La larga marea había sido copiosa. Ahora con la llegada del invierno, las gélidas aguas de la Costa del Labrador se truncan en un mar peligroso para la navegación; las heladas y los fuertes temporales de invierno nos impedían faenar con regularidad, en las últimas jornadas, nos habíamos tenido que levantar del catre a media noche para picar el hielo que embozaba la cubierta del barco por miedo a que la helada agrietara el casco y una vía de agua nos enviara a pique.
El patrón de costa hacía ya dos días que había enfilado la proa hacia tierra. En nuestro derrotero navegábamos cerca de los bancos de bacalao y el patrón de pesca aprovechaba estos primeros días de ruta para efectuar las últimas echadas de la red. Aún nos quedaban unas trece jornadas de viaje de regreso, con suerte, si la mar acompañaba y no nos sorprendía ningún temporal, llegaríamos a tiempo para pasar las Navidades con nuestras familias.
Llevábamos seis largos meses de marea y ya comenzaban a pesar las fatigosas jornadas. Cada nuevo día era una jornada interminable, comenzábamos a trabajar desde antes de amanecer a primeras horas de la mañana. Al rayar el alba largábamos las redes, aprovechando el tiempo del arrastre para desayunarnos, luego vendría la virada, la selección del pescado, para a continuación limpiarlo y salarlo y si nos quedaba algún hueco entre las distintas faenas, lo empleábamos para comer, sino, tendríamos que esperar al término de la operación para poder alimentarnos.
Siempre la misma monótona ocupación, día tras día durante los últimos seis meses.
En el rancho, al calorcillo del fuego, nos recogíamos al anochecer, después de tanto tiempo abordo ya nadie hablaba, ya no teníamos nada interesante que decirnos. En el transcurso de este último mes los marineros ya sólo pensaban en la hora de la arribada; para matar el tiempo algunos se jugaban a las cartas frívolamente el dinero que tanto nos había costado ganar, otros lo consumían a la par que consumían su salud, bebiendo botella tras botella hasta agotar todas las existencias de güisqui, algunos, los menos, meditaban en silencio, pensando en la familia o en la novia que dejaron en el pueblo. A éstos últimos, en ocasiones, sus ojos hinchados dejaban escapar alguna lágrima furtiva, intentando vanamente disimularlo para que los demás no nos diéramos cuenta y evitar ser el foco de las chanzas del resto de la tripulación.
Qué diferente era ahora el ambiente en el rancho. Cuando zarpamos, en los últimos días de la primavera, todos parloteábamos como cotorras, hablábamos sin escucharnos, todos teníamos aventuras que contar a nuestros compañeros de singladura. Paulatinamente las conversaciones se fueron apagando, según transcurrían los días se iban agotando los temas de charla, el diálogo con el resto de los marineros perdía interés. Nos encerrábamos en nuestra propia intimidad e íbamos, poco a poco, enmudeciendo. Más tarde, llegaron las depresiones, los recuerdos de los que quedaron en tierra, las sospechas de los posibles engaños. Y al final, el plomizo silencio se adueñó del barco.
En ocasiones daba la impresión de que navegábamos en un barco fantasma, un barco cuyos tripulantes eran como ánimas errantes del purgatorio, almas en pena que vagaban solitarias. Ahora mismo, mientras virábamos la red, trabajábamos todos en profundo silencio, como autómatas, solo los gritos que profería del patrón de pesca desde el puente y las órdenes que nos trasmitía el contramaestre, rompían el recital que con su canturreo estridente nos ofrecían las gaviotas y los cormoranes.
Pasaba ya de la medianoche cuando finalizamos la faena, todos nos dirigimos directamente al rancho, para combatir el frío intenso del Ártico apetecía tomar un carajillo o un café calentito. Algunos lo acompañaban de largos tragos de aguardiente.
Al entrar en el rancho, un persistente olor a cera llamó poderosamente mi atención. Pregunté al cocinero si había encendido alguna vela. No me contestó nada, bastó su mirada hosca para decirlo todo. Me tomé una taza de café caliente y me retiré cansado hacia mi camarote. Me acosté sobre el catre y en la intimidad de mis pensamientos dejé volar mis fantasías. De nuevo percibí el incesante olor a cera. Empecé a impacientarme, sabía desde niño que el olor insistente a cera era una de las más claras premoniciones de la muerte.
