miércoles, 12 de agosto de 2015

MALDICIÓN DE GITANA




Siempre que se trata, entre gente con pretensiones de instruida, de agorerías y supersticiones, no hay nadie que no se declare exento de miedos pueriles, y punto menos desenfadado que Don Juan frente a las estatuas de sus víctimas. No obstante, transcurridos los diez minutos consagrados a alardear de espíritu fuerte, cada cual sabe alguna historia rara, algún sucedido inexplicable, una «coincidencia». (Las coincidencias hacen el gasto).

La ocasión más frecuente de hacer esta observación de superticiones la ofrecen los convites. De los catorce o quince invitados se excusan uno o dos. Al sentarse a la mesa, alguien nota que son trece los comensales, y al punto decae la animación, óyense forzadas risas y chanzas poco sinceras y los amos de la casa se ven precisados a buscar, aunque sea en los infiernos, un número catorce. Conjurado ya el mal sino renace el contento. Las risitas de las señoras tienen un sonido franco. Se ve que los pulmones respiran a gusto. ¿Quién no ha asistido a un episodio de esta índole?

En el último que presencié pude observar que Gustavo Lizana, mozo asaz despreocupado, era el más carilargo al contar trece y el que más desfrunció el gesto cuando fuimos catorce. No hacía yo tan supersticioso a aquel infatigable cazador y sportsman, y extrañándome verle hasta demudado en los primeros momentos, a la hora del café le llevé hacia un ángulo del saloncillo japonés, y le interrogué directamente:

-Una coincidencia -respondió, como era de presumir.

Y al ver que yo sonreía, me ofreció con un ademán el sofá bordado, en cuyos cojines una bandada de grullas blancas con patitas rosa volaba sobre un cañaveral de oro, nacido en fantástica laguna. Se sentó él en una silla de bambú y, rápidamente, entrecortando la narración con agitados movimientos, me refirió su «coincidencia» del número fatídico.

-Mis dos amigos íntimos, los de corazón, eran los dos chicos de Mayoral, de una familia extremeña antigua y pudiente. Habíamos estado juntos en el colegio de los jesuitas, y cuando salimos al mundo, la amistad se estrechó. Llamábanse el mayor Leoncio y el otro Santiago, y habrá usted visto pocas figuras más hermosas, pocos muchachos más simpáticos y pocos hermanos que tan entrañablemente se quisiesen. Huérfanos de padre y madre, y dueños de su hacienda, no conocían tuyo ni mío: bolsa común, confianza entera y, a pesar de la diferencia de caracteres (Leoncio, nervioso y vehemente hasta lo sumo, y Santiago, de un genio igual y pacífico), inalterable armonía. A mí me llamaban, en broma, su otro hermano, y la gente, a fuerza de vernos unidos, había llegado a pensar que éramos, cuando menos, próximos parientes los Mayoral y yo.

Apasionados cazadores los tres, nos íbamos semanas enteras a las dehesas y cotos que los Mayoral poseían en la Mancha y Extremadura, donde hay de cuanta alimaña Dios crió, desde perdices y conejos hasta corzos, venados, jabalíes, ginetas y gatos monteses.

Con buen refuerzo de escopetas negras y una jauría de excelentes podencos, hacíamos cada ojeo y cada batida, que eran el asombro de la comarca. De estas excursiones resolvimos una, cierto día de San Leoncio. No cabe olvidar la fecha. Nos había convidado juntos una tía de los de Mayoral, señora discretísima y madre de una muchacha encantadora, por quien Santiago bebía los vientos. Sutilizando mucho, creo que esta pasión de Santiago tuvo su parte de culpa en la desgracia que sucedió. Ya diré por qué.

Ello es que nos reunimos en la casa donde, con motivo de la fiesta, había otros varios convidados: amiguitas de la niña, señores formales, íntimos de la mamá... Y yo, que jamás contaba entonces los comensales, al pasar al comedor, involuntariamente, me fijo en los platos... ¡Eramos trece, trece justos!

Ni se me ocurrió chistar. Por otra parte, no sentía aprensión. Estaríamos a la mitad de la comida, cuando lo advirtió el ama de la casa, y dijo riéndose «¡Hola! ¡Pues con el resfriado de Julia, que la impidió venir, nos hemos quedado en la docena del fraile! No asustarse, señores, que aquí nadie ha cumplido los sesenta más que yo, y en todo caso seré la escogida.»

¿Qué habíamos de hacer? Lo echamos a broma también, y brindamos alegremente porque se desmintiese el augurio. Y había allí un señor que, presumiendo de gracioso, dijo con sorna: «Es muy malo comer trece..., cuando solo hay comida para doce.»

