martes, 16 de diciembre de 2014

El rompecabezas


El niño es una de esas criaturas delicadas y precozmente listas, que se crían en las grandes poblaciones, privadas de aire, de luz, de ejercicio, de alimento sólido y sano, víctimas de las estrecheces de la clase media, más menesterosa a veces que el pueblo. Siempre limpito, con su pelo bien alisado, formal, dócil y reprimido naturalmente, Eloy no da en la casa quebraderos de cabeza. Verdad que si los diese, ¿cómo se las arreglaría para meterle en costura su infeliz madre, viuda sola y atacada de un padecimiento crónico al corazón? Precisamente la verdadera causa del buen porte y conducta de Eloy es esa vehemente y temprana sensibilidad que suele despertar en las criaturas el temor de hacer sufrir a un ser muy amado, de entristecer unos ojos maternales, de agravar una pena que adivinan sin poder medir su profundidad.

Eloy estudiaba las lecciones al dedillo, porque su madre sonreía con descolorida sonrisa cuando le oía recitarlas de memoria; Eloy cuidaba mucho la ropa y el calzado, porque se daba cuenta de que su madre no tenía para comprar y reponer lo manchado o roto; Eloy se recogía a casa al salir de la escuela, en vez de quedarse pilleando y haciendo demoniuras con sus compañeros, porque su madre se alegraba al verle volver, y el chiquillo, con la intuición del corazoncito cariñoso, olfateaba que la melancolía de mamá se aliviaba con su presencia, y que al enviarle a aprender, separándose de él por largas horas, realizaba un sacrificio.

Recordaba Eloy, sin embargo, confusa y minuciosamente a la vez, como recuerdan los niños, tiempos recientes en que su madre no se quejaba, en que vivía gozosa. Es cierto que entonces un hombre joven, brioso, animado, de pisar fuerte y negros bigotes, vivía en la casa. ¡El papá! Eloy asociaba su memoria a la de cabalgatas en las rodillas o sobre la punta del pie, violentos besos en los carrillos, un simpático olor a cigarro fino, risas y juegos y humoradas como de otro muchacho... Después..., el papá desaparecía, y la mamá tenía a toda hora los párpados hinchados y rojos. La casa se volvía callada y tristona, y Eloy sentía escrúpulos, recelos de jugar o de pedir alto la merienda, porque le parecía estar dentro de una iglesia oscura o de un sepulcro. Los conocidos que encontraba le hablaban en tono compasivo al preguntarle «si había noticias de papá, que estaba en la guerra». ¡En guerra! Por el acento con que madre y los amigos modulaban la frase, comprendía Eloy que la guerra era una cosa muy terrible, atroz, malísima. ¿Quizá en la guerra papá se podía morir? ¡Ah, vaya si podía! Como que una tarde, al volver de la escuela, Eloy encontró a su madre con un síncope, a la criada hipando, a las vecinas del segundo que se lo llevaron y le atracaron a golosinas «para que no se impresionase, pobre pequeño»... Y al otro día, mamá le reclamó, le abrazó silenciosa, sin verter una lágrima, y le vistió de negro: traje entero, desde las medias hasta la boina. El muchacho no sabía definir, no acertaría a explicar en qué consistía la muerte; pero estaba seguro de que era algo espantoso, y que ese algo les impediría ya para siempre vivir contentos. Lloró a escondidas por no afligir más a su madre, y rezó las oraciones que sabía, muchas veces, «por el alma de papá». Desde entonces empezó a empollar firme las lecciones, a no hacer nada malo, a doblar la chaquetita antes de acostarse, a volver «al reloj» de la escuela, con los libros atados bajo el brazo. El alma de papá de seguro aprobaba tal proceder.

Sin embargo, el chico más juicioso es chico al fin, y Eloy, como oyese en los primeros días del año las conjeturas de sus compañeros acerca de lo que le traerían los Reyes, y los proyectos de zapatos colocados en la ventana o la chimenea, no pudo menos de dar suelta a la imaginación. También él deseaba que los Reyes le trajesen algo... ¿Por qué no se lo habían de traer, señores? ¿No había sido bueno el año enterito? Si pusiese su zapato en el alféizar de la ventana, ¿era justo que el zapato amaneciese vano como avellana vieja?

Afortunadamente, la misma idea de la equidad se había abierto camino en el espíritu de la madre de Eloy. Ella, que jamás salía, que se ponía a morir en las escaleras, se echó a la calle la tarde del 5, envuelta en su modesto coleto de paño pasado de moda, y se detuvo en la tienda de juguetes. Cuando volvió a casa llevaba escondida una cajita plana de cartón. La escasez, al imponer el cálculo, destruye muchos gérmenes de poesía. ¡Qué no hubiese dado aquella madre por traer a su niño el fogoso caballo mecánico, la reluciente bicicleta, el caprichoso cinematógrafo, la locomotora de vapor con ténder y vagón, raíles verdaderos y caldera de cobre! Pero, ¡ay!, eran caprichos de media onza, diez duros, quince, y el bolsillo se encogía aterrado... No, no; convenía que el regalo de los Santos Reyes magos, sabios y doctos, no fuese una inutilidad, sino que coadyuvase a la instrucción del niño... Y la madre adquirió, por módico precio, un rompecabezas geográfico, nada menos que el mapa de España... Así, Eloy, jugando, aprendería mejor lo que ya había dado pruebas de no ignorar, pues en Geografía llevaba el número uno.

