miércoles, 14 de enero de 2015

La perla rosa



Sólo el hombre que de día se encierra y vela muchas horas de la noche para ganar con qué satisfacer los caprichos de una mujer querida -díjome en quebrantada voz mi infeliz amigo-, comprenderá el placer de juntar a escondidas una regular suma, y así que la redondea, salir a invertirla en el más quimérico, en el más extravagante e inútil de los antojos de esa mujer. Lo que ella contempló a distancia como irrealizable sueño, lo que apenas hirió su imaginación con la punzada de un deseo loco, es lo que mi iniciativa, mi laboriosidad y mi cariño van a darle dentro de un instante... Y ya creo ver la admiración en sus ojos y ya me parece que siento sus brazos ceñidos a mi cuello para estrecharme con delirio de gratitud.

Mi único temor, al echarme a la calle con la cartera bien lastrada y el alma inundada de júbilo, era que el joyero hubiese despachado ya las dos encantadoras perlas color de rosa que tanto entusiasmaron a Lucila la tarde que se detuvo, colgada de mi brazo, a golosinear con los ojos el escaparate. Es tan difícil reunir dos perlas de ese raro y peregrino matiz, de ese hermoso oriente, de esa perfecta forma globulosa, de esa igualdad absoluta, que juzgué imposible que alguna señora antojadiza como mi mujer, y más rica, no la encerrase ya en su guardajoyas. Y me dolería tanto que así hubiese sucedido, que hasta me latió el corazón cuando vi sobre el limpio cristal, entre un collar magnífico y una cascada de brazaletes de oro, el fino estuche de terciopelo blanco donde lucían misteriosamente las dos perlas rosa orladas de brillantes.

Aunque iba preparado a que me hiciesen pagar el capricho, me desconcertó el alto precio en que el joyero tasaba las perlas. Todas mis economías, y un pico, iban a invertirse en aquel par de botoncitos, no más gruesos que un garbanzo chiquitín. Me asaltó la duda -¡soy tan poco experto en compras de lujo!- de si el joyero pretendería explotar mi ignorancia pidiéndome, sólo por pedir, un disparate, creyendo tal vez que mi pelaje no era el de un hombre capaz de adquirir dos perlas rosa. A tiempo que pensaba así, observé, al través del alto y diáfano vidrio de la tienda, que pasaba por la acera mi antiguo condiscípulo y mejor amigo Gonzaga Llorente. Ver su apuesta figura y salir a llamarle fue todo uno. ¿Quién mejor para ilustrarme y aconsejarme que el elegante Gonzaga, tan al corriente de la moda, tan lanzado al mundo, tan bien relacionado, que cada visita que hacía a nuestra modesta y burguesa casa -y hacía bastantes desde algún tiempo acá- yo la estimaba como especialísima prueba de afecto?

Manifestando cordial sorpresa, Gonzaga se volvió y entró conmigo en la joyería, enterándose del asunto. Inmediatamente se declaró admirador de las perlas rosa, y añadió que sabía que andaban bebiendo los vientos por adquirirlas ciertas empingorotadas señoras, entre las cuales citó a dos o tres de altisonantes títulos. En un discreto aparte me aseguró que el precio que exigía el joyero no tenía nada de excesivo, en atención a la singularidad de las perlas. Y, como yo recelase aún, molestado por el piquillo que en aquel momento no me era posible abonar, Gonzaga, con su simpática franqueza, abrió la cartera y me entregó varios billetes bromeando y jurando que si yo no admitiese tan pequeño servicio, en todos los días de su vida volvería a mirarme a la cara. ¡Qué miserables somos! No debí aceptar el préstamo; no debí llevar a mi casa sino lo que pudiese pagar al contado... Pero la pasión me dominaba y hubiese besado de rodillas la mano que me ofrecía medio de satisfacerla. Convinimos en que Gonzaga almorzaría con nosotros al día siguiente, en celebración del estreno de las perlas rosa, y con el estuche en el bolsillo me dirigí a mi casa disparado; quisiera tener alas.

Lucila trasteaba cuando yo entré, y al verme plantado delante de ella, diciéndole con cara de beatitud: «Regístrame», comprendió y murmuró: «Regalo tenemos». Viva y traviesa (¡su manera de ser!) revolvió mis bolsillos haciéndome cosquillas deliciosas, hasta acertar con el estuche. El grito que exhaló al ver las perlas fue de esos que no se olvidan jamás. En la efusión de su agradecimiento, me sobó la cara y hasta me besó... ¡Puede que en aquel instante me quisiese un poco! No acertaba a creer que joya tan codiciada y espléndida le perteneciese; no podía convencerse de que iba a ostentarla. Y yo mismo, desabrochando los sencillos aretes de oro que Lucila llevaba puestos, enganché las perlas rosa en las orejitas pequeñas, encendidas de placer. Me hace mucho daño acordarme de estas tonterías, pero me acuerdo siempre.

