué le compraría, vamos a ver? Y, al mismo tiempo, otros pensamientos importunos bullían en su magín. Desde hacía algún tiempo, su hermana venía proponiéndole una boda. ¡Sí, una boda, a él, el viudo desconsolado e inconsolable! Una boda, claro es, de conveniencia, de reflexión; una persona seria, que «diese sombra» a Niní, que la amparase cuando tuviese que presentarse en sociedad, que entre tanto dirigiría su educación, que regiría certeramente la casa... Con todo eso, la idea era de plomo para el viudo, que se había prometido no substituir a aquélla... Comprendía la razón de los argumentos de su hermana, y era lo que más le dolía. En efecto, era sensato, hasta por interés de la pequeña... Y, con todo eso, su corazón se encogía pensando en cambio tal... Mientras él cavilaba, la niña miraba alrededor, desdeñosa. De pronto, lanzó un grito.
-¡Ay, papá! Eso sí que me gusta. ¡Anda! ¡Anda!
La mano tendida señalaba hacia el escaparate, y mostraba en él las tres figuras de los Reyes, que presidían, afables y graves dos de ellos; el tercero, expansivo y riente, el conjunto de la juguetería...
-Quiero eso... ¡Quiero los Reyes! ¡Anda!
Y les enviaba un beso volado, tiernísimo.
El padre se quedó perplejo, no sabiendo si embromar a Niní por el capricho, o si regañarla y no hacerle caso por primera vez. Comprendía la dificultad de complacerla. Los bellos figurones representaban para el establecimiento, no sólo el mejor reclamo, sino una especie de blasón, un orgullo artístico, una singularidad que diferenciaba de las demás a la tienda. Era como querer que le vendiesen la tienda misma, y no parecía verosímil que se prestase el dueño. Pero el antojo de Niní, en vez de calmarse, se agudizaba. «¡Quiero los Reyes!», repetía, con gestos llanteros, con verdadera aflicción en la voz. Un temblor la sacudía, y se acentuaba su parecido con la madre, pero en los días de la enfermedad, en las horas de decadencia y sufrimiento. Cruzó por la mente del padre esa idea que tantas debilidades inspira: la niña podía enfermar, hasta podía, ¡quién sabe!... No, ni pensarlo. Ante eso, ¿qué valía lo demás? Y parlamentó con el dueño del establecimiento. En voz baja, en el rincón del escritorio, propuso la compra. Hubo resistencia, y se subieron a la parra, asombrados de tan extravagante petición. No se vendían; no estaban allí para eso...
-Pagaré lo que usted quiera... Y, además, le quedaré agradecido.
¡Saqueo escandaloso! ¡Bellaco embuste! Mil duros cada muñeco, y, aun así, aseguraba el dueño que perdía. Los figurones le habían costado mucho más... ¡Como que los había modelado Benlliure! «¿Lo oye usted, don Mariano?». Y lo afirmaba intrépido, seguro de que los muñecos no lo desmentirían.
Loca de gozo, Niní vio que trasladaban a su automóvil a los Reyes. No se hartaba de mirarlos, de besarlos, de pasar las manecitas por los suntuosos ropajes, recamados de pedrería. Los temores del padre renacieron: también aquella excitación podía ser peligrosa.
La noche de aquel día, Niní tardó en coger el sueño. Daba vueltas y vueltas en su camita. A las graves campanadas de las doce, le pareció que los Reyes adquirían movimiento, que andaban, que se acercaban, en círculo de claridad, afectuosos, solemnes. Y el más viejo, inclinándose a su oído, murmuró:
-¿Sabes lo que te traemos? Te traemos una mamá nueva...
La niña, temblando, metió la cabeza debajo de la sábana, y con hipo acongojado se la oyó sollozar:
-¡No, eso no! ¡Mamá nueva, no!
Cuento de Navidad
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