miércoles, 10 de diciembre de 2014

La Nochebuena en el infierno


Hacía un frío siberiano y estaba tentadora para pasar las últimas horas de la noche la cerrada habitación, la camilla con su tibia faldamenta que me envuelve como ropón acolchado, y el muelle-sofá de damasco rojo, donde el cuerpo encuentra mil posturas regalonas en que digerir pacíficamente la sopa de almendra y la compota perfumada con canela en rama. ¡Pero no asistir a la Misa del Gallo en la catedral! ¡No oír los gorgojeos del órgano mayor cuando difunde por los aires las notas, trémulas de regocijo, del Hosanna! ¡Nochebuena, y quedarse así, egoístamente, acurrucada, al amor del brasero! No puede ser; ánimo; un abrigo, guantes, calzado fuerte... A la calle en seguida.

Bañada por la misteriosa claridad de la luna, la ciudad episcopal dormía. Extensas zonas de sombra y sábanas de infinita blancura argentada alternaban en las desiertas calles. Nunca éstas me habían parecido tan solitarias, tan fantásticamente viejas, ni tan adustos los cerrados caserones que ostentan su blasón cual ostentaría la venera un caballero santiaguista, ni tan medrosos los sombríos soportales, que descansan en capiteles bizantinos.

El bulto embozado que al través de aquellos túneles de piedra se desliza a paso de fantasma, ¿no podrá suceder que realmente lo sea? ¡Lo es, sin duda! ¡Lo es! Siento que la sangre se congela en mis venas al observar cómo el bulto, saliendo de las tinieblas del soportal, se dirige a mí y se me pone delante, mudo, derecho, con un dedo apoyado en los labios. Olas de luz lunar le envuelven y me permiten distinguir su faz de cera, que recatan el alto cuello de un montecristo azul y las alas de un sombrero de fieltro caprichosamente abollado. ¡Yo conozco a este hombre... es decir, yo le conocí en otro tiempo, cuando era niña!... ¡Le vi un instante, y nunca olvidé su melancólica y pensativa silueta! Entonces, los estudiantes recitaban sus versos y celebraban sus dichos impregnados de mordaz ironía... Pero, un año después de haberle visto yo, el poeta se pegó un tiro: la bala le entró por la oreja izquierda y le salió por la sien. ¿Cómo es que pasados cuatro lustros me lo encuentro en la calle, a estas horas, la noche del 24 de diciembre, camino de la catedral?

Quiero preguntárselo, y me sucede lo que cuando probamos a gritar en sueños; en mi laringe no se forman sonidos. Él tampoco habla: me hace señas de que le siga..., y le sigo, en dirección a la basílica, cuya masa enorme se alza dominando la Quintana de Muertos.

En vez de entrar por el pórtico bizantino, donde se agolpan los fieles que concurren a la misa nocturna, mi guía y yo nos pegamos al muro de la fachada nueva, y ante nosotros se abre sin ruido una puertecilla pintada de rojo, que yo siempre había visto cerrada. Un pasadizo estrecho, que se enrosca por las entrañas de piedra de la catedral y se va sumiendo cada vez más hondo, se nos presenta: mi fatídico guía se enhebra por él, y yo voy en pos, sin miedo. Verdosas vegetaciones, humedad rezumada por los poros de la cantería, dan a aquel pasadizo gran semejanza con el interior de los acueductos. Allá, a lo lejos, oscila una lucecilla, y diríase que, en vez de acercarnos a ella, la vemos cada vez más distante. Bajamos y bajamos cuestas, rampas, escalones casi insensibles al principio, después tan escabrosos y pendientes, que ya, más que bajar, creo rodar a tropezones. La fatiga y unos asomos de susto me detienen un instante, y entonces mi guía, siempre callado, se vuelve y me hace señas de que continúe. Ya no son escalones; son despeñaderos pedregosos, cantiles de berrequeña, tajos inmensos, de donde amenazan desplomarse gigantescos pedruscos, y luego, una playa árida, escueta, límite de un mar pesado y aceitoso, con olas de un gris de plomo fundido... A la izquierda divisamos resplandores rojizos, intermitentes, como si algún incendio devorase el caserío de los pescadores de aquella ribera maldita.