Dejé vagar mis recuerdos hacia épocas que creía ya olvidadas. Momentos nostálgicos de mi juventud en la aldea. Períodos en los que viví situaciones trágicas. Recordé la muerte de mi abuela Mamá Sofía. Su muerte física. Esa muerte que para casi todo el mundo es el final del camino y sin embargo, para nosotros sólo es una estación, un lugar intermedio entre la vida y el oriente eterno. Un paso más o menos armonioso entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Un paso que requiere una preparación concienzuda desde el mismo momento en que se presagia; una progresión armoniosa que nos conduce por el sendero adecuado hacia el mundo del más allá.
Recuerdo cómo mi abuela Mamá Sofía fue aceptando con naturalidad su final. Cómo fue reconociendo los augurios que anunciaban su partida y cómo fue preparándose con absoluto sosiego para el largo viaje.
Desde unas semanas antes de su muerte, todos los atardeceres su perro aullaba con tristeza mientras un mochuelo, al llegar la noche, volaba haciendo círculos en torno a nuestra casa. Mi abuela con la serenidad que siempre le había caracterizado, me describía el sentido de aquellos presagios. El siniestro aullar del perro y del lúgubre vaticinio del revoloteo de los mochuelos, eran el claro anuncio de su partida.
También me explicó cómo aquellos ruidos desconocidos que se producían por la noche en el sobrado de nuestra casa, eran gritos de llamada de aquellos que le precedieron en la partida. Aquellos familiares que se marcharon antes que ella y que venían a buscarla para poder acompañarla hasta el otro mundo.
Así mismo me puso sobre aviso, para que no me asustara, que la víspera de su muerte inconscientemente ella intentaría, sin conseguirlo, levantarse de la cama e incorporarse. Sería una última tentativa de oponerse a la muerte, un intento irreflexivo y vano de huir del destino.
También me instruyó para que, una vez muerta, le cerrara sus ojos antes de que su cuerpo se enfriara. Me explicó que todo difunto que parte hacia el más allá con un ojo abierto, está llamando a otro familiar para que en breve lo acompañe.
Inesperadamente, unos días antes de su muerte llegaron a casa unas viejas que dijeron ser amigas de mi abuela. No eran vecinas de nuestra aldea y yo no las conocía de nada, ni las había visto antes ni había oído jamás hablar de ellas. Ellas, sin embargo, procedían como si me conocieran a mí de toda la vida. Ignoro cómo o por quién se enteraron del cercano final de Mamá Sofía.
La acompañaron día y noche durante toda su última semana, a diario la peinaban con un peine dorado y la perfumaban con esencias que ellas mismas preparaban con plantas aromáticas que recogían en el bosque.
Colocaron en las ventanas de la habitación donde reposaba mi abuela, paños negros que impedían la entrada de la luz del día, manteniendo la habitación en constante penumbra, alumbrándola solamente con la luz que irradiaban los tres grandes cirios negros que colocaron en su cuarto.
La noche anterior a la muerte de mi abuela oí como petaban con tres golpes secos en la puerta de nuestra casa. Bajé deprisa a abrir la puerta. No había nadie. Al rato se oyó nítido el llanto mortificado de un hombre. Me asusté mucho. Una de las viejas me tranquilizó. Me explicó que se trataba del espíritu de mi difunto abuelo, que venía a buscar a Mama Sofía para acompañarla en el tránsito hacia el oriente eterno. Entonces creí entender porqué mi abuela había vestido casi de por vida, desde la muerte de su marido, siendo aún una moza, de riguroso luto. Yo la recuerdo hasta donde me alcanza la memoria, siempre vestida de color negro.
Al alba, antes de que el sol se asomara por encima de los montes, mi abuela ya había muerto. Las viejas, en una especie de primitivo y extraño ritual derramaron sal por encima de la cama, en torno al cadáver. Me dijeron que era para evitar que allí se detuviera la muerte.
Luego la asearon, lavándola con agua perfumada que habían mantenido durante toda la noche al sereno. La peinaron como todos los días con el peine dorado y después de entregarme un pequeño mechón, recogieron sus cabellos blanquecinos con un moño en la parte posterior de la cabeza. Con un pañuelo que amarraron en lo alto de su cabeza le cerraron la boca antes de que el rigor de la muerte la inmovilizara para siempre. Sellaron los orificios de su nariz y de sus oídos con la cera de los cirios con los que iluminaban su alcoba, evitando con ello que su cuerpo pudiera ser invadido por alguna ánima errante.
