domingo, 11 de noviembre de 2012

La Emigración




Yo era aún un adolescente, no había cumplido los dieciséis años, cuando tuve que romper con mi pequeño universo para ir a ganarme la vida en una tierra extraña. Fue una determinación sumamente amarga. El martirio que padecí en aquellos días, nunca se lo confesé a nadie, las noches previas a mi partida las consumí llorando. Aunque todavía era un niño, supe llorar como un hombre, en silencio, sin que nadie se enterara. Atrás iba a dejar, quizá para siempre, al pueblo que me vio nacer, mis amigos de infancia, mis playas y riberas, mi mar, pero sobre todo lloraba, porque el despiadado destino me obligaba a separarme de mi abuela, mi ser más querido y mi única familia.

Aunque ella nunca me lo dijo, presumo que aquellos últimos días, fueron, también para mi abuela, la misma insoportable tortura. Sospecho que aquellas noches Mamá Sofía, igual que yo, las consumió llorando. Llorando como una mujer, en silencio. El implacable destino al que estabamos encadenados, era, si cabe, aún más cruel con ella, de un zarpazo le arrancaba la última razón de su existencia, el último eslabón que le  encadenaba a la vida. Con mi partida ella quedaba enterrada en vida y prisionera de una soledad absoluta, de largos silencios, compartiendo la existencia solamente con los recuerdos.

La mar traicionera había engullido uno tras otro a todos sus hombres y ahora me tocaba a mí, su niño, su último sueño.


Aquellos últimos días, tras las cenas, alargábamos la charla de la sobremesa hasta altas horas de la madrugada. Ya ni siquiera escuchábamos la radio costera como habíamos hecho siempre. Los dos éramos mudos cómplices que silenciábamos nuestro común temor a enfrentarnos con las angustiosas e interminables horas de la noche.

Mamá Sofía intuía que, igual que había ocurrido con otros muchos jóvenes que habían abandonado la aldea antes que yo, con mi partida me perdía para siempre. Tal vez, si la caprichosa muerte viniera pronto a buscarla, ya no me vería nunca más o quizás, si el destino fuera generoso, aún podría gozar de mi compañía en alguna de las próximas Navidades o algunos días del verano, si mis patrones me concedieran algunos días de vacaciones.

Aquellas noches interminables conversábamos mucho, ella no cesaba de darme consejos, deseaba apurar al máximo el escaso tiempo que nos quedaba para seguir juntos.



Una noche se esforzaba en explicarme que la vida es una sucesión de sueños, de pequeñas locuras, que nos permiten seguir estando cuerdos y terminaba pidiéndome que no perdiera nunca mi fantasía, que me mantuviera permanentemente en los principios que desde niño ella me había inculcado, aun a riesgo de que aquellos con los que conviviera, me juzgaran como un ser singular, extraño o raro. Según me manifestaba, las gentes mediocres están faltas de imaginación, no saben soñar despiertas ni jamás gozan de la fantasía, razón por la que odian la singularidad.

Todos los mediocres arrastran una existencia monótona, son incapaces de asombrar a nadie y ni tan siquiera tienen valor para fascinarse a ellos mismos, son incapaces de gozar de una vida peculiar y personal.

Su vida se reduce a tratar de aparentar que son singulares, siguen los modelos estéticos que les imponen, fingiendo que son creaciones personales, cambian de peinado o de vestido para sentirse únicos e irrepetibles, enloquecen por un grupo musical, un equipo deportivo o cualquier otra necedad que les pueda servir para engañarse, creyéndose diferentes. Pero siguen siendo de por vida masas, rebaño zafio que teme a su propia libertad y se aterroriza con la libertad en los demás.

Otra noche me prevenía contra la morriña desmedida por mi tierra originaria o mi fogoso idealismo juvenil, recomendándome que tendría que discriminar claramente cuándo los ideales o el amor a la patria dejaban de ser virtud, pervirtiéndose y transmutándose en embrutecedor fanatismo. Si en nuestra tierra, me formulaba, puede fructificar la mejor uva con la que se destila el más exquisito de los aguardientes, no olvides que también florece la más venenosa de las setas. No por ser ciudadano de este u otro pueblo, se es mejor o peor que los que no lo son. Y siempre terminaba con la misma muletilla, repitiéndome que no intentara jamás represar el río, que lo dejara discurrir libre por su cauce. Creo que con aquella alegoría lo que me quería trasmitir es que no me rindiera nunca y que tratara de ser siempre yo mismo, que sólo rindiera respeto ante el mérito de las personas por su riqueza humana, enfrentándome al integrismo xenófobo y defendiera la idea que desde niño ella me había inculcado sobre la bondad del mestizaje.

Pero en medio de tanta pesadumbre aún tuvo tiempo para narrarme su postrero relato legendario en una de las últimas noches. Fue un modo de despedirse aceptando con resignación el veredicto inapelable del destino

Según me narró, cuando aún ella era una niña, su abuela Mamá Rosita le contó una historia que tiempo atrás había acaecido en nuestra aldea, dicen que aconteció en una fría noche de invierno, el día había transcurrido con un tiempo espléndido y todos los barcos faenaban apaciblemente al abrigo de la costa, al atardecer roló el viento hacia el sudoeste y en muy poco tiempo se levantó una gran tormenta e impelida por el vendaval surgió una fuerte mar de fondo, de enormes olas que iban romper, estrellándose con fuerza, contra los escollos.

La flota arribó apresuradamente al muelle. Pero no todos pudieron  regresar. Hubo un barco que nunca recaló. Sufrió un trágico naufragio en el que perdieron la vida seis hombres de la aldea pertenecientes a una misma familia. La familia de los Mouriños, como se les conocía en la aldea, se quedó sin hombre alguno vivo, impidiendo perpetuar su apellido. La mar los engulló a todos. Nunca se recuperaron los cuerpos de los náufragos y no pudieron ser  enterrados cristianamente.

La aflicción invadió durante días a todas las personas de la aldea ante el desamparo en que quedaron sumidos por el infortunio la familia de los Mouriños. Pero entre todas las personas de la aldea hubo una mujer que lloró con mayor pesar la pérdida de aquellos marineros. Era una joven llamada Aurora. Desde hacía algunos meses, aquella moza, hablaba con Raúl el benjamín de los Mouriños y según se supo tiempo después, ella estaba embazada desde hacía dos meses. Su hijo cuando naciera ya no tendría tiempo para conocer a su padre, sería huérfano desde el mismo momento de su venida al mundo, engrosando la descomunal tropa en nuestra costa, de los hijos de las viudas.

Al conocer que Aurora estaba embarazada, las mujeres de los Mouriños mudaron la desgracia en esperanza. Depositaron en aquel embrión de criatura todas sus expectativas. Si naciera un niño, aún tendrían ocasión de perpetuar su sangre y no se perdería para siempre el apellido de los Mouriños.

Llevaron a Aurora ante la partera para que les pronosticara el sexo de la criatura que esperaba. La partera, antes de descifrarles el sexo del embrión, les comunicó que la criatura que iba a nacer era el único hilo de unión con sus hombres ahogados, el cordón umbilical que mantendría unida a toda la familia desde este mundo en tierra firme con el profundo mundo oceánico donde yacían sus hombres difuntos. La providencia les otorgaría esa gracia alumbrando una niña. Una niña de existencia efímera, pues en pocos días las abandonaría para ir a reunirse con sus hombres en los apacibles arenales del fondo del océano.

A mediados del verano Aurora alumbró una niña de tez blanca, grandes ojos oscuros y pelo del color del azabache. No había dudas, sus rasgos denunciaban claramente que era un retoño de los Mouriños.



A los días, una mañana mientras que, junto a sus cuñadas, Aurora recogía algas en la bajamar para fertilizar el huerto, posó la canastilla   donde portaba a su hija a la sombra, bien sujeto entre unas rocas. Dedicadas en su faena no se apercibieron que la marea poco a poco, estaba subiendo. Terminado el trabajo, cuando se dirigieron a recoger a la niña, descubrieron que la canastilla de mimbre se mecía cadenciosamente entre las pequeñas olas. La resaca la alejaba de la costa. La niña no lloraba, parecía dichosa. Desde la orilla observaron como junto a ella, se zambullían entre juegos con la criatura, una pareja de focas. Recordaron entonces la profecía de la partera y la dejaron marchar

Nunca más se supo nada de la niña. En la aldea se rumoreó que la niña fue amamantada por las focas, convirtiéndose en una hermosa sirena, mitad mujer, mitad foca.

