jueves, 13 de agosto de 2015

La bicha




¿Han leído ustedes a Selgas? -preguntó la discreta viuda, cerrando su abanico antiguo de vernis Martín, una de esas joyas que para todo sirven, excepto para abanicarse-. ¿Han leído a Selgas?

Los que formábamos peñita en la estufa, huyendo de los sofocados y atestados salones, movimos la cabeza. ¿Selgas? Un autor a quien, como suele decirse, «le ha pasado el sol por la puerta»... Nombre casi borrado ya...

-Pues era ingenioso -declaró la vuidita-, y a mí me divertía muchísimo... En no sé que libro suyo -las citas exactas, allá para sabihondos- sienta una teoría sustanciosa, no crean ustedes. A propósito del sistema parlamentario, que le fastidiaba mucho, dice que mientras nadie se queja de lo que no escoge, todo el mundo rabia con lo que escogió; que rara vez nos mostramos descontentos de nuestros padres ni de nuestros hijos, pero que de los cónyuges y de los criados siempre hay algo malo que contar. ¿Verdad que es gracioso? Sólo que en ese capítulo de la elección conyugal le faltó distinguir... Se le olvidó decir que sólo los hombres eligen, mientras las mujeres toman lo que se presenta... Y el caso es que la elección conyugal confirma la teoría de Selgas: los hombres, que escogen amplia y libremente, son los que escogen peor.

Esta afirmación de la viuda armó un barullo de humorísticas protestas entre el elemento masculino en la peñita.

-No hay que amontonarse -exclamó la señora intrépidamente-. Los hombres que aciertan, aciertan como «el consabido» de la fábula...: por casualidad. Y, si no..., a la prueba. Todos los jueves que nos reunamos aquí, en este rincón, a la sombra de estos pandanos tan colosales, cerca de esta fuente tan bonita con la luz eléctrica, me ofrezco a contarles a ustedes una historia de elección conyugal masculina..., que les parecerá increíble. Empezaremos ahora mismo... Ahí va la de hoy.

Cuando perdí a mi marido tuve que vivir varios años en una capital de provincia, desenredando asuntos de mucho interés para mí y para mis hijos. Ya saben ustedes que no soy huraña y, pasado el luto, aproveché las contadas ocasiones de ver gente que se ofrecían allí. Había una sociedad de recreo que daba en Carnaval dos o tres bailes de máscaras, y me gustaba ir a sentarme en un palco acompañada de varias amigas y amigos de los que solían hacerme tertulia, y divertirme en remirar los disfraces caprichosos, la animación y las bromas que se corrían abajo, en el hervidero de la sala. Eran bailes en que se mezclaban el señorío y la mesocracia con bastantes familias artesanas, sin que se conociesen mucho las diferencias entre estas clases sociales, porque las artesanas de M*** se visten, peinan y prenden con gusto, son guapas y tienen aire fino. La Junta directiva sólo excluía rigurosamente a las mujeres notoriamente indignas; y figúrense ustedes el espanto de la concurrencia cuando, la noche del lunes de Carnaval, empezó a esparcirse la voz de que estaba en el baile enmascarada y del brazo de un socio, la célebre Natalia, por otro nombre la Bicha (la Culebra); le daban este apodo por su fama de mala y engañadora o, según otros, porque tenía la cabeza pequeñita, la tez morena aceitunada y el pelo casi azulado de puro negro; señas de cuya exactitud pudimos cercionarnos todos, como verán ustedes.

