viernes, 19 de diciembre de 2014

Jesusa



El matrimonio vio, al fin, cumplidos sus deseos: la niña vino al mundo un 24 de diciembre, circunstancia que pareció señal del favor divino; pusiéronle en la pila el dulce nombre de Jesusa, y la rodearon de cuanto mimo pueden ofrecer a su único retoño dos esposos ya maduros, muy ricos, y que sólo pedían a la suerte una criatura a quien transmitir fortuna y nombre. La cuna fue mullida con pétalos de rosa, y hasta el ambiente se hizo tibio y perfumado para acariciar el tierno rostro de la recién nacida...

Todos hemos narrado alguna vez la triste historia de la niña pobre y desamparada que, harapienta y arrecida, con el vértigo del hambre y la angustia del abandono, vaga por las calles implorando caridad, hasta que cae rendida y la nieve la envuelve en blanco sudario. El grito de la miseria, el clamor del vientre vacío, es penetrante y humano..., pero también sufre el rico, y sus dolores, inaccesibles al fácil consuelo que se reparte con un puñado de monedas, no hallan alivio sino en la misericordia de Dios... El que compare a la chiquilla sin pan ni hogar con la chiquilla envuelta en algodones y harta de goces y juguetes, a la que jamás recibió un beso con la que agasaja en su seno de una madre idólatra, se indignará contra la injusticia social y apelará de ella a la justicia infalible.

Cruzad la calle, deslizad un socorro en la mano escuálida de la mendiga y penetrad después en la morada de la familia de Jesusa. El contraste, al pronto, os parecerá hasta sacrílego. Cualquier chirimbolo de los que decoran el gabinete, cualquier fruslería de rubia concha y cincelada plata, de las mil esparcidas sobre las mesillas del tocador, vale más de lo que costaría dar un año entero pan, luz y abrigo a la infeliz que tirita allá fuera, en el ángulo de la manzana, en pie contra una cancilla menos dura que algunos corazones.

Pasad el umbral de la alcoba tapizada de seda; acercaos a la camita virginal, esmaltada de blanco y oro, y contemplad la cabeza que descansa sobre la batista... Ved ese rostro transparente como alabastro, esos ojos de violeta, tan infinitamente melancólicos. Si pudieseis alzar la sábana sin ofender el pudor de la niña, que ha cumplido sus once años ya, se ofrecería a vuestra vista algo sin nombre ni forma, uno de esos cuadros que sobrecogen, una especie de insecto mísero: piernas como hilos retorcidos, manos que se asemejan contraídas por la acción del fuego, doble gibosidad en el pecho y la espalda, flacura de carnes secas y consumidas por el padecimiento. ¡Y si la enfermedad se contentase con haberla desfigurado! Pero son tan incesantes sus torturas, tan variadas, tan horribles, que hay horas negras en que el padre susurra al oído de la madre, en voz opaca:

-¡No sería mejor despedir a tanto médico..., suprimir tanto remedio..., no agobiarla..., dejarla que...!

Y la madre responde con acento en que tiemblan irrestañables lágrimas:

-No, no... Mientras hay vida...

En el martirizado cuerpo, la inteligencia vela, despierta desde muy temprano. A los seis años, Jesusa decía de esas frases que cortan el alma. Las tempranas intuiciones, las precocidades, si en el niño sano regocijan, en el enfermo afligen con aflicción honda, como es hondo el abismo del humano dolor.

-Mamá, ¿soy yo mala? -gemía la inocente.

-No, eres muy buena, muy buena.

-Entonces, ¿por qué me castiga Dios?

-No es castigo... -sollozaba la madre-. Es que después, cuando te mejores, has de disfrutar mucho... y es que ahora, si es verdad que estás malita, también tienes más cosas bonitas que las otras niñas, más muñecas, más juguetes, más flores, unas cajas preciosas...

Callaba la enferma un minuto, cerrando sus pupilas de marchita violeta, y las abría luego para exclamar:

-Pues dales todo eso a los niños que no tienen... y ellos que me den no estar enferma un día... ¡Mamá, siquiera un día!

Al correr del tiempo, al multiplicarse los fenómenos del extraño padecimiento nervioso de Jesusa, arraigábase en su mente la idea de la sustitución, y la creía posible, o segura, mejor dicho. ¿Por qué no la complacían sus padres? ¿Había cosa más sencilla y natural? Que repartiesen a los golfos y a los mendigos sus joyas y sus muñecos caros; que les enviasen a cestos las golosinas; que les entregasen las sábanas de encaje y el edredón de plumón de cisne..., que ellos a su vez, la socorriesen con unas migajas de salud, de la riente salud que alegra el mundo, que calienta la sangre, que resplandece como el sol y hermosea el vivir. ¡Levantarse de aquella cama, andar, salir a la calle, respirar el aire libre, sin dolores, lista, ágil, contenta!

