martes, 13 de enero de 2015

La aventura del ángel



Por falta menos grave que la de Luzbel, que no alcanzó proporciones de «caída», un ángel fue condenado a pena de destierro en el mundo. Tenía que cumplirla por espacio de un año, lo cual supone una inmensa suma de perdida felicidad; un año de beatitud es un infinito de goces y bienes que no pueden vislumbrar ni remotamente nuestros sentidos groseros y nuestra mezquina imaginación. Sin embargo, el ángel, sumiso y pesaroso de su yerro, no chistó; bajó los ojos, abrió las alas, y con vuelo pausado y seguro descendió a nuestro planeta.

Lo primero que sintió al poner en él los pies fue dolorosa impresión de soledad y aislamiento. A nadie conocía, y nadie le conocía a él tampoco bajo la forma humana que se había visto precisado a adoptar. Y se le hacía pesado e intolerable, pues los ángeles ni son hoscos ni huraños, sino sociables en grado sumo, como que rara vez andan solos, y se juntan y acompañan y amigan para cantar himnos de gloria a Dios, para agruparse al pie de su trono y hasta para recorrer las amenidades del Paraíso; además están organizados en milicias y los une la estrecha solidaridad de los hermanos de armas.

Aburrido de ver pasar caras desconocidas y gente indiferente, el ángel, la tarde del primer día de su castigo, salió de una gran ciudad, se sentó a la orilla del camino, sobre una piedra miliaria, y alzó los ojos hacia el firmamento que le ocultaba su patria, y que estaba a la sazón teñido de un verde luminoso, ligeramente franjeado de naranja a la parte del Poniente. El desterrado gimió, pensando cómo podría volver a la deleitosa morada de sus hermanos; pero sabía que una orden divina no se revoca fácilmente, y entre la melancolía del crepúsculo apoyó en las manos la cabeza, y lloró hermosas lágrimas de contrición, pues aparte del dolor del castigo, pesábale de haber ofendido a Dios por ser quien es, y por lo mucho que le amaba. Ya he cuidado de advertir que, a pesar de su desliz, este ángel era un ángel bastante bueno.

Apenas se calmó su aflicción, ocurrióle mirar hacia el suelo, y vio que donde habían caído gotas de su llanto, nacían y crecían y abrían sus cálices con increíble celeridad muchas flores blancas, de las que llaman margaritas, pero que tenían los pétalos de finas perlas y el corazoncito de oro. El ángel se inclinó, recogió una por una las maravillosas flores y las guardó cuidadosamente en un pliegue de su manto. Al bajarse para la recolección distinguió en el suelo un objeto blanco -Un pedazo de papel, un trozo de periódico-. Lo tomó también y empezó a leerlo, porque el ángel de mi cuento no era ningún ignorante a quien le estorbase lo negro sobre lo blanco; y con gozo profundo vio que ocupaban una columna del periódico ciertos desiguales renglones, bajo este epígrafe: A un ángel.

¡A un ángel! ¡Qué coincidencia! Leyó afanosamente, y, por el contexto de la poesía, dedujo que el ángel vivía en la Tierra y habitaba una casa en la ciudad, cuyas señas daba minuciosamente el poeta, describiendo la reja de la ventana tapizada de jazmín, la tapia del jardín de donde se desbordaban las enredaderas y los rosales, y hasta el recodo de la calle, con la torre de la iglesia a la vuelta. «Alguno de mis hermanos -pensó el desterrado- ha cometido, sin duda, otro delito igual al mío y le han aplicado la misma pena que a mí. ¡Qué consuelo tan grande recibirá su alma cuando me vea!¡Qué felicidad la suya, y también la mía, al encontrar un compañero! Y no puedo dudar que lo es. La poesía lo dice bien claro; que ha bajado del cielo, que está aquí en el mundo, por casualidad, y teme el poeta que se vuelva el día menos pensado a su patria... ¡Oh ventura! A buscarle inmediatamente».