Al saberse la noticia, justamente se hallaba en mi palco el presidente de la Sociedad, señor viudo, acaudalado y respetable, padre de una niña preciosa que yo me llevaba a casa por las tardes a jugar con la chiquilla mía. Sobrecogido y turbado, el presidente se agitaba en el asiento, haciendo coraje, como suele decirse, para bajar a cumplir su deber de expulsar a la intrusa. Comprenderán ustedes que no existe deber más penoso: ir a darle en público un bofetón a una mujer.... ¡sea cual sea! Todos seguíamos con los ojos a la máscara sospechosa, y la indignación fermentaba. Abandonada desde el primer runrún por el socio que la introdujo, y que se dio prisa a desaparecer; asaltada por unos cuantos mozalbetes, que la asaeteaban con insolentes pullas y dicharachos; aislada a la vez en un espacio libre -porque todas las demás mujeres se apartaban-, la Culebra, apretando contra el rostro su antifaz, recogiendo los pliegues de su manto de «beata», como para ocultarse, permanecía apoyada en una columna de las que sostienen los palcos, en actitud de fiera a quien acosan. Por fin, el presidente se decidió y, tomando precipitadamente el sombrero, salió al pasillo; pronto le vimos aparecer en el salón y dirigirse a donde estaba la Culebra. A las frases secas y rápidas, cual latigazos, del presidente, los mozalbetes se desviaron, dejando sola a la mujer, y ésta, con un movimiento de soberbia que remedaba la dignidad, revolviéndose bajo el ultraje, se arrancó de súbito la careta de raso negro, echó atrás el manto y, descubierta la cabeza, erguido el cuello, rechispeantes los ojos, miró, retó, fulminó al presidente, primero; después, circularmente, a todo el concurso; a las señoras, a las señoritas, que volvían la cara, ruborizándose; a los hombres, que cuchicheaban y se reían... Y despacio, sin bajar la frente, pasó por entre la multitud apiñada, que se estremecía a su contacto, y todavía desde la puerta, volviéndose, disparó el venablo de sus pupilas (¡qué mirada aquella, Dios mío!) al presidente, que accionaba entre un círculo de individuos de la Directiva y de señores que le felicitaban por su acción... Minutos después, muy exaltado, volvía al palco el buen señor, y al acompañarme, a la salida, todavía hablaba del descoco de la pájara, refiriéndonos, con el recato posible, su vida y milagros, capaces, ciertamente, de poner colorada a una estatua de piedra.

A la vuelta de cinco meses, cuando a las frioleras diversiones del Carnaval reemplazan los idílicos goces de las jiras y de las campestres romerías, empezó a susurrarse en M*** que el presidente de la Sociedad Centro de Amigos, el honrado y formal don Mariano Subleiras, con sus cincuenta del pico, su viudez y su niña encantadora, pasaba a segundas nupcias... ¿Ya han adivinado ustedes con quién?... ¡Con la propia Natalia, la Bicha, la prójima echada del baile! Al oírlo, sepan ustedes que no lo puse en duda ni un momento. Dirán ustedes que soy pesimista... Digan lo que quieran. ¡El caso es que yo en seguida creí firmemente que era gran verdad eso que a todos les parecía el colmo de lo absurdo! «Pero ¿no se acuerda usted? -me objetaban-. Pero ¡si fue él mismo quien la puso de patitas...» «Pues por eso, cabalmente por eso», contestaba yo, dejándolos con la boca de un palmo. Al fin, tanto me calentaron la cabeza con la boda dichosa, que entre el deseo de complacer y la lástima que me infundía la pequeña, aquella rubita monísima, amenazada de madrastra semejante, me decidí a meterme donde no me llamaban y a hacer a don Mariano el siempre inoportuno regalo del buen consejo... Le llamé a capítulo, le prediqué un sermón que ni un padre capuchino; estuve elocuente, les aseguro que sí... Y me puse muy hueca cuando, al terminar mi plática, don Mariano, al parecer conmovido, murmuró, aplicando el pico del pañuelo a los ojos: «Prometo a usted que no me casaré con la Natalia...».

-¿Y al poco tiempo se casó? -interrogaron con malicia los de la peña.

-No señores... No se casó al poco tiempo... ¡Cuando me empeñaba una palabra inquebrantable..., estaba ya casado... secretamente!

Hubo en el grupo exclamaciones, risas, comentarios, y Ramiro Nozales, que la echaba de observador, pronunció con énfasis:

-¡Qué humano es eso!

