Comencemos por desvanecer el error en que el título de esta croniquilla pudiera inducir al lector. No se refiere el epígrafe a la respetable clase social que nos aliña las prendas internas, empleando ese producto que es el signo externo de la civilización: el almidón. No creemos habernos excedido al aplicar a las planchadoras el calificativo de respetable clase social. Su misión no puede ser más importante. Gracias a ellas se produce en la vida cierta nivelación. Al contrario de los socialistas, que buscan la igualdad haciendo que desciendan las clases altas, las planchadoras elevan a las bajas por medio del almidonado. Colocado al alcance de todo el mundo, el almidón es un símbolo igualitario por ministerio de las planchadoras.
Pero, como va insinuado, no nos referimos a estas planchadoras, sino a las otras, a las señoritas que, en sentido figurado, se aplica este mismo sustantivo, cuando en los bailes, fiestas y saraos, se ven relegadas o poco atendidas por los caballeros.
Quedarse «planchando»... Nada aflige tanto a una muchacha, ni le da una impresión más completa de su poquedad, de su insignificancia en el mundo. Es un poco difícil determinar los orígenes y causas de esta desventura. Por regla general, se debe a que la «planchadora» no ha sido muy favorecida por la naturaleza. No pretendemos hacer ningún descubrimiento que merezca integrar las páginas de un texto de sociología, diciendo que suele haber más «planchadoras» entre las feas o poco agraciadas que entre las bonitas. El imperio de la belleza no tiene rebeldes. La fea, que «plancha» por serlo, tiene dos causas de aflicción: la primera es una herida de amor propio al verse relegada; la segunda envuelve una pesadumbre más profunda y definitiva. Expliquemos su psicología. Ninguna persona, y menos aún una señorita, naturalmente optimista, tiene una idea exacta de su fealdad. La naturaleza nunca es cruel del todo. A cambio de los pocos encantos físicos que nos concedió, suele otorgarnos un juicio favorable sobre nosotras mismas. Y así, aun a despecho de las acusaciones matemáticas del espejo, nos vemos de otra manera muy distinta en el cristal ilusorio de nuestro espíritu. Este encantamiento o autosugestión desaparecen cuando el juicio ajeno se pronuncia en forma de dejarnos «planchando». Todos nuestros optimismos sobre nuestra propia figura se desvanecen ante aquel abandono que nos sume en el más completo desaliento y en la más profunda de las tristezas. En tal sentido, «planchar» equivale a morir; y no es exagerada la afirmación, pues en realidad muere aquella favorable representación interna que de nuestra propia figura teníamos. De estas premisas exactas, nada cuesta deducir—y esto va para los hombres—que es un acto criminal dejar «planchar» a una señorita. Así, pues, un verdadero caballero, un espíritu culto, un hombre distinguido de frac adentro debe ser siempre solícito y obsequioso con las señoritas poco agraciadas, contribuyendo a mantener en ellas esa deleznable ilusión sobre sus dones físicos. No confío mucho en ver seguido este piadoso consejo, pues los hombres siempre fueron y serán humildes esclavos de la belleza.
Pero no todas las feas «planchan». No pocas de ellas se ven tan atendidas y solicitadas en los bailes como las más lindas. Una fea se defiende de la «plancha» con dos recursos: bailando bien y teniendo ingenio y espiritualidad. El bailar bien, con gracia y soltura, es ya una forma de belleza física. Un cuerpo flexible, ágil, con movimientos rítmicos y elegantes, hace olvidar las imperfecciones del rostro. Hay, en fin, feas que tienen diablo, como dicen los franceses, o ángel, según el dicho español. El diablo o el ángel es ese grado de seducción que dimana de la simpatía, ese aire o nimbo de las figuras que es como el aleteo externo del alma. La que tenga ingenio, inteligencia despierta, tampoco «planchará». Una conversación amena, dotada de espíritu de observación, pronta en sus dichos, ocurrente, estará siempre atendida y se verá solicitada. Pero es necesario tener sentido de la medida, no pasarse de lista, pues no gusta generalmente a los hombres verse dominados intelectualmente por la mujer. De manera que se puede «planchar» tanto por sobra como por ausencia de despejo.
Frecuentemente se ven también algunas muchachas bonitas que «planchan». Son figuras de belleza inerte, como los angelones de retablo. La hermosura sin gracia, decía Ninón, es como un anzuelo sin cebo. Su espíritu apagado y su inteligencia opaca hacen que su compañía sea aburrida y tediosa.