Relataban aquellos que la habían visto, que era una sirena muy bella, con cara de niña, de tez clara, grandes ojos oscuros y largo cabello del color del azabache.

Desde entonces, todos los años, en la misma fecha en la que naufragó el barco de los Mouriños, al amanecer se oye en el cabo el canto de una hermosa melodía que surge de una fina voz femenina armoniosamente acompañada con la ronca música de una caracola de mar, entonces todas sus mujeres corren a esperar la llegada de la joven sirena, la hija de Aurora, que viene a traerles noticias de los hombres de la aldea ahogados en la mar.



Cuando terminó de contarme el relato, mi abuela me miró fijamente a los ojos y permitió, por primera vez en su vida, que dos lágrimas se desparramaran a lo largo de su rostro. Creo que veía en mí a su particular sirena, la mar en la que reposaban todos sus hombres, ahora me reclamaba a mí y, tal vez... quién sabe... era mejor no pensar en ello.

La última noche me habló con más solemnidad que de costumbre, me comentó que no tuviera miedo a la soledad o al desamparo, me manifestó que a lo largo y ancho del mundo contaba con millones de hermanos anónimos, criaturas semejantes a mí que todavía no conocía, personas que reconocería, allí donde fuera, por sus signos y que para ello, ella me había educado con tres compañeras que, aunque aún yo no lo supiera, caminarían por el largo sendero de la existencia junto a mí, siempre a mi lado.

No comprendí en aquél momento qué es lo que deseaba revelarme con aquella metáfora, pero no pregunté nada. No me hubiera respondido. Estaba familiarizado a ese tipo de lecciones simbólicas de mi abuela. Cuando deseaba transmitirme algún tipo de enseñanza profunda, lo hacía de este modo tan peculiar, pretendía obligarme a reflexionar durante horas, días o meses, hasta que yo descubriera por mi propio razonamiento el contenido profundo de su metáfora.

Mamá Sofía llamaba a este tipo de enseñanza, iniciática y afirmaba que a diferencia de la instrucción exclusivamente intelectual, que sólo ponen en juego las capacidades del conocimiento, este tipo de enseñanza era más profunda, afectaba a la totalidad de la persona, relacionando estrechamente el saber y el proceder, la ética y las ideas. Por ello recurría con frecuencia al método alegórico, sirviéndose fundamentalmente de las leyendas y los símbolos.

Intuía aquel joven que yo era entonces, que el simbolismo que encerraban aquellas leyendas tan primitivas con las que me había educado desde niño mi abuela, me permitían una peculiar forma de ir moldeando mi mentalidad a la vez que transformaban mi personalidad.

Supuse que mis anónimos millones de hermanos podrían ser los pobres que, como yo, emigraban en busca de trabajo, sus signos tal vez fueran, los signos de sus miserias y estrecheces. Esa conclusión a la que había llegado tan rápidamente, no me pareció en modo alguno acertada, era demasiado simple, además, quién podrían ser esas tres desconocidas compañeras que, según ella, caminaban siempre a mi lado.



Y llegó el día de mi marcha. Fui en autobús hasta La Coruña y allí cogí el tren que me transportaría hasta mi lejano destino. Ya he olvidado el tiempo que pasé en aquel tren, aunque conservo la sensación de que el viaje fue interminable y muy cansado.

Tampoco recuerdo a mis compañeros de viaje, salvo a un señor que se sentó frente a mí. Era un labriego de alguna aldea perdida en la montaña. Se había trasladado a La Coruña para coger el tren, tratando de evitar, con ello, la despedida triste de su anciana madre en la estación más próxima a su pueblo. Tanto esfuerzo no le sirvió para nada.

Una hora más tarde, cuando el tren se detuvo en aquella estación próxima a su concejo, una delicada mano petó en el cristal de la ventana de nuestro compartimento. Era su madre acompañada de su hermana. Cuando mi compañero de viaje las vio, las miró con un signo de resignación, cerrando por unos segundos sus ojos. Su hermana se disculpó, le comentó que su madre la había obligado a traerla hasta la estación para poder despedirse. Él con la dulzura de un niño le reprochaba con ternura a su madre, explicándole que ya le había rogado que no acudiera a la estación a despedirlo.

Era perceptible que la despedida le estaba produciendo un gran dolor. La anciana no pronunciaba palabra alguna, bastaba su arrugada mirada para expresarlo todo con absoluta claridad, aquellos diminutos ojos enrojecidos y aquellas frágiles manos con las que acarició a su hijo mientras le entregaba un paquete grasiento, fueron más reveladoras que el más emotivo de los discursos.

Aquella anciana se despedía de su hijo con la serena convicción que lo hacía por última vez, era un adiós definitivo, hasta la eternidad. Parecía que sus ojos hallábanse hastiados de estar tanto tiempo despiertos y reclamaran cegarse para siempre. Aquella anciana me provocó que evocara a mi abuela Mamá Sofía y nuevamente tuve que esforzarme para contener las ganas de llorar.

El tren se puso en marcha y la frágil anciana, que casi no tenía fuerzas para caminar, dio dos o tres pasitos tras el tren mientras agitaba débilmente su temblorosa mano, despidiéndose de su hijo.

El hijo agachó su cabeza con tristeza y pude apreciar cómo varias lágrimas humedecieron su rostro. Yo, pretendiendo respetar su intimidad, dejé vagar libre mi mirada a través de la ventana.

Cuando se repuso, mi compañero de viaje trató vanamente de excusarse. No hacía falta. Me comentó que antes de salir de casa les había suplicado a su madre y a su hermana que no fueran a la estación a despedirle. Su madre estaba muy enferma y estas dolorosas emociones podrían conducirla a la sepultura. Luego, preso de los nervios, abrió el paquete grasiento que le había entregado su madre. Era una pequeña empanada de lacón. Él hizo con su cabeza un gesto de comprensión hacia su madre mientras comentó en voz queda.

 - ¡Cómo son estas mujeres!  Se está muriendo y sólo se preocupa por mí  -

 Me ofreció un pedazo de empanada y, aunque yo no tenía apetito, lo acepté.



Para la mentalidad de mi aldea  los marineros éramos muy diferentes de los labriegos, siempre me habían hecho creer que era mucho más meritorio para un hombre, ir a la mar, que ganarse el pan desbrozando la tierra. Ahora que yo emigraba lejos de mi tierra para embarcarme, miré con curiosidad a aquel hombre que marchaba al extranjero a trabajar de albañil y pensé que realmente ambos, el labriego y el marinero, no éramos tan diferentes, lo dos éramos hijos de la misma miseria.

Reflexioné sobre si fuese este hombre uno de esos millones de hermanos a los que se refería mi abuela. Enseguida deduje que no podía serlo, en las ferias a las que acudía acompañando a mi abuela, habíamos conocido a muchos labriegos y nunca vi que Mamá Sofía tuviera un trato diferente o más fraternal, con ninguno de ellos.

Aquel viaje se me hizo eterno, recuerdo que pasamos muchas horas de la noche parados en una estación de algún pueblo perdido en la estepa castellana. Creo que la mayoría de los viajeros dormía placenteramente recostados en sus asientos. Sin embargo ni mi compañero ni yo pudimos dormir. Él cada poco tiempo salía al pasillo a fumar, se encontraba muy nervioso. Yo, por contra, me encontraba apático, la nostalgia debilitaba mi ánimo y una y otra vez evocaba a mi abuela y a mi aldea.

Cuando llegué a mi nueva tierra de adopción, me extrañó mucho toparme con un paisaje tan verde y tan húmedo como el de mi Galicia. A pesar de la distancia aquel lugar no me parecía tan diferente.

En alguna ocasión había oído que muchas personas sostienen que el clima local, influyen extraordinariamente en el carácter de sus pobladores, me consolé pensando que si así fuera, en esta nueva tierra tan parecida a la mía, las personas, tal vez, también se parecerían a nosotros.

Aquel joven que yo era entonces, aún no había descubierto que lo que más nos asemeja a todos los seres humanos, es la ignorancia con la que alimentamos nuestros prejuicios sobre los extraños, sobre ese prójimo que cuando lo descubrimos, constatamos que el vínculo que nos une a ellos, es mucho más sólido que la desconfianza que nos separa.

