martes, 30 de octubre de 2012

LA LEYENDA DEL HADA







Pasó hace ya muchos años, yo era todavía un adolescente, casi un niño. Aún vivía con mi familia en aquella pequeña aldea perdida entre los escarpados acantilados de la Costa de la Muerte cuando tomé aquella temeraria decisión.
Siendo rapaz había oído en infinidad de ocasiones las leyendas de los encantamientos de las mouras y las hadas, de esas criaturas embaucadoras que utilizan la hermosura de sus cuerpos y la armonía de sus cantos para atraer engañados hacia sus cuevas a los incautos que caminaban solitarios por el monte antes de rayar el sol.
Una vez que los tenían recluidos en el interior de las cavernas, se divertían lascivamente con ellos, copulaban y danzaba antes de inmolarlos en un cruento ritual.
Recuerdo el miedo que me producía cuando lo contaba mi abuela Mamá Sofía en las tertulias familiares de las largas tardes de invierno. En aquellos atardeceres en los que llevábamos a cabo la ritual costumbre importada de ultramar por algún antecesor ya olvidado. Tomábamos mate todos juntos en torno a una pequeña mesa de madera junto al hogar. Mientras aspirábamos por aquella vieja pipa plateada la infusión de hierbas, los mayores siempre contaban chismorreos, viejas historias del pueblo, aliñadas de raras creencias en leyendas fantásticas y premoniciones luctuosas.
En aquellas veladas familiares nos íbamos formando los niños en las tradiciones y creencias paganas de nuestros progenitores. Fue allí donde oí hablar por primera vez de las hadas, de las ánimas errantes, de las fúnebres procesiones de la Santa Compaña, de las personas que se convertían en fieros lobos por culpa de alguna maldición, de los urcos y, cómo no, de las múltiples premoniciones de la muerte, los sortilegios y de los diversos ritos con que se exorcizaban y engalanaban a los difuntos.
Fue en aquellas veladas, entre sorbo y sorbo de la infusión de mate, donde supe por primera vez de la existencia de las meigas, fue allí donde se cimentaron mis creencias paganas y donde aprendí a interpretar la vida con libertad, sin dogmas ni verdades regaladas, desarrollando una cultura que no está basada en el simple atesoramiento de datos, muchos de ellos totalmente inútiles para mí, ni en preceptos impuestos por eruditos ajenos a la realidad de nuestra vida cotidiana en la aldea, fue allí donde me formé en una cultura fundamentada en nuestro propio perfeccionamiento personal fruto de la interpretación de todos los símbolos que se me ofrecían. Sí, allí fueron esculpiéndose a golpe de mallete y escoplo mis más profundas señas de identidad.
Tenía entonces una idea muy vaga de cómo pudieran ser las hadas, pensaba que serían unas mujeres muy ricas, si es que era cierto, como contaban, que peinaban sus cabellos con peines de oro. No entendía tampoco, cómo podían saber mis mayores a ciencia cierta de su existencia, si aquellos que las veían siempre terminaban muriendo bajo su influjo, cómo podían ser entes espirituales y a la vez mujeres de bellos físicos. Estaba condenado, si deseaba descubrirlo, a averiguarlo por mis propios medios.
Escogí para mi odisea un día en que las campanas de la iglesia de la aldea tañeron a muerto. Había fallecido una vieja amiga de mi abuela.
Mamá Sofía, que así llamábamos a mi abuela, pasaría la noche velando el cadáver de su amiga y no se apercibiría de mi ausencia. Siempre que fallecía una de sus viejas amigas, un grupo de mujeres se reunían en torno al cadáver y además de las invocaciones y plegarias habituales, solían efectuar un ritual secreto al que llamaban abellón y que tenía por finalidad ayudar al tránsito entre el mundo de vivos y el mundo de los muertos.
En la cultura de la aldea, la muerte física no era un simple paso entre ambos mundos. Era un paso para el que se debía estar debidamente preparado y darlo con entera convicción sino se quería correr el riesgo de vagar errante por el tenebroso mundo de las ánimas.
Aquella tarde otoñal parecía adecuada para llevar a cabo mi odisea de intentar desencantar a alguna de las hadas del bosque. Era un día triste y gris, uno de esos días en los que las gaviotas se niegan a alzar el vuelo y salir hacia alta mar, recogiéndose al amparo de la costa, volando en circulo sobre las playas y los acantilados. Era un día de luna llena, el día perfecto para ejercer de hereje y romper el maleficio que encadena a las hadas con el mundo de las sombras.