Levantándose a medianoche, dejó el huérfano su zapato entre la fría ceniza de la chimenea del gabinete, la única de la casa, encendida rarísima vez. Por la mañana, saltó de la cama, descalzo y tiritando, a ver si los Reyes... ¡Sorpresa inolvidable! Sus majestades se habían dignado venir: allí estaba la dádiva, el obsequio... ¿Qué encerrará aquella cajita chata, tan mona, con sus filetes dorados?... Eloy la cogió afanoso, se volvió a la cama blanda y tibia, y allí, con los brazos fuera y el tronco bien abrigado, desató la cinta y miró... ¡Anda, corcho! Los Reyes le habían traído un mapa... ¡Cómo les constaba el comportamiento de Eloy, su costumbre de «sabérselas»!... ¡De todos modos, un mapa! ¡Pch!... ¿No valía más un aristón o una linterna mágica igual a la de Pepito Ponzano, que siempre la estaba refregando por las narices a los otros?... Empezó Eloy a reconciliarse con los Reyes al averiguar que el mapita era de pedazos, y se desbarataba y volvía a arreglarse... Y ya levantado, tomó el café caliente. Mientras mamá se preparaba para ir a misa, Eloy se divirtió, armó y desarmó el país, barajó a España cien veces, revolviendo a Zaragoza con Valladolid y a Salamanca con Vigo...

De pronto, meditabundo, interrumpió su tarea e interrogó, inquieto, a su madre:

-Mamá, te han engañado... El juguete está incompleto. Falta aquí mucha España. No encuentro la isla de Cuba. Ni a Puerto Rico... ¡Falta España!

Arrasáronse los ojos de la madre, y se quedó parada, con el velito a medio prender. Por último, encogiéndose de hombros:

-¡Esas tierras están tan lejos! -dijo-. Y ya no son de España, mira... Acierta el rompecabezas, porque... ya no son. ¡Allí murió tu padre...!

Eloy calló: una tristeza mayor que las habituales, desmedida, que no cabía en el alma de un niño, pesó un instante sobre su pensamiento. Y con ademán expresivo, apartó, rechazó el regalo de los Reyes.



lunes, 15 de diciembre de 2014

El ciego



La tarde del 24 de diciembre le sorprendió en despoblado, a caballo y con anuncios de tormenta. Era la hora en que, en invierno, de repente se apaga la claridad del día, como si fuese de lámpara y alguien diese vuelta a la llave sin transición; las tinieblas descendieron borrando los términos del paisaje, acaso apacible a mediodía, pero en aquel momento tétrico y desolado.

Hallábase en la hoz de uno de esos ríos que corren profundos, encajonados entre dos escarpes; a la derecha, el camino; a la izquierda, una montaña pedregosa, casi vertical, escueta y plomiza de tono. Allá abajo no se divisaba más que una cinta negruzca, donde moría, culebreando, áspid de carmín, un reflejo roto del poniente; arriba, densas masas erguidas, formas extrañas, fantasmagóricas; todo solemne y aun pudiera decirse que amenazador. No pecaba Mauricio de cobarde y, sin embargo, le impresionó el aspecto de la montaña; sintió deseos de llegar cuanto antes al pazo, del cual le separaban aún tres largas leguas, y animó con la voz y la espuela a su montura, que empinaba las orejas recelosa.

Arreció el viento y le obligó a atar el sombrero con un pañuelo bajo la barba; el trueno, lejano aún, retumbó misteriosamente; ráfagas de lluvia azotaron la cara del jinete, que ahogó un juramento. ¡Aquello era mala sombra! ¡Justamente empezaba a llover a la mitad del camino! Al punto mismo, el caballo se encabritó y pegó un bote de costado: entre la maleza había salido un bulto. Echaba ya Mauricio mano al revólver que llevaba en el bolsillo interior de la zamarra, cuando oyó estas palabras:

-¡Una limosnita! ¡Por amor de Dios, que va a nacer...; una limosnita señor!

Mauricio, tranquilizándose, miró enojado al que en tal sitio y ocasión cometía la importunidad de pedir limosna.

Era un hombrachón alto, descalzo de pie y pierna, que llevaba al hombro unas alforjas y se apoyaba en recio garrote. La oscuridad no permitía distinguir cómo tenía el rostro; la ancianidad se adivinaba en lo cascado de la voz y en el vago reflejo plateado de las greñas blancas.

-Apártese -murmuró impaciente el señorito-. ¿No ve que el caballo se asusta? Si me descuido, al río de cabeza... ¡Vaya unas horas de pedir y un sitio a propósito para saltar delante de la montura! ¡Brutos!

El pordiosero se había quedado como hecho de piedra.

-¿Dónde está el río? -gritó con hondo terror-. ¿No es aquí el camino de la iglesia de Cimáis? Señor: no me desampare... ¡Soy un ciego! ¡Nuestra Señora le conserve la vista! ¡Pobre del que no ve!