Al otro día, que era domingo, almorzó en casa Gonzaga, y estuvimos todos bulliciosos y decidores. Lucila se había puesto el vestido de seda gris, que le sentaba muy bien, y una rosa en el pecho -una rosa del mismo color de las perlas-. Gonzaga nos convidó al teatro y nos llevó a Apolo, a una función alegre, en que sin tregua nos reímos. A la mañana siguiente volví con afán a mis quehaceres, pues deseaba saldar cuanto antes el pico, resto de las perlas. Regresé a mi casa a la hora de costumbre, y al sentarme a la mesa, mi primera mirada fue para las orejas de Lucila. Di un salto y lancé una interjección al ver que faltaba del diminuto cerco de brillantes una de las perlas rosa.

-¡Has perdido una perla! -exclamé.

-¿Cómo una perla? -tartamudeó mi mujer echando mano a sus orejas y palpando los aretes. Al ver que era cierto, quedóse tan aterrada que me alarmé, no ya por la perla, sino por el susto de Lucila.

-Calma -le dije-. Busquemos, que aparecerá.

Excuso decir que empezamos a mirar y a registrar por todas partes, recorriendo la alfombra, sacudiendo las cortinas, alzando los muebles, escudriñando hasta cajones que Lucila afirmaba no haber abierto desde un mes antes. A cada pesquisa inútil, los ojos de Lucila se arrasaban de lágrimas. Mientras resolvíamos, se me ocurrió preguntarle:

-¿Has salido esta tarde?

-Sí..., creo que sí... -respondió titubeando.

-¿A dónde?

-A varios sitios... Es decir... Fui.... por ahí.... a compras...

-Pero... ¿a qué tiendas?

-¡Qué sé yo! A la calle de Postas..., a la plazuela del Ángel..., a la Carrera...

-¿A pie o en coche?

-A pie... Luego tomé un cochecillo.

-¿No recuerdas el punto.... el número?

-¿Cómo quieres que lo recuerde? ¡Válgame Dios! Si era un coche que pasaba -objetó nerviosamente Lucila, que rompió a sollozar con amargura.

-Pero las tiendas sí las recordarás... Dímelas, que iré una por una, a ver si en el suelo o en el mostrador... Pondremos anuncios...

-¡Si no me acuerdo! ¡Por Dios, déjame en paz! -exclamó tan afligida que no me atreví a insistir, y preferí aguardar a que se calmase.

Pasamos una noche de inquietud y desvelo. Oí a Lucila suspirar y dar vueltas en la cama como si no consiguiese dormir. Yo, entre tanto, discurría modos de recuperar la perla rosa. Levantéme temprano, me vestí, y a las ocho llamaba a la puerta de Gonzaga Llorente. Había oído decir que la Policía, en casos especiales, averigua fácilmente el paradero de los objetos perdidos o robados, y esperaba que Gonzaga, con su influencia y sus altas relaciones, me ayudaría a emplear este supremo recurso.

-El señorito está durmiendo; pero pase usted al gabinete, que dentro de diez minutos le entraré el chocolate y preguntaré si puede usted verle -dijo el criado, al notar mi insistencia y mi premura.

Me avine a esperar. El criado abrió las maderas del gabinete, en cuyo ambiente flotaban esencias y olor de cigarro. ¡Cuando pienso en lo distinta que sería mi suerte si aquel criado me hace pasar inmediatamente a la alcoba...!

Lo cierto es... que al primer alegre rayo de sol que cruzó las vidrieras, y antes de que el criado me dijese «tome usted asiento», ya había visto brillar sobre el ribete de paño azul de la piel de oso blanco, tendida al pie del muelle diván turco, ¡la perla, la perla rosa!

Si esto que me sucedió le sucede a usted, y usted me pregunta qué debe hacerse en tales circunstancias, yo respondo de seguro con gran energía: «Coger una espada de la panoplia que supera el diván y atraversársela por el pecho al que duerme ahí al lado, para que nunca más despierte». ¿Sabe usted lo que hice? me bajé, recogí la perla, la guardé en el bolsillo, salí de aquella casa, subí a la mía, encontré a mi mujer levantada y muy desencajada; la miré y no la ahogué. Con voz tranquila le ordené que se pusiese los pendientes. Saqué la perla del bolsillo.... y cogiéndola entre los dedos, le dije:

-Aquí está lo que perdiste. ¿Qué tal, lo encontré pronto?

Es cierto que al acabar me dio no sé qué arrechucho o qué vértigo de locura. Eché mano a aquellas orejas diminutas, arranqué de ellas los pendientes, y todo lo pisoteé. Por fortuna, pude dominarme en el acto.... y bajar la escalera y refugiarme en el café más próximo, donde pedí coñac...

