viernes, 1 de junio de 2018

Sueños?




Era una linda mañana de lunes me disponía a salir de casa hacia el trabajo , los niños jugaban sin prisa y yo les llamaba porque se me echaba el tiempo encima y no me gusta llegar tarde.

Después de luchar denodadamente para terminar de calzarlos y ponerles la ropa de abrigo, conseguimos salir de casa, bajamos al garaje , saludamos atentamente al portero y finalmente conducía por la calle mayor camino del colegio.

Les entregué sus mochilas ,con el consabido beso y las palabras reiterativas de todos los días “portaros bien “ salí camino del trabajo.

Yo trabajo en una gran ciudad, en un edificio con una gran escalinata de acceso, aparqué en la plaza número 13 que tengo asignada y me dirigí hacia la puerta de entrada, allí algo me llamó la atención no era como todos los días, un silencio que no era habitual pues en horas de entrada y salida el bullicio es enorme , aún así seguí caminando hasta la puerta.

Nada mas traspasar la entrada vi un tumulto de gente arremolinados ante algo que había en el suelo y yo no podía ver, me acerqué lentamente y comprendí que era una persona herida o muerta, en ese momento salieron corriendo dos personas hacia el interior del edificio eran dos mujeres jóvenes.

Mi instinto me dijo que las siguiera y así lo hice, entraron en los baños de clientes y yo hice lo mismo sin pensar que era peligroso, las escuché decir lo he matado ya no nos molestará mas y entonces mi sentido de protección me hizo esconderme en un rincón y allí había una mochila olvidada, yo busqué algo para defenderme y encontré un cuchillo grande y lo agarré , también una pequeña cuerda y con ellos  las amenace y pude reducirlas, amarré a una de ellas  y puse el cuchillo en el costado de la otra , una chica morena con gafas que nunca había visto antes.

Conseguí sacarlas hasta la calle y bajaba las escalinatas llenas de gente con ellas y gritaba  socorro ayúdenme  pero nadie me escuchaba ni me hacía caso, al final de la calle estaban tres policías y yo me dirigía hacia ellos gritando , socorro ayúdenme y seguían sin mirarme , no parecía real.
Por fin estaba junto a los policías y pensé  lo conseguí y en ese momento me desperté, uffff no era mas que un sueño.

Me levanté y comenzó la jornada como todos los días con mis hijos , y cuando llegué a la escalinata un frío recorrió mi cuerpo estaba pasando lo mismo que en mi sueño.

Quizás en mi sueño me estaban avisando?

Nunca lo sabré pues me dí la vuelta y salí corriendo.

Al día siguiente  en las noticias dijeron que un empleado había sido asesinado en el hall  del edificio.


                                         Mirentxu



jueves, 31 de mayo de 2018

Prométeme que no te enfadarás



Fue sin duda una chiquillada, un pequeño acto de rebeldía tan contraproducente y previsible como suelen serlo casi todos si se miran con la debida perspectiva.

Pero Ruth no estaba para perspectivas. Ruth estaba harta. Harta de los horarios, de los alimentos prohibidos, de las manías y los condicionantes. Harta, en suma, de convivir con Elías.

Por ejemplo:


Las toallas sólo pueden ser de color naranja y estar lavadas con una específica marca de detergente. No pueden formar parte de la alimentación el conejo, el buey, el cordero, la pasta, las legumbres, los sabores agridulces, los yogures con trozos, las frutas (salvo el melón, y siempre que se lo sirva troceado y sin pepitas), el pescado blanco y buena parte del azul, el marisco, el chocolate, el café y cualquier tipo de bebida alcohólica. No se puede salir de casa –salvo emergencia- a partir de las nueve de la noche, no se pueden utilizar servilletas de tela, los vasos han de ser lavados dos veces a más de 60 grados con carácter previo a su uso, los cubiertos que utiliza Elías sólo los puede utilizar Elías…

Etcétera.

Imposible enumerar la lista de normas y prohibiciones que han ido tachonando durante casi veinte años de matrimonio el día a día de Ruth (en la mesa no se habla, en la calle no se besa, en la cama no se abraza…), y aún más difícil saber por qué Ruth aguanta lo que aguanta, por qué se deja arrastrar por una corriente hecha de una inercia ajena sin protestar, una gota resignada más en el pertinaz mar del silencio que inunda la casa.

