martes, 30 de abril de 2013

Leyendas de La Mujer Muerta





Varias leyendas intentan explicar este nombre, La Mujer Muerta, topónimo que se da al conjunto de montes de La Pinareja, Peña del Oso y Pico de Pasapán, que formando un destacado cordal y visto desde la llanura segoviana toma la aparente forma de una mujer tumbada, dormida o muerta, cubierta por un velo y con los brazos entrecruzados.
Una leyenda con tonos pastoriles relata el amor de la bella hija de un granjero y un pastor de las cercanías. Éste al creer ver en otro pastor un posible rival, ciego de ira y celos lo mató, y acabó al mismo tiempo con el objeto de sus deseos. Pocos días después, en medio de una terrible tormenta la tierra tembló y apareció como por ensalmo esa gran mole rocosa, que recibió ese nombre.
Otra leyenda, más guerrera y menos romántica relata las luchas por la jefatura que llevaron a cabo dos hermanos, hijos del recientemente fallecido jefe de una tribu que vivía en la entonces extensa planicie. La madre de ambos, que no quería ver aquella lucha fraticida, ofreció su vida a los dioses a cambio de la paz para sus hijos y así se cumplió. Tras una gran tormenta, apareció el cuerpo de la madre en forma de gran montaña, imagen que los hijos reconocieron e inmediatamente pararon la lucha.
Por último, una tercera leyenda indica que, en tiempos remotos, dos caballeros se disputaron el amor de la misma mujer y comenzaron una lucha a muerte; la mujer, intentando separarlos, se interpuso entre ellos mientras luchaban y fue atravesada por las espadas de los dos pretendientes. Tras su muerte, durante la noche se desencadenó una terrible tormenta que modeló los montes cercanos con agua y viento para formar la figura de la mujer asesinada.

lunes, 22 de abril de 2013

Herensuge





Érase una vez un genio que se aparecía en forma de serpiente -suge significa en vasco culebra -, un gigantesco dragón de siete cabezas que vivía durante los meses de verano en la sima de Aralar. Cuando le crecía la séptima cabeza, se encendía en llamas y volaba raudo hacia Itxasgorrieta, la "región de los mares bermejos" de Poniente, cruzando los aires con un ruido espantoso, y allí se hundía.

Cuando sentía hambre bajaba a los pueblos y causaba en ellos innumerables muertes.

La amenaza de Herensuge, el dragón-culebra, forzó durante siglos la aparición de héroes anónimos, que recurrían a la ayuda de fuerzas mágicas para vencerle cortando sus siete cabezas, liberando así a sus víctimas. Desde entonces, las centenarias hayas de Aralar conviven con el eco de multitud de fábulas.

Narrada en distintas versiones, la historia de Herensuge constituye una de las leyendas más bellas de la mitología vasca.

A partir de la Edad Media, su figura se cristianiza y empieza a ser relacionada con el diablo. De este modo, mitología vasca y religión cristiana se funden en la leyenda de Don Teodosio de Goñi, en el siglo VIII.

Se cuenta que este caballero, señor de la comarca de Goñi, al volver a casa tras luchar contra los árabes, se encontró con el demonio disfrazado de ermitaño. Éste le dijo que, en su ausencia, su mujer le había sido infiel. Fuera de sí, acudió Don Teodosio hasta su casa y por error asesinó a sus padres, quienes dormían en su lecho conyugal. Para pagar su pecado, se retiró a Aralar atado con unas pesadas cadenas.

Un día se le apareció el diablo en forma de dragón. El caballero imploró al arcángel San Miguel, quien le libró de las ataduras de penitente y le ayudó a vencer al monstruo. Don Teodosio en acción de gracias mandó construir una ermita dedicada al arcángel. Y hasta hoy pervive en Navarra el culto a San Miguel, el mensajero divino que mantiene sometido al dragón o Príncipe de las Tinieblas.

Vencido para siempre desde hace siglos, Herensuge dormita bajo el trazado del Plazaola. A medio camino entre Pamplona y San Sebastián, su cuerpo reposa entre dos inmensos valles: al oeste, Aralar; al este, Ultzama.

viernes, 12 de abril de 2013

KITETE, EL HIJO DE SHINDO



Había una vez, una mujer chagga, llamada Shindo que vivía en un pueblo al pie de una montaña cubierta de nieve. Su marido había muerto sin dejarle ningún hijo y ella estaba muy sola. Siempre estaba cansada, porque no tenía a nadie que le ayudara en los trabajos de la casa.

