sábado, 9 de mayo de 2015

Afra



La primera vez que asistí al teatro en Marineda -cuando me destinaron con mi regimiento a la guarnición de esta bonita capital de provincia- recuerdo que asesté los gemelos a la triple hilera de palcos para enterarme bien del mujerío y las esperanzas que en él podía cifrar un muchacho de veinticinco años no cabales.

Gozan las marinedinas fama de hermosas, y vi que no usurpada. Observé también que su belleza consiste, principalmente, en el color. Blancas (por obra de naturaleza, no del perfumista), de bermejos labios, de floridas mejillas y mórbidas carnes, las marinedinas me parecieron una guirnalda de rosas tendida sobre un barandal de terciopelo obscuro. De pronto, en el cristal de los anteojos que yo paseaba lentamente por la susodicha guirnalda, se encuadró un rostro que me fijó los gemelos en la dirección que entonces tenían. Y no es que aquel rostro sobrepujase en hermosura a los demás, sino que se diferenciaba de todos por la expresión y el carácter.

En vez de una fresca encarnadura y un plácido y picaresco gesto vi un rostro descolorido, de líneas enérgicas, de ojos verdes, coronados por cejas negrísimas, casi juntas, que les prestaban una severidad singular; de nariz delicada y bien diseñada, pero de alas movibles, reveladoras de la pasión vehemente; una cara de corte severo, casi viril, que coronaba un casco de trenzas de un negro de tinta; pesada cabellera que debía de absorber los jugos vitales y causar daño a su poseedora... Aquella fisonomía, sin dejar de atraer, alarmaba, pues era de las que dicen a las claras desde el primer momento a quien las contempla: «Soy una voluntad. Puedo torcerme, pero no quebrantarme. Debajo del elegante maniquí femenino escondo el acerado resorte de un alma.»

He dicho que mis gemelos se detuvieron, posándose ávidamente en la señorita pálida de abundoso pelo. Aprovechando los movimientos que hacía para conversar con unas señoras que la acompañaban, detallé su perfil, su acentuada barbilla, su cuello delgado y largo, que parecía doblarse al peso del voluminoso rodete; su oreja menuda y afilada, como para no perder sonido. Cuando hube permanecido así un buen rato, llamando sin duda la atención por mi insistencia en considerar a aquella mujer, sentí que me daban un golpecito en el hombro, y oí que me decía mi compañero de armas, Alberto Castro:

-¡Cuidadito!

-Cuidadito, ¿por qué? -respondí, bajando los anteojos.

-Porque te veo en peligro de enamorarte de Afra Reyes, y si está de Dios que ha de suceder, al menos no será sin que yo te avise y te entere de su historia. Es un servicio que los hijos de Marineda, debemos a los forasteros.

-Pero ¿tiene historia? -murmuré, haciendo un movimiento de repugnancia; porque aun sin amar a una mujer, me gusta su pureza, como agrada el aseo de casas donde no pensamos vivir nunca.

-En el sentido que se suele dar a la palabra historia, Afra no la tiene... Al contrario, es de las muchachas más formales y menos coquetas que se encuentran por ahí. Nadie se puede alabar de que Afra le devuelva una miradita, o le diga una palabra de esas que dan ánimos. Y si no, haz la prueba: dedícate a ella; mírala más; ni siquiera se dignará volver la cabeza. Te aseguro que he visto a muchos que anduvieron locos y no pudieron conseguir ni una ojeada de Afra Reyes.

-Pues entonces... ¿que? ¿Tiene algo... en secreto? ¿Algo que manche su honra?

-Su honra o, si se quiere, su pureza..., repito que ni tiene ni tuvo. Afra en cuanto a eso..., como el cristal. Lo que hay te lo diré.... pero no aquí; cuando se acabe el teatro saldremos juntos, y allá por el Espolón, donde nadie se entere... Porque se trata de cosas graves.... de mayor cuantía.

Esperé con la menor impaciencia posible a que terminasen de cantar La bruja, y así que cayó el telón. Alberto y yo nos dirigimos de bracero hacia los muelles. La soledad era completa, a pesar de que la noche tibia convidaba a pasear y la luna plateaba las aguas de la bahía, tranquila a la sazón como una balsa de aceite y misteriosamente blanca a lo lejos.