A la madrugada siguiente tomamos el tren y salimos hacia el cazadero. La expedición se presentaba magnífica. La temperatura era, como de mediados de septiembre, templada y deliciosa. Cada tarde, los zurrones volvían atestados de piezas, y, para mayor satisfacción, nos habían anunciado que andaban reses por el monte, y que el primer ojeo nos prometía rico botín. Decidimos que este ojeo principiase un miércoles por la mañana, y apenas despachadas las migas y el chocolate, salimos a cabalgar nuestros jacos, que nos esperaban a la puerta, entre el tropel de las escopetas negras y la gresca y alborozo de los perros. Como tengo tan presentes las menores circunstancias de aquel día, recuerdo que me extrañó mucho la furia con que los animales ladraban, y al asomarme fuera vi, apoyada en uno de los postes del emparrado que sombreaba la puerta, a una gitana atezada, escuálida, andrajosa.

Podría tener sus veinte años, y si la suciedad, la descalcez y las greñas no la afeasen, no carecería de cierto salvaje atractivo, porque los ojos brillaban en su faz cetrina como negros diamantes, los dientes eran piñones mondados, y el talle, un junco airoso. Los pingajos de su falda apenas cubrían sus desnudos y delgados tobillos, y al cuello tenía una sarta de vidrio, mezclada con no sé qué amuletos.

Dije que sus ojos brillaban, y era cierto. Brillaban de un modo raro, que no supe definir. Los tenía clavados en Santiago, que, lo repito, era un muchacho arrogante, rubio y blanco, y en aquel instante, subido al poyo de montar y con un pie en el estribo, con su sombrero de alas anchas, su bizarro capote hecho de una manta zamorana, de vuelto cuello de terciopelo verde, y sus altos zahones de caza, que marcaban la derechura de la pierna, aún parecía más apuesto y gallardo.

Y a Santiago fue a quien dirigió sus letanías la egipcia, soltándole esos requiebros raros que gastan ellas, y ofreciéndose a decirle la buenaventura. En aquel, momento, Santiago, de seguro, pensaba en el dulce rostro de su novia, y el contraste con el de la gitana debió de causarle una impresión de repugnancia hacia ésta; porque era galante con todas las mujeres y, sin embargo, soltó una frase dura y hasta cruel, una frase fatal...; yo así lo creo...

-¿Qué buenaventura vas a darme tú? -exclamó Santiago-. ¡Para ti la quisieras! ¡Si tuvieses ventura, no serías tan fea y tan negra, chiquilla!

La gitana no se inmutó en apariencia, pero yo noté en sus ojos algo que parecía la sombra de un abismo, y fijándolos de nuevo en Santiago, que estaba a caballo ya, articuló despacio, con indiferencia atroz y en voz ronca:

-¿No quieres buenaventuras, jermoso? Pues toma mardisiones... Premita Dios.... premita Dios.... ¡que vayas montao y vuelvas tendío!

Yo no sé con qué tono pudo decirlo la malvada, que nos quedamos de hielo. Leoncio, en especial, como adoraba en su hermano, se demudó un poco y avanzó hacia la gitana en actitud amenazadora. Los perros, que conocen tan perfectamente las intenciones de sus amos, se abalanzaron ladrando con furia. Uno de ellos hincó los dientes en la pierna desnuda de la mujer, que dio un chillido. Esto bastó para que Leoncio y yo, y todos, incluso Santiago, nos distrajésemos de la maldición y pensásemos únicamente en salvar a la bruja moza, en riesgo inminente de ser destrozada por la jauría. Contenidos los perros, cuando volvimos la cabeza la gitana ya no parecía por allí. Sin duda se había puesto en cobro, aunque nadie supo por dónde.

Al llegar aquí de su narración Gustavo, me hirió de súbito un recuerdo:

-Espere, espere usted... -murmuré recapacitando-. Creo que conozco el final de la historia... Cuando usted nombró a los Mayoral empezó a trabajar mi cabeza... El nombre «me sonaba»... Tengo idea de que conozco a los dos hermanos, y ya voy reconstruyendo su figura... Leoncio, vivo, moreno, delgado; Santiago, rubio y algo más grueso... ¿Fue en esa cacería donde...?