-Oye, poeta -digo a mi guía, que no da señales de detenerse; antes sigue en dirección del incendio- no quiero más. No sé adónde me llevas, y contigo no voy tranquila. Debes de ser ánima del otro mundo, porque consta que el tiro fue mortal, y tu sepulcro, que luce una inscripción enfática, se les enseña a los curiosos en un cementerio muy poblado de cipreses y adelfas. No tengo preocupaciones, pero la broma ya me parece pesada. Te desconjuro. Rezaré por ti; rezaré devotamente... si me vuelves al punto a la plaza de la catedral.

-¿De qué me sirven a mí los rezos? -contestó mi guía, en voz serena y desesperada, voz de hielo, por decirlo así-. Ven conmigo, y no pidas guía mejor, que Virgilio no había de molestarse en servirte de cicerone. Yo fui uno de los poetas menores del Parnaso romántico: la musa no me amaba lo bastante para hacerme inmortal, y quise ser inmortal desposando a mi musa con la muerte... ¡Ojalá detrás de ésta no hubiese encontrado sino la nada!

Al hablar así, el poeta no hacía contorsiones; su cara, de busto de mármol, no se descomponía ni se alteraba; sólo sus ojos me parecieron anegados en un llanto... que era fuego a la vez.

-¿Estás en el Infierno? -pregunté, con tanta piedad como asombro.

-Así lo llamáis los vivos -respondió el condenado-. Nosotros lo llamamos Mundo inferior, y a su rey le nombramos el Bajísimo.

-¿Por oposición al Altísimo?

Sólo contestó con un suspiro el poeta.

-Pues yo no quiero tratarme con esa gente -insistí, viendo que de nuevo principiaba a andar mi guía-. Yo no tengo vocación de suicida. A mí, la vida me parece amable, y Dios, bueno, y sus obras perfectas; el arte me proporciona goces, la naturaleza me vivifica; creo en la amistad (no atravesándose el interés), y no tengo malo el estómago. Déjame de réprobos. Déjame de fronteras donde sea género de contrabando la esperanza.

-Si no descendieres al mundo inferior -contestó mi guía, mirándome de pies a cabeza con desdén glacial-, serás inferior tú misma. Quien no realiza la bajada a los Infiernos, que no se tenga por artista humano. Peor para ti si retrocedes. Ya me sospechaba yo que tendrías miedo, y por eso elegí esta noche para introducirte en la mansión del dolor. Para que veas cómo del mismo Infierno no está desterrada la piedad, te traigo a él la única noche del año en que no se atormenta a los pecadores. ¿Ves cómo la roja luz de los hornos de hierros va palideciendo y transformándose en blanco fulgor sideral? ¿Ves cómo las llamas ya son luminarias? No es que el Infierno se alegre del nacimiento de Cristo, porque en el Infierno no cabe alegría; la pena de daño, que es la tristeza, no se nos perdona jamás; pero esta noche se interrumpe la de sentido: los suplicios cesan, y cesan también los aullidos, el rechinar de dientes, el rugir y el maldecir. Ven sin temor... ¡Adelante! ¿No ves, allá lejos, en el último confín de ese mar de metal antes candente, una claridad casi imperceptible, que tan pronto riela como se apaga? Es el último reflejo de la estrellita de Belén..., que alumbra otros parajes menos espantosos. Hasta el amanecer no cesará de rielar, y mientras riele, mal que le pese al Bajísimo, sus verdugos no podrán torturarnos. Entra sin recelo... Te creerás en el Mundo terrestre, porque sólo verás tristeza y amargura, pero no entrañas arrancadas y pies tostados por el fuego...

Como si no dudase de mi aquiescencia, echó delante, y, en efecto, le seguí animosa, sintiendo despertarse ya la curiosidad inextinguible. Cruzamos la puerta sombría con su lema de color oscuro, y vi desde el primer momento que el poeta menor no me había engañado. Aquello, si era infierno, no lo parecía. Nadie se lamentaba por allí. A la puerta se agrupaban los indiferentes; los conocí por su actitud, no porque los importunasen avispas ni moscones. Más adelante, los culpables por pasión no giraban en tremendo remolino a través del negro ambiente; inmóviles, distribuidos formando parejas, se miraban con ansia infinita.