Mauricio comprendió. El viejo sin ojos se había perdido; ignoraba dónde se encontraba, y para no despeñarse necesitaba un guía. Sí; convenido; necesitaba un guía... ¿Y quién iba a ser? ¿Él, Mauricio Acuña, que desde Orense regresaba a su casa en tarde de Navidad, a cenar, a pasar alegremente la velada, jugando al julepe o al «golfo» con sus hermanos y primos, fumando y riendo? Si sujetaba el paso de su caballo al lento andar de un ciego; si torcía su rumbo cara a la iglesia de Cimáis, distante buen rato, ¿a qué santas horas iba a hacer su entrada en la sala del pazo de Portomellor? Un instante titubeó: pensaba que no podía menos de sacrificar algunos minutos a colocar al ciego en la dirección de Cimáis y dejarle, ya orientado, arreglarse como Dios le diese a entender. Sólo que era internarse en la «carballeda», exponerse a tropezar en los cepos y en los pedruscos, y, sobre todo, era condescender a los ruegos del mendigo, que no soltaría a dos por tres a su lazarillo improvisado, y si le complaciese en lo primero exigiría lo segundo... ¡Estos pobres son tan lagoteros y tan pegajosos! «Más vale escurrirse», decidió; y sacando del bolsillo un duro, lo dejó en la mano temblona que el viejo extendía, más para implorar que para mendigar; picó al caballo y escapó como un criminal que huye de la Justicia.

Sí; como un criminal. Así definió su conducta él mismo, luego, en el punto de refrenar a Maceo, su negro andaluz cruzado, y darse cuenta de que había caído enteramente la noche.

Velada por sombríos nubarrones, la luna se entreparecía lívida, semejante a la faz de un cadáver amortajado con hábito monacal. La carretera se desarrollaba suspendida sobre el río que, a pavorosa profundidad, dormitaba mudo y siniestro. El viento combatía, haciéndolos crujir, los troncos robustos de los árboles; un relámpago alumbró la superficie del agua; un trueno resonó ya bastante cercano; y Mauricio se estremeció. Le pareció escuchar ruidos extraños además de los de la tormenta. ¿Se habrá caído el viejo al agua? Detrás, sobre la peñascosa senda, creía escuchar el paso de un hombre que tentaba el suelo con un palo, como hacen los ciegos. Absurdo evidente, pues con la galopada que Maceo había pegado ya quedaría el mendigo atrás un cuarto de legua. Lo cierto es que Mauricio juraría que le seguía «alguien»; alguien que respiraba trabajosamente, que tropezaba, que gemía, que imploraba compasión. Invencible desasosiego le impulsó a apurar nuevamente a su montura para alcanzar pronto el cruce en que la carretera se desvía del río, cuya vista le sugería el temor de una desgracia. ¿Se habrá caído?... Lo que a Mauricio le acongojaba era la idea de haber abandonado a un ciego en tal noche. «Pero ¿cómo fue capaz...? ¡Si parece mentira! Me lo contarían después y no lo creería... Hoy no debía dejar solo a un infeliz», cavilaba, hincando la espuela en los ijares de Maceo. «Y lo más sucio, lo más vil de mi acción fue darle dinero. ¡Dinero! Si a estas horas flota en el Sil su cuerpo..., el dinero ¿de qué le sirve? Creemos que el dinero lo arregla todo... ¡Miserable yo! Estoy por volverme. ¿No viene nadie detrás?...»

Maceo volaba; un sudor de angustia humedecía las sienes del jinete. El zumbido de sus oídos y el remolino del viento, profundo como una tromba, no le impedían oír, cada vez más próximas, las pisadas del que le seguía, ya sin género de duda, y percibir la misma respiración entrecortada, el mismo doliente gemido; y el caso es que no se atrevía a volverse, porque, si se volviese, quizá vería la figura del ciego mendigo, alto, descalzo de pie y pierna, con el zurrón al hombro, el cayado en la mano y reluciente en la oscuridad la plata de sus blancas greñas...

«¿Estaré loco? -pensó-. ¡Ea!, ánimo... Debo volverme...» Y no se volvía; su garganta apretada, su corazón palpitante, le hacían traición; sufría un miedo espantoso, sobrenatural. Apretó las espuelas, y el caballo, excitado, aceleró el tendido galope, sacando chispas de los guijarros del camino. La tempestad estaba ya encima: el relámpago brilló; un trueno formidable rimbombó sobre la misma cabeza del señorito, aturdiéndole. Alborotóse Maceo; giró bruscamente sobre sus patas traseras y se arrojó hacia el talud que dominaba el Sil. Vio Mauricio el tremendo peligro cuando otro relámpago le mostró el abismo y la superficie del agua; cerró los ojos, aceptando el juicio de la Providencia..., y el caballo, en su vértigo mortal, arrastró al jinete al fondo del despeñadero, tronchando en su caída los pinos y empujando las piedras del escarpe, cuyo ruido fragoroso, al rodar peñas abajo, remedaba aún los desatentados pasos del ciego que tropezaba y gemía.