jueves, 23 de abril de 2015

Champagne



Al destaparse la botella de dorado casco, se oscurecieron los ojos de la compañera momentánea de Raimundo Valdés, y aquella sombra de dolor o de recuerdo despertó la curiosidad del joven, que se propuso inquirir por qué una hembra que hacía profesión de jovialidad se permitía de mostrar sentimientos tristes, lujo reservado solamente a las mujeres honradas, dueñas y señoras de su espíritu y su corazón.

Solicitó una confidencia y, sin duda, «la prójima» se encontraba en uno de esos instantes en que se necesita expansión, y se le dice al primero que llega lo que más hondamente puede afectarnos, pues sin dificultades ni remilgos contestó, pasándose las manos por los ojos:

-Me conmueve siempre ver abrir una botella de champagne, porque ese vino me costó muy caro... el día de mi boda.

-Pero ¿tú te has casado alguna vez... ante un cura? -preguntó Raimundo con festiva insolencia.

-Ojalá no -repuso ella con el acento de la verdad, con franqueza impetuosa-. Por haberme casado, ando como me veo.

-Vamos, ¿tu marido será algún tramposo, algún perdis?

-Nada de eso. Administra muy bien lo que tiene y posee miles de duros... Miles, sí, o cientos de miles.

-Chica, ¡cuántos duros! En ese caso... ¿Te daba mala vida? ¿Tenía líos? ¿Te pegaba?

-Ni me dio mala vida, ni me pegó, ni tuvo líos, que yo sepa... ¡Después sí que me han pegado! Lo que hay es que le faltó tiempo para darme vida mala ni buena, porque estuvimos juntos, ya casados, un par de horas nada más.

-¡Ah! -murmuró Valdés, presintiendo una aventura interesante.

-Verás lo que pasó, prenda. Mis padres fueron personas muy regulares pero sin un céntimo. Papá tenía un empleíllo, y con el mezquino sueldo se las arreglaban. Murió mi madre; a mi padre le quitaron el destino... y como no podía mantenernos el pico a mi hermano y a mí, y era bastante guapo, se dejó camelar por una jamona muy rica y se casó con ella en segundas. Al principio, mi madrastra se portó..., vamos, bien; no nos miraba a los hijastros con malos ojos. Pero así que yo fui creciendo y haciéndome mujer, y que los hombres dieron en decirme cosas en la calle, comprendí que en casa me cobraban ojeriza. Todo cuanto yo hacía era mal hecho, y tenía siempre detrás al juez y al alguacil... la madrastra. Mi padre se puso muy pensativo, y comprendí que le llegaba al alma que se me tratase mal. Y lo que resultó de estas trifulcas fue que se echaron a buscarme marido para zafarse de mí. Por casualidad lo encontraron pronto. Sujeto acomodado, cuarentón, formal, recomendable, seriote... En fin; mi mismo padre se dio por contento y convino en que era una excelente proporción la que se me presentaba. Así es que ellos en confianza trataron y arreglaron la boda, y un día, encontrándome yo bien descuidada..., ¡a casarse!, y no vale replicar.

-¿Y qué efecto te hizo la noticia? Malo, ¿eh?

-Malísimo.... porque yo tenía la tontuna de estar enamorada hasta los tuétanos, como se enamora una chiquilla, pero chiquilla forrada de mujer..., de «uno» de Infantería, un teniente pobre como las ratas.... y se me había metido en la cabeza que aquel había de ser mi marido apenas saliese a capitán. Y las súplicas de mi padre; los consejos de las amigas; las órdenes y hasta los pescozones de mi madrastra, que no me dejaba respirar, me aturdieron de tal manera, que no me atreví a resistir. Y vengan regalos, y desclávense cajones de vestidos enviados de Madrid, y cuélguese usted los faralaes blancos, y préndase el embelequito de la corona de azahar, y la iglesia, y ahí te suelto la bendición, y en seguida gran comilona, los amigos de la familia y la parentela del novio que brindan y me ponen la cabeza como un bombo, a mí, que más ganas tenía de lloriquear que de probar bocado...