El recio aguacero y duro granizo no azotaban las espaldas de los golosos, y los avaros reposaban sentados en los ingentes peñascos que sin cesar se encuentran compelidos a subir por cuestas y asperezas, empujándolos con el mísero pecho, donde no tuvo cabida la generosidad. Apagadas las fosas de llama o braseros donde los epicúreos materialistas y herejes sufren el castigo de sus errores nefandos, los achicharrados respiraban, y todavía sus ojos, fuera de las órbitas, y su carne, retraída y que descubría el hueso, demostraban la violencia del atroz suplicio. Por el suelo vi trozos humanos, fragmentos del despedazado tronco de los violentos e iracundos, que pugnaban por juntarse aprovechando la breve tregua de horas; las sangrientas cabezas se empalmaban sobre los hombros, las manos descepadas se adherían al brazo otra vez. Al pasar por la umbrosa selva de árboles vivientes, mi guía se volvió y me miró con un dolor tan intenso, tan altivo, tan insondable, que recordé... ¡Los suicidas son los que sufren tal pena; los que, desgarrados perpetuamente por leñadores implacables, acogen entre sus dolientes ramas, al través de las cuales circula la sangre requemada, a las Harpías vengadoras!

A la sazón, los horribles monstruos habían desaparecido. En la selva no resonaban quejidos de agonía. El Infierno descansaba. Presté oído... Ni un sollozo.

Con todo, juraría que allá, en un rincón... ¿Me equivoco? No; alguien gime; alguien se retuerce, alguien profiere imprecaciones y maldice de la hora en que su madre le hechó al mundo...

-Poeta -le dije-, me has mentido. Sácame de aquí. Están atormentando... No quiero oír ni ver... Sácame a la luz; me angustia esa queja tan dolorosa.

-Tienes razón; se me olvidó avisarte -declaró el poeta-. Es cierto que atormentan a uno..., el único..., la excepción... ¡Le fustigan con varas de alambre enrojecido y le echan por la boca pez hirviendo!... Escucha: es que ese hombre asesinó a un rival. Hacía muchos años que proyectaba el crimen y la venganza; no encontrando ocasión de realizarla sobre seguro, acechaba en la sombra, callado, siniestro. Una noche como la de hoy encontró a su enemigo en despoblado. La víctima iba a caballo, y picaba la espuela, porque quería llegar a tiempo de cenar con su madre y acompañarla a la iglesia a celebrar el nacimiento de Aquel... Mano a la rienda de la cabalgadura; puñal asestado, golpe seguro, en mitad del corazón... La madre que esperaba a su hijo recibió a la hora de la misa del Gallo un cadáver cosido a puñaladas. Por eso el asesino no goza de la inmunidad de esta noche, que no respetó.

-Vámonos -supliqué con energía.

-Vámonos -contestó el poeta-. Te llevaré a ver la Nochebuena en el Purgatorio.




martes, 9 de diciembre de 2014

Lo que los Reyes traían


El gran establecimiento de juguetería ostentaba por muestra una placa donde, de noche, en caracteres luminosos, leíase: Los Reyes Magos.
        
Desde que se acercaba la Navidad, los niños que transitaban por la populosa calle siempre querían detenerse ante el escaparate de Los Reyes Magos. En tal época lo presidían los propios Reyes, campeando en el sitio más visible, y arrancando al público, y no sólo al infantil, exclamaciones de admiración. No era para menos.

Bien modeladas las caras y cabezas, tenían esa expresión de realidad que hace a los muñecos parecer personas. Sus cabelleras y sus barbas eran de pelo natural; sus ojos de vidrio, en lo cual seguían una tradición de la vieja imaginería española. Y tan acabadamente estaban hechos esos ojos, que se les notaba el brillo húmedo y la mirada fascinadora de las pupilas humanas. Positivamente, los Reyes miraban a los niños pegados al escaparate, y, al juego de las luces eléctricas, hasta dijérase que les sonreían.