¿Qué si he vuelto a ver a Lucila?... Una vez.... iba del brazo de «otro», que ya no era Gonzaga. Por cierto que me fijé en que el lóbulo de la oreja izquierda lo tiene partido. Sin duda se lo rasgué yo involuntariamente.


martes, 13 de enero de 2015

La aventura del ángel



Por falta menos grave que la de Luzbel, que no alcanzó proporciones de «caída», un ángel fue condenado a pena de destierro en el mundo. Tenía que cumplirla por espacio de un año, lo cual supone una inmensa suma de perdida felicidad; un año de beatitud es un infinito de goces y bienes que no pueden vislumbrar ni remotamente nuestros sentidos groseros y nuestra mezquina imaginación. Sin embargo, el ángel, sumiso y pesaroso de su yerro, no chistó; bajó los ojos, abrió las alas, y con vuelo pausado y seguro descendió a nuestro planeta.

Lo primero que sintió al poner en él los pies fue dolorosa impresión de soledad y aislamiento. A nadie conocía, y nadie le conocía a él tampoco bajo la forma humana que se había visto precisado a adoptar. Y se le hacía pesado e intolerable, pues los ángeles ni son hoscos ni huraños, sino sociables en grado sumo, como que rara vez andan solos, y se juntan y acompañan y amigan para cantar himnos de gloria a Dios, para agruparse al pie de su trono y hasta para recorrer las amenidades del Paraíso; además están organizados en milicias y los une la estrecha solidaridad de los hermanos de armas.

Aburrido de ver pasar caras desconocidas y gente indiferente, el ángel, la tarde del primer día de su castigo, salió de una gran ciudad, se sentó a la orilla del camino, sobre una piedra miliaria, y alzó los ojos hacia el firmamento que le ocultaba su patria, y que estaba a la sazón teñido de un verde luminoso, ligeramente franjeado de naranja a la parte del Poniente. El desterrado gimió, pensando cómo podría volver a la deleitosa morada de sus hermanos; pero sabía que una orden divina no se revoca fácilmente, y entre la melancolía del crepúsculo apoyó en las manos la cabeza, y lloró hermosas lágrimas de contrición, pues aparte del dolor del castigo, pesábale de haber ofendido a Dios por ser quien es, y por lo mucho que le amaba. Ya he cuidado de advertir que, a pesar de su desliz, este ángel era un ángel bastante bueno.

Apenas se calmó su aflicción, ocurrióle mirar hacia el suelo, y vio que donde habían caído gotas de su llanto, nacían y crecían y abrían sus cálices con increíble celeridad muchas flores blancas, de las que llaman margaritas, pero que tenían los pétalos de finas perlas y el corazoncito de oro. El ángel se inclinó, recogió una por una las maravillosas flores y las guardó cuidadosamente en un pliegue de su manto. Al bajarse para la recolección distinguió en el suelo un objeto blanco -Un pedazo de papel, un trozo de periódico-. Lo tomó también y empezó a leerlo, porque el ángel de mi cuento no era ningún ignorante a quien le estorbase lo negro sobre lo blanco; y con gozo profundo vio que ocupaban una columna del periódico ciertos desiguales renglones, bajo este epígrafe: A un ángel.

¡A un ángel! ¡Qué coincidencia! Leyó afanosamente, y, por el contexto de la poesía, dedujo que el ángel vivía en la Tierra y habitaba una casa en la ciudad, cuyas señas daba minuciosamente el poeta, describiendo la reja de la ventana tapizada de jazmín, la tapia del jardín de donde se desbordaban las enredaderas y los rosales, y hasta el recodo de la calle, con la torre de la iglesia a la vuelta. «Alguno de mis hermanos -pensó el desterrado- ha cometido, sin duda, otro delito igual al mío y le han aplicado la misma pena que a mí. ¡Qué consuelo tan grande recibirá su alma cuando me vea!¡Qué felicidad la suya, y también la mía, al encontrar un compañero! Y no puedo dudar que lo es. La poesía lo dice bien claro; que ha bajado del cielo, que está aquí en el mundo, por casualidad, y teme el poeta que se vuelva el día menos pensado a su patria... ¡Oh ventura! A buscarle inmediatamente».

Dicho y hecho. El ángel se dirigió hacia la ciudad. No sabía en qué barrio podría vivir su hermano; pero estaba seguro de acertar pronto. Hasta suponía que de la casa habitada por el ángel se exhalaría un perfume peculiar que delatase su celestial presencia. Empezó, pues, a recorrer calles y callejuelas. La luna brillaba, y a su luz clarísima el ángel podía examinar las rejas y las tapias, y ver por cual de ellas se enramaba el jazmín y se desbordaban las rosas.