-Hija, por ahora no encuentro mucho de particular en tu historia. Casarse así, rabiando y por máquina, es bastante frecuente.

-Aguarda, aguarda -advirtió amenzándome con la mano-. Ahora entra lo ridículo, la peripecia... Pues, señor, yo en mi vida había probado el tal champagne... Me sirvieron la primera copa para que contestase a los brindis, y después de vaciarla, me pareció que me sentía con más ánimo, que se me aliviaban el malestar y la negra tristeza. Bebí la segunda, y el buen efecto aumentó. La alegría se me derramaba por el cuerpo... Entonces me deslicé a tomar tres, cuatro, cinco, quizá media docena...

Los convidados bromeaban celebrando la gracia de que bebiese así, y yo bebía buscando en la especie de vértigo que causa el champagne un olvido completo de lo que había de suceder y de lo que me estaba sucediendo ya. Sin embargo, me contuve antes de llegar a transtornarme por completo, y sólo podían notar en la mesa que reía muy alto, que me relucían los ojos y que estaba sofocadísima.

Nos esperaba un coche, a mi marido y a mí, coche que nos había de llevar a una casa de campo de él, a pasar la primera semana después de la boda. Chiquillo, no sé si fue el movimiento del coche o si fue el aire libre, o buenamente que estaba yo como una uva, pero lo cierto es que apenas me vi sola con el tal hombre y él pretendió hacerme garatusas cariñosas, se me desató la lengua, se me arrebató la sangre, y le solté de pe a pa lo del teniente, y que sólo al teniente quería, y teniente va y teniente viene, y dale con que si me han casado contra mi gusto, y toma con que ya me desquitaría y le mataría a palos... Barbaridades, cosas que inspira el vino a los que no acostumbran... Y mi esposo, más pálido que un muerto, mandó que volviese atrás el coche, y en el acto me devolvió a mi casa. Es decir, esto me lo dijeron luego, porque yo, de puro borrachina..., de nada me enteré.

-¿Y nunca más te quiso recibir tu marido?

-Nunca más. Parece que le espeté atrocidades tremendas. Ya ves: quien hablaba por mi boca era el maldito espumoso...

-¿Y... en tu casa? ¿Te admitieron contentos?

-¡Quiá! Mi madrastra me insultaba horriblemente, y mi padre lloraba por los rincones... Preferí tomar la puerta, ¡qué caramba!

-¿Y... el teniente?

-¡Sí, busca teniente! Al saber mi boda se había echado otra novia, y se casó con ella poco después.

-¿Sabes que has tenido mala sombra?

-Mala por cierto... Pero creo que si todas las mujeres hablasen lo que piensan, como hice yo por culpa del champagne, más de cuatro y más de ocho se verían peor que esta individua.

-¿Y no te da tu marido alimentos? La ley le obliga.

¡Bah! Eso ya me lo avisó un abogadito «que tuve»... ¡Pare el diablo que se meta a pleitear! ¿Voy a pedirle que me mantenga a ese, después del desengaño que le costé? Anda, ponme más champagne... Ahora ya puedo beber lo que quiera. No se me escapará ningún secreto.


domingo, 5 de abril de 2015

La inspiración


Temporada fatal estaba pasando el ilustre Fausto, el gran poeta. Por una serie de circunstancias engranadas con persistencia increíble, todo le salía mal, todo fallido, raquítico, como si en torno suyo se secasen los gérmenes y la tierra se esterilizase. Sin ser viejo de cuerpo, envejecía rápidamente su alma, deshojándose en triste otoñada sus amarillentas ilusiones. Lo que le abrumaba no era dolor, sino atonía de su ardorosa sensibilidad y de su imaginación fecunda.