Dicho y hecho. El ángel se dirigió hacia la ciudad. No sabía en qué barrio podría vivir su hermano; pero estaba seguro de acertar pronto. Hasta suponía que de la casa habitada por el ángel se exhalaría un perfume peculiar que delatase su celestial presencia. Empezó, pues, a recorrer calles y callejuelas. La luna brillaba, y a su luz clarísima el ángel podía examinar las rejas y las tapias, y ver por cual de ellas se enramaba el jazmín y se desbordaban las rosas.

Al fin, en una calle muy solitaria, un aroma que traía la brisa hizo latir fuertemente el corazón del ángel; no olía a gloria, pero sí olía a jazmín; y el perfume era embriagador y sutil, como un pensamiento amoroso. A la vez que percibía el perfume, divisó tras los hierros de una reja una cara muy bonita, muy bonita, rodeada de una aureola de pelo oscuro... No cabía duda: aquel era el otro ángel desterrado, el que debía aliviarle la pena de la soledad. Se acercó a la reja trémulo de emoción.

No archivan las historias el traslado fiel de lo que platicaron al través de los hierros el ángel verdadero y el supuesto ángel, que escondía su faz entre el follaje menudo y las pálidas flores del fragante jazmín. Sin duda desde el primer momento, sin más explicaciones, se convino en que, efectivamente, era un ángel la criatura resguardada por la reja; habituada a oírselo llamar en verso, no extrañó que una vez más se le atribuyese en prosa naturaleza angélica. Así es como los ripios falsean el juicio, y los poetas chirles hacen más daño que la langosta.

Lo que también comprendió el ángel desterrado fue que el otro ángel era doblemente desdichado que él, pues se quejaba de no poder salir de allí, de que le guardaban y vigilaban mucho, de que le tenían sujeto entre cuatro paredes y de que su único desahogo era asomarse a aquella reja a respirar el aire nocturno y a echar un ratito de parrafeo. El desterrado prometió acudir fielmente todas las noches a dar este consuelo al recluso, y tan a gusto cumplió su promesa que desde entones lo único que le pareció largo fue el día, mientras no llegaba la grata hora del coloquio.

Cada noche se prolongaba más, y, por último, sólo cuando blanqueaba el alba y se apagaban las dulces estrellas se retiraba de la reja el ángel, tan dichoso y anegado en bienestar sin límites, como si nadase todavía en la luz del empíreo y le asistiese la perfecta bienaventuranza. Sin embargo, el recluso iba mostrándose descontento y exigente. Sacando los dedos por la reja y cogiendo los de su amigo, preguntábale, con asomos de mal humor, cuándo pensaba libertarle de aquel cautiverio.

El ángel, para entretenerle, fue regalándole las margaritas de corazón de oro y pétalos de perlas; hasta que, muy estrechado ya, hubo de decir que sin duda el encierro era disposición de Dios, y que no se debían contrariar sus decretos santos. Una carcajada burlona fue la respuesta del encerrado, y a la otra noche, al acudir a la reja, el ángel vio con sorpresa que por la puertecilla del jardín salía una figura velada y tapada, que un brazo se cogía de su brazo y una voz dulce, apasionada y melodiosa le decía al oído... «Ya somos libres... Llévame contigo..., escapemos pronto, no sea que me echen de menos».

El ángel, sobrecogido, no acertó a responder: apretó el paso y huyeron, no sólo de la calle, sino de la ciudad, refugiándose en el monte. La noche era deliciosa, del mes de mayo; acogiéronse al pie de un árbol frondoso; él, saboreando plácidamente, como ángel que era, la dicha de estar juntos; ella -porque ya habrán sospechado los lectores que se trataba de una mujer-, nerviosa, sardónica, soltando lagrimitas y haciendo desplantes.

