miércoles, 22 de julio de 2015

LEYENDA DE ROLDAN Y EL GIGANTE FERRAGUT




Una de las leyendas más extendidas en el Camino de Santiago es la que nos cuenta la batalla entre Roldan y el gigante Ferragut.

Según nos cuenta la leyenda; cerca de la ciudad navarra de Nájera y en un cerro que lleva por nombre el Poyo de Roldan, sucedieron los hechos y fueron sus protagonistas Roldan sobrino del emperador franco Carlomagno y el gigante Ferragut.

Ferragut era un gigante musulman procedente de Siria, cuya principal caracteristica era su fuerza, valor e invulnerabilidad, no temiendo ni a nada ni a nadie.

Enterado Carlomagno de la existencia de este gigante, acudió con sus tropas a Najera, y una vez ambos ejercitos frente a frente, el gigante retó en singular combate a cualquier franco que quisiera combatir con él en singular combate. Carlomagno envió a varios de sus mejores paladines a combatir con Ferragut, pero uno tras otros fueron derrotados, sin que hubiera ningún combatiente en campo cristiano capaz de derrotarlo. Pidió permiso Roldan a su tio para combatir con el gigante y una vez obtenido el permiso empezó el singular combate.

Despues de un largo dia de lucha en los que ambos contendientes lucharon con especial esfuerzo, la batalla no estaba decidida. En la batalla rompieron sus espadas y lanzas y murieron sus caballos e incluso pelearon con piedras y puños, pero al finalizar el día la batalla no estaba decidida, por eso optaron por darse una tregua para seguir el combate al dia siguiente.

Durante el dia siguiente el combate continuó sin tregua, sin que ninguno de los contendientes pudiera dar como ganado el duelo, por lo que al atardecer decidieron un descanso para recuperar fuerzas, por lo que ambos se sentaron a descansar en el campo de batalla.

Durante el descanso los dos contricantes se pusieron a hablar sobre la fé de Roland, y la religión cristiana. En uno de los momentos de la conversación Ferragut confió a Roldan el secreto de su invulnerabilidad, este era que sólo podía ser herido en el ombligo.

Esta camaderia que en principios nos puede resultar chocante, es o era habitual entre caballeros tanto cristianos como musulmanes, y ambos aunque de distinta religión eran caballeros y como tal actuaban.

Una vez finalizado el descanso y vuelto al combate Roldan, conocedor del secreto del gigante Ferragut, se las ingenió para clavar su daga en el ombligo de su enemigo, matandolo y dando por finalizado el combate para las armas cristianas.

Esta leyenda unida al poema del Cantar de Roldan, donde se narra la muerte del héroe circuló por el camino de Santiago y en su parte navarra; por ser este, el lugar donde se desarrollaron los hechos. Las aventuras de Roldan o Rolando fueron un hito en el camino de Santiago, y los lugares citados en el poema eran muy visitados por parte de los peregrinos francos que realizaban el viaje y que no dudaban de ninguna manera de la veracidad de los hechos y de los lugares de leyenda. En el Palacio de los Reyes de Navarra en la localidad de Estella, único edificio románico civil que nos queda del antiguo Reino de Navarra, podemos encontrar un capitel donde se representa la lucha entre Roldan y el gigante Ferragut, capitel muy famoso en toda Navarra. En él podemos ver a Roldan montado a caballo en el momento de clavar su lanza en el ombligo de Ferragut que también va montado en su caballo.






martes, 21 de julio de 2015

LA MORA DE ZALDIARAN




Los peines de oro tienen una gran importancia en las leyendas vascas. Mari se peina con un
peine de oro y también las lamias lo utilizan para peinar sus largos cabellos dorados al borde de las
fuentes y los arroyos. Es menos corriente que el peine de oro lo utilicen las brujas y las humanas,
aunque también se dan estos casos.
    La siguiente leyenda nos habla de una mora misteriosa que es, seguramente, resultado de la
larga convivencia entre vascos y musulmanes en las zonas del sur de Euskal Herria. La mención de
esta mora la recoge J. M. de Barandiaran en su libro «El mundo en la mente popular vasca».

