miércoles, 3 de junio de 2015

Los buenos tiempos



Siempre que entrábamos en el despacho del conde de Lobeira atraía mis miradas -antes que las armas auténticas, las lozas hispanomoriscas y los retazos de cuero estampado que recubrían la pared- un retrato de mujer, de muy buena mano, que por el traje indicaba tener, próximamente un siglo de fecha. «Es mi bisabuela doña Magdalena Varela de Tobar, duodécima condesa de Lobeira», había dicho el conde, respondiendo a mi curiosa interrogación, en el tono del que no quiere explicarse más o no saber otra cosa. Y por entonces hube de contentarme, acudiendo a mi fantasía para desenvolver las ideas inspiradas por el retrato.

Este representaba a una señora como de treinta y cinco años, de rostro prolongado y macilento, de líneas austeras, que indicaban la existencia sencilla y pura, consagrada al cumplimiento de nobles deberes y al trabajo doméstico, ley de la fuerte matrona de las edades pasadas. La modestia de vestir en tan encumbrada señora parecíame ejemplar; aquel corpiño justo de alepín negro, aquel pañolito blanco sujeto a la garganta por un escudo de los Dolores, aquel peinado liso y recogido detrás de la oreja, eran indicaciones inestimables para delinear la fisonomía moral de la aristocrática dama. No cabía duda: doña Magdalena había encarnado el tipo de la esposa leal, casta y sumisa, fiel guardadora del fuego de los lares; de la madre digna y venerada, ante quien sus hijos se inclinan como ante una reina; del ama de casa infatigable, vigilante y próvida, cuya presencia impone respeto y cuya mano derrama la abundancia y el bienestar. Así es que me sorprendió en extremo que un día, preguntándole al conde en qué época habían sido enajenadas las mejores fincas, los pingües estados de su casa, me contestase sobriamente, señalando el retrato consabido:

-En tiempo de doña Magdalena.

El dato inesperado acrecentó mi interés. A fuerza de fijarme en el retrato observé que aquella pintura ofrecía una particularidad rara y siempre sugestiva: en cualquier punto de la habitación que me colocase para mirarla me seguían los ojos de doña Magdalena con expresión imperiosa y ardiente. Casual acierto del pincel, o alarde de destreza del pintor, las pupilas del retrato estaban tocadas por tal arte, que pagaban con avidez y energía la mirada del que las contemplase desde lejos. Algunas veces, sin querer, levantaba yo la vista como si me atrajese tal singularidad y los ojos me llamasen. La severidad del fondo oscuro en que se destacaba la cabeza, la única nota clara del rostro y del pañolito, aumentaban la fuerza del extraño mirar.

Aunque el conde de Lobeira es de carácter reservado y frío, hay instantes en que el corazón más tapiado se abre y deja salir el opresor secreto. Uno de esos momento, siempre transitorio en ciertas organizaciones, llegó para el conde el día en que, incitada por mi imaginación, traidora cuanto fecunda, me arrojé a trazar la silueta de doña Magdalena, modelo de cristianas virtudes, emblema de otros tiempos y otras edades en que el hogar olía a incienso como el sagrario y la familia tenía la solida estructura del granito.

-¡Por Dios, no siga usted! -exclamó mi interlocutor, dejando de atizar la chimenea y volviéndose hacia el retrato como nos volvemos hacia un enemigo-. El terror más craso de cuantos pueden cometerse es juzgar del pasado por la impresión que nos causan sus reliquias. Cáscara vacía, huella de fósil en la piedra, ¿qué verdad ha de contarnos un retrato, un mueble o un edificio ruinoso? Los soñadores como usted son los que han falseado la historia, poetizado lo más prosaico y embellecido lo más horrible. En ninguna época fue la humanidad mejor de lo que es ahora; pero las iniquidades pasadas se olvidan y un lienzo embadurnado y lleno de grietas basta para que nos abrume el descontento de lo presente. Ya que también usted cae en esa vulgarísima y temible preocupación de que se nos han perdido grandes virtudes, merece usted que para desilusionarla le cuente la historia de doña Magdalena, tal como la he entresacado de nuestro archivo y de otros documentos.... ¡que obran en archivos judiciales!

Esa señora que está usted viendo, retratada con su jubón de alepín y su honesto pañolito, al casarse con mi bisabuelo, llevándole rica dote y el condado de Lobeira, se mostró apasionada hasta un grado increíble, despótico y furioso. Mi bisabuelo pasaba por el mozo más gallardo de toda la provincia, y doña Magdalena, por una señorita fanáticamente devota: se susurraba que usaba cilicio y que se disciplinaba todas la noches. Fuese o no verdad, lo que es a su marido cilicio le puso doña Magdalena, y hasta grillos, para que de ella no se apartase ni un minuto. Poco después de la boda, los que vieron al conde pálido, demacrado y abatido, esparcieron el rumor absurdo de que su esposa le daba hierbas y filtros para subyugarle y para que ardiese más viva la tea del amor conyugal.