Las brumas marinas que ascendía majestuosas a lo largo de la ría, iban penetrando lentamente en la espesura del bosque y al tiempo lo iban tiñendo de un color grisáceo intenso, un color viscoso casi palpable.
Armado con una gran dosis de curiosidad y el miedo metido en el cuerpo, quise conocer por mí mismo la veracidad de la fábula. Me enfundé mi vieja capa de lana raída y me interné solo en el bosque.
Siguiendo el dictado de la leyenda narrada por las viejas meigas, si quería romper el hechizo que subyuga a las hadas, tenía que encontrar un claro despejado, de mullido césped y que no tuviera matorral alguno.
En la soledad de la espesura, el fresco olor de la hierba húmeda, el aroma que emanaba de los eucaliptos y el monótono silbido del viento eran mis únicos acompañantes. De cuando en vez se oía el agudo canto de los mochuelos y a lo lejos, en la noche profunda, el aullido de algún lobo hambriento desgarraba el penetrante silencio.
Revivo en mi memoria mis experiencias de aquella noche y recuerdo que hacía mucho frío, recuerdo así mismo el entumecimiento de mis pies descalzos y la humedad, aquella humedad que me calaba hasta los huesos.
Mientras me aventuraba en el bosque se fueron apagando poco a poco las lejanas luces de la aldea. Tras un largo deambular, por fin, localicé un claro entre la frondosidad. Era un pequeño altozano donde según contaban los más viejos, está enterrado un gran castro donde ataño se afincaban nuestros ancestros cuando temían alguna invasión marina.
Con mi cayado tracé en el centro del claro un gran círculo y dentro de él dibujé un pentáculo, en cada extremo de la estrella coloqué encendido un cirio negro, luego esperé sentado a los pies de una acacia medio seca.
Cerré los ojos para atenuar el terror que me invadía y sin darme cuenta debí de quedarme dormido. Desconozco el tiempo que así pasé, solo alcanzo a recordar que en un momento dado, la luz de la luna llena que se filtraba entre las nubes iluminó de un modo extraño el centro del claro del bosque, el circulo que yo había trazado. Su reflejo me despertó. Miré instintivamente hacia el pentáculo y allí estaba ella.
Pensé que verdaderamente aquella figura podría ser la de un hada del bosque. Estaba totalmente desnuda y cubría su cuerpo, blanco como las azucenas con un fino y transparente velo negro. Se encontraba con un fino y transparente velo negro. Se encontraba tendida boca arriba en el suelo, sobre la hierba, dentro del pentáculo. Con sus brazos estirados y colocados en cruz, sus piernas abiertas de par en par y con su cabeza erguida cubrían los cinco ángulos de la estrella.
Aterido de miedo me acerqué sigiloso hacia ella. Era una mujer muy joven, casi una niña. Era como una muñeca de porcelana, muy bella, de su cara mejilluda resaltaban sus grandes ojos del color de la miel enclaustrados bajo las arcadas azabaches que formaban sus cejas. Sus largos cabellos negros cubrían sus menudos pechos, dejando entrever cómo brotaban firmes en su culminación dos hermosos pezones rodeados de grandes areolas tostadas.
Destacaba en la palidez de su blanca figura, el negro vello público dibujando una delta perfecta. Tenía las manos muy fuertes y sus dedos eran largos igual que las uñas que los remataban. De sus vigorosas piernas surgían dos glúteos voluminosos. Su bisoño rostro se adornaba con algunas diminutas pequillas y de entre sus tiernos labios surgía una dentadura armoniosa que aportaba a su sonrisa un toque angelical.
Su inocente rostro trasmitía confianza. Cuando estuve frente a ella me miró fijamente y me dedicó una tímida, pero entrañable, sonrisa.
Después de unos segundos de sepulcral silencio, comenzamos a conversar amistosamente. Me confió su nombre, dijo llamarse África, que quiere decir, según me dijo, viento cálido que sopla desde el sur. Yo, más cauto, solo me atreví a desvelarle el sobrenombre con el que se me conocía en la aldea.
- Soy el hijo de la viuda - le contesté.
Me pidió que la ayudara, me animó a que tuviera el valor suficiente para intentar romper el hechizo que la poseía. A cambio de su libertad ella me ofrecía su fidelidad, jurándome ser de por vida mi más leal compañera.