-Donde Leoncio, creyendo disparar a un corzo, mató a Santiago de un balazo en la cabeza -respondió lentamente Gustavo, cruzando las manos con involuntaria angustia-. Santiago «volvió tendido»... Perdí a la vez mis dos amigos, porque el matador, si no enloqueció de repente, como pasa en las novelas y en las comedias, quedó en un estado de perturbación y de alelamiento que fue creciendo cada día. Y quizá por olvidar cortos instantes la horrible escena, se entregó, él que era tan formalillo que hasta le embromábamos, a mil excesos, acabando así de idiotizarse. Después de saber esta «coincidencia», ¿extrañará usted que me agrade poco sentarme a una mesa de trece? Por más que quiero dominarme, se me conoce el miedo... ¡El miedo, sí: hay que llamar a las cosas por su nombre!

-¿Y volvió a parecer la gitana? -pregunté con curiosidad.

-¡La gitana! ¡Quién sabe adónde vuelan esas cornejas agoreras! -exclamó Gustavo sombríamente-. Los de esa casta no tienen poso ni paradero... Como dice Cervantes, a su ligereza no la impiden grillos, ni la detienen barrancos, ni la contrastan paredes... Cuando velábamos al pobre Santiago, y tratábamos de impedir que se suicidase el desesperado Leoncio, ya la bruja debía de estar entre breñas, camino de Huelva o de Portugal.


viernes, 24 de julio de 2015

EL UNGÜENTO DE LA BRUJA




Al igual que sucede en Nafarroa, en las zonas del sur de Araba no se conservan tantas  leyendas como en el norte. Tal vez esto se deba también a que están menos pobladas y a que la  influencia de otras culturas ha sido más fuerte en esta zona.
Sin embargo, existen algunas leyendas de “moros y cristianos”, cuyas raíces se encuentran seguramente en la larga convivencia y las luchas que mantuvieron unos y otros.

    Hace muchos siglos, cuando los alaveses sostenían duras batallas contra los musulmanes que habían atacado sus tierras, tuvo un hecho singular en la zona de Zaitegi (Cigoitia).

    En una ocasión en la que los alaveses habían causado muchas bajas al ejército enemigo y esperaban que éste se rindiese o se retirase, se encontraron con la sorpresa de que, al día siguiente, el ejército musulmán era igual de numeroso que la víspera. De nuevo volvieron a luchar y a vencer, dejando el campo lleno de cadáveres, pero al amanecer el enemigo volvió a presentar batalla con el mismo número de soldados que los dos días anteriores.

    Una y otra vez ocurría lo mismo, hasta que, un día, un soldado alavés decidió averiguar la razón de hecho tan misterioso. Después de la batalla, y mientras sus compañeros dormían, el joven se quedó de centinela, sin perder de vista el campo enemigo.

    A medianoche apareció una sombra, que se agachó junto a uno de los soldados musulmanes que había muerto aquella misma tarde, cogió un poco de ungüento de un pucherillo de barro que llevaba, untó con los dedos las heridas del muerto y, al momento, éste se levantó como si acabase de dormir una siesta.

    El alavés no creía lo que veían sus ojos. Acercándose con sigilo, pudo comprobar que se trataba de una bruja que había sido expulsada de Araba debido a sus malas artes y que,  para vengarse, vivía con los enemigos y los resucitaba para que pudiesen vencer a los alaveses.

    Sin pensárselo dos veces, el joven cogió su lanza y atravesó con ella a la bruja y al musulmán recién resucitado. Los dos cayeron muertos. Cogió entonces el puchero y untó la herida de la vieja con un poco de ungüento para ver si realmente funcionaba. La bruja resucitó al instante y le dijo:

—¡No me mates otra vez, por favor! Yo te enseñaré a hacer este ungüento prodigioso.

    Pero el soldado, sin hacerle caso, le clavó la lanza y la mató definitivamente.

    Muy contento por lo que acababa de averiguar, el joven corrió a su campamento y les contó a los demás lo que había ocurrido. Los otros no podían creérselo; entonces, él les dijo:

—Matadme y luego me untáis bien las heridas con este ungüento. ¡Ya veréis!

    Naturalmente, sus compañeros no querían hacerlo, pero él insistió tanto que, al fin, lo mataron; después, lo untaron bien con el ungüento, y al punto resucitó.Rápidamente, utilizaron la pócima mágica para resucitar a todos los alaveses que habían muertos durante los días anteriores, y esta vez vencieron a los musulmanes para siempre.

    ¿Y qué pasó con el ungüento? Bueno..., se les acabó y no se les ocurrió guardar un poco para hacer más, así que la fórmula mágica se perdió, y aunque muchos han sido los que han intentado descubrirla, que nosotros sepamos, nadie lo ha conseguido..., todavía..