Duró esta situación, sin que la modificase el nacimiento de varios hijos. No obstante a los diez o doce años, de matrimonio, observose que el conde, habiéndose aficionado a cazar y haciendo frecuentes excursiones por la montaña -pues pasaban largas temporadas en el campo, en el palacio solariego de Lobeira, según costumbre de los señores de entonces-, recobraba cierta alegría y parecía rejuvenecido.

Como yo no estoy graduando el interés de mi historia, sino que se la cuento a usted descarnada y sin galas -advirtió al llegar aquí el narrador-, diré inmediatamente lo que produjo la mejoría del conde. Fue que, algún tanto aplacada aquella pasión de vampiro de su mujer, pudo respirar y vivir como las demás personas. Usted objetará que todo el delito de doña Magdalena consistía en amar excesivamente a su esposo, y que eso merece disculpa y hasta alabanza. Si yo discutiese tan delicado punto, temería ofender sus oídos de usted con algún concepto malsonante. Indicaré que hay cien maneras de amar, y que el santo nombre de amor cubre a veces nuestros bárbaros egoísmos o nuestras morbosas aberraciones. Y basta, que al buen entendedor... Ya continúo.

Como a veces se guardan bien los secretos en las aldeas, doña Magdalena tardó bastante en entenderse de que su marido, al volver de la caza, solía descansar en la choza de cierto labriego que tenía una hija preciosa. En efecto, era así: el conde de Lobeira prefería a los suculentos manjares de su cocina señorial, la brona y la leche fresca servida por la gentil rapaza, que, con la inocencia en los ojos y la risa en los labios, acudía solícita a festejarle; doña Magdalena, ya informada, no pensó ni un minuto que allí existiese un puro idilio; vio desde el primer instante el mal y agravio. Y acaso acertase: no pretendo excusar a mi bisabuelo, aunque las crónicas afirman que era honesta y sencilla su afición a la hija del colono.

Lo histórico es que, en una noche de invierno muy oscura y muy larga, la puerta del pazo se abrió sin ruido para dejar entrar a un hombre robusto, recio, vestido con el clásico traje del país, que hoy está casi en desuso. La condesa le esperaba en el zaguán: tomóle de la mano, y por un pasadizo oscuro le llevó a una habitación interior, que alumbraba una vela de cera puesta en candelabro de maciza plata. Era el oratorio.

Detrás de las colgaduras de damasco carmesí que lo vestían, y que replegó la dama, el hombre vio abierto un boquete, a manera de cueva; un agujero sombrío. Repito lo de antes: no busco «efectos»; pero aunque los buscase, creo que ninguno tan terrible como decir sin más circunloquios que el hombre -un «casero» en las costumbres de entonces casi un siervo de la condesa -era el mismo padre de la zagala a quien el conde solía visitar; y que doña Magdalena, enseñándole el negro hueco, advirtió al labrador que allí ocultarían el cadáver del conde. En seguida le entregó un hacha nueva, afilada y cortante.

¿Temió aquel hombre por la vida de su hija y por la suya propia? ¿Impulsole la cobardía o el respeto tradicional a la casa de Lobeira? ¿Fue la sugestión que ejerce sobre un cerebro inculto y una voluntad irresoluta y débil, la hembra resuelta de arrebatadas pasiones? ¿Fue codicia, tentación de onzas y de ricos joyeles que la esposa ultrajada le ofrecía en precio de la sangre? El caso es que si hubo resistencia por parte del labriego, duró bien poco. Según su declaración, hizo la señal de la cruz (¡atroz detalle!), descalzóse, empuñó el hacha y siguió a la condesa hasta el aposento en que el conde dormía. Y mientras la señora alumbraba con la vela de cera del oratorio, el labriego descargó un golpe, otro, diez; en la frente, la cara, el pecho... El dormido no chistó: parece que al primer hachazo abrió unos ojos muy espantados... y luego, nada. Sábanas, colchones, el hacha y el muerto, todo fue arrojado al escondrijo; la condesa lavó las manchas del suelo, cerró la trampa, y atestando de oro la faltriquera del asesino, le despachó con orden de cruzar el Miño y meterse en Portugal.

Un rumor vago al principio, y después muy insistente, se alzó con motivo de la desaparición del conde de Lobeira. Su esposa hablaba de viajes motivados por un pleito; y en el oratorio, bajo cuyo piso yacía mi bisabuelo asesinado, celebrábase diariamente el santo sacrificio de la misa, asistiendo a él doña Magdalena, lo mismo que la ve usted retratada ahí: pálida, grave, modesta, rodeada de sus hijos, que la besaban la mano cariñosa. En aquel tiempo no había prensa que escudriñase misterios, y la coincidencia de la desaparición del conde y la del casero y su hija, la linda moza, dio pie a que se sospechase que el esposo de doña Magdalena vivía muy a gusto en algún rincón de esos que saben buscar los enamorados. No faltó quien compadeciese a la abandonada señora, en torno de la cual el respeto ascendió, como asciende la marea. Al verla pasar, derecha, macilenta, siempre de negro, la gente se descubría.