-Lo que a mí me preocupó mucho entonces -prosiguió la señora-, fue averiguar cómo se las había compuesto la lagarta para hacer presa en don Mariano. Su móvil era patente: una venganza que eriza el pelo... Pero ¿de qué medios se había valido? Cuando fue expulsada del baile, don Mariano sólo la conocía de vista y por su lamentable reputación... Excitada mi curiosidad, en que entraba tanto interés por la pobre niña, pude averiguar algo... ¡Algo que también va usted a decir que es «muy humano», amigo Nozales, porque conozco su escuela de usted!... Parece que la Bicha se presentó en casa de don Mariano días después de la expulsión, y bañada en lágrimas, y con hartos desmayos y suspiros, le pidió reparación del ultraje; reparación.... ¿cómo diré yo?, una reparación privada, una palabra benévola, una excusa, algo que la consolase, porque desde aquel episodio se sentía enferma, abatida y a punto de muerte... «De otra persona, mire usted, no me hubiese importado; pero de usted.... vamos, de usted.... un señor tan digno, un señor tan virtuoso...», dicen que silbaba la Culebra, empezando insensiblemente a enroscarse... De aquí al vasito de agua, al ofrecimiento de éter o vinagre, al abanicamiento con un periódico, a contar una larga historia, a ser escuchada y compadecida, visitada después, a enlazar con el primer anillo, a deslizarse, a abrazar ya con las roscas flexibles el pecho, la cabeza y el cuerpo todo.... el camino ni es largo ni difícil, y en cuatro meses y medio lo anduvo la Bicha.... hasta llegar a la iglesia. Al año siguiente, la noche del lunes de Carnaval, don Mariano y su señora ocupaban el palco fronterizo al mío... Fue la primera vez que aparecieron juntos en público. Después, ya nunca vimos solo a don Mariano; a ella, sí. Contaban que su mujer le mandaba de tal suerte, que al salir de casa, le dejaba encerrado...

-¿Y la niña? -preguntó Nozales con afán triste.

-¡Ah! -suspiró la señora-. ¡La niña.... me han escrito de allá que murió tísica!...


miércoles, 12 de agosto de 2015

MALDICIÓN DE GITANA




Siempre que se trata, entre gente con pretensiones de instruida, de agorerías y supersticiones, no hay nadie que no se declare exento de miedos pueriles, y punto menos desenfadado que Don Juan frente a las estatuas de sus víctimas. No obstante, transcurridos los diez minutos consagrados a alardear de espíritu fuerte, cada cual sabe alguna historia rara, algún sucedido inexplicable, una «coincidencia». (Las coincidencias hacen el gasto).

La ocasión más frecuente de hacer esta observación de superticiones la ofrecen los convites. De los catorce o quince invitados se excusan uno o dos. Al sentarse a la mesa, alguien nota que son trece los comensales, y al punto decae la animación, óyense forzadas risas y chanzas poco sinceras y los amos de la casa se ven precisados a buscar, aunque sea en los infiernos, un número catorce. Conjurado ya el mal sino renace el contento. Las risitas de las señoras tienen un sonido franco. Se ve que los pulmones respiran a gusto. ¿Quién no ha asistido a un episodio de esta índole?

En el último que presencié pude observar que Gustavo Lizana, mozo asaz despreocupado, era el más carilargo al contar trece y el que más desfrunció el gesto cuando fuimos catorce. No hacía yo tan supersticioso a aquel infatigable cazador y sportsman, y extrañándome verle hasta demudado en los primeros momentos, a la hora del café le llevé hacia un ángulo del saloncillo japonés, y le interrogué directamente:

-Una coincidencia -respondió, como era de presumir.

Y al ver que yo sonreía, me ofreció con un ademán el sofá bordado, en cuyos cojines una bandada de grullas blancas con patitas rosa volaba sobre un cañaveral de oro, nacido en fantástica laguna. Se sentó él en una silla de bambú y, rápidamente, entrecortando la narración con agitados movimientos, me refirió su «coincidencia» del número fatídico.