A fuerza de hablar de la sustitución, Jesusa acabó por contagiar a su padre. Los desgraciados tienen siempre los brazos abiertos para abrazar a la quimera. La esperanza es ingeniosa y supersticiosa.

-Verás, nena mía... Voy a darte gusto, voy a socorrer a los niñitos pobres... Así que les haga mucho bien, tú sanarás...

Y empezó su carrera de filántropo, descubriendo cada día, en la inagotable mina de la miseria, nuevas vetas que explotar, y soñando, a cada hallazgo, que allí podría estar la curación de su enferma. Subió a muchas buhardillas, llevando la bolsa llena y el médico prevenido; recogió y trajo en brazos a las altas horas de la noche, al golfo que dormía aterido y desfallecido de hambre sobre un banco o al través de una puerta y se gozó en el golpe mágico del despertar de la criatura ante una suculenta cena y con la perspectiva de un mullido lecho; redimió de la abyección a niñas que aún no tenían conciencia del pecado, y las llevó a establecimientos benéficos, donde las inculcasen el trabajo y la honestidad; pagó nodrizas a desvalidos huérfanos; desató un río de aceite de hígado de bacalao para los chiquitines escrofulosos, y en verano envió a las orillas del mar a hijos de obreros devorados por la anemia... Mas Jesusa, enterada de tan santas acciones, no cesaba de mover la cabeza macilenta, de cerrar dolorosamente las lánguidas violetas de sus ojos. No era bastante; no se contentaba Dios todavía con eso.

Mayor sacrificio pedía sin duda... Prueba de lo estéril del esfuerzo, era que Jesusa empeoraba, que redoblaban sus sufrimientos, que la fiebre la consumía, que su piel se pegaba a los huesos abrasada por el mal, y que en los accesos, a cada paso más frecuentes, sentía, o como un ascua en sus entrañas, o como un enorme témpano de hielo en su corazón, próximo a cesar de latir. ¿Iba a durar eternamente aquella infernal tortura? ¿No se apiadaría Dios? ¿No la sanaría de repente del todo, dejándola alzarse, fuerte y gozosa, en el ímpetu de la juventud, a disfrutar de la existencia, a reír, a correr, a saltar como los pájaros felices?

Llegó la Nochebuena, el cumpleaños de Jesusa. En tal día, sus padres la abrumaban a regalos, inventaban caprichos para darse el gusto de satisfacerlos. Se armaba el «belén», renovado siempre, siempre más lujoso, de más finas figuras, de más complicada topografía; pero aquel año, suponiendo que la enferma estaba cansada ya de tanto pastorcito, y tanta oveja, y tanto camello, discurrió la madre colocar un precioso Niño Jesús, de tamaño natural, joya de escultura, en un pesebre sobre un haz de paja. La sencilla imagen atrajo a la abatida enferma. Parecía una criatura humana, allí echada, desnudita. Y al mirarla, al pensar que tendría mucho frío, Jesusa creyó adivinar por qué no la sanaba a ella Dios... No bastaba dar a otros niños limosna y socorro: era preciso «ser como ellos», aceptar su estado, abrazarse a la humildad, a la necesidad, imitando al Jesús que reposaba entre paja, sobre unas tablas toscas... Afanosamente, la niña llamó a su madre y suplicó, trémula de ilusión y de deseo:

-Mamá, por Dios... Haz lo que te pido y verás si sano... Ponme como están los niñitos pobres... Echa paja en el suelo, acuéstame ahí... No me tapes con nada, déjame tiritar...

Resistíase la madre, temblando de miedo a la idea de su hija con frío y sobre unas tablas; pero, a pesar suyo, el loco ensueño también se apoderaba de su espíritu. ¿Quién sabe? ¿Quién sabe?... Las alas de la quimera batían misteriosamente el aire en derredor... Alejó a los criados, miró si nadie venía..., y cargando el leve peso de la enferma, la tendió sobre la paja esparcida, en el mismo pesebre donde sonreía y bendecía el Niño; Jesusa abrió los ojos, miró ansiosamente a la imagen, y después los cerró con lentitud. Su carita demacrada, crispada, expresó de pronto mayor serenidad: una especie de beatitud bañó las facciones, iluminó su frente; un ligero suspiro salió de la cárdena boca... La madre, aterrada, se inclinó, la llamó por su nombre, la palpó... No respondía; el sueño se realizaba; los dolores de Jesusa habían cesado; no volvería a sufrir.

