lunes, 17 de agosto de 2015

Sangre del brazo



El lunes de Pascua de Resurrección, con un sol esplendente y un aire tibio y perfumado, que provocaba impaciencias y fervorines primaverales en los retoños frescos de los árboles y en los senderos que deseaban florecer y donde a las últimas violetas descoloridas hacían competencia las primeras campánulas blancas y las margaritas de rosado cerco, unieron sus destinos en la capilla del restaurado castillo señorial la linda heredera de la noble casa y estados de Abencerraje y el apuesto y galán marquesito de Alcalá de los Hidalgos.

Todo sonreía en aquella boda, lo mismo la naturaleza que el porvenir de los desposados. Al cuadro de su juventud, del amor del novio, que revelaban mil finezas y extremos, y a la cándida belleza de la novia, servían de marco de oro y rosas la cuantiosa hacienda, la ilustre cuna, el respeto y cariño de la buena gente campesina y hasta la venturosa circunstancia de verse enlazadas por ella, ante el Cielo y ante el mundo, las dos casas más ricas y nobles de la provincia, las que la representaban en la historia nacional.

A la puerta de la capilla aguardaban el coche familiar que había de conducir a los esposos a la estación del camino de hierro. Iban a emprender uno de esos viajes que son la realidad de un sueño divino: Italia y sus ciudades-museos; Suiza y sus lagos, trozos de la bóveda azul del firmamento caídos sobre la nieve; Alemania con sus ríos, en que las ondinas nadan al rayo de la luna; después el Oriente, Grecia, Constantinopla y, por último, el invierno en París, entre los prestigios del lujo y la magia de refinadísima civilización; París con sus fiestas y sus elegancias exquisitas, sus nidos de coquetería y de molicie para la dicha renovada... La perspectiva de tantos días risueños y venturosos; más que todo la del amor puro, noble, legítimo, constante regocijo y secreta y dulce efusión del alma, hacía latir de gozo el corazón de la novia, de la rubia y tierna María de las Azucenas, cuando el coche arrancó al trote largo de los cuatro fogosos caballos que lo arrastraban, llevándosela a ella, al que ya era su dueño y a la doncella, Luisilla, aldeana viva y fiel, elegida y designada para acompañar y servir a María durante el viaje...

Por espacio de algunos meses fueron llegando al castillo faustas nuevas de los novios. Aun cuando la escondida aldea de Abencerraje distaba tanto de esas lejanas tierras por donde ellos paseaban la ufanía de su felicidad, por mil no sospechados conductos -cartas, sueltos de periódicos, referencias de otros viajeros, de cónsules, de amigos, de desconocidos quizá- en Abencerraje se sabía confusamente que el viaje era feliz, alegre, fecundo en incidentes gratos y que marido y mujer disfrutaban de salud y contento. Corrió así el verano, pasose el otoño y se averiguó que, cumpliendo estrictamente el programa, se encontraban ya en la capital de la República francesa los marqueses, divertidos, festejados, girando en el torbellino del placer. Hacia febrero o marzo se habló de que la recién casada sufría una grave enfermedad; pero casi se supo el mismo tiempo el mal y la mejoría. Y pocas semanas después, el lunes de Pascua de Resurrección, a la caída de una tarde admirable por lo serena, cuando las últimas violetas descoloridas exhalaban su delicado aroma y los árboles desabrochaban su flor de primavera, el país vio asombrado que el coche familiar regresaba de la estación con mucho repique de cascabeles, y las gentes que se asomaban curiosas a las puertas de las cabañas, no divisaron dentro del coche más que a María de las Azucenas, tan descolorida como las últimas violetas de los senderos, y a Luisilla, sentada a su lado, también desmejorada y amarillenta, sosteniendo en el hombro la fatigada cabeza de su señora; ambas mudas, ambas tristes, ambas con la huella del padecimiento en el rostro. Y ni aquel día, ni los siguientes, ni nunca más, asomó el marqués de Alcalá por el castillo de su mujer, ni por la comarca siquiera, y María y Luisilla vivieron solas, siempre juntas, más que como ama y criada, como hermanas amantísimas e inseparables.

Repicaron las lenguas y se fantasearon historias de ilícitas pasiones y desvaríos del marqués, tragedias horribles, duelos, conatos de envenenamiento y otras mil invenciones novelescas que prueban la ardorosa imaginación de los naturales de Abencerraje. La verdad no se supo hasta que corrieron algunos años, cuando el marqués de Alcalá comisionó a un sacerdote para lograr de su esposa que le perdonase y consintiese en vivir a su lado. Habiendo fracasado por completo la diplomacia del sacerdote, en los primeros momentos de contrariedad éste se espontaneó con el párroco de Abencerraje, éste con el boticario, éste con el médico, el notario, el alcalde.... y así llegó a conocer la comarca la siguiente aventura.