-Mis dos amigos íntimos, los de corazón, eran los dos chicos de Mayoral, de una familia extremeña antigua y pudiente. Habíamos estado juntos en el colegio de los jesuitas, y cuando salimos al mundo, la amistad se estrechó. Llamábanse el mayor Leoncio y el otro Santiago, y habrá usted visto pocas figuras más hermosas, pocos muchachos más simpáticos y pocos hermanos que tan entrañablemente se quisiesen. Huérfanos de padre y madre, y dueños de su hacienda, no conocían tuyo ni mío: bolsa común, confianza entera y, a pesar de la diferencia de caracteres (Leoncio, nervioso y vehemente hasta lo sumo, y Santiago, de un genio igual y pacífico), inalterable armonía. A mí me llamaban, en broma, su otro hermano, y la gente, a fuerza de vernos unidos, había llegado a pensar que éramos, cuando menos, próximos parientes los Mayoral y yo.

Apasionados cazadores los tres, nos íbamos semanas enteras a las dehesas y cotos que los Mayoral poseían en la Mancha y Extremadura, donde hay de cuanta alimaña Dios crió, desde perdices y conejos hasta corzos, venados, jabalíes, ginetas y gatos monteses.

Con buen refuerzo de escopetas negras y una jauría de excelentes podencos, hacíamos cada ojeo y cada batida, que eran el asombro de la comarca. De estas excursiones resolvimos una, cierto día de San Leoncio. No cabe olvidar la fecha. Nos había convidado juntos una tía de los de Mayoral, señora discretísima y madre de una muchacha encantadora, por quien Santiago bebía los vientos. Sutilizando mucho, creo que esta pasión de Santiago tuvo su parte de culpa en la desgracia que sucedió. Ya diré por qué.

Ello es que nos reunimos en la casa donde, con motivo de la fiesta, había otros varios convidados: amiguitas de la niña, señores formales, íntimos de la mamá... Y yo, que jamás contaba entonces los comensales, al pasar al comedor, involuntariamente, me fijo en los platos... ¡Eramos trece, trece justos!

Ni se me ocurrió chistar. Por otra parte, no sentía aprensión. Estaríamos a la mitad de la comida, cuando lo advirtió el ama de la casa, y dijo riéndose «¡Hola! ¡Pues con el resfriado de Julia, que la impidió venir, nos hemos quedado en la docena del fraile! No asustarse, señores, que aquí nadie ha cumplido los sesenta más que yo, y en todo caso seré la escogida.»

¿Qué habíamos de hacer? Lo echamos a broma también, y brindamos alegremente porque se desmintiese el augurio. Y había allí un señor que, presumiendo de gracioso, dijo con sorna: «Es muy malo comer trece..., cuando solo hay comida para doce.»

A la madrugada siguiente tomamos el tren y salimos hacia el cazadero. La expedición se presentaba magnífica. La temperatura era, como de mediados de septiembre, templada y deliciosa. Cada tarde, los zurrones volvían atestados de piezas, y, para mayor satisfacción, nos habían anunciado que andaban reses por el monte, y que el primer ojeo nos prometía rico botín. Decidimos que este ojeo principiase un miércoles por la mañana, y apenas despachadas las migas y el chocolate, salimos a cabalgar nuestros jacos, que nos esperaban a la puerta, entre el tropel de las escopetas negras y la gresca y alborozo de los perros. Como tengo tan presentes las menores circunstancias de aquel día, recuerdo que me extrañó mucho la furia con que los animales ladraban, y al asomarme fuera vi, apoyada en uno de los postes del emparrado que sombreaba la puerta, a una gitana atezada, escuálida, andrajosa.

Podría tener sus veinte años, y si la suciedad, la descalcez y las greñas no la afeasen, no carecería de cierto salvaje atractivo, porque los ojos brillaban en su faz cetrina como negros diamantes, los dientes eran piñones mondados, y el talle, un junco airoso. Los pingajos de su falda apenas cubrían sus desnudos y delgados tobillos, y al cuello tenía una sarta de vidrio, mezclada con no sé qué amuletos.