-No creas -dijo Alberto- que te he traído aquí solo para que no me oyese nadie contarte la historia de Afra. También es que me pareció bonito referirla en el mismo escenario del drama que esta historia encierra. ¿Ves este mar tan apacible, tan dormido, que produce ese rumor blando y misterioso contra la pared del malecón? ¡Pues solo este mar... y Dios, que lo ha hecho, pueden alabarse de conocer la verdad entera respecto a la mujer que te ha llamado la atención en el teatro! Los demás la conocemos por meras conjeturas.... ¡y tal vez calumniamos al conjeturar! Pero hay tan fatales coincidencias, hay apariencias tan acusadoras en el mundo.... que no podría disiparla sino la voz del mismo Dios, que ve los corazones y sabe distinguir al inocente del culpado.

Afra Reyes es hija de un acaudalado comerciante; se educó algún tiempo en un colegio inglés; pero su padre tuvo quiebras y por disminuir gastos recogió a la chica, interrumpiendo su educación. Con todo, el barniz de Inglaterra se le conocía: traía ciertos gustos de independencia y mucha afición a los ejercicios corporales. Cuando llegó la época de los baños no se habló en el pueblo sino de su destreza y vigor para nadar: una cosa sorprendente.

Afra era amiga íntima, inseparable, de otra señorita de aquí; Flora Castillo; la intimidad de las dos muchachas continuaba de sus familias. Se pasaban el día juntas; no salía la una si no la acompañaba la otra; vestían igual y se enseñaban, riendo, las cartas amorosas que las escribían. No tenían novio, ni siquiera demostraban predilección por nadie. Vino del Departamento cierto marino muy simpático, de hermosa presencia, primo de Flora, y empezó a decirse que el marino hacía la corte a Afra, y que Afra le correspondía con entusiasmo. Y lo notamos todos: los ojos de Afra no se apartaban del galán, y al hablarle, la emoción profunda se conocía hasta en el anhelo de la respiración y en lo velado de la voz. Cuando a los pocos meses se supo que el consabido marino realmente venía a casarse con Flora, se armó un caramillo de murmuraciones y chismes y se presumió que las dos amigas reñirían para siempre. No fue así: aunque desmejorada y triste, Afra parecía resignada, y acompañaba a Flora de tienda en tienda a escoger ropas y galas para la boda. Esto sucedía en agosto.

En septiembre, poco antes de la fecha señalada para el enlace, las dos amigas fueron, como de costumbre, a bañarse juntas allí.... ¿no ves?, en la playita de San Wintila, donde suele haber mar brava. Generalmente las acompañaba el novio, pero aquél día sin duda tenía que hacer, pues no las acompañó.

Amagaba tormenta; la mar estaba picadísima; las gaviotas chillaban lúgubremente, y la criada que custodiaba las ropas y ayudaba a vestirse a las señoritas refirió después que Flora, la rubia y tímida Flora, sintió miedo al ver el aspecto amenazador de las grandes olas verdes que rompían contra el arenal. Pero Afra, intrépida, ceñido ya su traje marinero, de sarga azul obscura, animó con chanzas a su amiga. Metiéronse mar adentro cogidas de la mano, y pronto se las vio nadar, agarradas también, envueltas en la espuma del oleaje.

Poco más de un cuarto de hora después salió a la playa Afra sola, desgreñada, ronca, lívida, gritando, pidiendo socorro, sollozando que a Flora la había arrastrado el mar...

Y tan de verdad la había arrastrado, que de la linda rubia sólo reapareció al otro día un cadáver desfigurado, herido en la frente... El relato que de la desgracia hizo Afra entre gemidos y desmayos fue que Flora, rendida de nadar y sin fuerzas gritó: «¡Me ahogo!»; que ella, Afra, al oírlo, se lanzó a sostenerla y salvarla; pero Flora, al forcejear para no irse a fondo se llevaba a Afra al abismo; pero que, aun así, hubiesen logrado quizá salir a tierra si la fatalidad no las empuja hacia un transatlántico fondeado en la bahía desde por la mañana. Al chocar con la quilla, Flora se hizo la herida horrible y Afra recibió también los arañazos y magulladuras que se notaban en sus manos y rostro...

¿Que si creo en Afra...?

Sólo añadiré que al marino, novio de Flora, no volvió a vérsele por aquí; y Afra desde entonces, no ha sonreído nunca...