Después de un viaje que fue un idilio, llegaron a París los enamorados esposos en busca de alguna quietud, pues la reclamaba el estado interesante de María, expuesta a percances en fondas y trenes. A pesar del cuidado y del método que observó la marquesa, hacia el sexto mes de embarazo cayó en cama, con síntomas de parto prematuro. Acaeció la temida desgracia, y fue lo peor que una hemorragia violenta puso en peligro inminente la vida de la señora. «Se desangra; se nos va», había dicho el médico, un español ilustre, después de ensayar los recursos de su ciencia, luchando denodadamente con la muerte, que se aproximaba silenciosa. Y entonces, el marido que veía a su esposa desfallecer en síncope mortal, blanca como la almohada donde apoyaba su frente de cera, preguntó al doctor:

-Pero ¿no hay algún medio de salvarla? ¿No hay alguno?

-Hay uno todavía -respondió el médico-. Si se encuentra una persona sana, robusta, joven y que quiera lo bastante a esta señora para dar su sangre de las venas de su brazo.... verificaremos la transfusión y verá usted a la enferma resucitar.

Al hablar así el doctor miraba afanosamente al marqués, clavándole en el rostro, y mejor aún en el espíritu, sus ojos interrogadores y desengañados de hombre que ha presenciado en este pícaro mundo muchas miserias; y al notar que el marqués no contestaba y se volvía tan pálido como si ya le estuviesen extrayendo de las venas la sangre que le pedía de limosna el amor, el médico se encogió de hombros, murmurando vagamente:

-Pero es difícil... muy difícil. Hay que renunciar a esa esperanza.

En aquel punto mismo se levantó una mujer que permanecía acurrucada a los pies del lecho de la moribunda, y, sencillamente, presentando su brazo izquierdo desnudo, blanco, grueso, surcado de venas azules, exclamó:

-Ahí tiene, señor...; ahí tiene... Sangre no me falta, y sana estoy como las propias manzanas en el árbol... Ahí tiene, y ojalá que la sangre de una pobre aldeana sirva para resucitar a la señora.

Ni un minuto tardó el doctor en aceptar la oferta de Luisilla. Aplicando la cánula, sangró copiosamente el recio brazo, pues se necesitaba mucha, mucha sangre, setecientos gramos, para reparar las pérdidas sufridas. La muchacha, sonriente, no pestañeaba, repitiendo a cada paso:

-Saque señor; tengo yo la mar de sangre buena que ofrecer a mi ama.

El marqués había huido de la habitación. Cuando la sutil jeringuilla empezó a inyectar el precioso licor en el cuerpo de la agonizante, y ésta a notar el calor delicioso que de las venas pasaba al corazón reanimándolo; cuando su rostro de mármol se coloreó y sus ojos se abrieron lentamente, lo primero que buscaron fue al amado, a la mitad de su ser, pues había comprendido al revivir que alguien le daba su sangre en compensación de la que había perdido, y creía que sólo podía ser él, el esposo, el compañero, el adorado, el ídolo de su alma. Y al no encontrarle, al ver a Luisa, a quien vendaban y hacían beber café puro para reanimarla del desfallecimiento, la esposa comprendió y volvió a cerrar los ojos, como si aspirase al desmayo del cual sólo se despierta en los brazos de la muerte...

Apenas pudo ponerse en camino, María partió sin más compañera que la aldeanita, cuya humilde sangre llevaba en las venas y a quien debía el existir. Todas las gestiones del marqués de Alcalá se estrellaron contra la invencible repugnancia o más bien el horror de su mujer. Demasiado altiva para buscar consuelo de aquel desengaño, vivió con Luisilla, haciendo caridades y llorando a solas muchas veces, sobre todo en Pascua de Resurrección, cuando la implacable naturaleza reflorecía.



jueves, 13 de agosto de 2015

La bicha




¿Han leído ustedes a Selgas? -preguntó la discreta viuda, cerrando su abanico antiguo de vernis Martín, una de esas joyas que para todo sirven, excepto para abanicarse-. ¿Han leído a Selgas?

Los que formábamos peñita en la estufa, huyendo de los sofocados y atestados salones, movimos la cabeza. ¿Selgas? Un autor a quien, como suele decirse, «le ha pasado el sol por la puerta»... Nombre casi borrado ya...