jueves, 18 de diciembre de 2014

Instinto



Aquel año, las monjitas de la Santa Espina se habían excedido a sí mismas en arreglar el Nacimiento. En el fondo de una celda vacía, enorme, jamás habitada, del patio alto, armaron amplia mesa, y la revistieron de percalina verde. Guirnaldas de chillonas flores artificiales, obra de las mismas monjas, la festoneaban. Sobre la mesa se alzaba el Belén. Rocas de cartón afelpadas de musgo, cumbres nevadas a fuerza de papelitos picados y deshilachado algodón, riachuelos de talco, un molino cuya rueda daba vueltas, una fuentecilla que manaba verdadera agua, y los mil accidentes del paisaje, animados por figuras: una vieja pasando un puente, sobre un pollino; un cazador apuntando a un ciervo, enhiesto sobre un monte; un elefante bajando por un sendero, seguido de una jirafa; varias mozas sacando agua de la fuente; un gallo, con sus gallinas, del mismo tamaño de las mozas, y por último, novedad sorprendente y modernista: un automóvil, que se hunde en un túnel, y vuelve a salir y a entrar a cada minuto...

Pero lo mejor, allá en lo alto, era el Portal, especie de cueva tapizada de papel dorado, con el pesebre de plata lleno de pajuelitas de oro, y en él, de un grandor desproporcionado al resto de las figuras, el Niño echado y con la manita alzada para bendecir a unos pastores mucho más pequeños que él, que le traían, en ofrenda, borregos diminutos...

Todas las monjitas estaban allí, admirando, dando pareceres, babeándose de cariño ante el Jesusín, «que parecía un niño de verdad». En aquel solemne día, relajaba el convento su disciplina severa, y se les consentía a las sores expresar su júbilo, tocando sonajas y castañuelas, zambombas y rabeles, armando un estrépito que en otro sitio se llamaría infernal, y bailando hasta hacerse rajas delante del Belén, como habían bailado, de cierto, los pastorcillos inocentes, y como hasta saltarían de gozo los collados, porque era nacido el Redentor del mundo.

Y danzaban riendo, diciéndose cosas picarescas y chistosas, burlándose dulcemente las jóvenes de las viejas, que no eran las menos decididas para dar brincos y jalearse.

-¡Ay, mire sor Gertrudis, qué vueltas! Parece un trompo.

-¡Y qué lindos pies que luce!

-Ánimo, sor Consolación, deje ahí arrimada la muleta y eche un paso por el Niñito Jesús.

-Agarrarse todas de las manos, y a la rueda, rueda.

-¿Ese pandero, qué hace que no repica?

-¡A ver, el villancico!

Y unidas, las voces se elevaron, puras e ingenuas.


En el Portal de Belén
hay una piedra redonda...
-No, ése no vale nada... Vaya aquel otro:


En el Portal de Belén
todos a juntar en leña,
para calentar al Niño
que nació en la Nochebuena...
Y el loco retintín de los panderos, el sonoro tableteo de las castañuelas, los desahogos de entusiasmo arreciaban, ensordecedores, mientras la casi paralítica sor Consolación, con su voz cascada y feble, no podía hacerse oír, al reprender:

-No sean escandalosas... ¡Que van a venir los guardias!

Mientras la juventud de las sores se desfogaba así, en una celda del mismo piso, la única ocupada en él, una mujer prestaba oído atentamente... Sería como de cuarenta y cinco años; estaba sin toca, el hábito roto; su corto cabello flotaba en mechones grises, y su mirar denotaba extravío. Atendía al lejano ruido, sorprendida, inquieta. ¿Qué pasaba?

Al fin sonó más alta la música discordante de las sonajas y panderos. ¡Música! ¡Canciones! ¿Por qué la dejaban encerrada cuando había música?

En repentino arrebato golpeó la puerta, que por fuera tenía echado el cerrojo. La aporreó con manos y pies, frenéticamente. Y las que todavía danzaban ante el Misterio se detuvieron, se miraron.

-¡Vamos, ya respiró sor Cruz!

-¡Fuera milagro que no alborotase!

-¿Qué hacemos, madre superiora? -interrogó una monjita vivaracha, menuda, toda arrebolada por la animación del baile-. ¡Pobrecita! ¿La dejamos venir un instante al Belén, que está precioso?

-No piense en eso, sor Rosa... ¡Pues buena se pondría así que viese al Niñito! Ya sabe que como se le murió el suyo, el único, y a consecuencia de la pena entró en religión, tiene la cabeza... -la superiora se tocaba con el índice la sien- y se altera hasta con las estampas del Niño Dios... Vaya allá un poco a ver si la consuela... Dele su colación... Hágala creer que el ruido es en la calle... Y guarden ya silencio, y antes de bajar al refectorio, recemos tres Avemarías, para que sor Cruz se ponga buena...

