Es verano. Y toda la llanura está reseca y solitaria, con aquella triste melancolía. Ha sido un atardecer maravilloso, y pronto sus poéticas bellezas devorarán la noche que pronto llegará. Allá, en el corredor de la Hacienda, el Viejo Patrón lee con devota atención el periódico del día, volando de cuando en cuando bocanadas de humo de pipa.
Son pasadas las seis de la tarde; este busca tomar un poco de aire fresco. En los corrales, el ganado espera entrar en reposo y de cuando en cuando óyense los últimos gritos de los sabaneros que arrean una punta de ganado de ordeño. La peonada se ha concentrado en la cocina y sentados al contorno de una mesa tosca y ennegrecida saborean con apetito la merienda del día.
Los congos con sus notas de órgano no cesan de cantar el allegro grandioso.
Todo el llano se puebla de sombras y en los corredores de la inmensa casona de la hacienda los candiles lanzan su luz cobriza. Patricia, la hija mayor del Patrón, se ha acercado hasta su lado un poco nerviosa, pues Rosendo, uno de los sabaneros acababa de contar una narración, de las que suelen contarle cuando termina el trajín.
-¿Qué te pasa hija mía? Preguntó aquel viejo, apartando un rato su pipa de su boca, con aquella seriedad de hombre respetable.
-Veras papá,, que Rosendo estaba contando en la cocina, que llega todas las noches hasta el corredor un jinete sin cabeza.
Una sonrisa picaresca dejó escaparse de entre su tupido bigote.
-No temas hijita, son supersticiones; son leyendas que estos hombres suelen contarse en sus ratos de ocio, para pasar el tiempo.
-Pero papá, dijo la chiquilla, ¿a qué viene esto?
-Yo te lo contaré, escúchame.
-Siendo yo bastante joven, me contaba mi abuela que en aquellos dorados tiempos cuando la hacienda contaba con todas las comodidades del caso, se celebraba con gran pompa la fiesta del nacimiento del Niño Dios, por supuesto que era una fiesta preparada, donde nadie de la numerosa concurrencia se iba con el estómago vacío. Pues bien, Luciano, muchacho de buenos sentimientos, hijo del Patrón de la hacienda, tenía una novia, la cual quería mucho, por lo cual estaba haciendo preparativos para la boda, cuya fecha fijada sería el 25 de diciembre, en que se casaría con Carmelita, una preciosa chiquilla, la flor del llano, que había entregado la fragancia de su perfume a un corazón enamorado.
José, sabanero dotado de malos sentimientos, que trabajaba en una de las haciendas cercanas a esta, estando también enamorado de Carmelita y lleno de celos, al saber que ésta pronto se casaría con Luciano, decidió una tarde ir a expiarlo al cruce del camino de la plazuela, y así saciar su criminal y cruel instinto.
En efecto Luciano sin saber nada de lo que ocurría, volvía alegremente a la hacienda, cuando al pasar por el lugar, José sin masticar palabra alguna se lanzó encima del desafortunado muchacho descargando su arma criminal y cortándole la cabeza.
El criminal se dio a la fuga y no se volvió a saber más de su paradero. Por eso hija mía cuando en las noches de luna y calma, y el llano duerme entre misterios o secretos, se escucha el trotar lejano de un caballo que viene acercándose a la hacienda, luego se oye que desmonta alguien, entra al corredor después de pasearse largo rato, vuelve a montar, y se aleja por el llano.
Cuentan los que han visto que es un jinete sin cabeza, es el mismo que en otros tiempos fue víctima de aquella tragedia pasionaria; es el alma de Luciano que busca entre el misterio de la muerte y la realidad de la vida, la linda mujer de sus sueños perdida en vísperas de su boda.
-Ya vez, hijita, esta es la leyenda que Rosendo quiso contarles a los compañeros. Ahora, anda tranquila a dormir, que yo te seguiré, y olvida esa superstición, y que Dios te acompañe.
Patricia después de oir aquel relato, dio un beso a su padre y paso a paso sumida entre un profundo silencio, fue en busca del descanso. En el zaguán sillero, un sabanero al compás de una vieja guitarra, rumiaba sus penas en las dolientes notas de una canción, triste y sentimental, canción que lleva y vuela en la fría brisa de los llanos a ser posadas en las copas florecidas de los árboles centenarios, canción que hace llegar hasta el blando lecho, donde duerme la amada mujer, de sus sueños.