No podía explicarse -ahora que ya no se interponía entre ellos la reja -cómo su compañero de escapatoria no se mostraba más vehemente, cómo no formaba planes de vida, cómo no hablaba de matrimonio y otros temas de indiscutible actualidad. Nada: allí se mantenía tan sereno, tan contento al parecer, extasiado, sonriendo, abrigándola con su manto de anchos pliegues y mirando al cielo, lo mismo que si de la luna fuese a caerle en la boca algún bollo. La mujer, que empezó por extrañarse, acabó por indignarse y enfurecerse; alejóse algunos pasos, y como el ángel preguntase afectuosamente la causa del desvío, alzó la mano de súbito y descargó en la hermosa mejilla angélica solemne y estruendoso bofetón... después de lo cual rompió a correr en dirección de la ciudad como una loca. Y el abandonado, sin sentir el dolor ni la afrenta, murmuraba tristemente:

-¡El poeta mentía! ¡No era un ángel! ¡No era un ángel!

Al decir esto vio abrirse las nubes y bajar una legión de ángeles, pero de ángeles reales y efectivos, que le rodearon gozosos. Estaba perdonado, había vencido la mayor tentación, que es la de la mujer, y Dios le alzaba el destierro. Mezclándose al coro luminoso, ascendió el ángel al cielo entre resplandores de gloria; pero al ascender, volvía la cabeza atrás para mirar a la Tierra a hurtadillas, y un suspiro hinchaba y oprimía su corazón. Allí se le quedaba un sueño... ¡Y olía tan bien el jazmín de la reja!

lunes, 12 de enero de 2015

El dominó verde



Increíble me pareció que me dejase en paz aquella mujer, que ya no intentase verme, que no me escribiese carta sobre carta, que no apelase a todos los medios imaginables para acercarse a mí. Al romper la cadena de su agobiador cariño, respiré cual si me hubiese quitado de encima un odio jurado y mortal.

Quien no haya estudiado las complicaciones de nuestro espíritu, tendrá por inverosímil que tanto deseemos desatar lazos que nadie nos obligó a atar, y hasta deplorará que mientras las fieras y los animales brutos agradecen a su modo el apego que se les demuestra, el hombre, más duro e insensible, se irrite porque le halagan, y aborrezca, a veces, a la mujer que le brinda amor. Mas no es culpa nuestra si de este barro nos amasaron, si el sentimiento que no compartimos nos molesta y acaso nos repugna, si las señales de la pasión que no halla eco en nosotros nos incitan a la mofa y al desprecio, y si nos gozamos en pisotear un corazón, por lo mismo que sabemos que ha de verter sangre bajo nuestros crueles pies.

Lo cierto es que yo, cuando vi que por fin guardaba silencio María, cuando transcurrió un mes sin recibir recados ni epístolas delirantes y húmedas de lágrimas, me sentí tan bien, tan alegre, que me lancé al mundo con el ímpetu de un colegial en vacaciones, con ese deseo e instinto de renovación íntima que parece que da nuevo y grato sabor a la existencia. Acudí a los paseos, frecuenté los teatros, admití convites, concurrí a saraos y tertulias, y hasta busqué diversiones de vuelo bajo, a manera de hambriento que no distingue de comidas. En suma; me desaté, movido por un instinto miserable, de humorística venganza, que se tradujo en el deseo de regalar a cualquier mujer, a la primera que tropezase casualmente, los momentos de fugaz embriaguez que negaba a María -a María, triste y pálida; a María, medio loca por mi abandono; a María, enferma, desesperada, herida en lo más íntimo por mi implacable desdén.

Es la casualidad tan antojadiza, en esto de proporcionar aventuras, que si a veces presenta ocasiones en ramillete, otras nos brinda una por un ojo de la cara. En muchos días de disipación y bureo, de rodar por distintas esferas sociales pidiendo guerra, no encontré nada que me tentase; y ya mi capricho se exaltaba, cuando el domingo de Carnestolendas, aburrido y por matar el tiempo, entré en el insípido baile de máscaras del teatro Real.