Por lo demás, acuerdate de lo que dice la Sabiduría: «El corazón del hombre.... selva obscura. ¡Figúrate el de la mujer!»




viernes, 8 de mayo de 2015

La novia fiel




Fue sorpresa muy grande para todo Marineda el que se rompiesen la relaciones entre Germán Riaza y Amelia Sirvián. Ni la separación de un matrimonio da margen a tantos comentarios. La gente se había acostumbrado a creer que Germán y Amelia no podían menos de casarse. Nadie se explicó el suceso, ni siquiera el mismo novio. Solo el confesor de Amelia tuvo la clave del enigma.

Lo cierto es que aquellas relaciones contaban ya tan larga fecha, que casi habían ascendido a institución. Diez años de noviazgo no son grano de anís. Amelia era novia de Germán desde el primer baile a que asistió cuando la pusieron de largo.

¡Que linda estaba en el tal baile! Vestida de blanco crespón, escotada apenas lo suficiente para enseñar el arranque de los virginales hombros y del seno, que latía de emoción y placer; empolvado el rubio pelo, donde se marchitaban capullos de rosa. Amelia era, según se decía en algún grupo de señoras ya machuchas, un «cromo», un «grabado» de La Ilustración. Germán la sacó a bailar, y cuando estrechó aquel talle que se cimbreaba y sintió la frescura de aquel hálito infantil perdió la chaveta, y en voz temblorosa, trastornado, sin elegir frase, hizo una declaración sincerísima y recogió un sí espontáneo, medio involuntario, doblemente delicioso. Se escribieron desde el día siguiente, y vino esa época de ventaneo y seguimiento en la calle, que es como la alborada de semejantes amoríos. Ni los padres de Amelia, modestos propietarios, ni los de Germán, comerciantes de regular caudal, pero de numerosa prole, se opusieron a la inclinación de los chicos, dando por supuesto desde el primer instante que aquello pararía en justas nupcias así que Germán acabase la carrera de Derecho y pudiese sostener la carga de una familia.

Los seis primeros años fueron encantadores. Germán pasaba los inviernos en Compostela, cursando en la Universidad y escribiendo largas y tiernas epístolas; entre leerlas, releerlas, contestarlas y ansiar que llegasen las vacaciones, el tiempo se deslizaba insensible para Amelia. Las vacaciones eran grato paréntesis, y todo el tiempo que durasen ya sabía Amelia que se lo dedicaría íntegro su novio. Este no entraba aún en la casa, pero acompañaba a Amelia en el paseo, y de noche se hablaban, a la luz de la luna, por una galería con vistas al mar. La ausencia, interrumpida por frecuentes regresos, era casi un aliciente, un encanto más, un interés continuo, algo que llenaba la existencia de Amelia sin dejar cabida a la tristeza ni al tedio.

Así que Germán tuvo en el bolsillo su título de licenciado en Derecho, resolvió pasar a Madrid a cursar las asignaturas del doctorado, ¡Año de prueba para la novia! Germán apenas escribía: billetes garrapateados al vuelo, quizá sobre la mesa de un café, concisos, insulsos, sin jugo de ternura. Y las amiguitas caritativas que veían a Amelia ojerosa, preocupada, alejada de las distracciones, le decían con perfida burlona:

-Anda, tonta; diviértete... ¡Sabe Dios lo que el estará haciendo por allá! ¡Bien inocente serías si creyeses que no te la pega!... A mí me escribe mi primo Lorenzo que vio a Germán muy animado en el teatro con «unas»...

El gozo de la vuelta de Germán compensó estos sinsabores. A los dos días ya no se acordaba Amelia de lo sufrido, de sus dudas, de sus sospechas. Autorizado para frecuentar la casa de su novia, Germán asistía todas las noches a la tertulia familiar, y en la penumbra del rincón del piano, lejos del quinqué velado por la sedosa pantalla, los novios sostenían interminable diálogo buscándose de tiempo en tiempo las manos para trocar una furtiva presión, y siempre los ojos para beberse la mirada hasta el fondo de las pupilas.