-Pues era ingenioso -declaró la vuidita-, y a mí me divertía muchísimo... En no sé que libro suyo -las citas exactas, allá para sabihondos- sienta una teoría sustanciosa, no crean ustedes. A propósito del sistema parlamentario, que le fastidiaba mucho, dice que mientras nadie se queja de lo que no escoge, todo el mundo rabia con lo que escogió; que rara vez nos mostramos descontentos de nuestros padres ni de nuestros hijos, pero que de los cónyuges y de los criados siempre hay algo malo que contar. ¿Verdad que es gracioso? Sólo que en ese capítulo de la elección conyugal le faltó distinguir... Se le olvidó decir que sólo los hombres eligen, mientras las mujeres toman lo que se presenta... Y el caso es que la elección conyugal confirma la teoría de Selgas: los hombres, que escogen amplia y libremente, son los que escogen peor.

Esta afirmación de la viuda armó un barullo de humorísticas protestas entre el elemento masculino en la peñita.

-No hay que amontonarse -exclamó la señora intrépidamente-. Los hombres que aciertan, aciertan como «el consabido» de la fábula...: por casualidad. Y, si no..., a la prueba. Todos los jueves que nos reunamos aquí, en este rincón, a la sombra de estos pandanos tan colosales, cerca de esta fuente tan bonita con la luz eléctrica, me ofrezco a contarles a ustedes una historia de elección conyugal masculina..., que les parecerá increíble. Empezaremos ahora mismo... Ahí va la de hoy.

Cuando perdí a mi marido tuve que vivir varios años en una capital de provincia, desenredando asuntos de mucho interés para mí y para mis hijos. Ya saben ustedes que no soy huraña y, pasado el luto, aproveché las contadas ocasiones de ver gente que se ofrecían allí. Había una sociedad de recreo que daba en Carnaval dos o tres bailes de máscaras, y me gustaba ir a sentarme en un palco acompañada de varias amigas y amigos de los que solían hacerme tertulia, y divertirme en remirar los disfraces caprichosos, la animación y las bromas que se corrían abajo, en el hervidero de la sala. Eran bailes en que se mezclaban el señorío y la mesocracia con bastantes familias artesanas, sin que se conociesen mucho las diferencias entre estas clases sociales, porque las artesanas de M*** se visten, peinan y prenden con gusto, son guapas y tienen aire fino. La Junta directiva sólo excluía rigurosamente a las mujeres notoriamente indignas; y figúrense ustedes el espanto de la concurrencia cuando, la noche del lunes de Carnaval, empezó a esparcirse la voz de que estaba en el baile enmascarada y del brazo de un socio, la célebre Natalia, por otro nombre la Bicha (la Culebra); le daban este apodo por su fama de mala y engañadora o, según otros, porque tenía la cabeza pequeñita, la tez morena aceitunada y el pelo casi azulado de puro negro; señas de cuya exactitud pudimos cercionarnos todos, como verán ustedes.

Al saberse la noticia, justamente se hallaba en mi palco el presidente de la Sociedad, señor viudo, acaudalado y respetable, padre de una niña preciosa que yo me llevaba a casa por las tardes a jugar con la chiquilla mía. Sobrecogido y turbado, el presidente se agitaba en el asiento, haciendo coraje, como suele decirse, para bajar a cumplir su deber de expulsar a la intrusa. Comprenderán ustedes que no existe deber más penoso: ir a darle en público un bofetón a una mujer.... ¡sea cual sea! Todos seguíamos con los ojos a la máscara sospechosa, y la indignación fermentaba. Abandonada desde el primer runrún por el socio que la introdujo, y que se dio prisa a desaparecer; asaltada por unos cuantos mozalbetes, que la asaeteaban con insolentes pullas y dicharachos; aislada a la vez en un espacio libre -porque todas las demás mujeres se apartaban-, la Culebra, apretando contra el rostro su antifaz, recogiendo los pliegues de su manto de «beata», como para ocultarse, permanecía apoyada en una columna de las que sostienen los palcos, en actitud de fiera a quien acosan. Por fin, el presidente se decidió y, tomando precipitadamente el sombrero, salió al pasillo; pronto le vimos aparecer en el salón y dirigirse a donde estaba la Culebra. A las frases secas y rápidas, cual latigazos, del presidente, los mozalbetes se desviaron, dejando sola a la mujer, y ésta, con un movimiento de soberbia que remedaba la dignidad, revolviéndose bajo el ultraje, se arrancó de súbito la careta de raso negro, echó atrás el manto y, descubierta la cabeza, erguido el cuello, rechispeantes los ojos, miró, retó, fulminó al presidente, primero; después, circularmente, a todo el concurso; a las señoras, a las señoritas, que volvían la cara, ruborizándose; a los hombres, que cuchicheaban y se reían... Y despacio, sin bajar la frente, pasó por entre la multitud apiñada, que se estremecía a su contacto, y todavía desde la puerta, volviéndose, disparó el venablo de sus pupilas (¡qué mirada aquella, Dios mío!) al presidente, que accionaba entre un círculo de individuos de la Directiva y de señores que le felicitaban por su acción... Minutos después, muy exaltado, volvía al palco el buen señor, y al acompañarme, a la salida, todavía hablaba del descoco de la pájara, refiriéndonos, con el recato posible, su vida y milagros, capaces, ciertamente, de poner colorada a una estatua de piedra.