Me relató que había sido concebida una noche sin luna, con el semen de un incauto que había sido atraído con engaños por los cantos sugerentes de las hadas, a la cueva donde habitaba su madre oculta con el resto de las hadas del bosque.
Ella añoraba ser una joven normal, como las demás chicas de la aldea, anhelaba poder abandonar la cueva. No quería sentirse presa del embrujo que oprime a todas las hadas. Quería poder danzar libremente a la luz de la luna bajo el cielo estrellado, deseaba poder recitar bellos poemas de amor y disfrutar cantando sin hechizos. Aspiraba poder conocer el amor auténtico de un hombre honesto, necesitaba, simplemente, ser mujer.
Me armé de valor y superé el miedo que me atenazaba, franqueé el círculo y me aventuré hacia el interior del pentáculo. Le alargué mi brazo y le ofrecí mi mano. Se asió vigorosamente a ella y se levantó. La fragancia natural que emanaba de su cuerpo, mezcla de almizcle y jazmín, me sedujo apasionadamente.
Durante unos segundos estuvimos en silencio mirándonos fijamente a los ojos; con mis manos atusé suavemente sus largos cabellos negros, acaricié su rostro de piel de nácar y quedamente posé mis labios sobre los suyos. Nos besamos, primero levemente, con dulzura, después con una intensa pasión. Poco a poco fue agitándose dentro de mí un fuego abrasador, nos lamimos con ansiedad, casi nos devoramos, luego nos fundimos en un mar cálido los dos en uno y me fui deslizando placenteramente por el profundo túnel que conduce hacia el cielo.
No recuerdo cuanto tiempo duro esa eternidad efímera, sé que a su consumación se despejó la niebla, sé que el firmamento se iluminó con miles de estrellas y un sonido penetrante y armonioso surgió de la noche profunda.
Ella, despacio, desató el cordón de mi túnica mientras clavaba fijamente sus ojos en los míos, introdujo sus manos a la altura de mis piernas y elevándolas con delicadeza fue despojándome la capa, dejando mi cuerpo entero desnudo. Al mismo tiempo que ella me desnudaba yo la fui desvelando. Dejamos al descubierto nuestros cuerpos y nos amamos nuevamente. Yacimos abrazados hasta el amanecer, ella acurrucó su cabeza en mi regazo y mientras en susurros me confiaba sus sueños, se durmió placenteramente.
Al alba con las primeras luces del nuevo día, ella me pidió que le alcanzara una rama verde de acacia, símbolo, según me dijo, de la victoria del amor y de la vida, de la perduración y la supervivencia. Al arrancar la ramita de acacia me clavé una de sus púas en mi dedo pulgar, ella chupó sensualmente con su lengua la sangre derramada y de ese modo se deshizo el hechizo que la alienaba.
No estábamos solos, en aquel momento el bosque renació armonioso de sus silencios. En el mismo instante en que se quebraba el hechizo, se oyó cercano el hasta entonces lejano canto del cuco, cientos de estorninos con su canturreo estridente volaron sobre el claro de la espesura y una bandada de ánades reales sobrevoló el cielo mientras África danzaba melodiosa jugando con su largo velo negro.
Mientras viva, y por mucho que pueda llegar a vivir, cada noche en la soledad de mi alcoba, en mis conversaciones con la almohada, evocaré con sobrecogimiento aquella agradable impresión, la sensación de su boca húmeda, sus tiernos labios, su lengua, el frescor de su aliento, su aroma, sus duros senos oprimiendo mi pecho y sus dedos, sus suaves dedos acariciando mis largos y rizosos cabellos dorados.
Nunca imaginé que mi primer encuentro con el amor, fuera tan hermoso. Aquella noche inolvidable en que se desfloró nuestra inocencia, supe que el amor era un regalo del Creador para el regocijo de los seres humildes.
Ha pasado ya mucho tiempo y África, fiel a su palabra, sigue estando siempre conmigo, ella trazó mi rumbo cuando abandoné la aldea, ella me veló en las largas noches cuando estuve enfermo, fue ella, también, quien me acompañó en la soledad de la celda cuando estuve preso. De ella me despido cada noche al acostarme y ella me despierta al amanecer cada día, ella me acompaña en mis paseos matutinos por la ribera del río. Cuando dudo, ella me persuade y cuando estoy perdido y no me encuentro, junto a ella voy a buscarme caminando por la playa a la orilla del mar inmenso.
Nunca nadie me ha creído este secreto que aquí os cuento, y sin embargo,...




