domingo, 9 de febrero de 2014

La torre misteriosa



Por razones históricas y religiosas que ahora no vienen a cuento, los judíos han sido siempre muy perseguidos y, en ciertas épocas, tenidos por magos capaces de malas artes. Aunque en Euskal Herria los casos de discriminación no han sido muy notorios, también hasta aquí llegó la ola de antisemitismo que se respiró en las regiones vecinas y que condujo a su aislamiento y, finalmente, a su expulsión.

El siguiente relato se basa en una leyenda del valle de Aramaiona.



En el hermoso valle alavés de Aramaiona se encuentra el pueblo de Ibarra, que antes se llamaba Zalgo, limitado en su zona norte por la peña de Anboto, conocida por ser una de las moradas de Mari, la diosa de los antiguos vascos.

En el año 1122 se extendió una gran preocupación en el valle. Hacía ya un año que un misterioso hebreo llamado Samuel, que vivía en Adurzaba, al pie del cerro de Gasteiz, se había presentado en Zalgo. Tenía una barba larga y blanca que le cubría el pecho; llevaba en la cabeza un birrete negro y en los pies unos escarpines de terciopelo rojo. Pero lo que más llamaba la atención a los habitantes del valle era que la túnica que vestía el misterioso personaje, desde el cuello a los pies, estaba bordada con hilo de oro y brillaba más que el sol.

Todas las tardes se sentaba junto a la fuente de Goikoerrota, mirando una y otra vez las peñas de Izpizte. Luego dibujaba unas líneas sobre un pergamino y se marchaba. Todos opinaban que estaban construyendo un palacio encantado sobre las peñas sin necesidad de obreros. Al cabo de algún tiempo, el judío Samuel dejó de ir a la fuente, pero los habitantes de Aramaiona descubrieron entre las hayas y los tejos las almenas de un maravilloso castillo, al que nadie se atrevía a acercarse.

Estaban los asombrados habitantes comentando el prodigio de la torre misteriosa cuando comenzaron a ocurrir cosas que aún les asustaron mucho más. Todas las noches, los vecinos podían ver cómo las ventanas de la torre se iluminaban en cuanto se ponía el sol; pero, aunque lo intentaban, nunca veían a nadie entrar o salir de ella.

Al llegar el verano, observaron que a medianoche salían de la torre blancos fantasmas montados en veloces caballos, también blancos, que atravesaban el bosque en dirección al caserío de Zalgogarai, para volver antes del amanecer.

El terror de los habitantes de Aramaiona iba aumentando de día en día, hasta que, finalmente, decidieron que fueran cuatro de los jóvenes más fuertes y valerosos a investigar lo que allí ocurría. No faltaron voluntarios, puesto que todos querían demostrar que no tenían miedo, aunque, por si acaso, fueron bien provistos de palos, cuchillos y hachas.

Al anochecer salieron de Zalgo en dirección a la torre, y se escondieron detrás de unas matas. Las ventanas de la torre se iluminaron como cada noche, pero no se veía a nadie cerca de ellas. La espera se les hizo interminable, pero, por fin, escucharon las campanadas de la medianoche. Al sonar la última se abrió el gran portón del castillo y salieron por él media docena de jinetes fantasmas a galope, pero el silencio era total, porque los animales ni siquiera rozaban la tierra con sus cascos. Al pasar por su lado, los jóvenes sintieron un viento helado en sus caras, y helado también se les quedó el ánimo.

Esperaron un momento y después se dirigieron hacia la entrada sin decir palabra. Recorrieron varios pasillos hasta llegar a un gran salón, pero el miedo los dejó paralizados. En medio de la habitación se encontraba una muchacha muy hermosa y muy pálida, vestida con una larga túnica dorada, con el cabello suelto y los pies descalzos. Estaba envuelta en una luz blanca muy intensa que iluminaba el salón y el resto del castillo.

Cuando los cuatro jóvenes iban a echar a correr, los detuvo la voz de la muchacha:

—¡Esperad! ¡No os vayáis! Soy Mariurraca, de la torre de Muntxaratz. Hace doscientos años maté a mi hermano Ibon y, desde entonces, estoy condenada a no morir. ¡Por favor! ¡Ayudadme!

Repuestos de la sorpresa y conmovidos por la tristeza de su voz, los jóvenes le preguntaron cómo podían ayudarla.

—Yo soy la luz de los espíritus que habéis visto salir de aquí. Al igual que yo, ellos están condenados a cabalgar durante toda la eternidad. ¡Iluminad la torre! Encended aquí mismo una gran hoguera cuya luz sea más fuerte que la mía; pero, ¡daos prisa!, porque si no, ellos volverán y nunca más podréis abandonar este lugar.

Los cuatro jóvenes dispusieron un gran haz de leña en medio del salón y le prendieron fuego. En pocos minutos, las llamas subieron hasta el techo. Mariurraca sonrió y comenzó a desaparecer, mientras decía:

—¡Gracias, amigos, gracias! Ahora ya puedo descansar.

Empezaba a amanecer y los jóvenes se encontraron de pronto en medio del campo. La torre había desaparecido. Sólo la hoguera seguía ardiendo. Los habitantes de Aramaiona no volvieron a ver a los fantasmas, y todos pudieron dormir tranquilos a partir de entonces.



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