En la nueva tierra de adopción fui recibido con cariño. Aquel pueblo era un lugar muy peculiar, la mayoría de la población eran emigrantes de mi tierra como yo. Muchos de ellos, incluso, eran de mi misma aldea. Nunca habría podido imaginar que tanta gente podría ser oriunda de un lugar tan pequeño.

Este nuevo pueblo había asimilado sin traumas el mestizaje. De  los jóvenes con los que comencé a congeniar sólo unos pocos eran nativos de la misma región, el resto eran oriundos de muy diferentes lugares. Realmente visto ahora con perspectiva, debo reconocer que no tuve problemas para integrarme en aquella sociedad ni para asimilar mi nueva identidad.

Nada más llegar, lo primero que hice fue escribir una carta a mi abuela, contarle mi experiencia del viaje, el buen recibimiento que me dispensó mi tío y mis gratas impresiones sobre el lugar de mi nuevo afincamiento.

A los pocos días embarqué. Era un pequeño arrastrero de casco de madera tripulado por doce hombres que faenaba en las aguas del Mar del Gran Sol.

Antes de zarpar pudimos ver cómo discutían en el muelle, nuestro patrón con el armador, había muy mala mar y nuestro patrón consideraba más seguro esperar a la mañana siguiente para hacerse a la mar. Al final el armador se impuso y zarpamos aquella misma tarde.

Aquella primera marea de casi un mes de duración fue mi bautismo en la mar. Maldito bautizo. Llevaríamos unas dos horas de navegación cuando vomité por primera vez y ya no deje de hacerlo hasta pasados varios días. Nunca en mi vida he sufrido tanto. Durante ocho días con sus noches incluidas, vi desfilar ante mí los minutos, uno a uno, embriagado por el mareo, vomitando sin parar y sin fuerzas para sostenerme en pie, comiendo sin apetencia, con la sola intención de llenar el estomago para regurgitarlo todo de nuevo al momento.

Mis compañeros se apiadaron de mí y entre sonrisas y chistes se acercaban a mi catre y me ofrecían comida. Uno de ellos, clavó dos tablas al costado de mi camastro para evitar que con los golpes de mar, rodase y cayera al suelo. En aquellos momentos, invadido por una sensación de abandono del mundo real, todo me daba vueltas y mi cabeza volaba desbocada por todo el camarote, yo deseaba con todas mis fuerzas morir, nunca hubiera pensado que pudiera ser capaz de soportar tanto sufrimiento, rezaba a la Virgen del Carmen y le pedía que algún golpe de mar quebrara la cubierta del barco, abriendo una vía de agua que nos mandara a pique y pusiera fin a mi tormento.

Aquel barco no se detenía nunca, entre el ruido ensordecedor y monótono de su motor que retumbaba como un zumbido permanente en mis oídos, el repugnante olor a fueloil mezclado con el tufo del sudor viejo que empapaba mis ropas y el desagradable hedor de mis vómitos impregnándolo todo, unido al odioso balanceo, causa de mi mareo, iban a volverme loco.

 Aquel asqueroso vaivén no cesaba ni cuando estaba tumbado. No sé expresar con palabras las horrendas sensaciones que padecí durante aquel calvario. Nunca he maldecido y despreciado tanto mi cuerpo. Nunca mi mente ha estado tan perdida. Durante los días que duró mi mareo no me cambié de ropa, ni me aseé. Los restos de mis vómitos estaban esparcidos por toda mi cama. Un marinero se encargaba de limpiarme el cubo donde devolvía y de lampacear el suelo del camarote. Pero el obstinado olor permanecía allí, mudo e insoportable.

Pasaron los días y con ellos fue pasando el odioso mareo. Creo que fue al séptimo u octavo día cuando pude pasear por primera vez por cubierta refrescando mi rostro con la brisa del mar, por primera vez comí algo y no lo devolví. Aquellos días los he recordado toda la vida, no como mi primera marea sino mi primer gran mareo y ahora, cuando me preguntan cómo se vive en la mar, siempre recurro a componer un juego de palabras entre mareo y marea, me recreo en el apareamiento de esos dos conceptos, argumentando la experiencia del mareo como una requisito indispensable para llegar a engendrar un buen marinero.

Mis compañeros, entre bromas, con la sana intención de restar importancia a lo que me había sucedido, me narraban similares experiencias sufridas cuando ellos comenzaron a navegar. Luego en el transcurrir de los años vi a muchos jóvenes padecer ese mismo infierno y siempre me apiadé de ellos, estimulándolos y ayudándoles a pasar esos primeros días infernales de la primera marea.

Hoy ya no recuerdo el nombre de ninguno de aquellos compañeros y sin embargo, a pocas personas habré percibido tan cercanas a mí en momentos tan desdichados. Mi ingratitud por este olvido sólo se justifica con la generosidad que con posterioridad yo he dispensado a otros jóvenes marineros en su primera singladura.



Pensé si estos hombres serían parte esos hermanos a los que se refirió mi abuela la víspera de mi partida. Su comportamiento, sin duda, era acreedor de adjetivarlo de fraternal, pero sospeché que no sería precisamente unos humildes marineros como yo, a los que se referiría mi abuela.

Cuando pisé tierra de nuevo, recuerdo que me extrañó su firmeza, me parecía raro que el suelo no se moviera y estuve a punto de volver a marearme. Aquella primera noche en tierra también vomité. Pero fue por otra razón, mi primera borrachera. Mis compañeros del barco me animaron para que los acompañara de francachela. Me llevaron a un burdel y aunque alguno de ellos se empeñó en que debía iniciarme en el sexo con alguna de aquellas señoras, el patrón se apiadó de mí y  no consintió que perdiera mi supuesta virginidad juvenil en aquel prostíbulo tan nauseabundo.



En aquella época en España se vivía el largo invierno de silencios. Aquel niño se fue haciendo hombre en su nueva tierra de adopción mezclado entre rudos marineros y mientras se forjaba en la vida, fue haciéndose consciente del silencio impuesto. Buscando un halo de luz entre las brumas del largo invierno, se unió a los que pretendían mudar la sociedad.

Mi abuela siempre se había obsesionado con la importancia de la lectura. Ahora, cada marea, al llegar a tierra, compraba libros que leía en la mar durante los días de ruta, luego en la soledad del camarote reflexionaba sobre lo que había leído y en el rancho lo compartía a viva voz, comentándolo con mis compañeros.

Para el resto de los marineros un libro era una forma como otra cualquiera, quizás, algo más tediosa, de perder el tiempo. No podían comprender, cómo yo, un marinero igual ellos, podía anteponer el leer un libro a jugar una buena partida de brisca al calor del rancho o a escuchar por la radio un partido de fútbol. A mí no me importaron jamás sus críticas y proseguí leyendo. Curiosamente esa extravagante chaladura mía de leer libros, provocó que poco a poco todos mis compañeros fueran respetándome y considerándome como una pequeña autoridad.

Tal vez por mi afición a los libros o porque debieron ver en mí alguna otra inquietud, mis nuevos convecinos al poco de llegar al pueblo me invitaron a una reunión en la bóveda de la torre del campanario de la Iglesia. Fue una reunión clandestina. Varios de los asistentes eran marineros como yo, conocidos del barrio, los otros venían de la capital y no trabajaban en la mar. Iban a hablarnos de las pésimas condiciones de vida de los marineros, pero tuvimos que contárselas nosotros a ellos. Los caballeritos de la capital, eran mucho más cultos y mejor preparados políticamente que nosotros, pero desconocían totalmente como era nuestra vida a bordo de un barco.

De aquellas reuniones surgió un grupo sindical, y sin darme cuenta, en muy poco tiempo, me vi sumergido un grupo de unas diez personas que, muy tímidamente, nos dedicábamos a denunciar los atropellos que se cometían con los hombres de la mar, hacíamos llamamientos a manifestaciones, repartíamos octavillas y, amparados en la noche, pintadas reivindicando mejoras para la marinería.

Teníamos la firme convicción de que jamás nadie descubriría quienes éramos los que componíamos el pequeño grupo sindical clandestino. Y, para nuestra desgracia, no tardó mucho tiempo en saberlo todo el pueblo.          