Y así corrió un año entero.

Al cumplirse, día por día, a corta distancia del pazo de Lobeira apareció un hombre profundamente dormido; era el casero de la condesa; y los demás labriegos, que le rodeaban esperando a que despertase, quedaron atónitos cuando al volver en sí, a gritos confesó el crimen, a gritos se denunció y gritos pidió que le llevasen ante la Justicia. Hay fenómenos morales que no explica satisfactoriamente ningún raciocinio: la mitad de nuestra alma está sumergida en sombras, y nadie es capaz de presentir qué alimañas saldrían de esa caverna si nos empeñásemos en registrarla. El aldeano, cuando le preguntaron el móvil de su conducta, afirmó con rústicas razones que no lo sabía; que una gana irresistible -un «volunto», como dicen ahora- le obligó a salir de Portugal y a ver de nuevo el pazo, y que al avistarlo le acometió un sueño letárgico, invencible también, y ya despierto, un ímpetu de confesar, de decir la verdad, de ser castigado, porque, sin duda, calculo yo, su endeble alma no podía con el peso del secreto que impenetrable y tranquila, guardaba el alma varonil de doña Magdalena.

La prendieron, claro está, y aún se enseña en la cárcel marinedina el negro calabozo donde la condesa de Lobeira se pudrió muchos meses... El casero fue ahorcado; y para librar a mi bisabuela del patíbulo empeñóse la hacienda de mi casa. La justicia se comió con apetito tan sabrosa breva, y nuestra decadencia viene de ahí.

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Alcé los ojos y busqué los del retrato. La mirada de doña Magdalena se me figuró más tenaz, más intensa, más dolorosa. El bisnieto callaba y suspiraba, como si le oprimiese el corazón el drama ancestral, como si percibiese la humedad de las lágrimas evaporadas hace un siglo. 


jueves, 14 de mayo de 2015

Cuento soñado



Había una princesa a quién su padre, un rey muy fosco, caviloso y cejijunto, obligaba a vivir reclusa en sombría fortaleza, sin permitirle salir del más alto torreón, a cuyo pie vigilaban noche y día centinelas armados de punta en blanco, dispuestos a ensartar en sus lanzones o traspasar con sus venablos agudos a quien osase aproximarse. La princesa era muy linda; tenía la tez color de luz de luna, el pelo de hebras de oro, los ojos como las ondas del mar sereno, y su silueta prolongada y grácil recordaba la de los lirios blancos cuando la frescura del agua los inhiesta.

En la comarca no se hablaba sino de la princesa cautiva y de su rara beldad, y de lo muchísimo que se aburría entre las cuatro recias paredes de la torre, sin ver desde la ventana alma viviente, más que a los guardias inmóviles, semejantes a estatuas de hierro.

Los campesinos se santiguaban de terror si casualmente tenían que cruzar ante la torre, aunque fuese a muy respetuosa distancia. En la centenaria selva que rodeaba la fortaleza, ni los cazadores se resolvían a internarse, temerosos de ser cazados. Silencio y soledad alrededor de la torre, silencio y soledad dentro de ella: tal era la suerte de la pobre doncellita, condenada a la eterna contemplación del cielo y del bosque, y del río caudaloso que serpenteaba lamiendo los muros del recinto.

De pechos sobre el avance del angosto ventanil, la princesa solía entregarse a vagos ensueños, aspirando a venturas que no conocía, de las cuales formaba idea por referencia de sus damas y por conversaciones entreoídas, sorprendidas -pues estaba vedado tratar delante de la princesa del mundo y sus goces- Así y todo, reuniendo datos dispersos y concordándolos con ayuda de la fantasía, la secuestrada suponía fiestas magníficas, iluminaciones mágicas suspendidas entre el follaje de arbustos cuajados de flor y que exhalaban embriagadores aromas; oía los acordes de los instrumentos músicos, aladas melodías que volaban como cisnes sobre la superficie de los lagos y veía las parejas que, cogidas de la cintura, luciendo sedas, encajes y joyas, danzaban con incasable ardor, deslizando los galanes palabras de miel al oído de las damiselas, rojas de pudor y felicidad, sueltos los rizos y anhelante el seno.

Mientras la princesa se representaba estos cuadros, las nubes se teñían de carmín hacia el Poniente, un murmullo grave y hondo ascendía del río y del bosque, y la cautiva, oprimida de afán de libertad, murmuraba para sí:«¿Cómo será el amor?»