lunes, 22 de octubre de 2012

Luz de luna







Las últimas horas Braont había estado vagando por el bosque, lejos de su poblado, todo empezó cuando él había salido a vigilar las cercanías de la fortificación donde el habitaba con todos los suyos, en los últimos meses habían sufrido algunos ataques de una de las tribus vecinas.

En la zona donde se encontraba el poblado de Braont, la espesura del bosque era tal que permitía un grupo no demasiado numeroso el aparecer y desaparecer en cuestión de segundos sin que se pudiera apreciar su presencia con la suficiente antelación, si además era una de esas mañanas en las que la niebla envolvía el bosque la situación era aún más peligrosa.

Pero el poblado de Braont llevaba allí mucho tiempo, desde que el padre de su abuelo llegó procedente de tierras más al norte en busca de buenos pastos y bosques en los que subsistir, y aquel robledal salpicado de grandes hayas era ya un lugar sagrado para su pueblo, los druidas se internaban en la espesura del bosque donde tenían sus altares, a los que nadie excepto ellos osaban acercarse.

Aquella noche de fina lluvia, el joven guerrero estaba preparado para vengar las afrentas recibidas por los suyos en los últimos días, Braont se separó del grupo para buscar un sitio desde el que poder tener mejor visibilidad sobre esa parte del bosque, una vez hubo andado unos metros, observó a los lejos una gran piedra granítica que se elevaba justo debajo de las copas de algunos árboles, sin duda alguna ese era un buen punto desde él que podría observar los movimientos en el bosque.

El joven se dispuso a escalarla para poder comprobar la bondad de aquel punto de vista, dejó todas sus armas en el suelo, excepto el puñal corto que siempre guardaba trás sus pantalones, la piedra apenas presentaba fisuras a las que poder agarrarse, además su base estaba sembrada de pequeñas rocas puntiagudas que hacían más peligrosa la escalada en caso de caída, pero esto no pasaba por la mente de Braont, a la hora de tener que enfrentarse ante cualquier medio de la naturaleza, las dificultades no empañaban su valor, era lo que le habían enseñado a él, y de lo que siempre se jactaban sus antepasados.

Una vez superados los diez u once pasos necesarios para poder llegar a la cima, diose cuenta de que aquella roca extraña y difícil de escalar estaba justo en aquel momento orientada en la dirección en la que se encontraba la luna,

Braont calculó por la posición de la luna respecto al bosque que debía ser medianoche, ahora empezaba a soplar una suave brisa que no era demasiado fría pues la estación veraniega ya había llegado,

En las cercanías de su poblado todos se reunieron días atrás para celebrar la llegada de los meses calurosos, ya habían prendido fuego a las hogueras como ofrenda a los dioses para que el resultado de las cosechas fuera bueno y sus almas se purificaran de malos espíritus.

De pronto el guerrero quedó cegado por una luz de la que no pudo ver su procedencia, Braont se agacho sobre al apendice puntiagudo en el que terminaba la roca, y se asió con las dos manos para evitar perder el equilibrio debido a la falta de visión, pasaron algunos segundos y un sudor frío empezo a resbalar por su frente, en este breve tiempo su mente había estado dando vueltas a un ritmo trepidante sobre la situación en la que se encontraba.

Su primera idea era que estaba frente a la manifestación de alguna divinidad del bosque que moraba en las cercanías de esa piedra, y él había osado entrar en sus dominios, se encontraba frente a lo único a lo que sus mayores le habían enseñado a temer.