Algunos pocos simpatizaban con nosotros y de vez en cuando nos apoyaban con complicidad, otros, la inmensa mayoría, no querían compromisos y se desentendían ignorándonos, pero, por desgracia, siempre existe gente miserable y en nuestro pueblo también debía vivir alguno, nunca supimos quién fue, pero algún soplón nos delató y reveló nuestros nombres a la policía.

Sin nosotros saberlo, estábamos vigilados y un atardecer nos pillaron a tres del grupo sindical mientras depositábamos los panfletos en los buzones de las viviendas. Así comenzó mi pequeño infierno, pasamos por la comisaría, el juzgado y fuimos a parar a la cárcel.



De aquellos dos compañeros que nunca he olvidado, sí supuse que serían parte de esos millones de hermanos de los que me hablaba mi abuela, compartían mi mismo trabajo, mis mismas ideas y, ahora, mi desgracia.

Sin embargo, muy pronto me desengañé. Enseguida nos separamos, uno de ellos, el más maduro, abandonó la contienda sindical a raíz de la detención, tenía mujer e hijos y tras una sincera reflexión, llegó a la acertada conclusión de que no podía permitirse el lujo de volver a ser detenido nuevamente, dejando desasistida a su familia.

El otro, a raíz de la detención se radicalizó. Nunca llegué a comprenderlo, de la noche a la mañana recorrió la larga distancia que separa al amigo del peor de los enemigos y de considerarnos buenos colegas, pasé a que me despreciara como a un apestado, como si realmente fuera yo su mayor adversario. Yo era, según él, un revisionista.

En la prisión tuve mucho tiempo para meditar y leer, y muchos amigos dispuestos a enseñarme cosas que, francamente, no me interesaban lo más mínimo.

El universo de mis colegas de trena se ceñía, de un modo grosero, exclusivamente a la política. Para entonces yo ya intimaba con una joven y me sentía atraído por ella. Ella me enviaba cada semana varios libros y fue también ella, la que me ayudó a descubrir la hermosura de la magia que encierra la poesía, su simbolismo y su lenguaje alegórico. Sus cartas eran retazos de poemas, versos tristes rebosantes de esperanza. En la biblioteca de la cárcel también encontré algún que otro libro interesante. Libros que se le habían colado al despistado sacerdote que los censuraba.

 Los seis meses que allí pasé los dediqué fundamentalmente a leer y a participar en las tertulias que organizábamos cada atardecer en nuestro patio, aquél que llamábamos de los políticos.

A pesar de mi desgracia, aquella larga permanencia privado de libertad me ayudó a comprender mejor a las personas y a mí mismo. Entre otros hallazgos, allí descubrí que no todos lo que se dedicaban a combatir la dictadura eran idealistas, ni mucho menos, y entre mis provechos personales, allí también descubrí mi vena utópica y romántica.

Visto ahora desde la serenidad que da la distancia, aquella experiencia no fue traumática y aunque padecí la privación de uno de mis bienes más preciados, mi libertad, fue una especie de escuela de solidaridad, donde experimenté el incentivo de la soledad y el significación del silencio.

Aunque no me afilié a lo que mis compañeros llamaban el Partido, dando a entender que partidos podría haber muchos, pero que el de ellos era el único, fue tal mi aproximación que, creo, muchos contaban conmigo como si realmente fuera un militante más de su sacrosanto partido.

En los años siguientes, tras abandonar la cárcel, me casé, tuve un hijo, dejé paulatinamente de hablar mi lengua materna, incluso perdí mi peculiar acento gallego y el resto de mis tradiciones culturales, apareándola con la nueva cultura que se me ofrecía en mi tierra de adopción y cobrando una identidad nueva, una identidad mestiza, plural y menos prejuiciosa. De mi pasado sólo guardé inmaculadas algunas costumbres culinarias, que tan exóticas le resultaban a mi esposa y amigos y un modo escéptico y a la vez apasionado de contemplar la existencia.

Y  desgraciadamente, también tuve otra nueva detención.

Esta detención fue más traumática, ahora parecía que la historia tomaba un cariz más serio, yo era reincidente y podrían condenarme, según mi abogado, a más de seis años de cárcel. Por suerte mi esposa supo mantenerse serena, alentándome y apoyándome cuando la zozobra amenazaba con quebrar mi voluntad y empujarme al vacío.

Durante el tiempo que pasé en prisión, convine con mi mujer que nunca trajera al niño a visitarme a la cárcel, queríamos evitar que me viera entre las rejas del locutorio y pudiera no comprender el porqué su padre no lo besaba ni acariciaba.

Por aquellas fechas España vivía muy agitada, se intuía el final del largo invierno de silencios. Los sindicalistas del barrio ya no éramos una decena, éramos muchos más y mi mujer se vio arropada en su soledad.

Ya se percibía el amanecer de una nueva primavera llena de luz y esperanzas y mucha gente se apuntaba a la mudanza.

Murió el dictador y en medio de la borrachera de libertad que trajo la nueva primavera, fuimos liberados. Cuando llegué al pueblo comprobé que la vida en sus calles había cambiado. Eran tiempos de arribistas, muchos de aquellos que durante los años de silencio habían integrado aquella inmensa mayoría huidiza, temerosa y sin compromisos, eran ahora los más vociferantes.

En la media en que la nueva legión de mediocres advenedizos se iban sumando al movimiento, otros, discretamente, lo íbamos abandonando.

A pesar del desencanto que aquella histriónica situación me produjo al ver como se mudaban unos dogmas y otros similares rápidamente ocupaban su lugar, tras comprobar cómo la vanidad sustituía descaradamente a las ideas, yo continué caminando por el sendero de mi propio destino, sin mirar hacia atrás.

Se me presentó una buena ocasión y abandoné mi trabajo en la mar,   asentándome cómodamente en tierra firme.

 Una mañana cualquiera, mientras hojeaba la prensa diaria encontré un articulo que me llamó poderosamente la atención. Los francmasones, aquellos enigmáticos ciudadanos que tanto me atraían desde que oí hablar por primera vez de ellos, iban a dar una conferencia en mi ciudad. Era su presentación en público, ellos tras la muerte del dictador también emergían a la luz. Acudí puntual a su cita.

Desde que tenía conocimiento de su existencia me había visto extrañamente atraído por estos desconocidos personajes. Instintivamente me recordaban a mi abuela. Acaso fuera por su fama de librepensadores e ilustrados o por su enigmático proceder, el caso es que una irresistible seducción me empujaba a su encuentro. Ahora se me presentaba la ocasión de descubrirlos, de hacerles partícipes de mis cientos de dudas y encontrar respuestas. Tras la charla hubo un largo coloquio. Curiosamente yo no efectué ninguna pregunta. Al salir me acerqué a uno de ellos y le solicité que me indicara hacia donde debía dirigirme si deseara relacionarme con ellos.

Unos meses más tarde era iniciado en la fraternidad masónica. Ahora sí creía que por fin había encontrado a mis millones de hermanos. En cada nueva ciudad por la que transitaba, en cada país que visitaba, por muy lejano que éste estuviera, siempre encontraba un hermano que fraternalmente me tendía su mano.

Recordaba cómo mi abuela me había confiado que por sus signos los reconocería, ahora las marcas, el lenguaje, los toques y los símbolos de estos hermanos se me presentaban por doquier. En viejas iglesias y en modernos edificios públicos, en los discursos que escuchaba a gentes egregias, en los libros, sobre mesas de despachos y banquetes, en el cine y en la televisión, en cualquier lugar donde estuviera, me encontraba con un signo que me descubría la universalidad de la orden.

Durante años viví con la profunda convicción de que por fin, en la francmasonería, ya había descubierto a los millones de hermanos que me había presagiado mi abuela.

Pero no fue así. Me ocurrió un anochecer, tras nuestra reunión mensual de la logia de masones, descubrí que también en esta ocasión había errado.

Fue durante el ágape, me senté frente a un veterano hermano, era un anciano francés llamado Christian, un individuo, como yo, profundamente escéptico y de carácter irónico, hombre de muy pocas palabras, de esos que esconden tras su silencio el tesoro de su conocimiento, un hermano por el que yo sentía un acentuado interés y una enorme simpatía. En el relajo de la sobremesa les conté a mis vecinos de mesa mi pequeña historia personal, las premonitorias palabras de despedida de mi abuela en las que me templaba el ánimo, reconfortándome en aquellos tristes momentos, indicándome que no temiera a la soledad y el desamparo, prometiéndome que nunca me encontraría solo por el mundo, que siempre tropezaría con alguno de mis millones de hermanos anónimos y que para ello me había educado con tres compañeras que siempre viajarían a mi lado.