A la vuelta de cinco meses, cuando a las frioleras diversiones del Carnaval reemplazan los idílicos goces de las jiras y de las campestres romerías, empezó a susurrarse en M*** que el presidente de la Sociedad Centro de Amigos, el honrado y formal don Mariano Subleiras, con sus cincuenta del pico, su viudez y su niña encantadora, pasaba a segundas nupcias... ¿Ya han adivinado ustedes con quién?... ¡Con la propia Natalia, la Bicha, la prójima echada del baile! Al oírlo, sepan ustedes que no lo puse en duda ni un momento. Dirán ustedes que soy pesimista... Digan lo que quieran. ¡El caso es que yo en seguida creí firmemente que era gran verdad eso que a todos les parecía el colmo de lo absurdo! «Pero ¿no se acuerda usted? -me objetaban-. Pero ¡si fue él mismo quien la puso de patitas...» «Pues por eso, cabalmente por eso», contestaba yo, dejándolos con la boca de un palmo. Al fin, tanto me calentaron la cabeza con la boda dichosa, que entre el deseo de complacer y la lástima que me infundía la pequeña, aquella rubita monísima, amenazada de madrastra semejante, me decidí a meterme donde no me llamaban y a hacer a don Mariano el siempre inoportuno regalo del buen consejo... Le llamé a capítulo, le prediqué un sermón que ni un padre capuchino; estuve elocuente, les aseguro que sí... Y me puse muy hueca cuando, al terminar mi plática, don Mariano, al parecer conmovido, murmuró, aplicando el pico del pañuelo a los ojos: «Prometo a usted que no me casaré con la Natalia...».

-¿Y al poco tiempo se casó? -interrogaron con malicia los de la peña.

-No señores... No se casó al poco tiempo... ¡Cuando me empeñaba una palabra inquebrantable..., estaba ya casado... secretamente!

Hubo en el grupo exclamaciones, risas, comentarios, y Ramiro Nozales, que la echaba de observador, pronunció con énfasis:

-¡Qué humano es eso!

-Lo que a mí me preocupó mucho entonces -prosiguió la señora-, fue averiguar cómo se las había compuesto la lagarta para hacer presa en don Mariano. Su móvil era patente: una venganza que eriza el pelo... Pero ¿de qué medios se había valido? Cuando fue expulsada del baile, don Mariano sólo la conocía de vista y por su lamentable reputación... Excitada mi curiosidad, en que entraba tanto interés por la pobre niña, pude averiguar algo... ¡Algo que también va usted a decir que es «muy humano», amigo Nozales, porque conozco su escuela de usted!... Parece que la Bicha se presentó en casa de don Mariano días después de la expulsión, y bañada en lágrimas, y con hartos desmayos y suspiros, le pidió reparación del ultraje; reparación.... ¿cómo diré yo?, una reparación privada, una palabra benévola, una excusa, algo que la consolase, porque desde aquel episodio se sentía enferma, abatida y a punto de muerte... «De otra persona, mire usted, no me hubiese importado; pero de usted.... vamos, de usted.... un señor tan digno, un señor tan virtuoso...», dicen que silbaba la Culebra, empezando insensiblemente a enroscarse... De aquí al vasito de agua, al ofrecimiento de éter o vinagre, al abanicamiento con un periódico, a contar una larga historia, a ser escuchada y compadecida, visitada después, a enlazar con el primer anillo, a deslizarse, a abrazar ya con las roscas flexibles el pecho, la cabeza y el cuerpo todo.... el camino ni es largo ni difícil, y en cuatro meses y medio lo anduvo la Bicha.... hasta llegar a la iglesia. Al año siguiente, la noche del lunes de Carnaval, don Mariano y su señora ocupaban el palco fronterizo al mío... Fue la primera vez que aparecieron juntos en público. Después, ya nunca vimos solo a don Mariano; a ella, sí. Contaban que su mujer le mandaba de tal suerte, que al salir de casa, le dejaba encerrado...

-¿Y la niña? -preguntó Nozales con afán triste.

-¡Ah! -suspiró la señora-. ¡La niña.... me han escrito de allá que murió tísica!...