Aquellos que consideran a la mujer un ser débil y vinculan en el sexo masculino el valor y las dotes de mando, debieran haber conocido a la célebre Pepona, y saber de ella, no lo que consta en los polvorientos legajos de la escribanía de actuaciones, sino la realidad palpitante y viva.
Manceba, encubridora y espía de ladrones; esperándolos al acecho para avisarlos, o a domicilio para esconderlos; ayudándolos y hasta acompañándolos, se ha visto a la mujer; pero la Pepona no ejercía ninguno de estos oficios subalternos; era, reconocidamente, capitana de numerosa y bien organizada gavilla.
Jamás conseguí averiguar cuáles fueron los primeros pasos de Pepona: cómo debutó en la carrera hacia la cual sentía genial vocación. Cuando la conocí, ya eran teatro de sus proezas las ferias y los caminos de dos provincias. No quisiera que os representaseis a Pepona de una manera falsa y romántica, con el terciado calañés y el trabuco de Carmen, ni siquiera con una navaja escondida entre la camisa y el ajustador de caña que usaban por entonces las aldeanas de mi tierra. Consta, al contrario, que aquella varona no gastó en su vida más arma que la vara de aguijón que le servía para picar a los bueyes y al peludo rocín en que cabalgaba. Éranle antipáticos a Pepona los medios violentos, y al derramamiento de sangre le tenía verdadera repugnancia. ¿De qué se trataba? ¿De robar? Pues a hacerlo en grande, pero sin escándalo ni daño. No provenía este sistema de blandura de corazón, sino de cálculo habilísimo para evitar un mal negocio que parase en la horca.
La táctica de Pepona era como sigue: Montada en su cuartago, iba a la feria, provista de banasta para las adquisiciones, como una honrada casera del conde de Borrajeiros o del marqués de Ulloa. En la feria aguardábanla ya los de su gavilla, bajo igual disfraz de labriegos pacíficos. Mientras feriaba una rueca, un candil o una libra de cerro, Pepona observaba atentamente a los tratantes; y sus espías, en la taberna, avizoraban los tratos cerrados por un vaso de lo añejo. Sabedores de adónde se dirigía el que acababa de vender la pareja de bueyes y regresaba con las onzas de oro ocultas en el cinto, se adelantaban a esperarle en sitio favorable y solitario. Los ladrones solían tiznarse o enmascararse con un paño negro. Pepona no intervenía; asistía emboscada tras un grupo de árboles. Si aparecía era para impedir que maltratasen o matasen al robado y para dejarle el consuelo, pequeña cantidad que algunos salteadores conceden a los despojados para que beban en el camino.
La justicia era favorable a Pepona, que llevaba cordiales relaciones con oidores, fiscales y procuradores, y con la aristocracia rural. Jamás intentó aquella sagaz diplomática un golpe contra los castillos y pazos; al revés de los bandidos andaluces -¡profunda diferencia de las razas!-, Pepona sólo robaba a los pobres trajinantes, arrieros o labriegos que llevaban al señor su canon de renta.
¡Ah! Era mejor tener a Pepona amiga que enemiga, y bien lo sabía la única clase social algo elevada, a la cual profesaba la capitana odio jurado. Verdad que esta clase siempre ha sufrido persecución de ladrones, al menos en Galicia. Me refiero a los curas. Se les creía, y se les cree aún, partidarios de esconder en el jergón los ahorros, y se pierde la cuenta de las tostaduras de pies y rociones de aceite hirviendo que les han aplicado los bandidos. Sin embargo, en Pepona se advertía algo especial: una saña de explicación difícil, y acerca de cuyo origen se fantaseaban mil historias.
Lo cierto es que Pepona, tan clemente, era con los curas encarnizadamente cruel, y acaso ellos fueron los que añadieron a su nombre el alias de la Loba.
Reinaba, pues, el terror entre la gente tonsurada, que sólo bien provista de armas y con escolta se atrevía a asomar en romerías y ferias, cuando acertó a tomar posesión del curato de Treselle un jovencillo boquirrubio, amable y sociable, eficazmente recomendado por el arzobispo a los señores de diez leguas en contorno. Al enterarse, por conversaciones de sacristía, del peligro que los de su profesión corrían con Pepona, el curita sonrió y dijo suavemente, con cierta ironía delicada:
-¿A qué ponderan? ¿A qué tienen miedo a una mujer? ¡Miedo a una mujer los hombres!
¡Oídos que oyeron tal! Sus compañeros se le echaron encima como jauría furiosa. ¿A ver si se atrevía él con la Loba, ya que era tan guapo y tan sereno? ¿A ver si le mandaban a soltar andaluzadas a otra parte? ¡Que se enzarzase con la gavilla y su capitana, y ya le freirían el cuerpo! ¿Pensaba que los demás eran algunas madamitas, o qué?