Estaban los Reyes fastuosa y orientalmente vestidos, de brocados de oro y plata, bordados de imitación de perlas y piedras preciosas, y detrás de los tres figurones, tres dromedarios erguían sus jorobas, sostén de una canasta llena de juguetes llamativos: arlequines, mamarrachillos guiñolescos, pierrots pálidos, muñecas pelirrubias, bebés llorantes y con su biberón al lado, perrillos, cuyas lanas eran auténticas, y enfermeritas con sus tocas, donde sangraba la roja cruz.

Para completar la lista de anacronismos, también asomaban por los bordes de la canasta las gomas de un automóvil y las aletas de un aeroplano. Y los Reyes, tranquilos, repletos de paternal bondad, riendo el negrito con todos sus dientes, más blancos que piñones, presidían tal exposición, la de las canastas y la del escaparate, donde todas las variedades del aire de divertir a la infancia se agolpaban, colocadas hábilmente para tentar el deseo y el capricho de los chiquitines.

Reproducidas en tamaños apropiados, todas las cosas útiles o gratas se desbordaban del escaparate tentador. Era una seducción de la vida, con necesidades, goces, conflictos, adelantos y luchas.

Desde la cocina con todos sus enseres, y el mobiliario con todos sus accesorios, y el teatro con todas sus bambalinas, y el cinematógrafo en miniatura con sus sorpresas, hasta el campo de batalla, reducido a proporciones menudas, pero con trágicos episodios, los muertecitos de plomo, tumbados al borde de la trinchera de cartón, y los combatientes, enzarzados, disputándose una colina, de cartón igualmente, no había cosa que no se encontrase allí. Y dentro de la tienda, una procesión interminable de mamás, niñeras, misses, abuelos babosos y padrinos rebosando complacencia, llevaban de la mano a las criaturas, transportadas de loco júbilo, alzando las piernecitas, como si estuviesen electrizadas, o quietas de puro entusiasmo, cortado el aliento ante tales maravillas, y queriendo llevárselas todas juntas, juntas, aunque no les cupiesen en los brazos. Y sonaban chillidos, y exclamaciones apasionadas, y graves voces moderadoras, y la mercancía despachábase al vuelo, y no tenían los dependientes manos para envolver y atar tanto paquete, que la impaciencia de la clientela menuda no consentía que le fuesen enviados a casa, sino que ansiaba cargar con ellos allí mismo, en el anhelo de la toma de posesión.

Entre la muchedumbre, Niní y su padre trataban de avanzar, abriéndose paso. Les era difícil, y la niña suspiraba, protestaba.

-Papá, no nos dejan ver... Papá, que se quiten, ¡ea!

Era Niní morenilla, con ojos verdes y pelo castaño rojizo: el vivo retrato de su mamá, que pasó del mundo cuatro o cinco días después que la niña nació. Y aquel suceso hundió al esposo en una melancolía que duró años, los primeros de la infancia de Niní. El único consuelo para él era la chica, aquel encanto, de la cual decían los médicos que tenía «demasiada imaginación» y que era preciso cuidarla con vigilancia exquisita. Y el padre a cuidarla se había consagrado, como a flor de estufa, que gracias a eso puede criar sus delicadas hojas y su frágil flor.

Los amorosos dedos paternales mullían el asiento para Niní, medían su comida, rodeaban su cuerpo con telas que la daban abrigo suave y hasta dosificaban los perfumes del baño. Era una preocupación continua y un arrobamiento permanente, según iba marcándose más la semejanza con la esposa que había perdido, al desaparecer las formas redondeaditas de bebé, y espigar los seis años en prolongaciones de líneas y transformación de bucles en trenzas. Gestos, movimientos de cabeza o de manos, inflexiones de voz, traían al padre tales recuerdos, que las lágrimas se le agolpaban. Y, por supuesto, no había caso de que se le negase a Niní nada de lo que excitaba su antojo. Gusto indicado, gusto cumplido. Tanto era así, que a los seis años y medio estaba Niní gastada y saciada en materia de juguetería, y no sabía su papá a qué santo encomendarse para regalarle algo nuevo y que le fuese grato.

-De eso ya tengo -era la respuesta displicente de la chiquilla.