Fue una chiquillada, decía, lo que pasó la jornada a la que venia a referirme. Y también el principio del fin.

– Prométeme que no te enfadarás – le dijo Ruth a Elías mientras éste daba cuenta con avidez de un plato colmado de estofado.

Su marido la miró, más sorprendido que enfadado ante tan flagrante quebrantamiento de la norma de silencio en la mesa. Ruth decidió interpretar la ausencia de respuesta como un permiso para seguir hablando.

– La carne del estofado que con tanto gusto te estás comiendo no es de ternera, sino de buey. En la carnicería de Juani la ternera no tenía buen aspecto, y el buey en cambio estaba de oferta, y Juani me insistía en que por qué no me llevaba el buey, que les acababa de llegar. Y yo respondía que no, que ya sabes que mi marido detesta el buey, que en todo caso ya iré a otro puesto del mercado. Y me estaba dando ya la vuelta cuando pensé: “Ruth, ¿desde cuándo no pruebas tú el buey?”. Así que compré dos quilos cortados a cuadros, y mira qué bueno está y con qué gusto te lo has comido. Y eso me lleva a pensar si el resto de cosas que dices que no te gustan y de las que me estoy privando por tu culpa desde hace dos décadas realmente no te gustan. Y ahora que te he dicho lo que te tenía que decir me voy a acabar este plato en silencio, y luego a lo mejor me sirvo más.

Ruth esperaba, sin duda, que su esposo montara en cólera, o acaso que vomitara con violencia sobre el mantel.

Pero no. Elías depositó con suavidad sus cubiertos intransferibles sobre el plato, se secó la comisura de los labios con su servilleta de papel y se levantó. Sin mediar palabra, sin ni tan siquiera ponerse su sempiterno abrigo marrón ni comprobar a mitad de pasillo si llevaba las llaves encima, abrió la puerta y se fue.

Y pasaron las horas y su marido no volvía. Echaron por la tele el concurso que Elías nunca se perdía, y Elías seguía sin volver. Tampoco llegó a la hora de la cena, y seguía fuera cuando dieron las nueve de la noche y la hora de acostarse.

Amanecía cuando le escuchó trajinar con la cerradura. Se hizo la dormida para evitar una escena desagradable, y no se atrevió a darse la vuelta hasta que no escuchó la pesada respiración. No olía a alcohol, ni a perfume, ni a nada ¿qué habría estado haciendo?

Por la mañana Elías se levantó tarde y no le dio el beso en la frente de cada mañana. Hizo caso omiso del periódico que Ruth le dejó doblado en tres partes junto a las tostadas del desayuno. Apenas probó bocado, y luego se levantó y sin decir nada se marchó.

Y volvió otra vez al filo del amanecer del día siguiente. Y no olía a nada y nada dijo al otro día. Y cuando se marchó de casa la mañana de ese otro día Ruth le siguió, a prudente distancia. Esperaba verle desembocar de un momento a otro en algún lugar comprometido, pero Elías se limitó a vagar sin rumbo hasta las afueras de la ciudad.

Empezó de repente a llover con intensidad, y Ruth se resguardó por un momento bajo un balcón mientras sacaba del bolso –el hombre del tiempo había anunciado chubascos hacia el medio día- un paraguas de color naranja. Lo abrió y reemprendió el trayecto.

Pero ya no se veía a su marido.

No puede andar muy lejos, se dijo, y tras dar un par de vueltas creyó reconocer su espigada silueta a lo lejos, tras una densa cortina de lluvia. Hacia él se encaminó, desestimada toda precaución, dispuesta a asumir sus culpas, hacer acto de contrición y retomar su rutina.

Y sucedió que cuando estaba a punto de darle alcance su marido desapareció ante sus ojos. Y sólo quedó, ante ella, la lápida de Elías.

Y aunque no era jueves, aprovechó para adecentarla y retirar las flores marchitas, como acostumbraba a hacer el cuarto día de cada semana desde hacía casi dos años. Luego escampó, y decidió pasar por el mercado antes de volver a casa. Se moría por unas chuletas de cordero.

Autor : Erre Medina