Le despojaron de la cadena de oro que pendía de su cuello portando una medalla de la Virgen del Carmen y las dos alianzas, símbolo de su viudez y que siempre llevaba en su dedo anular. Me dieron las joyas a mí para que las guardara como recuerdo y única herencia. Los muertos, me dijeron, deben comparecer ante Dios pobres y sin metales, desprovistos de todo objeto de valor, del mismo modo cómo arribaron a este mundo.
Colocaron sus manos cruzadas sobre sus pechos y la envolvieron en una sabana de lino blanca. Solo quedó a la vista su lívido rostro. Parecía dormir plácidamente. Fue entonces, a la vista del cadáver amortajado, cuando fui consciente de que realmente mi abuela había muerto.
Sin embargo, la imagen que aún hoy guardo de mi abuela muerta, es el rostro que mantenía antes de ser amortajado. Todavía recuerdo aquel semblante sonriente, pero por encima de todo, aprecio su mirada, aquellos pequeños ojos azules rebosantes de dulzura.
Era la primera vez que yo contemplaba a un difunto, fue una estampa luctuosa que jamás olvidaré. Tuve deseos de llorar con aflicción pero me contuve como pude y sólo derramé unas pocas lágrimas. Creo que a mi abuela no le hubiera gustado verme llorar.
Antes de que fuera a avisar al cura párroco, las viejas efectuaron un extraño ritual en torno al cadáver, cruzando sus brazos por delante de ellas, se agarraron las unas a las otras, formando un círculo encadenado en torno a la difunta. Comenzaron a balancearse melodiosamente mientras proferían una especie de zumbido monótono similar al de las abejas, gradualmente iban
subiendo el tono del zumbido a la par que aceleraban el ritmo de su balanceo. Al tiempo una de ellas recitaba unas extrañas oraciones o conjuros que no logré descifrar, finalizándolo con un grito desgarrador. Tras el grito cesaron el balanceo y el zumbido, efectuando todas ellas, tres movimientos similares a tres fuertes apretones de manos. Dejaron entonces de asirse y dejaron caer como muertos sus brazos.
Con este raro ritual las ancianas dieron por finalizada su estancia en nuestra casa. Antes de abandonar la vivienda me pidieron que guardara en secreto su presencia durante estos días. Me instruyeron sobre mi función en el velatorio y en el entierro. Me aconsejaron que cuidara que el cadáver saliera de la casa con los pies hacia delante. También me informaron que habían encargado esculpir una lápida para su tumba a Pedro el cantero y que esperaban que estuviera lista para el día del entierro.
Aquellas viejas criticaron la costumbre que tenían los hombres de nuestra aldea de no entrar en la iglesia. Casi todos los hombres seguían los funerales en el exterior del templo, fumaban y comentaban las virtudes o defectos de la persona fallecida y esperaban a que saliera en procesión hacia el cementerio, para unirse a los actos fúnebres.
El cura y los monaguillos encabezaban la comitiva, tras ellos, cuatro hombres portaban el ataúd, detrás caminaban las mujeres y cerrando el séquito, los hombres. Al paso por las calles de la aldea, se cerraban las puertas de las tabernas y en muchas viviendas permanecían cerradas las contraventanas.
En el transcurso de estos actos los familiares del difunto, discretamente, pasaban lista de los presentes, si algún vecino de la aldea no acudía al enterramiento, ellos, en pago al desprecio, tampoco acudirían a los entierros de los familiares de los ausentes.
Acudí a la iglesia a dar mi último adiós a mi abuela Mama Sofía. No quise pasar la preceptiva lista de los ausentes, en aquel momento no me interesaban las rencillas aldeanas. Mientras duró el funeral estuve rememorando las enseñanzas de aquella vieja, que tanto amor me había proporcionado. No escuche los sermones de Don Joaquín, el cura párroco. Mi abuela no necesitaba de intermediarios para alcanzar la eternidad. En algún momento de la ceremonia, el sacerdote recitó unos versos que, a buen seguro, le hubieran gustado a mi abuela. Creo que el cura, a pesar de las grandes diferencias que mantenían entre ambos, sentía un gran afecto por ella.