Transcurrida más de una hora, sentí que empezaba a hastiarme, y reflexionaba sobre la conveniencia de tomar la puerta y refugiarme entre sábanas cortando las hojas de un libro nuevo de favorito autor, a tiempo que cruzó entre el remolino del abigarrado tropel una máscara envuelta en amplio dominó de rica seda verde. Era la máscara de fino porte y trazas señoriles, cosa ya de suyo extraña en aquel baile, y noté que con singular insistencia clavaba en mí los ojos como si desease acercarse y no se atreviese, a pesar de las franquicias del antifaz. La chispa de las pupilas ardientes de la máscara determinó en mí un repentino interés, una especie de emoción de la cual me reí por dentro, pero que me impulsó a hendir la multitud y aproximarme a la encubierta. Al ir consiguiéndolo, me convencí más y más de que la del verde dominó era dama, y dama muy principal, y que sólo la curiosidad, o algún empeño más hondo, debía de haberla arrastrado a un baile de tan mal género. «Grande será el interés que la trajo aquí -pensé-, y muy visible su posición en la sociedad para que se venga así, sin la compañía de una amiga, sin el brazo protector de un hombre. A toda costa quiere que se ignore el lance: que nadie la reconozca.» Y al advertir que seguía mirándome, que sus ojos me buscaban en medio del gentío, ocurrióseme que aquel interés decisivo podía ser yo.

Con tal suposición dio un vuelco mi sangre, y jugando los codos y las rodillas lo mejor que supe, pugné por alcanzar a la gentil encapuchada. La multitud, desgraciadamente, se arremolinaba compacta y densa, formando viva muralla que me era imposible romper. De lejos veía asomar la cabeza del dominó y flotar los lazos complicados de la capucha, que disimulaba la forma, sin duda hechicera, de la testa juvenil; pero insensiblemente deslizábase hasta perderse y el miedo de que se escabullese me espoleaba. Iba yo ganando terreno, más la enmascarada me llevaba gran ventaja, sin duda, y empecé a recelar que huía de mí, y que, después de derramar en mi alma el veneno de sus fogosos ojos, ahora me evitaba, se escurría, se volvía duende para evaporarse como una visión... Este temor que sentí fue ardoroso incentivo del deseo de reunirme a la máscara. Con sobrehumano esfuerzo rompí la valla que me oprimía, y aprovechando un resquicio me hallé poco distante del dominó verde. Sólo que éste, a su vez, apretó el paso y desapareció por una de las puertas del salón.

Una persecución en toda regla emprendí entonces: persecución franca, ardorosa, caza más bien. Anhelante, acongojado, como si realmente la mujer que trataba de evadirse fuese algo que me importase mucho, recorrí velozmente los pasadizos, las escaleras, las galerías, el foyer, buscando dondequiera a la incitante máscara. Sin duda ella había adivinado con sagacidad mi violento antojo, pues parecía complacerse en desesperarme; y si teniéndome lejos se dejaba envolver por algún grupo de hombres o se paraba en actitud negligente, apenas comprendía que me acercaba, levantaba el vuelo con ligereza de sílfide y me desorientaba por medio de impensada maniobra. De improviso alegraba un palco el fresco tono verde del dominó; yo me precipitaba, y cuando llegaba jadeante a la puerta del palco, la desconocida no estaba ya en él, sino en otro de más arriba, para subir al cual había que invertir cinco minutos, tiempo suficiente a que la máscara se enhebrase por un pasillo, saliendo enfrente de mí a buena distancia. Desolado, loco, con la imaginación caldeada y secas las fauces por el afán, me apresuraba, bajaba, subía, ponía en tensión todas las fuerzas de mi cuerpo y de mi espíritu sin dar alcance a la misteriosa hermosura que (ya era evidente) se complacía en burlarme.