Todos los días, limpiaba la casa y barría el patio, cuidaba de las gallinas, lavaba la ropa en el río, traía agua, cortaba la leña y cocinaba sus solitarias comidas.

Al final de cada día, Shindo miraba la cumbre nevada del monte y oraba:

"¡Gran Espíritu del Monte!" . "Mi trabajo es demasiado duro. ¡Énvíeme ayuda!"

Un día, Shindo estaba limpiando el huerto de malas hierbas para que crecieran bien las verduras, plátanos y calabazas que cultivaba. De repente, un noble jefe apareció junto a ella.

"Soy un mensajero del Gran Espíritu del Monte," le dijo a la sorprendida mujer, y le dio unas pocas semillas de calabaza. "Siémbralas con cuidado. Ellas son la respuesta a tus oraciones."

Entonces el jefe desapareció.

Shindo se preguntaba, "¿Qué ayuda podré recibir de un manojo de semillas de calabaza?" Pero las sembró y cuidó lo mejor que pudo.

Estaba asombrada de lo rápidamente que crecían. Una semana más tarde, las calabazas ya habían madurado.

Shindo llevó a casa las calabazas, y tras quitarles la pulpa, dejándolas huecas las colgó de una de las vigas de la casa para que se fueran secando. Cuando se secaran se endurecerían y podría venderlas en el mercado para ser usadas como cuencos y jarras.

Como ceneitaba una de las calabazas para su propio uso, tomó una pequeña y la puso junto al fuego para que se secara más rápidamente.

A la mañana siguiente, Shindo se marchó para trabajar la tierra. Pero mientras ella estaba fuera de casa, las calabazas empezaron a cambiar. Les crecieron cabezas, brazos y piernas. En poco tiempo, no eran en absoluto calabazas. ¡Eran niños!

Unu de estos niños estaba junto al fuego, donde Shindo había colocado la calabaza pequeña. Los otros niños le llamaron desde la viga.


"¡Ki-te-te, ayúdanos!
Trabajaremos para nuestra madre.
Venga ayúdanos, Ki-te-te,
¡Nuestro hermano favorito!"


Kitete ayudó a bajar a sus hermanos y hermanas de las vigas. Entonces los niños salieron de la casa y empezaron a cantar y jugar en el patio.

Todos menos Kitete, que al haber estado junto al fuego, se convirtió en un niño débil y enfermizo. Mientras sus hermanos y hermanas cantaban y jugaban, Kitete les miraba sonriente, sentado en la puerta de la casa.

Después de un rato, los niños empezaron a hacer los trabajos de la casa. Limpiaron la casa, barrieron el patio, alimentaron a las gallinas, lavaron la ropa, trajeron agua, cortaron la leña y prepararon la comida para cuando Shindo volviera.

Cuando el trabajo estuvo hecho, Kitete ayudó a los otros a subir a la viga y poco después, de nuevo se convirtieron en calabazas.

Por la tarde, cuando Shindo volvió a casa, las otras mujeres del pueblo le preguntaban :

"¿Quiénes eran esos niños que estaban hoy en el patio de tu casa?" . "¿De dónde han venido? ¿Por qué estaban haciendo los trabajos de la casa?"

"¿Qué niños? ¿Os quereis reir de mi?" les decía Shindo, enfadada.

Pero cuando llegó a su casa, se quedó pasmada. ¡El trabajo estaba hecho, e incluso su comida estaba preparada! No podía imaginarse quién le había ayudado.

Al día siguiente, sucedió lo mismo. En cuanto Shindo se hubo marchado, las calabazas se convirtieron en niños, y los que colgaban de la viga gritaban,


"¡Ki-te-te, ayúdanos!
Trabajaremos para nuestra madre.
Venga ayúdanos, Ki-te-te,
¡Nuestro hermano favorito!"


Entonces, después de jugar un rato, hicieron todos los deberes de la casa, subieron a la viga, y se convirtieron en calabazas de nuevo.

Una vez más, Shindo se quedó asombrada al ver todo el trabajo hecho. Entonces, decidió encontrar la explicación y conocer a quienes le estaban ayudando.