Al salir de la iglesia caminé hasta el cementerio detrás del ataúd, manteniendo la firmeza durante todo el recorrido, haciendo oídos sordos a los llantos de las plañideras. Y sólo cuando le dieron tierra, la emoción pudo conmigo, entonces, lloré.
Con la muerte de mi abuela quedaba roto el cordón umbilical que me unía a mi pueblo y a su cultura. Ahora, si quería proseguir mi formación humana, debía partir para conocer nuevas culturas, ser peregrino en busca de nuevos caminos. Nadie me lo había dicho, pero ya entonces, aun siendo casi un niño, intuía que el Conocimiento no era patrimonio de ningún pueblo y debía seguir buscando, aunque tenía plena seguridad, que nunca llegaría a encontrarlo.
A día siguiente abandoné definitivamente la aldea. Antes de partir quise hacerle una última visita a la sepultura Mama Sofía. Le lleve una maceta con petunias lilas y rojas para adornar la tumba. Pedro el cantero ya había colocado la lápida en su sepultura, tenía unas inscripciones que me parecieron muy extrañas. En la parte alta estaban gravadas unas letras que imaginé iniciales de palabras desconocidas para mí, separadas entre sí por tres puntos formando un triángulo, en el centro su nombre y en la parte más baja, estaba esculpida una calavera con dos tibias cruzadas. Intuí que aquellas inscripciones tendrían algo que ver con las viejas que la habían acompañado en sus últimas horas, que quizás fueran un último deseo de mi abuela o una especie de invocación secreta. Fuere lo que fuera, por consideración hacia mi abuela, decidí respetarlo.
Nunca más he vuelto a ver a aquellas ancianas. Aquellas extrañas amigas de mi abuela que la acompañaron en su lecho de muerte. Aquellas viejas que me instruyeron en el arte de reconocer las señales de los augurios de la muerte.
Ahora en el barco, camino de regreso a tierra, comienzo a presentir, por el persistente olor a cera, que alguno de mis compañeros del barco no llegará nunca al ansiado puerto.
¿Qué puedo hacer? Si lo comentara, es probable que nadie en el barco me creería, me tomarían por un chiflado, por un loco agorero de infortunios. Y si luego sucediera el fatal presentimiento, me acusarían de brujo, de haberle echado el mal de ojo y me culparían irracionalmente de la muerte de un compañero.
Durante los días siguientes fui observando con atención los acontecimientos extraños que se pudieran producir abordo, quería asegurarme que estaba interpretando correctamente las señales de los augurios de la muerte. Quería tener la certeza de que mis premoniciones eran acertadas.
Abordo no llevábamos perro alguno que pudiera aullar. La enorme distancia que nos separaba de la costa hacía imposible la presencia de ningún ave carroñera que pudiera revolotear en torno al barco. Las únicas aves que nos visitaban eran las gaviotas y los cormoranes.
En el rancho solo teníamos bancos para sentarnos, no llevábamos ninguna silla, por lo que era imposible que ninguno de mis compañeros pudiera hacer bailar una de ellas por una pata. Esa hubiera sido una señal concreta de quién era la persona reclamada por los espectros del otro mundo.
Durante varios días mantuve discretamente en observación a toda la tripulación, una atracción morbosa me llevaba a indagar pretendiendo adivinar quién sería el compañero cuyo destino lo estaba conduciendo hacia la profundidad del largo túnel que conduce al más allá, quién era el portador del billete para el viaje hacia ninguna parte.
Iban pasando los días y no había novedades, el persistente olor a cera se mantenía abordo, pero no percibía ninguna otra señal que me augurase la proximidad de la muerte. Comencé a dudar de mis presunciones. Por momentos pensé que aquel tipo de creencias no tenían sentido en un mundo moderno, sospeché que aquellas convicciones de mi infancia eran estupideces de las pequeñas aldeas gallegas, una absurda creencia ancestral sin base científica alguna, algo en lo que sólo pueden creer los paletos como yo.
Una y otra vez intentaba alejar de mi cabeza los macabros pensamientos que asociaban la muerte de un compañero del barco a un simple y prosaico olor a cera. Opté por dejar de observar al resto de la tripulación y dedicar los días que ruta que aún nos faltaban, a la lectura.