Las causas por las cuales se queda una «planchando» son muy variadas, y es difícil señalarlas todas. Desde luego, muchas veces tiene la culpa la dueña de casa donde se realiza el baile. La función de la dueña de casa requiere una gran actividad diplomática, a fin de que todas las señoritas que asisten a la fiesta sean atendidas y obsequiadas. En esto ha de demostrar su habilidad, su fino tacto, sus recursos de dama de mundo. El fracaso de una señorita en un baile recae siempre sobre la dama que ofrece la fiesta. A este respecto contaré un triste episodio ocurrido no hace muchos años a una amiga mía, perteneciente a una de nuestras primeras familias. Mi amiga era linda, inteligente, discreta. Invitada a un baile aristocrático, entró en el salón y se sentó. Lanzáronse todas las parejas a bailar y ella se quedó sola. Su situación no podía ser más violenta y desairada. Levantarse e irse, atravesando el salón, le pareció un acto intempestivo; quedarse allí, sola y abandonada en medio del baile, no era menos desagradable y molesto. Y en medio de estas vacilaciones, agobiado su espíritu, rompió a llorar con la más profunda aflicción. Acudieron a ella, vino la dueña de casa, la preguntaron por la causa de su llanto, y respondió que se había puesto enferma y que deseaba retirarse. Los concurrentes al baile, percatados de la verdadera causa de aquellas amarguísimas lágrimas, hicieron responsable del desaire a la dama que ofrecía la fiesta, la cual, a partir de aquel momento, resultó triste, medio aguada y deslucida. Nunca olvidaré el mal rato que sufrí ante la situación desairada e inmerecida de mi amiga.
Una dueña de casa, discreta, inteligente, debe evitar estos percances. Lo primero que ha de hacer es darse cuenta de la situación personal de los concurrentes a la fiesta, de la relación entre jóvenes y señoritas, de sus simpatías e inclinaciones, etc. Debe presentar a los que se desconozcan, intervenir como lazo de relación, procurar, en una palabra, crear un ambiente de familiaridad para que el sarao resulte agradable, cordial y lucido. Y ha de prestar, sobre todo una atención vigilante y solícita a las que ya tienen cierta reputación de «planchadoras», para evitar que en su casa se vean en tan triste soledad. Al efecto, la dueña de casa debe contar con un grupo de caballeros que sean amigos de confianza, a los cuales pueda pedir el servicio de que bailen a las «planchadoras». Pero en esto mismo no hay que abusar; no se debe endosar al mismo caballero una «planchadora» toda la noche. Por eso conviene que el círculo de amigos sea extenso, para repartir equitativamente la carga. El mayor éxito, en fin, de la dueña de casa está en poner en circulación danzante a las «planchadoras», procurando aliviar la desventura de las proscriptas del baile.
La «planchadora» ignora siempre las causas de su triste condición. La Providencia la libra de este aflictivo conocimiento. Y así, cuando por bondad algún caballero la saca a bailar, se aferra a él, añadiendo a su condición de «planchadora» la de pelma. Le ocurre lo contrario que a la muy solicitada, la cual evita bailar muy seguido con el mismo caballero, actitud que podría inducir a la concurrencia en el error de suponer un principio de compromiso. La «planchadora», por el contrario, prefiere la murmuración a la «plancha».
Alguna vez se «plancha» sin ser «planchadora»; un «planchado» fortuito, casual, injustificado; porque, usando el lenguaje corriente, hay bailes con suerte y bailes con desgracia. He aquí un fenómeno superior a nuestra capacidad analítica. ¿Por qué en unos bailes tenemos éxito y en otros no lo tenemos? Misterio. Quizá se deba a que la belleza de la mujer tiene ascensos y descensos y momentos de plenitud. De todos modos, voy a permitirme dar a las señoritas un consejo, fruto de mi experiencia. La entrada en un baile tiene singular influencia para el resto de la noche. Es necesario, como vulgarmente se dice, entrar con buen pie. Al efecto, nunca se debe entrar sola en el salón. Ello es de mal agüero. Conviene tener un amigo de confianza que nos acompañe al hacer nuestra aparición en la tertulia o sarao, conduciéndonos desde el «toilette», donde hemos dejado nuestro abrigo. Esto es de un efecto seguro, pues sirve para demostrar que estamos solicitadas desde el instante de nuestra llegada. Con este y otros pequeños y discretos recursos nos iremos librando de la «plancha» en las noches de mala fortuna.
No creo haber agotado este tema trascendental de las «planchadoras», cuya psicología es complejísima. Sólo he querido divagar un momento sobre su evidente importancia e insinuar algunas advertencias útiles a las dueñas de casa y a las mismas señoritas que no tienen la suerte de atraer y sugestionar con el encanto de sus dones físicos y el hechizo de sus donaires espirituales.