    Hace muchos siglos había en Zaldiaran, en Araba, una hermosa torre, de la que hoy, desgraciadamente, sólo quedan las ruinas.
    Don Pedro, señor de la torre, era respetado y amado por sus gentes debido a su valor y buen hacer en la defensa y administración de las tierras que gobernaba. Estaba casado con doña Assona, y su vida transcurría sin muchos sobresaltos.
    Pero, después de un largo período de paz, los navarros musulmanes Banu Qasi, que ocupaban las tierras del Ebro, penetraron en Araba, y el señor de Zaldiaran, al igual que otros muchos, tuvo que disponer a sus hombres para la lucha.
    Don Pedro se distinguía por su bravura al entrar en combate contra el enemigo; siempre iba a la cabeza de los suyos y no permitía que otro ocupase su lugar en los momentos de peligro. Pero, un día, durante un combate especialmente duro, un soldado musulmán le atravesó el costado con su lanza y el caballero cayó del caballo sin sentido. Cuando sus hombres lo vieron en el suelo, cubierto de sangre, creyeron que estaba muerto y emprendieron la retirada. Pronto llegó la mala noticia a la torre de Zaldiaran, y todos
lloraron con doña Assona la muerte de tan querido señor.
    Pero don Pedro no había muerto. Abrió los ojos e intentó moverse.

—No te muevas, la herida no se ha cerrado —oyó que le decía una voz de mujer.

    La que así hablaba era una joven, hermosa como un sueño, que le sonreía mientras pasaba un paño mojado por su frente. El caballero intentó hablar, pero tenía la boca seca.

—No hables. Estás en una fortaleza de los Banu Qasi y temo que tendrás que quedarte aquí durante mucho tiempo.

    El señor de Zaldiaran se curó, pero lo mantuvieron como rehén, al igual que a otros
caballeros alaveses cogidos prisioneros.
    Durante cuatro largos años estuvo don Pedro en aquella fortaleza sin poder comunicarse con los suyos, pero la joven que lo había cuidado, cuyo nombre era Zaida, era tan dulce y tan hermosa que no tardó en enamorarse de ella. De aquellos amores nacieron dos niños, y el caballero llegó a olvidar su casa y su esposa, doña Assona, que, en Zaldiaran, lloraba todavía su pérdida.
    Pero, al igual que llegó la guerra, llegó la paz, y los rehenes fueron liberados. Don Pedro sintió una gran necesidad de regresar a su hogar. Partió, pues, no sin antes prometer a su amada que regresaría para buscarlos a ella y a los niños. Zaida lo vio marchar con lágrimas en los ojos desde las almenas de la fortaleza.
    El regreso del señor de la torre fue una fiesta. Doña Assona no cabía en sí de felicidad; los parientes y amigos y todas las personas de la torre festejaron durante muchos días el regreso del que creían muerto.
    Don Pedro no volvió a acordarse de su otra mujer, la joven mora, y de los hijos que había dejado en la fortaleza de los Banu Qasi. Abandonó su torre de Zaldiaran y se fue a vivir a Gasteiz, donde ocupó un cargo importante al lado del conde de Araba. Pero Zaida no había olvidado y continuaba esperando el regreso de su enamorado. Esperó y esperó, y pasaron otros cuatro años. Entonces, decidió ir en su busca. Cogió a sus
hijos y se encaminó por tierras alavesas hasta llegar a la torre de Zaldiaran, pero allí ya no
vivía nadie.

—Ésta es su casa y algún día volverá, y nosotros estaremos aquí esperándole —pensó Zaida, y se sentó a esperarle en los escalones de la entrada.

    Pero don Pedro no volvió.
    Pasaron los años y los siglos. Un día, una pastora que andaba con su rebaño por los alrededores de las ruinas de la torre vio algo que la dejó asombrada: allí, en los escalones de lo que una vez había sido la entrada principal, estaba sentada una señora, y dos niños jugaban tranquilamente a su lado. Llevaban ropas extrañas y la señora se peinaba sus largos cabellos negros con un peine de oro que brillaba al sol. La pastora se acercó llena de curiosidad, pero, en cuanto la vieron, los tres desaparecieron entre las ruinas. La joven
cogió el peine de oro que la extraña dama había perdido en la huida. Llamó, pero nadie le respondió, así que se guardó el peine y fue a recoger el rebaño para volver a casa.
    No había andado ni veinte pasos cuando oyó una voz que le decía:

—Dame mi peinedere.

    Al girarse, vio que la dama misteriosa le seguía. Sintió miedo y echó a correr, pero la dama también echó a correr, repitiendo sin cesar:

—Dame mi peinedere, dere, dere.

    La pastora tiró el peine al suelo y siguió corriendo sin volver la vista atrás.
    Desde entonces, muchos han sido los que han querido ver a Zaida y a sus hijos, aunque, que se sepa, hasta hoy nadie lo ha conseguido.