Nunca había sido tan feliz Amelia. ¿Qué podía desear? Germán estaba allí, y la boda era asunto concertado, resuelto, aplazado solo por la necesidad de que Germán encontrase una posicioncita, una base para establecerse: una fiscalía, por ejemplo. Como transcurriese un año más y la posición no se hubiese encontrado aún, decidió Germán abrir bufete y mezclarse en la politiquilla local, a ver si así iba adquiriendo favor y conseguía el ansiado puesto. Los nuevos quehaceres le obligaron a no ver a Amelia ni tanto tiempo ni tan a menudo. Cuando la muchacha se lamentaba de esto, Germán se vindicaba plenamente; había que pensar en el porvenir; ya sabía Amelia que un día u otro se casarían, y no debía fijarse en menudencias, en remilgos propios de los que empiezan a quererse. En efecto, Germán continuaba con el firme propósito de casarse así que se lo permitiesen las circunstancias.

Al noveno año de relaciones notaron los padres de Amelia (y acabó por notarlo todo el mundo) que el carácter de la muchacha parecía completamente variado. En vez de la sana alegría y la igualdad de humor que la adornaban, mostrábase llena de rarezas y caprichos, ya riendo a carcajadas, ya encerrada en hosco silencio. Su salud se alteró también; advertía desgana invencible, insomnios crueles que la obligaban a pasarse la noche levantada, porque decía que la cama, con el desvelo, le parecía su sepulcro; además, sufría aflicciones al corazón y ataques nerviosos. Cuando le preguntaban en qué consistía su mal, contestaba lacónicamente: «No lo sé» Y era cierto; pero al fin lo supo, y al saberlo le hizo mayor daño.

¿Qué mínimos indicios; qué insensibles, pero eslabonados, hechos; qué inexplicables revelaciones emanadas de cuanto nos rodea hacen que sin averiguar nada nuevo ni concreto, sin que nadie la entere con precisión impúdica, la ayer ignorante doncella entienda de pronto y se rasgue ante sus ojos el velo de Isis? Amelia, súbitamente, comprendió. Su mal no era sino deseo, ansia, prisa, necesidad de casarse. ¡Qué vergüenza, qué sonrojo, qué dolor y qué desilusión si Germán llegaba a sospecharlo siquiera! ¡Ah! Primero morir. ¡Disimular, disimular a toda costa, y que ni el novio, ni los padres, ni la tierra, lo supiesen!

Al ver a Germán tan pacífico, tan aplomado, tan armado de paciencia, engruesando, mientras ella se consumía; chancero, mientras ella empapaba la almohada en lágrimas. Amelia se acusaba a sí propia, admirando la serenidad, la cordura, la virtud de su novio. Y para contenerse y no echarse sollozando en sus brazos; para no cometer la locura indigna de salir una tarde sola e irse a casa de Germán, necesitó Amelia todo su valor, todo su recato, todo el freno de las nociones de honor y honestidad que le inculcaron desde la niñez.

Un día.... sin saber cómo, sin que ningún suceso extraordinario, ninguna conversación sorprendida la ilustrase, acabaron de rasgarse los últimos cendales del velo... Amelia veía la luz; en su alma relampagueaba la terrible noción de la realidad; y al acordarse de que poco antes admiraba la resignación de Germán y envidiaba su paciencia, y al explicarse ahora la verdadera causa de esa paciencia y esa resignación incomparables.... una carcajada sardónica dilató sus labios, mientras en su garganta creía sentir un nudo corredizo que se apretaba poco a poco y la estrangulaba. La convulsión fue horrible, larga, tenaz; y apenas Amelia, destrozada, pudo reaccionar, reponerse, hablar.... rogó a sus consternados padres que advirtiesen a Germán que las relaciones quedaban rotas. Cartas del novio, súplicas, paternales consejos, todo fue en vano. Amelia se aferró a su resolución, y en ella persistió, sin dar razones ni excusas.

-Hija, en mi entender, hizo usted muy mal -le decía el padre Incienso, viéndola bañada en lágrimas al pie del confesionario-. Un chico formal, laborioso, dispuesto a casarse, no se encuentra por ahí fácilmente. Hasta el aguardar a tener posición para fundar familia lo encuentro loable en él. En cuando a lo demás..., a esas figuraciones de usted... Los hombres.... por desgracia... Mientras está soltero habrá tenido esos entretenimientos... Pero usted...

-¡Padre -exclamó la joven-, créame usted, pues aquí hablo con Dios! ¡Le quería.... le quiero.... y por lo mismo.... por lo mismo, padre! ¡Si no le dejo.... le imito! ¡Yo también...!