Ya había abandonado mis lúgubres pensamientos cuando un anochecer, mientras cenábamos, el patrón de pesca enfurecido, comenzó a reprender de malos modos al cocinero. Se quejaba de que la caldeirada de pescado no tenía suficiente sal. El patrón ya nos tenía acostumbrados a sus accesos de histeria. Con el mismo tono desagradable de siempre lo insultó hasta humillarlo. Éste, sumiso, le acercó el salero. Henchido de soberbia y rabia, el patrón lanzó con aparente indignación el salero contra la pared del rancho, derramando la sal por todo el suelo. Se levantó de la mesa malhumorado y abandonó el comedor sin terminar de cenar.
Aun cuando nuestros gestos y miradas trasmitían una gran indignación, ninguno de los presentes hicimos comentario alguno y todos guardamos un prudente silencio. Por bajines pude oír cómo el cocinero murmuraba profiriendo una maldición. Yo me asusté, reconocí en el derramamiento de la sal una nueva premonición de la muerte. Ahora ya sospechaba quién era la persona sentenciada.
Camino de mi camarote, al pasar delante de la puerta de la habitación del patrón, pude oír las blasfemias y gritos que profería. Al rato se oyó un golpe seco, como si hubiera dado un puñetazo contra la pared y acto seguido el sonido producido por la rotura de cristales.
A la mañana siguiente el patrón llevaba vendada su mano derecha. Según nos comentó el maquinista, el patrón se había cortado la mano al romper de un puñetazo, dominado por la ira, el espejo de su lavabo.
El círculo se iba cerrando. La presencia de la muerte cercana se iba evidenciando. El olor a cera, el derramamiento de la sal y ahora la rotura del espejo. Mis premoniciones me angustiaban. Me decidí a hablar, creí conveniente hacerles partícipes de mis presentimientos al resto de la tripulación. Tenía la esperanza de que alguno de ellos le explicara al patrón la conveniencia de prepararse para efectuar un viaje armonioso hacia el desconocido mundo de los muertos.
Era el momento adecuado para largarles mi alocución. Estabamos cenando y todos guardábamos un silencio sepulcral. Justo en el momento en que iba a comenzar a manifestar mis temores, sentí la fija mirada del cocinero. Lo observé con atención. Aquella mirada me recordó a las miradas cómplices de mi abuela. Sus ojos expresivos me hablaban y yo comprendía nítidamente el lenguaje de su mirada. Sin palabras me ordenó callar. Me reveló su conocimiento. El también había descifrado los augurios de la muerte. Me aconsejó dejar hacer a la providencia, no inmiscuirme en los designios de la Divinidad. Le hice caso y callé.
Cuando hube terminado de cenar, salí a cubierta a fumarme un cigarrillo, el cocinero me dedicó una sonrisa cómplice, miró por el portillo de estribor a la vez que me comentaba:
- ¿Has visto que hermosa está la noche estrellada?
Miré al cielo y pudo ver un halo de luz parpadeante, un resplandor que emergía y se difuminaba al son del balanceo del barco. Ya estaba allí la temida muerte. Me di la vuelta y miré con afecto al patrón. El cocinero me hizo un gesto afirmativo con su cabeza. Supe entonces con certeza que aquella sería su ultima noche.
Casi de madrugada, aún no asomaba el sol por el oriente cuando se oyeron unos silbidos melodiosos. Unos silbidos lejanos. Supuse que era su alma viajera que se despedía de nosotros.
Cuando a la mañana siguiente fueron a despertar al patrón, ya había muerto. Cuando nos reunieron a todos para darnos la noticia el cocinero se puso a mi lado y posó su mano sobre mi hombro. No me dijo nada. Yo se la acaricié y tampoco hice ningún comentario.
Observé durante unos minutos al cabizbajo primer oficial. Supuse que estaría reflexionando, intentando resolver la duda que le acuciaba. Arriar por la borda el cuerpo inerte del patrón o enclaustrarlo en el frigorífico hasta llegar a tierra.
¡Qué fábulas os cuento! Historietas sin substancia. Cuentos imaginarios, premoniciones de aldea en las que ya nadie dice creer. Y sin embargo... La muerte sigue ahí, llamándonos cada día.