Dije que sus ojos brillaban, y era cierto. Brillaban de un modo raro, que no supe definir. Los tenía clavados en Santiago, que, lo repito, era un muchacho arrogante, rubio y blanco, y en aquel instante, subido al poyo de montar y con un pie en el estribo, con su sombrero de alas anchas, su bizarro capote hecho de una manta zamorana, de vuelto cuello de terciopelo verde, y sus altos zahones de caza, que marcaban la derechura de la pierna, aún parecía más apuesto y gallardo.

Y a Santiago fue a quien dirigió sus letanías la egipcia, soltándole esos requiebros raros que gastan ellas, y ofreciéndose a decirle la buenaventura. En aquel, momento, Santiago, de seguro, pensaba en el dulce rostro de su novia, y el contraste con el de la gitana debió de causarle una impresión de repugnancia hacia ésta; porque era galante con todas las mujeres y, sin embargo, soltó una frase dura y hasta cruel, una frase fatal...; yo así lo creo...

-¿Qué buenaventura vas a darme tú? -exclamó Santiago-. ¡Para ti la quisieras! ¡Si tuvieses ventura, no serías tan fea y tan negra, chiquilla!

La gitana no se inmutó en apariencia, pero yo noté en sus ojos algo que parecía la sombra de un abismo, y fijándolos de nuevo en Santiago, que estaba a caballo ya, articuló despacio, con indiferencia atroz y en voz ronca:

-¿No quieres buenaventuras, jermoso? Pues toma mardisiones... Premita Dios.... premita Dios.... ¡que vayas montao y vuelvas tendío!

Yo no sé con qué tono pudo decirlo la malvada, que nos quedamos de hielo. Leoncio, en especial, como adoraba en su hermano, se demudó un poco y avanzó hacia la gitana en actitud amenazadora. Los perros, que conocen tan perfectamente las intenciones de sus amos, se abalanzaron ladrando con furia. Uno de ellos hincó los dientes en la pierna desnuda de la mujer, que dio un chillido. Esto bastó para que Leoncio y yo, y todos, incluso Santiago, nos distrajésemos de la maldición y pensásemos únicamente en salvar a la bruja moza, en riesgo inminente de ser destrozada por la jauría. Contenidos los perros, cuando volvimos la cabeza la gitana ya no parecía por allí. Sin duda se había puesto en cobro, aunque nadie supo por dónde.

Al llegar aquí de su narración Gustavo, me hirió de súbito un recuerdo:

-Espere, espere usted... -murmuré recapacitando-. Creo que conozco el final de la historia... Cuando usted nombró a los Mayoral empezó a trabajar mi cabeza... El nombre «me sonaba»... Tengo idea de que conozco a los dos hermanos, y ya voy reconstruyendo su figura... Leoncio, vivo, moreno, delgado; Santiago, rubio y algo más grueso... ¿Fue en esa cacería donde...?

-Donde Leoncio, creyendo disparar a un corzo, mató a Santiago de un balazo en la cabeza -respondió lentamente Gustavo, cruzando las manos con involuntaria angustia-. Santiago «volvió tendido»... Perdí a la vez mis dos amigos, porque el matador, si no enloqueció de repente, como pasa en las novelas y en las comedias, quedó en un estado de perturbación y de alelamiento que fue creciendo cada día. Y quizá por olvidar cortos instantes la horrible escena, se entregó, él que era tan formalillo que hasta le embromábamos, a mil excesos, acabando así de idiotizarse. Después de saber esta «coincidencia», ¿extrañará usted que me agrade poco sentarme a una mesa de trece? Por más que quiero dominarme, se me conoce el miedo... ¡El miedo, sí: hay que llamar a las cosas por su nombre!

-¿Y volvió a parecer la gitana? -pregunté con curiosidad.

-¡La gitana! ¡Quién sabe adónde vuelan esas cornejas agoreras! -exclamó Gustavo sombríamente-. Los de esa casta no tienen poso ni paradero... Como dice Cervantes, a su ligereza no la impiden grillos, ni la detienen barrancos, ni la contrastan paredes... Cuando velábamos al pobre Santiago, y tratábamos de impedir que se suicidase el desesperado Leoncio, ya la bruja debía de estar entre breñas, camino de Huelva o de Portugal.