Les confesé a mis contertulios que, aunque nunca me encontré solo, durante muchos años anduve buscando a mis hermanos sin encontrarlos y que creía que ahora, por fin, los había hallado en la francmasonería, sin embargo, aún no comprendía quiénes podrían ser esas tres compañeras alegóricas con las que, según mi abuela, me había educado y que permanentemente caminaban junto a mí.

Christian sonrió mientras me dedicaba una mirada paternal y gesticulaba balanceando su cabeza de un lado al otro queriéndome expresar su desacuerdo.

Yo le miré fijamente tratando de interrogarle con mi mirada. Los demás compañeros de mesa iban dando respuestas a mis interrogantes sin que yo les atendiera. Cristian me sonrió y guardó silencio.

Al rato, cuando los demás callaron, comenzó a explicarme con un lenguaje sencillo, cómo mi abuela me había educado en tres ideas o principios esenciales que guiaban mi comportamiento a todo lo largo mi existencia, eran preceptos que yo desde niño había interiorizado para gobernar mi vida y que de un modo simbólico representaban a mis tres compañeras que siempre viajaban conmigo.

Mi veneración hacia la libertad de los hombres por encima de cualquier otra condición, mi defensa de la igualdad de todos los miembros de la colectividad por encima de razas, religiones o estatus social y mi apostolado en favor de la fraternidad humana, eran las tres grandes columnas sobre las que mi abuela había edificado mi templo interior, las armas con las que me había dotado para enfrentarme a las miserias humanas.

Sí, eran la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad las tres compañeras que siempre caminaban a mi lado. Y mis hermanos, los millones de hermanos que me profetizó Mama Sofía, no eran tan sólo los hermanos de la fraternidad masónica. Mis hermanos habían sido a lo largo de mi vida los pobres que, como yo, emigraban en busca de un trabajo que honrara su existencia, aquél labriego que compartió conmigo sus miserias en el tren, camino del exilio, las gentes de mi nuevo pueblo que me recibieron con afecto y me mostraron la trascendencia humana del mestizaje, los marineros del barco que velaron con generosidad las horas desdichadas de mi desfallecimiento, el grupo sindical clandestino que peleaba por dignificar el trabajo en la mar, los compañeros de la cárcel con los que compartí íntimas soledades. Sí, todos los que me trataron como amigos eran mis hermanos, ellos sin pedirme nada a cambio, me abrieron sus brazos para recibirme y con generosidad compartieron su existencia con la mía.










viernes, 9 de noviembre de 2012

EL URCO

Lastres


No recuerdo cuando la conocí, pero aquella niña siempre vivió allí, en la aldea. Se pasaba la vida jugando sola en la playa. No tenía padre, decían que su madre la había engendrado apareándose con el Diablo. Mi abuela Mamá Sofía, más sensata, siempre indicaba que eso del Diablo era una tontería y señalando con su dedo acusador al cura párroco, afirmaba que la madre de la niña había sido tiempo atrás su concubina.
La madre de la joven era conocida como la Petona, era una especie de meiga infausta y plañidera que ayudaba en los entierros y velatorios de la aldea. Malvivían las dos, madre e hija, de los velatorios y la limosna. La solían contratar para llorar durante toda la noche, mientras se velaba al cadáver y en la procesión camino del cementerio.
La niña que siempre caminaba descalza, vestíase con una túnica raída, una túnica negra y vieja. Nunca la oí hablar, era una niña muda y todos en el pueblo se reían de ella, tal vez por eso, consumía los días jugando sola en la Playa de la Arnela. Jugaba con las olas, perseguía corriendo por la arena a las gaviotas, y pasaba horas muertas haciendo sonar con sus soplidos una caracola marina que siempre llevaba colgada de su pecho.
Recuerdo que nadaba muy bien, sus movimientos dentro del agua eran suaves y rítmicos, cuando se zambullía en las aguas que bañaban la Arnela semejábase a una joven sirena. También recuerdo con nostalgia su sonrisa. Siempre que yo me quedaba mirándola, ella me dedicaba una gran sonrisa y seguidamente salía corriendo.
Madre e hija, eran en la aldea una especie de familia maldita, casi nadie trataba con ellas y estaban en boca de todos los maledicientes. Su madre, la plañidera, nunca era llamada para asistir a los velatorios, pero ella esperaba siempre sentada frente a las casas donde se iba a producir la llegada de la muerte, no sabíamos como podría predecir siempre la hora exacta en la que iba a ocurrir, no obstante, siempre acertaba.
Llegaba cargada con una bolsa enorme, tranquilamente se sentaba silenciosa en la calle, mirando fijamente a la ventana del cuarto donde descansaba el moribundo, mientras su pequeña hija, indiferente a cuanto ocurría, jugaba por los alrededores. Según sus manifestaciones, interpretaba a la perfección todos los augurios de la muerte, si era por el día, calculaba por la posición del sol la hora del fallecimiento y si era por la noche, las estrellas y la luna eran sus cómplices reveladoras; nunca fallaba. Quizá por ello, en la aldea se rumoreaba que eran malas meigas, y la gente las evitaba.
La niña vivía ajena al resto de los niños de la aldea, por bajines se contaba que había sido vista acompañada de un horrendo perro negro, un perro que surgía de las aguas cuando ella lo llamaba haciendo sonar su caracola, dicen que era un perro que espantaba por su aspecto, era grande y de color totalmente negro, sus largas orejas le colgaban a los costados, junto a ellas nacían dos protuberancias en forma de pequeños cuernos y arrastraba su largo rabo mientras caminaba.
También relataban que en los atardeceres brumosos ella paseaba a su perro entre las estrechas ruas de la aldea, cobrando su figura entre las sombras una apariencia espantosa.
Según afirmaban algunos, a quién viera al perro, podría, por el solo hecho de verlo, reportarle grandes desgracias, aseguraban que verlo era premonición de la muerte segura de un ser querido o el presagio de la muerte propia.
Este perro fantástico, del que casi nadie quería hablar, era conocido con el nombre de urco, palabra a la que se daban diferentes significados y sobre la que nadie se ponía de acuerdo. Para unos ese horrendo perro era la mismísima muerte, para otros, urco significaba otro mundo, queriéndonos manifestar, con ello que este animal venía de ultratumba, del mundo de los muertos o tal vez fuera el can Cerbero, el guardián de las puertas del infierno de culto tan primitivo en aquellas tierras, o simplemente era un embajador de la muerte que con su aullido reclamaba a los vivos para que lo acompañasen al reino de las tinieblas.
Mi abuela Mamá Sofía siempre que yo le interrogaba sobre el urco, le quitaba importancia, me decía que no se podía afirmar la existencia de un único urco ni mucho menos que éste fuera un ser maligno, que existían muchos urcos, unos urcos angelicales y otros urcos satánicos, unos de color blanco como las azucenas y otros negros como el tizón. Me aclaraba mis temores diciéndome que los primeros son como ángeles guardianes y tienen la ocupación de proteger a seres inocentes, los urcos negros transitan por la vida deambulando próximos a la Santa Compaña en busca de seres perversos para llevárselos a los infiernos.
Nunca comprendí porqué mi abuela sentía una indisimulada simpatía hacia aquella traviesa niña, tanto en carnavales cuando preparaba las filloas, como en Navidades con las galletas que horneaba, o con el bizcocho de la fiesta de la Virgen del Carmen se acordaba de la rapaza, siempre que cocinaba algo especial, separaba un plato para que yo se lo llevara a la niña.
Recuerdo que al principio, cuando bajaba a la playa con el plato en las manos, sentía un ligero temor a que me pasara algo desconocido.
Caminaba erguido hacia ella, con los brazos estirados, por precaución no quería tocarla ni que ella tan siquiera me rozara. Siempre parecía estar esperándome, me recibía con una sonrisa natural, no parecía importarle nada mi aprensiva actitud, cogía el plato con naturalidad y se sentaba en alguna roca cercana a devorar su contenido, yo, temeroso, me alejaba corriendo, desde una prudente distancia la observaba y ella me despedía con un movimiento ligero de su mano derecha acompañado de su eterna sonrisa.
A la mañana siguiente, muy temprano, mi abuela me ordenaba ir a abrir el portón de nuestra casa, allí aparecía siempre a los pies del umbral de la puerta el plato limpio.
Poco a poco fui perdiéndole el miedo y ya bajaba a la playa más relajado. Ella al verme, creo que se ponía contenta, bailaba moviendo su cuerpo rítmicamente de un lado a otro, levantando su túnica con una mano.
Cuando la observaba detenidamente parecía gustarle, incluso en alguna ocasión llegó a ruborizarse. Yo, en ocasiones, la hacía rabiar jugando con ella, al alcanzar su altura le alejaba el plato cada vez que ella iba a cogerlo. Nunca llegó a enfadarse conmigo.
Mientras devoraba las golosinas yo aprovechaba para observarla detenidamente. Creo que era guapa, o al menos a mí me lo parecía. Imagino que si fuera bien vestida y aseada, sería una de las mozas más bellas de la aldea. El pelo lo llevaba muy mal cortado, sospecho que jamás visitó una peluquería, sus cabellos eran de color castaño, del mismo color que la arena de la playa donde ella siempre jugaba, sus grandes ojos tenían el mismo tono, pero lo que más llamaba la atención en su rostro era su boca y su nariz, una boca grande por la que asomaba una dentadura blanca y perfecta que confería a su siempre bien dispuesta sonrisa una apariencia enternecedora, su nariz aguileña sobresalía de su rostro como si fuera el mascarón de proa de una antigua nave. Sus manos tenían aspecto de frágiles, muy delgadas, largas y elásticas, cuando cogía la caracola, lo hacía con suavidad, como si estuviera acariciando el rostro de su ser amado. Aquellas manos, que tanto me llamaban la atención, parecían estar hechas por el Supremo Hacedor con la finalidad única de acariciar con dulzura.
Sentía hacia ella un extraño cariño, mezcla de pena y admiración. Mis amigos, el resto de los chicos de la aldea, no comprendían como podía sentir cariño hacía aquella muchacha a la que ellos consideraban un ser despreciable y peligroso. Sin embargo, yo estaba seguro de que aquella joven era un ser bondadoso, una muchacha condenada por la sociedad a vivir exiliada, aislada en su mundo silencioso, no tenía amigos ni prácticamente familia. Su sensibilidad se ponía de manifiesto en el trato cariñoso que dispensaba a los animales. Los pajarillos revoloteaban a su alrededor sin miedo alguno, las gaviotas de la playa jugaban con ella y hasta el gallo de mi abuela cacareaba cuando ella pasaba por delante de nuestra casa.
Muy probablemente yo era su único amigo, yo era el único que le dedicaba una sonrisa cuando se cruzaba en mi camino, yo era el único que me sentaba a su lado en las rocas cuando le llevaba el plato con dulces que le había preparado mi abuela. Sólo yo le miraba fijamente a los ojos sin temor, sólo yo le hablaba en tono cariñoso. Y eso creo que le gustaba.