La astucia me sirvió mejor que la agilidad en este caso. Comprendiendo que tan aristocrático dominó no querría permanecer en el baile pasadas las primeras horas de la noche y evitaría el momento de las cenas y de las cabezas calientes; seguro de que sólo había venido allí para marcarme, y logrado este objeto desaparecería, adiviné que toda su estrategia era batirse en retirada hacia la puerta, y cortándole la salida la atrapaba de fijo. También supuse que saldría por el punto más solitario, por la puerta menos alumbrada por la calle donde es más fácil saltar furtivamente dentro de un coche que espera y huir sin dejar rastro. Mis cálculos resultaron exactísimos. Me situé en acecho, con tal fortuna, que al cuarto de hora de espera vi asomar a la encapuchada del verde dominó, la cual, mirando a uno y otro lado, como recelosa, exploraba el terreno. Me arrojé a cerrarle el paso, y a mis primeras palabras suplicantes y rendidas contestó con el chillón falsete habitual en las máscaras, rogándome, por Dios, que la dejase, que no me opusiese a su marcha y que no insistiese en acosarla así.

La creí sincera; pero cuanto más demostraba ansia de evitarme, más crecía en mí la voluntad de detenerla, de que me escuchase de que me mirase otra vez, de que me amase sobre todo. La vehemencia de aquel súbito antojo era tal, que si no fuese porque pasaba gente, creo que me dejo caer de rodillas a los pies del dominó. Hasta me sentí elocuente e inspirado, y noté que las frases acudían a mis labios incendiarias y dominadoras, con el acento y la expresión que presta un sentimiento real, aunque sólo dure minutos.

-Si querías huir de mí -dije a la máscara, estrechándola de cerca-, ¿por qué me miraste con esos ojos que me inflamaron el corazón? ¿Por qué me clavaste la saeta, dí, si habías de negarte a curar mi herida? ¿No estás viendo cómo has removido, con esa mirada sola, todo mi ser? ¿No oyes mi voz alterada por la emoción, no observas el trastorno de mis sentidos, no me ves hecho un loco? ¿No conoces que tengo fiebre? ¿No sabes que yo te presentía, que adivinaba tu aparición, que vine a este baile en la seguridad de que tu presencia lo llenaría de luz y de encanto? ¿Y crees que voy a dejarte escapar así, que lo consentiré, que no te seguiré hasta el infierno? Si no podrás irte. En tu mirada se delató el amor y sigue delatándose en tu actitud, en tu agitación, máscara mía.

Era verdad. La máscara, como fascinada, se reclinaba en la pared. Su cuerpo se estremecía, su seno se alzaba y bajaba precipitadamente, y al través de los reducidos agujeros del antifaz, vi temblar sobre el negro terciopelo de sus pupilas dos ardientes lágrimas. Con voz que apenas se oía, y en la cual también se quebraban los sollozos, murmuró lentamente, cual si desease grabar sus palabras para siempre en mi memoria.

-Es cierto: sólo por acercarme a ti, por gozar de tu vista, he adoptado este disfraz, he cometido la locura de venir al baile. Y mira que extraño caso: queriéndote así, lloro... a causa de que me dices palabras de amor. Por oírlas con la cara descubierta daría mi sangre. Pero tú, que acabas de jurar que me adoras, ahora que me ves envuelta en este trapo verde, tú... huirías de mí si me presentase sin careta. Me has perseguido, me has dado caza, sólo porque no veías mi rostro. Y ni soy vieja ni fea... ¡No es eso! ¡Mírame y comprenderás! ¡Mírame y después... ya no tendrás que volver a mirarme nunca!

Y alzándose el antifaz, el dominó verde me enseñó la cara de mi abandonada, de mi rechazada, de mi desdeñada María... Aprovechando mi estupor, corrió, saltó al coche que la aguardaba, y al quererme precipitar detrás de ella oí el estrépito de las ruedas sobre el empedrado.

Desde tan triste episodio carnavalesco sé que lo único que nos transtorna es un trapo verde. La Esperanza, la máscara eterna, la encubierta que siempre huye, la que todo lo promete...; la que bajo su risueño disfraz oculta el descolorido rostro del viejo Desengaño.