Acababa de romper relaciones con una mujer a quien no amaba: aquello principió por una comedia sentimental, y duró entre una eternidad de tedio, el cansancio insufrible del actor que representa un papel antipático, que ya va olvidando, de puro sabido, en un drama sin interés y sin literatura. Y, no obstante, cuando la mujer mirada con tanta indiferencia le suplantó descaradamente y le hizo blanco de acerbas pullas que se repetían en los salones, Fausto sintió una de esas amarguras secas, irritantes, que ulceran el alma, y quedó, sin querérselo confesar, descontento de sí, rebajado a sus propios ojos, saturado de un escepticismo vulgar y prosaico, embebido de la ingrata convicción de que su mente ya no volvería a crear obra de arte, ni su corazón a destilar sentimiento.

Sí; Fausto se imaginaba que no era poeta ya. Así como los místicos tienen horas en que la frialdad que advierten les induce a dudar de su propia fe, los artistas desfallecen en momentos dados, creyéndose impotentes, paralíticos, muertos.

Recluido en su gabinete, Fausto llamaba a la musa; pero en vano brillaba la lámpara, ardía la chimenea, exhalaban perfume los jacintos y las violetas, susurraba la seda del cortinaje: la infiel no acudía a la cita, y Fausto, con la frente calenturienta apoyada en la palma de la mano -actitud familiar para todos los que han luchado a solas con el ángel rebelde-, no sentía fluir ni una gota del manantial delicioso; sólo veía rocas negras, áridos arenales caldeados por el sol del desierto.

En aquellos momentos de agonía, su conciencia le acusaba diciéndole que la decadencia del artista procedía del indiferentismo del hombre; que la poesía no acude a los páramos, sino a los oasis, y que si no podía volver a amar, tampoco podría volver a aparear versos, como quien unce parejas de corzas blancas al mismo carro de oro.

Las mujeres que le habían burlado y abandonado eran, sin duda indignas de su amor; pero tampoco él, Fausto, el poeta, el soñador, el ave, se había tomado el trabajo de quererlo inspirar, ni menos de sentirlo. El desierto no era el alma ajena, era su alma. Quien sólo ofrece llanuras candentes y peñascales yermos, no extrañe que el viajero cansado no se siente a reposar, ni quiera dormir larga y dulce siesta, como la que se duerme a la sombra de las palmeras verdes, al lado del fresco pozo...

Paseábase Fausto una tarde de septiembre, a pie y sin objeto, por una de las solitarias rondas madrileñas, y al borde de un solar cercado de tablas divisó grupos de gente que examinaba algo caído en el suelo con muestras de vivísimo interés. Las cabezas se inclinaban, y del corro salían exclamaciones de lástima y admiración. Fausto iba a pasar sin hacer caso, pero una sensación indefinible de curiosidad cruel le empujó al remolino. Pensó que la realidad es madre de la poesía, y que a veces del incidente más vulgar salta la chispa generadora. No sin algún trabajo consiguió abrirse camino, y ya en primera fila, pudo ver lo que causaba el asombro de aquel gentío humilde.

Sobre la hierba enteca y mísera que a duras penas brotaba del terreno arcilloso, yacía tendida una mujer joven, de sorprendente belleza. La palidez de la muerte, y esa especie de misteriosa dignidad y calma que imprime a las facciones, la hacían semejante a perfectísimo busto de mármol, y el ligero vidriado de los árabes ojos no amenguaba su dulzura. El pelo, suelto, rodeaba como un cojín de terciopelo mate la faz, y la boca, entreabierta, dejaba ver los dientes de nácar entre los descoloridos y puros labios. No se distinguía herida alguna en el cuerpo de la joven, y sus ropas conservaban decente compostura. Estaba echada de lado. Una faja de lana unía su cintura a la de un mocetón feo y tosco, muerto también, de un balazo que, entrando por el oído, había roto el cráneo. Sin duda, en la agonía de los dos enamorados la faja debió de aflojarse, pues la mujer aparecía algo vuelta hacia la derecha, y el mozo a la izquierda, como desviándose de su compañera en el morir.