Allá donde la montaña escueta dominaba el río y el bosque, una cabañita muy miserable, de techo de bálago, servía de vivienda a cierto pastorcillo, que por costumbre bajaba a apacentar diez o doce ovejas blancas en la misma linde de la selva. Más resuelto que los otros villanos, el mozalbete no recelaba aproximarse al castillo y deslizarse por entre la maleza con agilidad y disimulo, para mirar hacia la torre. Después de encontrar un senderito borrado casi, que moría en el cauce del río, logró el pastor descubrir también que al final del sendero abríase una boca de cueva, y metiendose por ella intrépidamente pudo cerciorarse de que pasando bajo el río, la cueva tenía otra salida que conducía al interior del recinto fortificado. El descubrimiento hizo latir el corazón del pastorcillo, porque estaba enamorado de la princesa (aunque no la había visto nunca). Supuso que aprovechando el paso por la cueva lograría verla a su sabor, sin que se lo estorbasen los armados, los cuales, bien ajenos a que nadie pudiera introducirse en el recinto, casi al pie de la torre, no vigilaban sino la orilla opuesta del río. Es cierto que entre la torre de la cautiva y el pastor se interponían extensos patios, anchos fosos y recios baluartes; con todo eso, el muchacho se creía feliz: estaba dentro de la fortaleza y pronto vería a su amada.

Poco tardó en conseguir tanta ventura. La princesa se asomó, y el pastorcillo quedó deslumbrado por aquella tez color de luna y aquél pelo de siderales hebras. No sabía cómo expresar su admiración y enviar un saludo a la damisela encantadora; se le ocurrió cantar, tocar su camarillo.... pero le oirían; juntar y lanzar un ramillete de acianos, margaritas y amapolas.... pero era inaccesible el alto y calado ventanil. Entonces tuvo una idea extraordinaria. Procuróse un pedazo de cristal, y así que pudo volver a deslizarse en el recinto por la cueva, enfocó el cristal de suerte que, recogiendo en él un rayo de sol, supo dirigirlo hacia la princesa. Esta, maravillada, cerró los ojos, y al volver a abrirlos para ver quién enviaba un rayo de sol a su camarín, divisó al pastorcillo, que la contemplaba estático. La cautiva sonrió, el enamorado comprendió que aceptaba su obsequio..., y desde entonces, todos los días, a la misma hora, el centelleo del arco iris despedido por un pedazo de vidrio alegró la soledad de la princesita y le cantó un amoroso himno que se confundía con la voz profunda de la selva allá en lontananza...

De pronto, sobrevino un cambio radical en la vida de la princesa. Murieron en una batalla su padre y su hermano, y recayó en ella la sucesión del trono. Brillante comitiva de señores, guerreros, obispos, pajes y damas vino a buscarla solemnemente y a escoltarla hasta la capital de sus estados. Y la que pocos días antes solo conversaba con los pájaros, y solo esperaba el rayo de sol del pastorcito, se halló aclamada por millares de voces, aturdida por el bullicio de espléndidos festejos, y admiró las iluminaciones entre el follaje, y oyó las músicas ocultas en el jardín, y giró con las parejas que danzaban, y supo lo que es la gloria, la riqueza, el placer, la pasión delirante y la alegría loca...

Habíanse pasado muchos, muchos años, cuando la princesa reina ya y casi vieja ya, tuvo el capricho de visitar aquella torre donde su padre, por precaución y por tiránica desconfianza, la mantuvo emparedada durante los momentos más bellos de la juventud. Al entrar en el camarín, una nostalgia dolorosa, una especie de romántica melancolía se apoderó de la reina y la obligó a reclinarse en el ajimez, sintiendo preñados de lágrimas los ojos. La tarde caía, inflamando el horizonte; el bosque exhalaba su melodioso y hondo susurro..., y la reina, tapándose la cara con las manos, sentía que las gotas de llanto escurrían pausadamente a través de los dedos entreabiertos. ¿Lloraba acaso al recordar lo sufrido en el torreón; el largo cautiverio, el fastidio? ¡Mal conocéis el corazón de las mujeres los que a eso atribuís el llanto de tan alta señora!

Sabed que, desde el momento en que pisó la torre, la reina echaba de menos el rayo de sol que todos los días, a la misma hora, le enviaba el pastorcillo enamorado por medio de un trozo de vidrio. Por aquél trozo de vidrio daría ahora la soberana los más ricos diamantes de su corona real. Sólo aquel rayo podría iluminar su corazón fatigado, lastimado, quebrantado, marchito. Y al dejar escurrir las lágrimas, sin cuidarse de reprimirlas ni de secarlas con el blasonado pañuelo, lloraba la juventud, la ilusión, la misteriosa energía vital de los años primaverales... Nunca volvería el pastorcillo a enviarle el divino rayo.