A la mañana siguiente, Shindo hizo como que se marchaba, pero en vez de ir a trabajar en el campo, se quedó escondida junto a la puerta de la casa, observando lo que sucedía. Y vio a las calabazas convertirse en niños, y les oyó como gritaban,


"¡Ki-te-te, ayúdanos!
Trabajaremos para nuestra madre.
Venga ayúdanos, Ki-te-te,
¡Nuestro hermano favorito!"


Cuando los niños salieron de la casa, por poco se encuentran con Shindo, pero ellos siguieron jugando, y seguido comenzaron a hacer los trabajos caseros. Cuando acabaron, empezaron a subir a la viga.

"¡No, no!" decía Shindo llorando. "¡No se transformen en calabazas! Sereis los hijos que yo nunca tuve, y os amaré y os querré."

Y desde entonces los niños se quedaron con Shindo, como sus hijos. Ya nunca más estaba sola. Y los niños eran tan trabajadores, que pronto mejoró la economía de la casa, con muchos campos de verduras y plátanos, y rebaños de ovejas y cabras.

Todos eran muy útiles .... menos Kitete que se quedaba junto al fuego con su sonrisa tonta.

La mayor parte del tiempo, a Shindo no le importaba. De hecho, Kitete realmente era su favorito, porque era como un tierno bebé. Pero a veces, cuando ella estaba cansada o triste por alguna razón, lo pagaba con él.

"¡Eres un niño inútil!" le decía. "¿Por qué no puedes ser más inteligente, como tus hermanos y hermanas, y trabajar tan duro como ellos?"

Kitete sólo sonreía.

Un día, Shindo estaba fuera en el patio, cotando verduras para la comida. Cuando llevaba la olla a la cocina, tropezó con Kitete, se cayó, y la olla de arcilla se hizo añicos. Las verduras y el agua quedaron esparcidos por todas partes.

"¡Muchacho tonto!" gritó Shindo . "¿No te tengo dicho que no te pongas delante de mi camino? ¿Pero qué se puede esperar de tí? No eres un niño de verdad. ¡Solo eres una calabaza!"

Y en ese mismo instante, ella dio un grito al ver que ya no estaba Kitete, y que en su lugar sólo había una calabaza.

"¿Qué he hecho yo?" lloraba Shindo, cuando los niños volvieron a casa. "¡Yo no quise decir lo que dije! Tu no eres una calabaza, tu eres mi propio hijo querido. ¡Oh, hijos mios, por favor haced algo!"

Los niños se miraron entre ellos, y corriendo, comenzaron a subir a la viga. Cuando el último niño, ayudado por Shindo, hubo subido, comenzaron a gritar una última vez,


"¡Ki-te-te, ayúdanos!
Trabajaremos para nuestra madre.
Venga ayúdanos, Ki-te-te,
¡Nuestro hermano favorito!"


Pasó un largo rato sin que nada sucediera. Pero de pronto, la calabaza empezó a cambiar. Creció una cabeza, luego unos brazos, y finalmente unas piernas. Por fin, no era en absoluto una calabaza. Era--

¡Kitete!

Shindo aprendió la lección. A partir de entonces, tuvo mucho cuidado y amor para sus hijos.

Y ellos le dieron su consuelo y felicidad, durante el resto de sus días.

miércoles, 3 de abril de 2013

El higo mas dulce



Monsieur Bibot, el dentista, era un hombre muy exigente. Tenía su pequeño apartamento muy bien ordenado y limpio, lo mismo que su consultorio.

Si su perro, Marcel, saltaba sobre los muebles, Bibot no dejaba de darle una lección. Excepto el día de la Revolución francesa, el pobre animal no podía ni ladrar.

Una mañana, Bibot encontró a una anciana que lo esperaba frente a la puerta de su consultorio. Tenía dolor de muelas y le rogó al dentista que la ayudara.

—¡Pero si no tiene cita! —dijo él. La mujer dejó escapar un gemido. Bibot consultó su reloj. Tal vez tenía tiempo de ganarse unos cuantos francos más. La hizo pasar y le revisó la boca.

—Tendremos que sacarle la muela —dijo con una sonrisa y, una vez que hubo terminado, añadió—: Le daré unas píldoras para el dolor.

La anciana estaba muy agradecida:

—No puedo pagarle con dinero —dijo—, pero tengo algo mucho mejor. —Sacó un par de higos de su bolsillo y se los tendió a Bibot.

—¿Higos? —dijo él, enfadado.