Se oyó el murmullo de la oración. Sor Rosa, a paso ligero, voló a la celda de la loca, descorrió el cerrojo vivamente, y se acercó a ella, hablándola con ternura y mimo, como se habla a las criaturas.

-¿Qué tiene, hermana? Alégrese, que la voy a traer su colacioncita... Verá. Un pedazo de turrón, muy rico... Y mazapán, y peladillas, y naranja china, ¿sabe? Se chupará los dedos...

-Quiero ir a donde cantan...

-Si ya no cantan... Si fueron los pillos de la calle, que van por ahí con chicharras y zambombas.

-No, yo bien sé... Hay música en el convento -insistió la demente, queriendo echarse fuera de la celda, con ansia.

-Paciencia, sor Cruz... Acuérdese que manda el médico que no salga, que se puede acatarrar. Espere un momento, ahora subo la colación...

Y, como un pájaro, salió sor Rosa, volviendo al cabo de minutos con una cesta repleta.

-Bueno, ahí tiene muchas golosinas: coma, y luego, acuéstese tranquila, que mañana vendré a peinarle esas greñas, y a ponerla muy guapa, para que asista a la misa, ¿eh?, siempre que tenga mucho, mucho juicio... Hasta mañana, sor Crucita, y que descanse bien.

Fuese la arrebolada monja, corriendo el cerrojo... Es decir, ella siempre afirmó haberlo corrido; pero tal vez sufriese una de esas distracciones que prueban que no es una máquina el cerebro humano.

La demente permaneció unos momentos indecisa. Alumbraba su celda un farol colgado muy alto, para que no lo pudiese romper. A su luz mezquina, destacábase, sobre la mesilla humilde, la cesta cubierta con blanca servilleta gorda. Con ese dominio del instinto material que se observa en los alienados, pensó en la colación suculenta, y se figuró al turrón macizo, los mazapanes con rubias cabelleras de huevo hilado, la compota olorosa...

Un poco de saliva vino a sus fauces. Pero el recuerdo de la música resurgió, y la curiosidad fue más viva que la gula. ¿Por qué música en el convento? Lanzose otra vez contra la puerta... ¡Oh, maravilla! La puerta cedió... Se abrió sobre el pasillo ancho, sombrío y glacial, por el cual avanzó a tientas la loca, guiada por un débil reflejo, una raya de claridad lejana.

También obedeció al empujón la puerta del recinto iluminado, y la loca, admirada, se paró un momento en el umbral. El Belén se presentaba a sus ojos, solitario, bajo el rayo de la estrella, fulgiendo entre los azules pabellones de tarlatana que figuran el cielo cercado de candelicas, dispuestas en arco a ambos costados. Una sonrisa de gozo se dibujó en el semblante de la pobre insensata. ¡Qué bonito! ¡La fuentecita, el agua que corre! ¡El automóvil, qué monada! ¡Y el cazador! ¡Pum! De improviso, una chispa más espiritual brilló en sus ojos. Un grito, casi un rugido de amor se exhaló de su garganta. ¡El Niño! ¡Su niño, al que siempre está llamando en las largas horas de su tristeza infinita!

De un salto, sor Cruz se encaramó al Belén... Pisando fuentes, puentes y figuras desbaratando y destrozándolo todo, llegó hasta el Portal, agarró al Infante, y lo cubrió de caricias violentas, ávidas. Medio le mordió. Luego, temerosa de que se lo arrebatasen, echó a correr hacia su celda, llevándolo abrazado...

Entre tanto, las arrancadas candelicas se desmayaron sobre los tules que con la estrella se habían volcado encima del Portal. Un reguerillo de chispas devoró rápidamente el leve tejido, y luego, una corta lengua inflamada lamió las apolilladas maderas y cartones impregnados del aguarrás de la fresca pintura.

El convento dormía cuando se desenmascaró el incendio. El sereno vio el humo, y aturdió a llamadas de aldabón enorme. La confusión fue como de naufragio. Sacaron en brazos a la paralítica sor Consolación, y en medio del terror y de los angustiosos chillidos, sor Rosa, sintiendo acaso un misterioso e indefinible remordimiento, pensó en sor Cruz.

-¡Ay mi Dios! ¡Misericordia, Virgen Santísima! ¡Va a morir abrasada! ¡El fuego es en su piso!

Y como alzasen los ojos hacia la reja de la celda de la demente, pudieron ver, sobre cortina de llamas y humo, un rostro aterrador, y oír una voz que gritaba:

-¡Ahí va el Niño! ¡Salven al Niño!

Un muñeco de talla vino a rebotar en tierra a los pies de las monjas. La cara de la loca desapareció en el brasero.