Recuerdo que cuando le preguntaba su nombre ella me sonreía, hacía sonar su caracola y acto seguido corría a sumergirse en el agua. Yo, entonces, lo interpretaba como si quisiera decirme que era una sirena. En ocasiones, llegué a pensar que ella podía oírme, incluso que podía comprender las palabras que yo le dedicaba; recuerdo haberla aconsejado en una ocasión que no se dejara robar su risa natural, esa risa franca y abierta. Que no permitiera que nadie se la arrebatara; pero no podía ser, ella era sordomuda y no me comprendía, yo confundía su sonrisa innata con la sonrisa cómplice de quién siendo mi amiga, trataba de enmascararlo para proteger mi reputación ante el resto de los chicos de la aldea.
Alguna noche de luna llena, escondido entre la espesura de la vegetación o detrás de las piedras que separan las huertas, la espiaba en secreto cuando ella jugaba sola en la playa. Quería saber si existía aquel perro horrendo del que todo el mundo hablaba a hurtadillas. Ella ajena a cuanto acontecía a su alrededor, ignorando mí actitud perversa, bailaba o se bañaba durante horas, yo cansado de esperar a la aparición que nunca se presentaba, capitulaba y volvía derrotado a mi casa. Mi abuela al verme llegar, sospechaba acertadamente, cómo siempre, mis intenciones y nuevamente me repetía que dejara a la muchacha en paz, que lo que hubiera de llegar, llegaría en su momento.
Pasó la adolescencia y llegó la hora de partir, hacía unos días habíamos recibido carta de un tío mío que vivía en tierra extraña, en ella le decía a mi abuela que me diera permiso para marchar a vivir con él en su casa, que a mi edad ya podía embarcar y que él se encargaría de buscarme una plaza en la compañía armadora con la que él navegaba. Mi abuela tuvo que aceptar la proposición aun cuando no estaba muy conforme con que yo abandonara la aldea, para ella seguía siendo el niño pequeño y desvalido que había recogido llorando, casi muerto de hambre, acostado en la cama junto al cadáver de mi madre.
Para todos mis amigos, los jóvenes de la aldea, la fecha del primer embarque es la fecha en la que se alcanzaba la madurez, era el día más esperado, era el día en que uno deja de ser niño y asciende a la categoría de hombre.
Cuando un joven embarcaba comenzaba a ser un hombre, ya podía fumar delante de sus padres. Desde ese día dejaba para siempre de hacer los trabajos que en la aldea se consideraban de mujer, ya no tenían que ir a ayudar a las mujeres a recoger las patatas en la huerta, ni a dar de comer a las gallinas, ni ir a por agua a la fuente.
Una vez embarcado se había alcanzado un estado en el que ya no se tenía que trabajar en tierra, cuando estabas en puerto dedicabas las horas al descanso, podías ir a tomar vinos con los amigos o los compañeros del barco, podías, si te aburrías, enseñar a empatar anzuelos a tus hermanos menores, contar a la familia y los amigos historias fabulosas de los puertos que se han visitado, pero sobre todo, cuando estabas en tierra dedicabas el tiempo a buscar una buena moza con la que poder casarte y formar una familia.
Así era la vida en la aldea para los hombres, en una primera etapa, siendo niño ayudabas en los trabajos de la casa a tu madre y a tu abuela, cuando llegabas a ser un hombre embarcabas, trabajando solamente en la mar, ya de viejo, si es que la mar te permitía llegar a ello, eras algo decorativo, una especie de estorbo al que enviaban al muelle con un paquete de tabaco a pasar las horas muertas. Allí en el muelle, si había algún otro viejo con el que te llevaras bien, podías charlar de pasados temporales o de mares calmas y lejanas, de puertos exóticos y de amigos perdidos en el camino, siempre recordando viejos tiempos.
Los viejos en la aldea sólo servía para ir a pescar calamares en las largas jornadas del verano o ir a limpiar al atardecer el pescado de la cena a la orilla del mar.
Eran los tres grados por lo que debía transcurrir la vida de un hombre si se quería alcanzar un desarrollo armonioso y llegar a la vejez dispuesto para poder morir en paz. A una primera etapa de aprendizaje en la juventud le seguía en la vida de adulto la etapa de compartir adquiriendo experiencias y conocimientos que poder trasmitir al llegar a la tercera etapa, la edad de la vejez, del escepticismo, los largos silencios y la sabiduría llevada con humildad.
Las funciones de las mujeres en la aldea eran mucho más domésticas, ayudaban de niñas a sus madres y abuelas, aprendiendo mientras tanto a cocinar, coser o hacer encajes de bolillos. En las tardes de primavera mientras las mayores panillaban a las puertas de las casas, haciendo un gran corro junto con las vecinas, las niñas atentas a las conversaciones de sus mayores, iban conociendo los secretos de la vida de adultas.
Las mujeres hablaban de todo tipo de chismorreos, reían con chistes verdes, o contaban viejas historias acaecidas en el transcurso de los años en la aldea. Mientras tanto, las niñas guardan un respetuoso silencio y escuchaban con atención las conversaciones de sus mayores, todas las dudas que les asaltaban de cuanto oían a sus mayores, las memorizaban para, luego en la intimidad del hogar, exponérselas a sus abuelas.
Así se mantenían en esa posición de niñas o rapazas hasta el día en que se casaban, sólo entonces eran consideradas verdaderas mujeres, y pobres de aquellas que no casaran, estaban condenadas a ser tías de por vida, una especie de mujer de segunda categoría, sin hombre con el que compartir gratos momentos de amor, sin hombre que la sustentara, sin hijos a los que educar, y sin la posibilidad de llegar jamás a ser la abuela, la matriarca de la familia.
Por último, las mujeres más longevas, aquellas que alcanzaban la vejez, llegaban al grado máximo, a la condición de abuelas. En la aldea las viejas, las abuelas, eran las dueñas y señoras de toda la familia, cuanto mayor fuese la familia, mayor era el poder que ejercían. Ellas dirigían la educación de los nietos, ellas gobernaban los destinos de todos los miembros de la familia, administraban su economía y al final de su existencia, repartían la herencia como bien dispusieran.
La antevíspera de partir hacia el pueblo de mi tío, mis amigos me hicieron una pequeña fiesta de despedida, organizaron una merienda campestre cerca del castro abandonado, era un lugar rocoso ubicado en un claro del bosque, al que llamábamos la tumba de los mouros y que tenían para nosotros un extraño y supersticioso atractivo.
Estuvimos comiendo y riendo en aquel lugar hasta que rayó el día, cuando comenzaron a encenderse las primeras luces de la aldea emprendimos la vuelta hacia el pueblo. Cómo era costumbre, todos partieron delante del homenajeado, dejándome solo en la oscuridad de la noche.