Pronto comprendió que en esa situación su fin estaba cercano, aunque sus ansias juveniles de vivir le obligaron a seguir pensando, él había sido buen seguidor de las enseñanzas de los druidas, siempre había sido respetuoso al extremo en los sacrificios a los dioses, y ahora se preguntaba porque había caído en su desagrado.

Mientrás tanto la luz había ido disminuyendo en intensidad sin que el céltico guerrero lo hubiera apreciado pues mantenía sus ojos sellados de temor, luego escucho un susurro seguido de una brisa de aire que le dio suavemente en la cara como devolviendole el aliento a su espíritu, se reanimo de tal forma que abrió los ojos, al hacerlo poco a poco fue teniendo una visión clara de lo que frente a él se encontraba, desde la misma luna una intensa luz iluminaba un cuerpo de mujer joven, Braont se fijó poco a poco más en ella.

Vestía blanca túnica, su pelo era como el de Braont, del color de los camps que los suyos cosechaban al inicio del mes más caluroso, del color del sol, su gesto era dulce.



En ese instante el guerrero apreció que la mujer que se encontraba frente a él no se apoyaba sobre ningún elemento, y sin embargo estaba a la misma altura que él sobre la cima de la roca, su temor volvió a aflorar, era el miedo a lo sobrenatural, a lo divino, pensó que la única solución era saltar de esa roca y salir corriendo a encontrar al resto de su grupo antes de que ese espíritu decidiese mostrar su poder, tensó sus músculos y se dispuso a saltar al suelo, la altura de la roca era como de unas diez veces la longitud del cuerpo de Braont, pero eso no le importaba, solo quería correr y seguir viviendo.

Cuando estaba dispuesto a saltar, la mujer que estaba frente a él callada, sonrío con dulzura, y Braont que seguía teniendo un miedo atroz, se quedó parado unos segundos perplejo frente a la belleza de la imagen que frente a él se encontraba, era como si fuese teniendo menos miedo por instantes.

Así transcurrieron unos segundos más, durante los cuales el joven no se atrevío a pestañear, ni por un segundo relajó sus musculos que estaban prestos a realizar el arriesgado salto, pero de pronto la luz fue perdiendo intensidad hasta que desapareció del todo, Braont aún permaneció unos instantes mirando el bosque en la dirección en la que la luna proyectaba su luz, pero ya no veía a la joven.

El aire volvió a soplar de nuevo y el guerrero se encontró de pronto de nuevo en la consciencia de su situación anterior, los demás del grupo seguro que debían andar buscándole y él no podía saber que tiempo había transcurrido desde que se separó de ellos, para él había sido como una eternidad.

Bajó  de roca hasta llegar a la base de la piedra, recuperó el resto de sus armas y empezó a correr en la dirección en la que había abandonado el grupo, tras avanzar unos metros se volvío a mirar hacia la roca y la zona del bosque más iluminada que ahora se encontraban detrás de él, la luna seguía clareando esa parte del denso robledal como si fuese pleno día.

Braont volvió a inciar su carrera y mientras se dirigía al encuentro de sus compañeros, recordó como una vez su abuelo anciano le contó que los dioses siempre veían con agrado a los guerreros más nobles y valerosos, y como un guerrero de la tribu, cuando vivían en los bosques del norte, una noche fué envuelto por una espesa niebla que le llevó lejos de su casa, y que al volver contó a los druidas del poblado que se había encontrado con el espíritu que moraba en el bosque, y que como tras contarlo y a pesar de ser un guerrero valeroso fue rechazado por los druidas y a partir de entonces fue perdiendo estima entre los suyos.

Pero Braont pensaba que a él no le pasaría lo mismo, el no iba a contar nada en el poblado sobre lo que le había acontecido, aunque ¡por Lugh!, estaba seguro de que esa noche se había encontrado frente al espíritu de la mismísima luna en el bosque, y estaba seguro de que él y los suyos esa noche iban a vencer a sus enemigos de la tribu vecina, esa noche iban a contar con una ayuda inestimable, esa noche les iba a ayudar la LUNA.