-Con la gavilla no me atrevo -dijo el muchacho cuando se calmó el alboroto-, por aquello de que dos moros pueden más que un cristiano; pero lo que es con la señora Loba..., caramba, de hombre a hombre...
Desde aquel día, el joven abad de Treselle pasó por jactancioso y botarate, y se le dieron bromas pesadas, que en la feria del 15 de agosto tomaron ya carácter agresivo. Era a los postres de una comida en la posada de la Micaela, en Cebre, donde se sirve excelente vino viejo y un cocido monumental de chorizo, jamón y oreja; los curas habían resuelto dormir allí, y no volver a sus casas hasta el día siguiente, escoltados, porque en la feria rondaba Pepona. Y el abad de Treselle, sofocado, exclamó al ensopar el último bizcocho en la última copa de Tostado dulce:
-Pues para que ustedes vean... No soy ningún valentón, pero soy capaz ahora mismo de largarme solito a la rectoral. ¡Eh! ¡Micaela! ¡Que arreen mi caballería!
Minutos después, la yegüecita castaña del abad, viva y redonda de ancas, esperaba a la puerta del mesón. Despidiéndose de los asustados comensales, el cura montó y desapareció al trote. ¡Madre del Corpiño! ¡En la que se metía! ¡Cosas de muchachos! Ya vería, ya...
Algunos párrocos, avergonzados, repitieron:
-Convenía acompañarle...
Pero nadie se decidió a realizarlo. ¡Allá él, ya que era tan fanfarrón!
Caía el sol, y el cura, al transponer las últimas casas de Cebre, sintió que el corazón se le apretaba, y refrenó la yegua, mirando receloso alrededor. Sus mejillas, antes encendidas por la disputa, estaban ahora pálidas. El alma se le achicaba. «Hice mal, pero no es cosa de volverse. Tengo miedo -pensó-. A serenarse». Tocó con el arzón las pistoleras; llevaba dos pistolas inglesas magníficas, regalo del marqués de Ulloa. En el pecho sintió el bulto de un cuchillo de picar tabaco. Entonces se rehizo e inspeccionó el terreno. La carretera se hallaba desierta; en los altos pinos el viento gemía fúnebres estrofas.
El abad aguijó a su montura. Al recodo del camino, donde tuerce y lo dominan calvos peñascos, surgió una figura membruda y alta. La yegua se detuvo, empinando las orejas. Era una mujerona, apoyada en una vara de aguijón... Parecía pedir limosna, pues tendía la mano izquierda; pero el curita, que había sido estudiante, vio que lo que hacía la supuesta mendiga era una seña indecorosa. Adquirió energía, prestada por la indignación.
Rápidamente sacó del arzón una pistola y la amartilló. La mujer pegó un salto, y en su atezado rostro, que alumbraban los últimos reflejos del Poniente, se pintó una especie de terror animal, el espanto del lobo cogido en la trampa. No podía el curita adivinar la causa de este fenómeno, en la capitana extraño. Convencida de que no existía cura ni trajinero que se atreviese a salir solo de Cebre a tales horas, había licenciado hasta la mañana siguiente a su gavilla y se retiraba; al ver un barbilindo de curita que se aventuraba en el camino, había querido jugarle una pasada; pero el ruido del gatillo la hacía temblar y le aconsejaba como único recurso la fuga. Dio un salto de costado hacia el pinar, y el joven abad, picando a su viva yegua, se le fue encima, la alcanzó y la atropelló. Saltó él de su montura, empuñada la pistola; pero la Loba, sin darle tiempo a nada, desde el mismo suelo en que yacía, se le abrazó a las piernas y logró tumbarle. Arrancole la pistola, que arrojó al seto, y después le echó al cuello las recias y toscas manos, y apretó, apretó, apretó...
El pinar, el cielo, el aire, cambiaron de color para el pobre abad. Primero lo vio todo rojo, luego, grandes círculos cárdenos y violáceos vibraron ante sus ojos, que se salían de las órbitas. No fue él, no fue su razón; fue el puro instinto el que guió su mano derecha en busca del cuchillo oculto en el pecho. Y mientras la Loba reía con torpes carcajadas del espectáculo del cura sacando la lengua, a tientas la mano impulsó el arma. La terrible argolla de las manos de la capitana se abrió y ella cayó hacia atrás con el pecho atravesado...
Carne de perro tienen los bandidos. La Loba curó... Pero su ánimo quedó quebrantado, su prestigio enflaquecido, deshecha su leyenda. ¡Vencida Pepona por una madamita de cura mozo! Y el nuevo capitán general que vino a Montañosa -veterano que gastaba malas pulgas-, tanto persiguió a la gavilla, que los señores abades pudieron volver en paz, ya anochecido, a sus rectorales.