Ni tampoco podría decir el señor abad si sus ovejas eran realmente tales ovejas o cabras desmandadas y hediondas. Y, reflexionando sobre el caso, inclinábase a creer que fuesen cabras una parte del año y ovejas la restante.
En efecto, los feligreses del señor abad no le daban qué sentir sino en la época de las marcas vivas y los temporales recios; los meses de invierno duro y de huracanado otoño. Porque ha de saberse que Penalouca, está colgado, a manera de nidal de gaviota, sobre unos arrecifes bravíos que el Cantábrico arrulla unas veces y otras parece quererse tragar, y bajo la línea dentellada y escueta de esos arrecifes costeros se esconde, pérfida y hambrienta de vidas humanas, la restinga más peligrosa de cuantas en aquel litoral temen los navegantes. En los bajíos de la Agonía -este es su siniestro nombre- venían cada invernada a estrellarse embarcaciones, y la playa del Socorro -ironía llamarla así- se cubría de tristes despojos, de cadáveres y de tablas rotas, y entonces, ¡ah!, entonces era cuando el párroco perdía de vista aquel inofensivo, sencillote rebaño de ovejuelas mansas que en tanto tiempo no le causaba la menor desazón (porque en Penalouca no se jugaba, los matrimonios vivían en santa paz, los hijos obedecían a sus padres ciegamente, no se conocían borrachos de profesión y hasta no existían rencores ni venganzas, ni palos a la terminación de las fiestas y romerías). El rebaño se había perdido, el rebaño no pacía ya en el prado de su pastor celoso..., y este veía a su alrededor un tropel de cabras descarriadas o -mejor aún- una manada de lobos feroces, rabiosos y devorantes.
Cada noche, cuando mugía el viento, lanzaba la resaca su honda y fúnebre queja y las olas desatadas batían los escollos, rompiendo en ellos su franja colérica de espuma; los aldeanos de Penalouca salían de sus casas provistos de faroles, cestones, bicheros y pértigas. ¡Aquellos farolillos! El abad los comparaba a los encendidos ojos de los lobos que rondan buscando presa. Aquellos faroles eran el cebo que había de atraer a la cosa fatal a los navegantes extraviados por el temporal o la cerrazón, a pique de naufragio o náufragos ya, cuando tal vez no les quedaba otra esperanza que el esquife, con el cual intentaban ganar la costa... Llamados por las sirenas de la muerte a la playa fatal, apenas llegaban a la tierra, caía sobre ellos la muchedumbre aullante, el enjambre de negros demonios, armados de estacas, piedras, azadas y hoces... Esto se conocía por «ir a la ganadera». Y el cura, en sus noches de insomnio y agitación de la conciencia, veía la escena horrible: los míseros náufragos, asaltados por la turba, heridos, asesinados, saqueados, vueltos a arrojar, desnudos, al mar rugiente, mientras los lobos se retiran a repartir su botín en sus cubiles...
Los días siguientes al naufragio, todos los pecados que el resto del año no conocían las ovejas, se desataban entre la manada de lobos, harta de presa y de sangre. Quimeras y puñaladas por desigualdades en el reparto; borracheras frenéticas al apurar el contenido de las barricas arrojadas por las olas; después de la embriaguez, otro género de desmanes; en suma, la pacífica aldea convertida en cueva de bandidos...., hasta que los temores amainaban, el viento se recogía a sus antros profundos, el mar se calmaba como una leona que ha devorado su ración, y los hombres, mujeres y chiquillería de Penalouca volvían a ser el manso rebañito que en Pascua florida corría al templo a darse golpes de pecho y a recitar de buena fe sus oraciones, mientras enviaba al señor cura, como presente pascual, cestones de huevos y gallinas, inofensivos quesos y cuajadas...
-No es posible sufrir esto más tiempo -decidió el abad-. Hoy mismo me explico con el alcalde.
El alcalde era la persona influyente, el cacique; él vendía allá, en la capital, los frutos de la ganadera, y estaba, según fama, achinado de dinero. Al oír al párroco, el alcalde se santiguó de asombro. ¿Renunciar a la ganadera? ¡Pues si era lo que desde toda la vida, padres, abuelos, bisabuelos, venían haciendo los de Penalouca para no morirse de necesidad! ¿Bastaba la pobre labor de la tierra para mantenerlos? Bien sabía el señor abad que no. Ni aún pan había en la aldea, a no ser por la ganadera; claro, con el fruto de la ganadera se había construido la Casa de Ayuntamiento; se había reparado la iglesia, que se caía ruinosa; se habían redimido del sorteo los mozos, los brazos útiles; se había construido el cementerio. No era posible ir contra una costumbre tan antigua y tan necesaria, y ninguno de los abades anteriores habían ni pensado en ello, y Penalouca era Penalouca, gracias a la ganadera...
-¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer?
Y el cura, al escuchar el fragor de los cordonazos, las tempestades de otoño que vienen con los dos frailes, sintió que aquel conflicto ya dominaba su alma, que se volvía loco si tuviese que arrostrar ante Él, que nos ve, la responsabilidad de haber consentido, inerte, silencioso, tantas maldades...
Cierta espantosa noche de noviembre, el párroco se dio cuenta de que debía de haber naufragio... Idas y venidas misteriosas en la aldea, sordos ruidos que salían de las casas, sombras que se deslizaban rasando las paredes, alguna exclamación de mujer, alguna voz argentina de niño... Penalouca iba a su crimen tutelar; Penalouca ya era la manada de lobos, con dientes agudos y fauces ardientes, hambrientas... El párroco se alzó de la cama temblando, se puso aprisa un abrigo y una bufanda, descolgó el Crucifijo de su cabecera y echó a correr camino de la playa del Socorro.
Cuando desembocó en ella, el cuadro se le ofreció en su plenitud. La mar, tremendamente embravecida, acababa de arrojar náufragos, sobre los cuales se encarnizaba, con guturales gritos de triunfo, la chusma.
Al uno, después de romperle la cabeza de un garrotazo, le habían despojado de un cinturón relleno de oro; al otro, le desnudaban, y con una mujer, joven aún, viva, implorante, se disponían a hacer lo mismo. Arrodillada, lívida, la mujer pedía por Dios compasión...
El párroco alzó el Crucifijo y se lanzó entre las fieras.
-¡Atrás! ¡Aquí está Dios! -gritó enarbolando la escultura-. ¡Dejen a esa mujer! ¡El que se mueva está condenado!
Los aldeanos retrocedieron; un momento les subyugó la voz de su párroco, y les impuso el gran Cristo cubierto de heridas, semejante al náufrago que yacía allí, desnudo, y ensangrentado también. Pero el alcalde, vigilante, empedernido, fue el primero que desvió al cura, blandiendo el garrote, profiriendo imprecaciones... Y la multitud siguió el impulso y se defendió, ciega, en la confusión del instinto, en la furia del desenfreno pasional...
Pocos días después salió a la orilla, con los de los náufragos, el cuerpo del párroco, que presentaba varias heridas. También él había ido a la ganadera.
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