—Estos higos son muy especiales —susurró la mujer—. Pueden hacer que sus sueños se hagan realidad. —Le guiñó un ojo y se llevó un dedo a los labios.

Para Bibot estaba claro que se trataba de una loca. Puso los higos sobre la mesa y tomó del brazo a la mujer. Cuando ella le recordó las píldoras, Bibot respondió:

—Lo siento, ésas son sólo para los clientes que pagan —y la empujó hacia la puerta.

Esa tarde, Bibot sacó a su perro a pasear por el parque. Al pobre Marcel le encantaba olisquear los troncos de los árboles y entre los arbustos, pero cada vez que se detenía a hacerlo, Bibot le daba un fuerte tirón a su correa. Antes de irse a la cama, el dentista decidió tomar un bocadillo.

Se sentó en la mesa del comedor y se comió uno de los higos que le había dado la anciana. Estaba delicioso. Era tal vez el mejor higo, el más dulce, que se había comido jamás.

A la mañana siguiente, Bibot arrastró a Marcel escaleras abajo para el paseo matutino. Los escalones eran demasiado altos para las cortas patas del perro, pero a Bibot jamás se le hubiera ocurrido cargar a su mascota: odiaba que su hermoso traje azul se llenara de pelos blancos.

Mientras caminaba por la acera atestada, Bibot notó que la gente se le quedaba mirando. “Admiran mi traje”, pensó. Pero cuando se vio reflejado en el ventanal de un café, se detuvo horrorizado. Sólo tenía puesta la ropa interior. El dentista dio la vuelta y se metió corriendo a un callejón.

“Sacré bleu —pensó—, ¿qué ha pasado con mi ropa?”

Y entonces se acordó del sueño que había tenido la noche anterior: había soñado que estaba justo frente a ese mismo café, en ropa interior.

Pero algo más había pasado en su sueño, y Bibot se esforzaba por recordar qué. Marcel, acechando desde la sombra del callejón, comenzó a ladrar.

El dentista alzó la vista y vio cómo el resto de su sueño se hacía realidad. Nadie volteó a mirar a Bibot mientras éste corría de regreso a su casa en ropa interior.

Todos los ojos de París estaban fijos en la Torre Eiffel, que se iba inclinando hacia abajo lentamente, como si fuera de goma. Bibot comprendió que la anciana de los higos le había dicho la verdad, así que no iba a desperdiciar el segundo higo. Durante las siguientes semanas, mientras se iniciaban las obras de reconstrucción de la Torre Eiffel, el dentista leyó docenas de libros sobre hipnotismo.

Cada noche, antes de meterse a la cama, se miraba en el espejo y repetía, una y otra vez: —Bibot es el hombre más rico del mundo, Bibot es el hombre más rico del mundo.

Y al poco tiempo, en sus sueños, Bibot era exactamente eso. Cuando dormía, el dentista se veía conduciendo su lancha de carreras, pilotando su avión y viviendo a todo lujo en la Riviera francesa. Noche tras noche era la misma historia. Un día, al anochecer, Bibot tomó el segundo higo de la alacena. No podría durar para siempre.

“Esta noche, es la noche”, pensó el dentista. Puso el fruto maduro en un plato y se dirigió a la mesa. Al día siguiente, al despertar, sería el hombre más rico del mundo. Miró a Marcel y sonrió.

El perrito no lo acompañaría en aquella vida, pues en sus sueños Bibot era dueño de media docena de gran daneses. Mientras el dentista abría la alacena para sacar un poco de queso, escuchó un ruido como de porcelana que se rompe.

Se volvió, pero sólo para ver cómo Marcel, trepado en una silla y apoyando las patas delanteras sobre la mesa, se comía el último higo. ¡Bibot estaba furioso!

Persiguió al perro por todo departamento. Cuando Marcel se metió debajo de cama, Bibot le gritó: —¡Mañana te enseñaré una lección que no olvidarás jamás! —y luego, enojado y con el corazón destrozado, el dentista se fue a dormir.

Cuando despertó, a la mañana siguiente, Bibot se sintió muy confundido. No estaba en su cama. Estaba debajo de su cama. De repente, una cara apareció frente a él: ¡era su propia cara!

—Es hora de tu paseo —dijo la boca de aquel rostro—. Ven con Marcel.

Una mano se deslizó debajo de la cama y lo atrapó. Bibot quiso gritar, pero todo lo que pudo hacer fue ladrar.