martes, 16 de agosto de 2016

La cataratas de Iguazú




Cuenta la leyenda guaraní que hace muchos años, vivía en el río Iguazú una gran serpiente llamada Boi. Una vez al año, los indígenas guaraníes debían ofrecer a la serpiente una bella doncella, arrojándola al río.
A este ritual acudían todas las tribus de la zona y cierto año, el jefe de una de esas tribus fue Tarobá. Éste, al conocer a la muchacha a la que se debía sacrificar, se enamoró. Tarobá intentó convencer a los ancianos de la tribu para que no sacrificaran a Naipí, como se llamaba la joven, pero no consiguió su cometido; Naipí sería sacrificada.
Pero Tarobá no se rindió, y la noche antes del sacrificio, raptó a Naipí. Juntos se subieron a una canoa y navegaron por el río Iguazú. Enterada de lo sucedido, la serpiente, colérica, partió con su cuerpo el río en dos, dando lugar a las cataratas. Tarobá y Naipí quedaron atrapados. Boi convirtió a Tarobá en un árbol, justo encima de las cataratas y la caída de éstas estaba formada por la cabellera de Naipí.


Hecho esto, la diosa Boi, volvió a sumergirse en la Garganta del Diablo, como es conocida la parte baja de las cataratas, y desde ahí vigila que los amantes no vuelvan a unirse jamás.
Pero cuentan los indígenas, que los días que hay arcoíris, Tarobá y Naipí unen de nuevo su amor...

domingo, 14 de agosto de 2016

EL ROBLE Y EL PESCADOR



Cuenta la leyenda albanesa que una vez existió un pescador muy pobre, llamado Eduardo, que para mantener a su esposa y a sus cinco hijos, partía todos los días al mar en busca de alimento. Pero la mala fortuna quiso, que durante diez días Eduardo no consiguiera pescar siquiera un pez.
Una mañana, cuando Eduardo se dirigía al mar, se encontró con el rey Julián, que al conocer su historia, decidió ayudarle y le dijo:

-Cada vez que atrapes algo con tus redes, tráelo a palacio. Yo te pagaré su peso en oro.

Ante esta  perspectiva, Eduardo salió feliz a la mar, pero para su desesperación, al final del día no había conseguido atrapar nada con sus redes. Triste, regresó a su casa, no sin antes probar suerte por última vez cerca del muelle. Al sacar las redes, lo único que había pescado era una pequeña hoja de roble dañada por el agua. Dio la casualidad de que por allí pasaba un amigo y le animó a ir a palacio con la hoja, ya que era lo único que había atrapado con sus redes. Eduardo, que no tenía nada que perder, se presentó delante del rey. Al verlo, el rey se echó a reír y dijo:

-Esa hoja es tan liviana que ni siquiera moverá la balanza.

Aún así, el rey puso la hoja en el platillo, y ante el asombro de los presentes la balanza reaccionó como si estuviera cargada de plomo. El tesorero comenzó a equilibrar la balanza con monedas de oro. Aquella pequeña hoja de roble pesaba lo mismo que sesenta monedas de oro.

Con ese dinero, Eduardo compró todo lo necesario para su familia y el rey convocó a todos los sabios del reino con la intención de saber cual era el misterio de la hoja de roble. Pero ninguno encontró la respuesta. Ni siquiera Eduardo supo jamás lo que había pasado.

El secreto de la hoja tenía su origen en la infancia de Eduardo. Cuando éste tenía cuatro o cinco años, un labrador había arrancado un pequeño roble que crecía en los límites de su propiedad. Eduardo lo había recogido y lo había plantado en unas tierras sin dueño. Así, el roble había podido continuar viviendo, y encontró la posibilidad de recompensar al pescador por su buena obra.