En el pueblo, cuando un joven se despide de la mocedad, tiene que demostrar a sus amigos que ya no teme a los espíritus de las tinieblas ni a la Santa Compaña. Los amigos lo dejan solo en la noche para que vuelva a su casa en solitario, desafiando a los espectros del más allá que durante la noche recorren las desiertas corredoiras.
Cuando partieron mis amigos, me quedé un rato sentado sobre una gran roca de granito mirando desde lo alto al mar, dejando correr mi mente por los innumerables recuerdos que aquella ría me evocaba. El faro intermitente iluminaba cada poco tiempo el horizonte de fondo negro de la alta mar. Pensé en las horas de soledad que me aguardaban, el largo viaje en el tren hasta el pueblo donde vivía mi tío y luego la nueva vida en una tierra extranjera.
Me preguntaba cómo sería la vida en la mar, con qué gentes me toparía abordo, que desconocidos países visitaría en mi nueva etapa, y sobre todo, había una pregunta que me angustiaba, era si volviese algún día de nuevo a la aldea o haría como tantos otros, que se fueron llorando de tristeza un día cualquiera y luego, ya jamás volvieron.
Se cerró la noche y emprendí la vuelta hacia el hogar, descendía melancólico, era aquella una noche estrellada, de luna menguante y temperatura agradable, era una buena noche para superar mi prueba, la única preocupación que sentía era que casi no se veía nada y podría tropezar y romperme el espinazo.
Al llegar a una pequeña encrucijada del sendero, una voz amable que surgía desde la parte posterior de un enorme eucaliptos, me saludo con afecto. Me dio un susto de muerte. Me repuse al momento, pensé que esa sorpresa era una idea de mis amigos para asustarme. Era una voz de mujer, una voz joven y dulce. Con cierto temor, aunque la voz me trasmitía sosiego, fijé mi vista en el lugar de donde provenía el sonido y vi la silueta de una mujer que me era familiar. Ella alargó su brazo y asió mi mano.
- Soy yo... la muda. - me dijo -
 En aquel instante me quedé petrificado. Me encontraba confuso. No sabía que pensar, si sería una broma de mis amigos o realmente era un milagro y era ella la que verdaderamente me estaba hablando.
Se acercó y pude reconocerla por su típico olor a algas y salitre. Sí, era ella. Por primera vez la muda, la hija de la Petona estaba hablando y se dirigía a mí.
No entendía que hacía la muda en aquel lugar, a aquellas horas de la noche. Fue entonces cuando los temores de cuanto había oído murmurar sobre ella, me invadieron. Me calmé por un momento al recordar las palabras tranquilizadoras de mi abuela.
Ella seguía asida a mí con toda naturalidad, yo sentía su mano suave acariciando mi piel, con su eterna sonrisa y un gesto amigo me invitó a seguir caminando juntos. Yo tácitamente acepté la invitación y agarrados de la mano proseguimos caminando juntos hacia el pueblo.
Aquella muchacha que jamás había vocalizado palabra alguna, en esta noche de mi despedida no paraba de hablar, mientras, yo la escuchaba con una indisimulada atención.
Al comienzo de su alocución trató de tranquilizarme, ella conocía perfectamente lo que en el pueblo, las malas lenguas, comentaban sobre su relación con el can del urco.
- No temas - me decía - todo lo que de mí se dice, es mentira. Además, tú eres mi único amigo en este mundo, jamás te haría daño alguno.
Luego me confesó que jamás había sido sordomuda, que mantenía esa actitud silenciosa, porque no tenía nada interesante que decir a nadie, ni deseaba escuchar nada de ninguna persona. Se sentía despreciada por todos los vecinos de la aldea, salvo alguna rara excepción, como era el caso de mi abuela.
Me confesó que se entendía mucho mejor con algunos animales que con la mayoría de los seres humanos.
También me dijo que no la llamara muda, que no le gustaba que yo la llamara así, que por favor, en adelante, la llamara Mara, que quiere decir mujer nacida en la mar y ella se consideraba cómo una hija de la mar, de esa mar hoy tan calma y mañana, quizá, impetuosa.
Mientras caminábamos en la oscuridad ella guiaba mis pasos, caminaba suelta y alegre, de vez en cuando, se paraba y me miraba, me sonreía y proseguía su camino. En el ambiente se respiraba una extraña sensación de armonía, por primera vez en mi vida me sentía parte integrante de la naturaleza. Percibía algo raro en el ambiente, algo indescriptible, era una sensación extraña, una percepción de comunión con los elementos, tal vez fuera el silencio que reinaba a nuestro paso, o tal vez, simplemente fuera ella.
Me rogó que la acompañara a su Playa de la Arnela, que me bañara con ella en las aguas frescas de la noche primaveral, me suplicó que pasara la noche con ella contemplando el mar desde la orilla, me dijo que quería compensarme antes de mi partida por el afecto que le había proporcionado durante los años pasados. Me dijo, también, algunas cosas que en aquel momento no comprendí, algo así cómo que si aceptaba su invitación engendraríamos una cadena invisible que nos mantendría unidos permanentemente, una cadena que nadie podría romper jamás.
Me comentó que tras esa noche juntos nunca la podría olvidar, ni ella me olvidaría jamás a mí. Me expresó que siempre la llevaría conmigo allá donde yo fuera y ella desde la distancia velaría por mí.
Estaba confuso. Yo no entendía nada de lo que ella me quería decir.
De todos modos, acepté su ofrecimiento y la acompañé hasta la playa. Mis temores de un principio se habían evaporado, ahora me encontraba sereno, incluso, podría decirse que me encontraba encantado en su compañía.
Al llegar a la playa me senté frente a la orilla, mirando hacia el lejano horizonte. En el agua se reflejaban intermitentemente las lucecillas de la aldea y al fondo, como marcando un largo sendero, la tímida luz de la luna menguante.
Ella se arrodilló delante de mí y me despojó de mis alpargatas. Luego se levantó, puesta en pie, me agarró de mis manos, he intentó levantarme. Me resistí y ella abandonó su pretensión de hacerme levantar.
Fui a hablarle y ella hizo un gesto negativo con su cabeza, junto sus labios realizando un ademán con el que me pedía silencio. Callé, ya que parecía que eso era lo que ella quería.
Se alejó un poco de mí. Avanzó unos pasos hacia la orilla, se internó en el agua hasta que ésta alcanzó el nivel de sus tobillos, se volvió despacio hacia mí y recogiéndose su vestido con sus dos manos cruzadas a la altura de la cintura, fue elevándolo, dejando al descubierto su cuerpo desnudo.
Arrojó a mi lado su vieja túnica negra, seguidamente cogió con sus manos la caracola y la hizo sonar, emitiendo una melodía sugerente. Posó la caracola con mucho cuidado en la arena, se dio media vuelta y se zambulló en el mar.
Yo seguía cómodamente sentado en la playa, la miraba con curiosidad desde la arena. Ella por momentos se sumergía en las negras aguas y desaparecía, luego volvía a surgir desde los fondos marinos y me saludaba con sus brazos estirados. Sin palabras, sólo con gestos, me invitaba reiteradamente a bañarme junto a ella. A mí me daba mucha vergüenza el mostrarme por primera vez desnudo ante una mujer conocida, a ella, sin embargo, parecía no importarle nada el que yo la viera en la más completa desnudez, sólo cubría su cuerpo con la fina capa de agua que resbalaba por su piel, iluminado sutilmente por las luces reflejadas en la superficie del mar.