Al fin, en una calle muy solitaria, un aroma que traía la brisa hizo latir fuertemente el corazón del ángel; no olía a gloria, pero sí olía a jazmín; y el perfume era embriagador y sutil, como un pensamiento amoroso. A la vez que percibía el perfume, divisó tras los hierros de una reja una cara muy bonita, muy bonita, rodeada de una aureola de pelo oscuro... No cabía duda: aquel era el otro ángel desterrado, el que debía aliviarle la pena de la soledad. Se acercó a la reja trémulo de emoción.

No archivan las historias el traslado fiel de lo que platicaron al través de los hierros el ángel verdadero y el supuesto ángel, que escondía su faz entre el follaje menudo y las pálidas flores del fragante jazmín. Sin duda desde el primer momento, sin más explicaciones, se convino en que, efectivamente, era un ángel la criatura resguardada por la reja; habituada a oírselo llamar en verso, no extrañó que una vez más se le atribuyese en prosa naturaleza angélica. Así es como los ripios falsean el juicio, y los poetas chirles hacen más daño que la langosta.

Lo que también comprendió el ángel desterrado fue que el otro ángel era doblemente desdichado que él, pues se quejaba de no poder salir de allí, de que le guardaban y vigilaban mucho, de que le tenían sujeto entre cuatro paredes y de que su único desahogo era asomarse a aquella reja a respirar el aire nocturno y a echar un ratito de parrafeo. El desterrado prometió acudir fielmente todas las noches a dar este consuelo al recluso, y tan a gusto cumplió su promesa que desde entones lo único que le pareció largo fue el día, mientras no llegaba la grata hora del coloquio.

Cada noche se prolongaba más, y, por último, sólo cuando blanqueaba el alba y se apagaban las dulces estrellas se retiraba de la reja el ángel, tan dichoso y anegado en bienestar sin límites, como si nadase todavía en la luz del empíreo y le asistiese la perfecta bienaventuranza. Sin embargo, el recluso iba mostrándose descontento y exigente. Sacando los dedos por la reja y cogiendo los de su amigo, preguntábale, con asomos de mal humor, cuándo pensaba libertarle de aquel cautiverio.

El ángel, para entretenerle, fue regalándole las margaritas de corazón de oro y pétalos de perlas; hasta que, muy estrechado ya, hubo de decir que sin duda el encierro era disposición de Dios, y que no se debían contrariar sus decretos santos. Una carcajada burlona fue la respuesta del encerrado, y a la otra noche, al acudir a la reja, el ángel vio con sorpresa que por la puertecilla del jardín salía una figura velada y tapada, que un brazo se cogía de su brazo y una voz dulce, apasionada y melodiosa le decía al oído... «Ya somos libres... Llévame contigo..., escapemos pronto, no sea que me echen de menos».

El ángel, sobrecogido, no acertó a responder: apretó el paso y huyeron, no sólo de la calle, sino de la ciudad, refugiándose en el monte. La noche era deliciosa, del mes de mayo; acogiéronse al pie de un árbol frondoso; él, saboreando plácidamente, como ángel que era, la dicha de estar juntos; ella -porque ya habrán sospechado los lectores que se trataba de una mujer-, nerviosa, sardónica, soltando lagrimitas y haciendo desplantes.

No podía explicarse -ahora que ya no se interponía entre ellos la reja -cómo su compañero de escapatoria no se mostraba más vehemente, cómo no formaba planes de vida, cómo no hablaba de matrimonio y otros temas de indiscutible actualidad. Nada: allí se mantenía tan sereno, tan contento al parecer, extasiado, sonriendo, abrigándola con su manto de anchos pliegues y mirando al cielo, lo mismo que si de la luna fuese a caerle en la boca algún bollo. La mujer, que empezó por extrañarse, acabó por indignarse y enfurecerse; alejóse algunos pasos, y como el ángel preguntase afectuosamente la causa del desvío, alzó la mano de súbito y descargó en la hermosa mejilla angélica solemne y estruendoso bofetón... después de lo cual rompió a correr en dirección de la ciudad como una loca. Y el abandonado, sin sentir el dolor ni la afrenta, murmuraba tristemente:

-¡El poeta mentía! ¡No era un ángel! ¡No era un ángel!

Al decir esto vio abrirse las nubes y bajar una legión de ángeles, pero de ángeles reales y efectivos, que le rodearon gozosos. Estaba perdonado, había vencido la mayor tentación, que es la de la mujer, y Dios le alzaba el destierro. Mezclándose al coro luminoso, ascendió el ángel al cielo entre resplandores de gloria; pero al ascender, volvía la cabeza atrás para mirar a la Tierra a hurtadillas, y un suspiro hinchaba y oprimía su corazón. Allí se le quedaba un sueño... ¡Y olía tan bien el jazmín de la reja!