Recorrían, registrando y curioseando las galerías del extenso hall de la tienda. Y a todo fruncía la nena el gestecillo, y hacía el mohín con la boca, donde faltaba un diente de leche.

-Ya tengo... Ya me diste el día de tu santo...

Se descorazonaba el padre. ¿Qué le compraría, vamos a ver? Y, al mismo tiempo, otros pensamientos importunos bullían en su magín. Desde hacía algún tiempo, su hermana venía proponiéndole una boda. ¡Sí, una boda, a él, el viudo desconsolado e inconsolable! Una boda, claro es, de conveniencia, de reflexión; una persona seria, que «diese sombra» a Niní, que la amparase cuando tuviese que presentarse en sociedad, que entre tanto dirigiría su educación, que regiría certeramente la casa... Con todo eso, la idea era de plomo para el viudo, que se había prometido no substituir a aquélla... Comprendía la razón de los argumentos de su hermana, y era lo que más le dolía. En efecto, era sensato, hasta por interés de la pequeña... Y, con todo eso, su corazón se encogía pensando en cambio tal... Mientras él cavilaba, la niña miraba alrededor, desdeñosa. De pronto, lanzó un grito.

-¡Ay, papá! Eso sí que me gusta. ¡Anda! ¡Anda!

La mano tendida señalaba hacia el escaparate, y mostraba en él las tres figuras de los Reyes, que presidían, afables y graves dos de ellos; el tercero, expansivo y riente, el conjunto de la juguetería...

-Quiero eso... ¡Quiero los Reyes! ¡Anda!

Y les enviaba un beso volado, tiernísimo.

El padre se quedó perplejo, no sabiendo si embromar a Niní por el capricho, o si regañarla y no hacerle caso por primera vez. Comprendía la dificultad de complacerla. Los bellos figurones representaban para el establecimiento, no sólo el mejor reclamo, sino una especie de blasón, un orgullo artístico, una singularidad que diferenciaba de las demás a la tienda. Era como querer que le vendiesen la tienda misma, y no parecía verosímil que se prestase el dueño. Pero el antojo de Niní, en vez de calmarse, se agudizaba. «¡Quiero los Reyes!», repetía, con gestos llanteros, con verdadera aflicción en la voz. Un temblor la sacudía, y se acentuaba su parecido con la madre, pero en los días de la enfermedad, en las horas de decadencia y sufrimiento. Cruzó por la mente del padre esa idea que tantas debilidades inspira: la niña podía enfermar, hasta podía, ¡quién sabe!... No, ni pensarlo. Ante eso, ¿qué valía lo demás? Y parlamentó con el dueño del establecimiento. En voz baja, en el rincón del escritorio, propuso la compra. Hubo resistencia, y se subieron a la parra, asombrados de tan extravagante petición. No se vendían; no estaban allí para eso...

-Pagaré lo que usted quiera... Y, además, le quedaré agradecido.

¡Saqueo escandaloso! ¡Bellaco embuste! Mil duros cada muñeco, y, aun así, aseguraba el dueño que perdía. Los figurones le habían costado mucho más... ¡Como que los había modelado Benlliure! «¿Lo oye usted, don Mariano?». Y lo afirmaba intrépido, seguro de que los muñecos no lo desmentirían.

Loca de gozo, Niní vio que trasladaban a su automóvil a los Reyes. No se hartaba de mirarlos, de besarlos, de pasar las manecitas por los suntuosos ropajes, recamados de pedrería. Los temores del padre renacieron: también aquella excitación podía ser peligrosa.

La noche de aquel día, Niní tardó en coger el sueño. Daba vueltas y vueltas en su camita. A las graves campanadas de las doce, le pareció que los Reyes adquirían movimiento, que andaban, que se acercaban, en círculo de claridad, afectuosos, solemnes. Y el más viejo, inclinándose a su oído, murmuró:

-¿Sabes lo que te traemos? Te traemos una mamá nueva...

La niña, temblando, metió la cabeza debajo de la sábana, y con hipo acongojado se la oyó sollozar:


-¡No, eso no! ¡Mamá nueva, no!

Cuento de Navidad