Me armé de valor y opté por imitarla. Me despojé mi capa y a la carrera me lancé de cabeza al agua.
Cuando me vio nadando a su lado, se puso muy contenta, reía a carcajadas mientras me hacía cosquillas, se sumergía bajo el agua y tirando de mis píes hacia abajo, intentaba asustarme hundiéndome. En poco tiempo me vi jugando con ella, salpicándonos, haciéndonos aguadiñas, cogiendo agua en la boca y lanzándonosla a la cara como si de un surtidor se tratara.
En medio del juego nos encontramos frente a frente, yo la agarré por la cintura, ella entonces posó sus manos en mi cara, me miró fijamente a los ojos y me besó. Se abrazó a mí, pasándome un brazo por detrás mientras con la otra mano tiraba suavemente de mis melenas, con sus piernas rodeó mi cintura y juntos nos hundimos bajo el agua.
Pegué un pequeño trago y tosí, de inmediato me soltó, ella volvió a reír, y se alejó de mí nadando como si fuera un pez, al momento, sin que yo me percatara, vino por debajo del agua y volvió a sujetarme, de nuevo se abrazó a mí y nuevamente me besó. Otra vez volvimos a hundimos.
Parecía estar encantada jugando conmigo. Reía a carcajada limpia, yo la miraba extrañado, ella había perdido totalmente su característica timidez, su aspecto tenía un raro atractivo, los mechones de sus cabellos caían pegados a su cara y en sus ojos se reflejaban las lejanas luces de la noche.
Cuando volvimos a la playa, extendió mi capa sobre la arena invitándome a tumbarme sobre ella, con su túnica fue secándome con suavidad, cada vez que me miraba fija a los ojos, me sonreía.
Se coloco sobre mí a horcajadas, puso sus rodillas a mis costados y se sentó encima, con su dedo índice apoyado en mis labios, me pidió nuevamente que guardara silencio. Sujetó con fuerza mis muñecas con sus manos, inclinándose sobre mi cara, me besó, introdujo su lengua en mi boca, luego lamió mis orejas y mordisqueó mi cuello. Entre tanto, yo sentía la opresión de sus pechos duros como el granito sobre los míos y gozaba de una relajación voluptuosa.
Nunca la había imaginado desnuda. Vestida daba la apariencia de una mujer frágil y enjuta. Jamás había visto sus piernas, no las imaginaba tan hermosas. Desnuda era una mujer atlética, fibrosa, de cuerpo musculoso, ancha espalda, fuertes brazos y un culo perfecto.
Tímidamente alce mis brazos y acaricié con suavidad sus pechos. Eran unos pechos menudos y duros. Ella mientras, iba arañándome con delicadeza todo mi cuerpo. Se retiró hacia atrás, cogió con suavidad mi pene y lo besó con dulzura. Una extraña y placentera sensación recorrió como un escalofrío a lo largo de todo mi cuerpo.
Yo besaba con pasión sus tiesos pezones. Cuando besaba su cuerpo, un intenso sabor salado, sabor a mar, inundaba mi boca. Ella proseguía acariciando mis testículos, besando y relamiendo mi glande y mis muslos. Volvió a colocarse a horcajadas, con sutileza me introdujo en ella, en su calor viscoso, cerró sus ojos, sonrió levemente y danzó sobre mí con la parte alta de su cuerpo al ritmo cadencioso que marcaban las olas al romper en la orilla.
Yo remonté un alegórico vuelo acompañado por la melodía profunda de su jadeo, sentí deslizarme en el tobogán que conduce al Edén. Al final llegué al cielo.
Con las primeras luces del alba desperté, estaba solo en la playa, tumbado sobre mi vieja capa de la lana y tapado con la túnica de la muchacha. A mi alrededor no había nadie, ni rastro de Mara. La brisa nocturna había borrado todas las pisadas de la playa, todas menos unas. Eran unas pisadas de perro que partiendo del lugar donde yo me encontraba se dirigían hacia el cercano bosque de pinos y eucaliptos.
Asomado entre la maleza, en el umbral del bosque, un gran perro me miraba fijamente, parecía vigilar mi sueño, al verme levantar aulló como un lobo, dio media vuelta y se internó en la maleza. Aún logre observarlo antes de que se perdiera entre la vegetación. Era un perro enorme, de larga pelambrera blanca como la leche, pensé en la mudita, en las habladurías sobre el urco y recordé las palabras de mi abuela, sobre los urcos buenos y blancos, que son como ángeles guardianes.
Asustado por haber pasado la toda noche en la playa, me vestí deprisa y corrí hacia mi casa. Mamá Sofía me esperaba con una taza de caldo caliente. No me hizo falta dar ninguna explicación, ella no me preguntó nada. Intuí que mi abuela, mejor que nadie, conocía lo que me había ocurrido.
Al día siguiente llegó el momento de la partida. Casi de madrugada, cargado con una maleta de madera, cogí el autobús que me conduciría hasta la ciudad, mi abuela me acompañó hasta la parada. A lo largo del camino me repetía insistentemente que me cuidara y que no me olvidara de ella.
Mientras recorrimos caminando el sendero que separaba mi casa de la carretera donde se encontraba la parada del autobús, yo miraba con curiosidad hacia todos los lados con la vaga esperanza de poder ver por última vez a Mara para darle mi último adiós. Mi abuela, al despedirse, en el último momento, cuando ya había ascendido yo al autobús, como quien no dice nada, comentó:
- Ella no vendrá. Ya no volverás a verla jamás. -
 No me dio tiempo a interrogarla, el conductor cerró la puerta y el autobús comenzó su recorrido. Miré por la ventanilla, mi abuela llorando se despedía moviendo lentamente su mano. Su niño, aquel niño indefenso al que había cuidado como una madre, se había hecho hombre y partía, quién sabe sí para siempre, hacia una tierra extraña.
Volvía a repetirse el drama de criar con cariño a un hijo para consentir con impotencia que el destino te lo arrebate, entregándoselo a la mar, a esa otra madre que con cariño nos alimenta pero que irascible y traicionera tarde o temprano nos devora.
Xocas, mi mejor amigo de la infancia también quiso despedirse, esperaba frente a la puerta de su casa. Me miraba fijamente, no decía palabra alguna, pero sus ojos enrojecidos y húmedos expresaban con rotundidad la impotencia de un niño que se resiste a perder para siempre a su mejor compañero, miraba como petrificado al autobús que se alejaba llevándose consigo a un amigo y un cúmulo de sueños. Vi claramente como dos lágrimas recorrían su rostro de arriba a abajo, luego agachó su cabeza.
Cuando el autobús giró en la curva, los perdí de vista a los dos. Entonces, sólo entonces mis ojos se hincharon por la aflicción; me embargaba la profunda tristeza de abandonar el único mundo conocido. Por fin me rendí, no pude aguantar más y rompí a llorar en silencio.
Ya habíamos salido del pueblo, nos encontrábamos en lo alto de la cuesta cuando miré por la ventana, a lo lejos, entre los riscos de granito, un gran perro blanco saltaba de roca en roca siguiendo la dirección del autobús, lo observé fijamente, el perro se detuvo en la roca más alta, fijó su mirada en mí y desde allí, como si quisiera despedirse, lanzó un aullido desgarrador.
Ya ha pasado mucho tiempo desde entonces, ahora, cuando mi espíritu vaga perdido, cuando la incertidumbre se adueña de mi persona, cuando necesito encontrarme a mí mismo, acostumbro a pasear reflexivo por la orilla de la playa de mi nueva ciudad, a lo lejos, siempre, con la misma puntualidad con la que cada día sale el sol, un gran perro blanco aúlla y...
Para qué seguir contando algo que nunca nadie me ha creído, y sin embargo,... ¡Es tan bello!