Con mezcla de piedad y de enojo, los albañiles, las lavanderas y los guardias de Orden Público comentaban el trágico suceso. Tratábase de un doble suicidio, concertado de antemano, y hasta anunciado por el bruto del mozo en una taberna la noche anterior.

La oposición de los padres de ella, las malas costumbres de él y el haber caído soldado, eran la causa. Ella no podía resignarse a la separación. Ella misma, la mujer apasionada, había lanzado la terrible idea, acogida con fruición estúpida por el hombre celoso y feroz. Morir, irse abrazados a donde Dios dispusiese; no apartarse ya nunca; pese a quien pese, desposarse en el ataúd...

Sin dilación adquirió el revólver, y después de una mañana que pasaron juntos almorzando en un ventorro, los dos amantes se habían recogido al extraviado solar, donde, arrollando primero la faja del mozo alrededor de ambas cinturas, ella había tendido con sublime confianza el seno izquierdo, sin que, ni al sentir sobre el corazón el cañón del arma, se borrase de sus labios aquella sonrisa que aún conservaba fija en la boca, ¡aquella sonrisa que lucía los dientes de nácar entre los descoloridos y puros labios!

Por la noche, al retirarse Fausto a su casa, percibió una fiebre singular que conocía de antemano, pues solía experimentarla cada vez que se renovaba su ser con afectos nunca sentidos. Semejante excitación nerviosa, señalaba, como la manecilla del reloj, las etapas sucesivas de su vida moral. La alegría extremada, la pena vehemente e inconsolable se anunciaban igualmente para Fausto con un desasosiego raro, una inquietud del corazón, que ya acelera sus latidos, ya se aquieta y desmaya hasta el síncope. Las horas nocturnas las contó desvelado en la cama; no podía apartar del pensamiento la imagen de la muchacha muerta; y mientras volvía a ver el solar, el corro de curiosos, el grupo trágico de los amantes que, abrazados, emprenden el viaje sin regreso, un bullir confuso de rimas, un surgir de estrofas incompletas, un rodar oceánico de versos sonoros, ascendía de su corazón palpitante a su cerebro, y bajaba después, a manera de corriente impetuosa, a su mano, impaciente ya de asir la pluma...

Lo más raro de todo era que Fausto, con la fantasía, enmendaba la plana al ciego Destino. La hermosa niña que había recibido en el seno izquierdo la bala, no estaba enamorada del bárbaro y plebeyo borrachín, del perdulario soez que descansaba a su lado, y que la amarró con la faja antes de darle muerte. No; el predilecto de aquella mujer que sabía querer y morir; el que antes de asesinarla había aspirado el aliento de su boca de virgen, era Fausto, el poeta; Fausto, que por fin encontraba su ideal, y que al encontrarlo prefería dejar la Tierra, sellando con el sello de lo irreparable tan magnífica pasión.

¿Quién duda que sólo Fausto, capaz de comprender el valor de la acción sublime, merecía haberla inspirado? Corrigiendo la inepcia de los hechos, despreciando la vana apariencia de lo real, Fausto recogía para sí la ardiente flor amorosa, la flor de sangre sembrada en el erial de la ronda madrileña. El era el compañero de aquella muerta que sonreía; él era quien había apoyado el revólver sobre el impávido seno de la heroína, no sólo tranquila ante la muerte, sino prendada de la muerte que une eternamente, sin separación posible, a los que quisieron con delirio... Y la sugestión fue tan fuerte, que Fausto arrojó las sábanas, encendió luz y empezó a emborronar papel...

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Tal vez el origen del poema Juntos, el mejor timbre de gloria de Fausto, lo que consagrará ante la posteridad su nombre, porque Juntos es (lo afirma la crítica) una maravilla de sentimiento verdadero, y se comprende que está escrito con lágrimas vivas del poeta, que corresponde a penas y goces no fingidos, a algo que no se inventa, porque no puede inventarse.